CADA VEZ QUE VOY a Redondo Beach, pienso en los Beach Boys. En mi mente, están tan estrechamente relacionados con esta población como Mozart con Salzburgo o Wagner con Bayreuth. Así pues, empecé a tararear «Help Me, Rhonda» para mis adentros, a fin de conservar el equilibrio mientras conducía hacia el sur por la carretera de la costa, más allá de Playa del Rey.
A mis espaldas, Godzilla estaba perplejo, preguntándose qué diablos estaría yo haciendo allí en mitad de la noche, atravesando una desierta ciudad playera. Help me, Rhonda. Help, help me, Rhonda. Help me, Rhonda. Help, help me, Rhonda. Help me, Rhonda, yeah, get her out of my heart![2]
Paré en un Denny’s, junto al muelle, y me metí en la cabina telefónica. La imagen de las quemaduras de cigarrillo en la espalda de Meiko me venía una y otra vez a la cabeza mientras hacía primero una llamada y luego otra, organizando la confrontación definitiva. Godzilla me miraba con suspicacia desde el mostrador. Fuera se oía el quejumbroso graznido de la sirena de niebla y el rumor de las olas que rompían en la escollera.
Mi sombra se acercó a la cabina y abrió la puerta.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó.
—Lo he arreglado todo para esta noche.
—¿Qué?
—¿Te han pegado alguna vez con un látigo de cuero mientras eyaculabas?
—¿Eh?
—¿Te han quemado con un cigarrillo mientras te morreabas una mujer?
—No entiendo.
—¿No entiendes?
—No.
—Hay que probarlo todo al menos una vez. Eso es lo que decía Jock Hecht… ¡Vamos!
Abandonamos la cafetería y salimos a la calle, junto a la escollera, para seguir por la acera de cemento como el doctor Frankenstein y su monstruo. En el paseo marítimo no había nadie más. La bruma lo había envuelto todo, dejando únicamente los halos en torno a las farolas callejeras y unas cuantas ventanas débilmente iluminadas en las casas de la playa. Cruzamos varías callejuelas angostas que terminaban en la arena, y por fin giramos a la derecha por Vista del Mar, una ruinosa calle bordeada de casas revestidas con tablas de chilla que parecían estar esperando la demolición. La Mansión de Disciplina quedaba al final, como un último puesto avanzado del embaucamiento sexual.
Nos encaminamos a ella y llamamos a la puerta.
—¿Esto es una casa de putas? —preguntó Godzilla.
—No exactamente.
—¿Qué significa «no exactamente»?
—Lo más probable es que no hagan nada, en realidad. Sólo montar un número y quedarse con tu dinero.
—Pues no entro.
—Tú mismo —respondí—. Pero podrías perderte más de lo que te figuras.
Godzilla me dirigió otra mirada llena de suspicacia. Llamé de nuevo a la puerta. No contestaba nadie.
Godzilla me cogió por la pechera de la camisa.
—Oye, tú, ¿es que quieres jugármela?
—¿A qué viene eso?
—¡Este sitio ni siquiera está abierto! —Me señaló un cartel de «Se vende» en la fachada del edificio. Con la niebla, me había pasado por alto.
—Ya veo a qué te refieres.
—¡Y ahora vas a decirme qué te traes entre manos, judío chupapollas!
—Nada especial.
—¿De qué coño estás hablando? ¿Me has traído hasta aquí en mitad de la noche y ahora me dices que no hemos venido por nada?
—Te pagan para que me sigas, ¿no?
—¡Me pagan para que encuentre las cintas!
Me alzó en vilo y trató de arrojarme contra la pared del edificio. Caí por tierra con un fuerte chasquido, que podía proceder de mis costillas o de las tablas de la casa. El hombretón se agachó y cogió un buen pedrusco, disponiéndose a machacarme la cara.
De pronto sonó un chirrido de neumáticos y un anticuado T-bird dobló la esquina seguido de un Continental azul pólvora. Los dos coches se detuvieron ante nosotros y de su interior salieron tres hombres con metralletas.
—¡Cuba libre, regresamos! —gritó uno de ellos—. ¿Dónde están las cintas?
Godzilla giró en redondo, sacando su calibre 38 y disparando instantáneamente. Tirando casi a quemarropa, no tenía mala puntería. Acertó a los dos primeros en la cabeza, destrozando sus rostros y haciéndoles salir despedidos hacia el Continental entre una lluvia de sangre y sesos. El tercero recibió un balazo mortal en el pecho. Zigzagueó por la acera en una danza de la muerte, bamboleándose hacia atrás y hacia adelante, hasta que se echó a un lado, se aferró a una farola y se volvió a nosotros. Su cuerpo temblaba y se sacudía como el de un toro con la yugular seccionada. Creí que iba a desplomarse cuando, con un último esfuerzo hercúleo, levantó tu metralleta y abrió fuego, desparramando las tripas de Godzilla por toda la puerta de la Mansión de Disciplina. Luego, también él cayó al suelo. Di unos pasos hacia él, el último cubano muerto. Era Santiago Martín. Había respondido a mi llamada telefónica.
Respiré hondo y me apoyé contra la farola, examinando el caos que me rodeaba. Era un mar de protoplasma mal encaminado; un montón de padres y madres que habían hecho un asqueroso papel. Luego miré la Mansión de Disciplina, contemplando lúgubremente la puerta salpicada de sangre. Estaba tratando de decidir si debía entrar en la casa cuando llegó la policía.
—Muy bien, ¿quién nos ha llamado? —Era Koontz—. ¡Oh, es usted! El detective favorito del presidente Mao.
—Al presidente Mao no le gustan los detectives privados, Koontz. Son todos unos individualistas pequeño burgueses.
—Propaganda —replicó—. ¿Quiénes son estos bichos?
—Se han matado entre ellos.
—Eso ya se ve. Le he preguntado quiénes eran.
—Esos tres son unos cubanos que dirigían un negocio conocido como la Liga para la Liberación Sexual. El otro de allí, el monstruo rubio, trabajaba para el fiscal general.
—¿Qué?
—He dicho que trabajaba para el fiscal general.
—¿Qué clase de mierda trata de esparcir, fisgón? ¿Quiere que le meta en chirona?
—No, pero si quiere puede darme un bofetón[3].
Koontz no entendió la broma.
—Muy bien —prosiguió—. Basta ya de acusaciones paranoicas. Explíqueme qué pinta usted en todo esto.
—Yo… eh… pasaba por aquí.
—¿Pasaba por aquí? Alguien ha llamado a mi oficina hace media hora diciendo que tenía algo sensacional…
—Podría ser.
—¿Podría ser? ¡Más le vale que lo sea!
Señalé con la cabeza hacia la Mansión de Disciplina.
—¿Y si hiciéramos un pequeño allanamiento de morada, Koontz? Estrictamente entre amigos.
—Espere un momento…
—Venga, hombre. El presidente no se echó atrás ante tan poca cosa, ¿verdad? No vamos a echarnos atrás nosotros.
Me miró de mala manera, pero se abstuvo de intervenir cuando levanté la pierna y de una patada hice saltar la cerradura de la Mansión, y entró en la casa tras de mí.
—¿Qué se supone que estamos buscando?
—A Dolores.
—¿Dolores?
—Vea a Dolores. ¡Nunca defrauda!
—Pero aquí no hay nadie.
Tenía toda la razón. El edificio estaba desnudo y abandonado, bien a causa de la campaña de Dichter o bien por su propia mala suerte. Ni siquiera quedaban muchos indicios del tipo de negocio al que se habían dedicado. Nada de látigos. Nada de pinchos. Nada de cuero. Los reservados habían sido desmantelados. Los armarios estaban vacíos.
Pasamos al cuarto trasero, una especie de galería de servicio con una lavadora estropeada, un fregadero y un calentador de agua. La habitación estaba mohosa y deteriorada. Empezaba a temer que lo había entendido todo mal cuando Koontz señaló hacia el suelo.
—¡Idiota! ¡Ahí está su Dolores! —Seguí el dedo que apuntaba hacia un rincón. Junto a la puerta de atrás habían dejado un platito para la comida del gato que tenía escrito el nombre «Dolores» bajo la figura de un minino sonriente—. ¡Esta vez la ha cagado bien, Wineberg!
—¿Ah, sí? —repliqué, agachándome sobre el plato. Guiñándole un ojo a Koontz, lo levanté y dejé al descubierto tres casetes Memorex de color negro. Tuve que admitir que a Hecht no le faltaba sentido del humor, incluso antes de pegarse un tiro.