No estaba dispuesto a permitir que Edna destruyese todo cuanto él había construido. Sus manos se agarraron al volante; sentía cómo le temblaban, tenía que calmarse.
Lo más extraño de todo era la exquisita ironía que significaba que, de todo el mundo, hubiera sido Edna quien le hubiese visto conducir el Lincoln fuera del aparcamiento. Sin duda alguna, la enfermera creyó que Vangie le acompañaba en el coche; pero, en cuanto ella le contase aquello a la policía, todo saldría a la luz. Casi podía oír las preguntas:
—Usted llevó a Mrs. Lewis a su casa, doctor. ¿Qué hizo cuando la dejó? ¿Llamó a un taxi? ¿Qué hora era entonces, doctor? Miss Burns nos ha dicho que usted se marchó del aparcamiento un poco antes de las nueve de la noche.
La autopsia, sin duda, probaría que Vangie murió más o menos a aquella hora. ¿Y qué pensaría la policía si él les decía que había regresado andando al hospital bajo aquella tormenta?
Había que acallar a Edna. En el asiento de al lado, iba su maletín médico y, en su interior, sólo había el pisapapeles de su despacho. No solía molestarse en llevar maletín, pero aquella mañana lo había sacado con la intención de meter dentro los mocasines. Tenía la intención de ir a cenar a Nueva York y abandonar los zapatos en diferentes cubos de basura, los cuales recogerían a la mañana siguiente.
Pero, aquella mañana, Hilda había llegado pronto, se quedó a hablar con él en el vestíbulo, mientras el médico se ponía su abrigo gris de tweed y ella le entregaba el sombrero y el maletín. Resultaba imposible cambiar los mocasines de la Burberry al maletín que había frente a la mujer. ¿Qué hubiera pensado ella? Pero, no importaba, la gabardina estaba en el fondo del armario empotrado, la doméstica no tenía ningún motivo para acercarse allí. Y esta noche, tras acabar con Edna, iría a casa y haría desaparecer los zapatos a la noche siguiente.
Era un verdadero golpe de suerte que Edna viviese tan cerca del hospital, motivo por el cual él conocía su apartamento, pues varias veces la había ido a visitar cuando ella, debido a la ciática que padecía, no podía ir al trabajo. Le bastaría con comprobar el número del apartamento para estar plenamente seguro. Tendría que hacer que la muerte pareciese un asesinato cometido durante un robo. El gabinete de Katie DeMaio se ocuparía, sin duda, de esta causa; pero nunca relacionaría el homicidio de una anónima contable con su empresario o con Vangie Lewis.
Le robaría la cartera y las pocas joyas que tuviese. Devanándose los sesos, se acordó de que tenía un alfiler con una mariposa y un minúsculo rubí y un anillo de compromiso con unos pequeños diamantes. Ella se los había mostrado cuando fue a dejarle un poco de trabajo en su casa, hacía unos meses.
—Doctor, éste es el anillo de compromiso de mi madre —dijo orgullosa—. Papá y mamá se enamoraron la primera vez que salieron juntos y mi padre se lo regaló la segunda vez que se vieron. ¿Me creería usted si le dijese que ambos tenían poco más de cuarenta años? Papá me lo dio cuando mamá murió, ya hace de esto tres años, y usted sabe que él apenas la sobrevivió dos meses. Desde luego, mamá tenía unos dedos muy pequeños, por esto lo llevo en el meñique. Mi padre le regaló este alfiler en su décimo aniversario de casados.
Él tuvo que aguantar aquel aburrido cuento; aunque ahora se daba cuenta de que, como todo en esta vida, en potencia, podía ser útil. El médico permaneció sentado junto al lecho de la mujer. Edna guardaba su barato joyero de plástico en la mesilla de noche. Sería fácil llevarse aquel anillo, el alfiler y la cartera, lo cual dejaría bien a las claras que se trataba de un asesinato por robo.
Luego, se desharía de las cosas junto con los zapatos. Y aquello sería el final de todo.
Con la excepción de Katie DeMaio.
Se mojó el labio de arriba con la parte inferior del labio de abajo; se notaba la boca seca.
Tenía que pensar en el apartamento de Edna. ¿Cómo se las arreglaría para entrar? ¿Se atrevería a tocar el timbre para que ella le dejase pasar? ¿Y si Edna no estaba sola?
Pero estaría sola, estaba seguro de ello. Edna se iría a casa para empezar a beber; lo adivinaba en los movimientos nerviosos y vehementes que hacía mientras la miraba andar por el pasillo. Estaba agitada, inquieta y, sin duda alguna, nerviosa por las historias que quería contar mañana a la policía.
Un sudor helado le rociaba la frente, cuando se paró a pensar que, a lo mejor, Edna había decidido hablar con las pacientes, en la recepción, antes de dirigirse a él para contarle lo de Vangie. Las Ednas de este mundo necesitaban público: escuchadme, fijaos en mí, ¡existo!
Pero aquello no sería por mucho tiempo, Edna, no por mucho tiempo.
Estaba ya muy cerca de la zona del aparcamiento. La última vez que la visitó, dejó el coche detrás de la casa, en uno de los aparcamientos para visitantes. ¿Se atrevería a dejarlo ahora allí? Hacía frío, soplaba el viento, estaba oscuro. Muy poca gente se atrevería a pasear por allí y quienquiera que lo hiciese se daría prisa, no se fijaría en un coche oscuro, de precio medio y totalmente corriente. La última vez que estuvo allí, fue hasta el extremo del edificio donde ella tenía el apartamento. Edna vivía en el piso bajo. Unos arbustos espesos intentaban ocultar una herrumbrosa cerca de hierro que separaba el complejo de una marcada pendiente que bajaba unos cuatro metros y terminaba en los raíles de uno de los ramales del tren.
La ventana del dormitorio de Edna se abría sobre el aparcamiento; la cubrían altos arbustos sin podar. La ventana estaba a nivel del suelo, bastante baja si no se equivocaba. ¿Qué sucedería si la ventana no se hallaba abierta? A esta hora, y si él estaba en su sano juicio, Edna estaría ya muy bebida. Podría entrar y salir por la ventana, lo cual haría más creíble lo del robo. En caso contrario, tendría que tocar el timbre, entrar, matarla y marcharse después. Si alguien le veía, podría decir que se había detenido para llevar unos papeles, y que había decidido después no hacerlo, debido a que Edna estaba bebida. Cualquier intruso debió llegar más tarde; nadie que estuviera en su sano juicio acusaría a un rico doctor de robar a su contable, que no tenía un céntimo.
Satisfecho, fue reduciendo la marcha a medida que se acercaba al complejo de apartamentos: las unidades dobles, todas exactamente iguales, parecían tristes y severas en la fría noche de febrero.
En el aparcamiento, habría una media docena de coches. Colocó el suyo entre una camioneta y una «rubia» y desapareció entre el cavernoso espacio que proyectaban los vehículos mayores.
Se puso los guantes de operar y se colocó el pisapapeles en un bolsillo del abrigo; salió con cuidado, cerró la puerta sin hacer ruido y desapareció entre las profundas sombras que arrojaban los edificios. En silencio, dio gracias a los dioses porque Edna vivía en el último apartamento. Así, no había manera de equivocarse de dirección.
La persiana del dormitorio estaba casi bajada, aunque había una planta allí; la persiana descansaba sobre ésta, lo pudo ver con claridad. Una de las luces del vestíbulo iluminaba la habitación. La ventana estaba ligeramente abierta; Edna debería de estar en el salón o en el comedor. Oyó el débil sonido de la televisión. Entraría por la ventana.
Miró con rapidez a su alrededor y volvió a asegurarse de que la zona estaba desierta. Con dedos de acero cubiertos con los ajustados guantes, abrió la ventana. Sin hacer ruido, subió la persiana. En silencio, sacó la maceta y la puso en el suelo. Más tarde, aquello sería una clara prueba de cómo había entrado. Se deslizó por el alféizar. A pesar de su gran estatura, era un hombre muy ágil.
Ya estaba en el dormitorio. En la débil luz, advirtió la limpieza virginal, el cubrecama de ganchillo, el crucifijo sobre el lecho, las fotos enmarcadas de una pareja de personas mayores, el adorno de encaje de la tapa mellada del tocador de caoba.
Ahora llegaba el momento importante, el momento que él detestaba. Palpó el pisapapeles que tenía en el bolsillo. Estaba decidido a machacarle los sesos. Una vez, leyó que se había probado la culpabilidad de un médico, debido a las certeras puñaladas dadas en los sitios clave. No estaba dispuesto a que sus conocimientos médicos le delatasen; eran precisamente aquellos conocimientos los que hacían que se encontrara allí.
Empezó a caminar de puntillas por el pequeño vestíbulo. El baño quedaba a la derecha; la sala de estar, a unos dos metros de donde él se encontraba, a la izquierda. Se asomó cuidadosamente. El televisor estaba encendido, pero la habitación se hallaba vacía. Oyó el ruido de una silla que crujía. Edna debía de estar en el comedor. Con un cuidado infinito, penetró en la sala de estar. Aquél era el momento. Si ella le veía y gritaba…
Pero Edna le daba la espalda. Envuelta en una bata de algodón azul, estaba hundida en una butaca, a uno de los extremos de la mesa. Una mano oprimía un gigantesco vaso de cóctel y la otra estaba recogida en el regazo. Una alta coctelera que tenía delante estaba casi vacía. La cabeza se apoyaba en el pecho, una respiración débil y uniforme le permitió comprobar que estaba dormida. Apestaba a alcohol.
Con rapidez, calibró la situación, sus ojos se fijaron en el silbante radiador que quedaba a la derecha de la mesa. Era de aquel modelo antiguo que tenía los tubos marcados. ¿Sería posible? A lo mejor, ni tenía que usar el pisapapeles, quizá…
—Edna —susurró por lo bajo.
—¿Qué? ¡Oh…!
Levantó la cabeza y le miró con ojos adormilados. Confundida, la mujer empezó a levantarse apoyándose de una manera extraña en la butaca.
—Doctor…
Un violento golpe la hizo recular; su cabeza se estrelló contra el radiador. En su cerebro estallaron luces cegadoras. ¡Oh, el dolor, Dios mío, el dolor! Edna suspiró. La calmante calidez de su sangre, que brotaba, la sumió en la oscuridad. El dolor se extendió y se intensificó y llegó al clímax. Luego, empezó a retroceder y acabó.
Él saltó, procurando no pisar la sangre esparcida. Luego, se inclinó sobre Edna con cuidado. Mientras la observaba, los latidos del pulso en su garganta temblaron y se detuvieron. Él estaba muy cerca del rostro de Edna. Ésta dejó de respirar. Él soltó el pisapapeles en el interior del bolsillo; ya no lo necesitaría. Ni se molestaría en aparentar un robo, todo daría la sensación de que Edna se había caído. Tenía suerte, había nacido para que no le descubriesen.
Volvió rápidamente sobre sus pasos y entró en el dormitorio. Observando con astucia y comprobando que el aparcamiento aún seguía vacío, salió por la ventana, se acordó de colocar la planta en su sitio, bajó la persiana y cerró la ventana hasta dejarla como la tenía Edna.
Mientras así obraba, oyó el sonido persistente de un timbre: ¡el timbre de la puerta de Edna! Miró nerviosamente a todas partes. La tierra, dura y seca, no ofrecía ninguna evidencia de huellas; el alféizar estaba completamente limpio. Allí no había ninguna señal de que se hubiese perturbado el posible polvo que hubiera, puesto que él había saltado sobre el alféizar, no había huellas de sus zapatos. Volvió corriendo a su coche. Y, con serenidad, encendió el motor. Sin encender los faros, salió del complejo de aparcamientos. Al acercarse a la carretera 4, encendió los faros.
¿Quién había estado en el umbral de la puerta de Edna? ¿Intentaría entrar aquella persona? Edna estaba muerta, ya no podría chismorrear sobre él. Pero aquello había estado muy próximo, demasiado próximo a suceder.
La adrenalina corrió por sus venas. Ahora, sólo quedaba una amenaza posible: Katie DeMaio.
Ya empezaría a ocuparse de eliminar aquella amenaza. El accidente que Katie había sufrido le proporcionaba la ocasión necesaria para iniciar la medicación.
En su historial médico aparecía bien claro que le faltaban glóbulos rojos. Ya le habían hecho una transfusión en la sala de urgencias; ordenaría que le hiciesen otra, pretendiendo aumentar así sus defensas para la operación.
Le recetaría píldoras Cumadín, que impedirían la coagulación, negando así los beneficios de la transfusión a la paciente. El viernes, cuando fuese al hospital Katie estaría al borde de la hemorragia. Sería posible hacer una operación de urgencia sin administrarle más coagulantes; pero, si fuera necesario, le inyectaría heparina; aquello agotaría todos sus mecanismos de coagulación y Katie no sobreviviría a la intervención quirúrgica.
El bajo número de glóbulos rojos que tenía, el Cumadín y la heparina, serían tan efectivos con Katie DeMaio como lo había sido el cianuro con Vangie Lewis.