21

NO PODEMOS FACILITAR esta clase de información, señor, sin una autorización previa.

—¡No te vayas por tas ramas, amigo! —Cogí al recepcionista del Marmont por su estrecha corbata negra y retorcí con fuerza.

—¿Qu-qué?

—¡Ya me has oído! ¿Dónde está?

—Ha salido hacia el aeropuerto.

—¿Cuándo?

—Hace veinte minutos.

—¿Cómo se ha ido? ¿Se ha llevado la limusina?

—No lo sé, señor.

—¡Pues piensa, gilipollas! ¡Piensa!

—Me parece que se la ha llevado, señor. Sí.

—¿En qué compañía viaja?

—No puedo saberlo, señor.

—¿No puedes saberlo?

El recepcionista asintió nerviosamente.

—¿Estás seguro?

—Se lo juro.

Solté la corbata y el empleado trastabilló hacia el mostrador, frotándose el cuello. Salí disparado del vestíbulo y salté a mi coche, acelerando hacia el aeropuerto.

Era la hora punta y la circulación estaba colapsada en todo Century Boulevard. Avancé con desesperante lentitud, esforzándome por ver a Nancy y repasando mentalmente todas las compañías que volaban a Nueva York: American, United, TWA. La primera que encontré fue la United. Entré en la zona de embarque de pasajeros y empecé a buscar a Nancy. No estaba en la sala de espera, y faltaban dos horas para el próximo vuelo a Nueva York.

Probé en la TWA. Los pasajeros del vuelo de las cinco ya estaban subiendo al avión. Repasé la lista de embarque. Nancy no figuraba en ella. Salí precipitadamente del edificio en dirección al de American Airlines. La sala de espera estaba atestada. Chicago, Nueva York, Boston… Una larga lista de vuelos centelleaba en el monitor de circuito cerrado. Junto a la acera había aparcadas varias limusinas. Me abrí paso entre el gentío, tratando de encontrarla, recorriendo una y otra vez un círculo entre el vestíbulo y la zona de recogida de equipajes. Los altavoces anunciaron un vuelo a Atlanta y otro con destino a Houston. Un grupo de jóvenes con mochilas pasó junto a mí, depositando su carga en el mostrador de facturación.

Me detuve a recobrar el aliento. Estaba pensando en volver otra vez a la United cuando por fin la vi, a cincuenta metros de distancia, avanzando por un pasillo móvil en dirección a las puertas de embarque. Llevaba una bolsa de viaje bajo el brazo.

Salté al pasillo móvil y anduve a paso vivo tras ella. Cuando estaba a tres metros, percibió mi presencia y volvió la cabeza.

—Ah, hola —me saludó.

—Hola.

—No tenías que haber venido. Quiero decir, no hacía falta que vinieras.

—¿Ah, no?

—Ya te dije que volvía a Nueva York. Debo irme. Ya he perdido dos clases.

Esperó mi reacción, pero no la hubo. Me limité a quedarme quieto en el pasillo móvil, un par de pasos por detrás de ella.

—Adiós —se despidió, y me besó en la mejilla.

Llegamos al final del pasillo. Me dirigió una mirada de inquietud y echó a andar hacia la escalera automática de la puerta de embarque, pero la sujeté por la muñeca antes de que pudiera alejarse.

—Oye, ¿qué significa esto? —Forzó una sonrisa—. ¿Una brutal demostración de fuerza viril? ¿Un matrimonio por derecho de captura? No te creía tan anticuado.

—¿Dónde estuviste el viernes por la noche?

—¿Qué quieres decir?

—Sencillamente, esto: ¿dónde estuviste el viernes por la noche?

—No comprendo.

—¿No sabes responder a una pregunta sencilla?

—Tengo que tomar el avión. —Trató de desasirse, pero no la solté.

—¿Dónde estabas? —repetí.

Vaciló.

—En Nueva York, supongo… No sé.

—¿Supones? Sólo han pasado cuatro días.

—Han ocurrido muchas cosas. Estoy un poco confusa.

—Permíteme que te refresque la memoria. Tu hija Bathsheba dice que te acompañó al aeropuerto el viernes por la tarde.

—¿Bathsheba?

—Venías hacia aquí. Contando las tres horas de diferencia, llegaste a Los Ángeles sobre las seis, hora más o menos.

—¿Y qué se supone que significa eso?

—No nos conocimos hasta veinticuatro horas más tarde, a los pocos minutos de haber encontrado yo el cuerpo de Jock, y me hiciste creer que acababas de bajar de un avión.

Los altavoces anunciaron la última llamada para el vuelo a Nueva York. Nancy se volvió hacia la escalera mecánica.

—¿Dónde estuviste, Nancy?

—Tengo que irme, Moses, en serio.

—Dímelo, Nancy. Tienes que decírmelo.

—Te llamaré desde Nueva York. Lo aclararemos todo.

—¿Cómo sé que me llamarás?

—¿Qué?

—¿Cómo sé que te quedarás en Nueva York?

—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? Creía que trabajabas para mí.

—Explícamelo, Nancy, por favor. Entonces habrá terminado todo y podrás irte tranquilamente.

Me volví, obligándola a que me mirase de nuevo. Ella desvió la vista.

—Nancy, por favor.

—¿Qué quieres de mí?

—¡Que nos ayudes a los dos a salir de esto!

—¿Y si no puedo?

La solté y di un paso atrás. Un par de monjas con maletas pasaron por nuestro lado y se dirigieron hacia la escalera mecánica.

—Creo que será mejor que nos vayamos de aquí —dije al fin.

—Muy bien.

La cogí del brazo y, sin decimos nada, regresamos por el pasillo hacia la salida de viajeros. Cuando subimos al coche, otra limusina estaba arrancando. Cerré las portezuelas y nos pusimos en marcha, dejando atrás el aeropuerto, en dirección a Century Boulevard.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella.

—¿Acaso importa?

El sol se ponía a nuestras espaldas; del océano se alzaba una cortante neblina, fría y gris. Me detuve ante un semáforo y la miré.

—¿Adónde fuiste el viernes, Nancy, cuando llegaste a Los Ángeles?

No dijo nada.

—¿Al hotel Beverly Wilshire?

Asintió.

—¿A la habitación de Debbie Frank?

Volvió a asentir.

Se encendió la luz verde, pero no valía la pena seguir conduciendo. Giró hacia la acera y aparqué. Una farola callejera iluminaba su perfil. Estaba mordiéndose el labio inferior, conteniendo las lágrimas.

—¿Por qué lo hiciste, Nancy?

—Yo no quería hacerlo. Pero salió así. Sólo quería atraparles juntos.

—Y él no estaba en el hotel; estaba con Meiko.

—Eso no me lo esperaba. Cuando encontré a Deborah sola, me dijo que todo había terminado entre Jock y yo. Que iba a casarse con él. Que él nunca me había querido. Por eso había insistido en el matrimonio abierto desde un principio, me dijo, porque se aburría conmigo.

—¿Y tú la creíste?

—No. Pero sabía que entre ellos había algo especial. Jock siempre me lo contaba todo, hasta el menor detalle de sus aventuras. Así es como lo habíamos acordado. Cada uno de nosotros podía hacer lo que quisiera, siempre y cuando se lo contara al otro. Pero nunca me habló de Deborah. Se tomaba molestias increíbles para mantener sus relaciones en secreto, inventándose la falsa enemistad y mintiendo constantemente acerca de ella.

—¿Qué más te dijo Deborah?

—Que yo era una ingenua, que Jock había tenido muchas aventuras de las que nunca me había dicho nada, que nuestro contrato era papel mojado y que yo era una estúpida.

—¿Y qué hiciste?

—No hice nada… La mesa de su habitación estaba dispuesta para dos, con una botella de champán francés. Dijo que Jock iría allí cuando terminara sus investigaciones con Meiko, que cenarían y que luego se escaparían juntos.

—¿Decía la verdad?

—No lo sé. Sobre la cama había unas bolsas de viaje… Y ella estaba allí sentada, burlándose de mí. Hubiera querido irme, pero estaba como alelada. Y entonces llegó Jock.

—¿Qué dijo?

—Nada.

—¿Nada?

Un autobús pasó rugiendo, haciendo vibrar las ventanillas del coche. Nancy vaciló, esforzándose por mantener la compostura.

—Él… él se limitó a entrar y saludarme con un beso, como si fuera la cosa más normal del mundo. Luego abrazó y besó a Deborah delante de mí. Le metió la mano por la cintura de la falda y la atrajo hacia sí. No supe cómo reaccionar. Tiré de él para separarles y le exigí una explicación, pero se negó a dármela. En vez de eso, nos cogió a las dos de la mano y nos llevó hacia la cama. Yo no quería ir, pero él siguió arrastrándome hasta que conseguí desasirme. Me fui al otro extremo de la habitación, muy enfadada, y le reproché a gritos que hubiera roto nuestro contrato. Pero Deborah y él no hacían más que sonreír. Me decían que no debía ser tan neurótica y posesiva, que me relajara y liberase mi cuerpo… Luego, se pusieron de pie y vinieron de nuevo hacia mí, sonriendo, abrazándome y acariciándome, tratando de quitarme la ropa. Empezaron a desvestirse, manoseándose el uno al otro delante del espejo. Se lamían los labios. Se tocaban los genitales. Jock me llamó, pero no quise ir… No podía soportarlo… Comencé a tirar los objetos, la plata y las copas, aullando y chillando. Pero ya no me escuchaban… perdidos en su mutua excitación… perdidos… tocándose abrazándose… luego, Deborah se arrodilló, cogió el pene de Jock en sus manos y abrió la boca. Se lo metió dentro. Empujando. Fue horrible. Yo grité «¡No!», pero no me oían. Ellos… Ellos… Yo no… Grité y corrí hacia la mesa, cogí un cuchillo… No sabía lo que estaba haciendo… No lo sabía… Yo… yo…

La rodeé con mi brazo y la atraje hacia mí, estrechándola contra mi pecho mientras ella rompía en sollozos. El sol casi había desaparecido por completo y nos envolvía la niebla del océano; algo más lejos, parpadeaba el neón verde de una licorería. Un vagabundo alcohólico salió dando traspiés, con una botella de moscatel en la mano, y se perdió en la noche. Cerré los ojos y traté de no pensar en lo que había ocurrido, traté de pensar únicamente en el cuerpo de Nancy junto al mío. Apreté con más fuerza los párpados, deseando poder borrarlo todo, deseando que todo hubiera desaparecido cuando los abriera de nuevo.

No sirvió de nada. Pero cuando al fin los abrí, estuve a punto de echarme a reír. A través del retrovisor vi algo sórdidamente cómico: Godzilla había aparcado detrás de nosotros a no más de tres metros, y estaba encorvado sobre el volante como un monstruoso ángel oscuro.

' Accioné el encendido y puse el coche en marcha. Nancy no se movió, dejando su cabeza sobre mi pecho. Al poco rato, sentí la humedad de sus lágrimas a través de la camisa.

—¿Vas a llevarme a la policía? —preguntó al fin.

—Ahora no.

Giré a la izquierda y comencé a subir hacia La Ciénaga.

—¿Adónde vamos, pues?

—Regresamos al Marmont. Quiero que vuelvas a tomar tu antiguo bungalow, que cierres la puerta con llave y te quedes allí hasta que tengas noticias mías.

Asintió. Pasé la mano entre sus cabellos.

—¿Por qué quisiste que me hiciera cargo del caso? —

—Después de lo que ocurrió… Me sentía muy culpable. Quería saber si Jock se había suicidado o no. Luego, cuando descubriste que le había matado Dichter, quise volver a Nueva York antes de que tú…

—No lo hizo Dichter. —Alzó la vista hacia mí, intrigada—. Jock se suicidó… Me envió un mensaje de entre los muertos.

Saqué el sobre del bolsillo de los pantalones y se lo mostré. No supo qué pensar del folleto.

Después, la dejé en su alojamiento y me fui apresuradamente. Tenía que moverme deprisa. No había tiempo para llorar.