—¿DÓNDE ESTÁN LAS CINTAS?
¡Repetición instantánea de la jugada! Acababa de sentarme al volante del Vega de alquiler, cuando un brazo tan grueso como una tubería de desagüe me rodeó el cuello y empujó hacia arriba. Antes de que estuviera en condiciones de responderle, repitió la pregunta:
—¿Dónde están las cintas?
—¡Las cintas no existen!
—¡Y una mierda!
Tiró de mí hacia atrás, por encima del respaldo, y me colocó boca abajo sobre el suelo del coche. Un puño como una barra de plomo me golpeó en la espalda, unos centímetros más arriba de los riñones.
—¿Dónde están las cintas?
—Estás empezando a repetirte, tío.
—¿Dónde están? —Me hizo probar de nuevo su puño de plomo.
—Las han destruido. ¡Todo el mundo lo sabe!
—¡Bonito cuento!
—¡Vamos, hombre! ¿Es que los cubanos no sabéis cuándo hay que dejar correr las cosas?
—¡Yo no soy ningún jodido cubano! —Y me pegó otra vez.
Volví ligeramente la cabeza, lo justo para comprobar de reojo que me decía la verdad. No era un jodido cubano. Era un rubio anglosajón casi un grande como Godzilla.
Me amenazó de nuevo con el puño y levanté ambas manos en un gesto de autodefensa.
—¡Oye! ¡Si lo dejas correr, te diré lo que les he dicho a los cubanos!
Se detuvo, y dispuse de algo así como seis segundos para explicarme. La verdad era tan buena como cualquier otra cosa.
—Las cintas las robó el fiscal general Frank Dichter y las destruyó en cuanto se apoderó de ellas.
Eso le contuvo.
—¡Levántate! —me ordenó el hombretón.
Me arrodillé penosamente y me levanté apoyándome en el respaldo. Cuando ya lo había conseguido, me golpeó en la barbilla y me derribó otra vez al suelo, con los pies alzados hacia la portezuela posterior. Acto seguido, me sujetó e iba a empezar de nuevo cuando le solté un rápido directo a las costillas. Seguí con un golpe en el cuello con el canto de la mano y una fuerte patada en el bajo vientre. Se dobló hacia adelante, y me disponía a dejar zanjada la disputa cuando sacó un calibre 38 que llevaba oculto bajo la chaqueta y me apoyó el cañón en la frente, al tiempo que me aplicaba un gancho en el plexo solar con la mano libre.
—De acuerdo —dije—. Me hago cargo. Pero puedes arrancarme el ojo izquierdo y picarme las pelotas con una segadora de césped y seguiré sin decirte dónde están las cintas, porque no lo sé. Y si me matas, puedes estar seguro de que no te lo diré.
—¡Me han ordenado que te haga soltar esas cintas!
—¿Y quién te lo ha ordenado?
—¡Eso a ti no te importa! —Volvió a cogerme por el cuello y me lo retorció contra el volante.
—Oye, tío, ¿no podríamos hacer un trato? Yo estoy buscando las cintas. Tú estás buscando las cintas. Tenemos muchas cosas en común. ¿Por qué no me sigues mientras las busco, y te las doy cuando las encuentre?
Godzilla me miró pensativamente. Lucia una cicatriz en el puente de la nariz, que estaba torcida como si tuviera el tabique nasal desviado. En alguna ocasión debía de haber tropezado con alguien más grande que él. Tal vez Wilt Chamberlain.
Nos contemplamos en silencio un rato más. Él estaba tratando de decidir qué debía hacer, pero le resultaba difícil. Era como contemplar un dinosaurio: un cuerpo descomunal con un cerebro del tamaño de un cacahuete. Ya casi había perdido toda esperanza de que llegara a una decisión cuando se guardó la pistola y salió del coche.
Me senté al volante y me toqué la cara. Me sangraba la nariz y tenía la mandíbula dolorida. A través del retrovisor vi a mi amigo rubio instalándose al volante de un Buick negro. Arranqué en marcha atrás y salí del estacionamiento con el otro coche pegado al mío. Estaba claro que iba a tener compañía. Tuve que sonreír. El sitio al que me dirigía le pondría nervioso, estaba seguro.
Ya era entrada la tarde cuando tomé la autopista de Harbor en dirección a la cárcel. Esta vez Greenglass tendría que verme. Esta vez no habría ningún juego del ratón y el gato. Llevaba demasiado tiempo sentado tras los barrotes, callado como un Buda de la Segunda Avenida, cuando a mí me constaba que poseía las respuestas que podían aclarar todo aquel lío.
El Buick me seguía de cerca cuando aceleré frente al campus de Cal State, en Domínguez Hills. Deborah Frank, Greenglass, Jock Hecht, Dichter, Nancy, Cynthia Hardwick, Marcia Lynn, Santiago Martín. Sus nombres y sus rostros se arremolinaban ante mis ojos. También los de Gruskow y Gunther; no podía olvidarlos. Ni a Meiko. ¿Era una chica codiciosa, como había dicho Santiago, o solamente una masajista con mala suerte? ¿Y qué pensar de Deborah Frank y Jock Hecht? ¿Eran en realidad amigos… incluso amantes? Se habían conocido por mediación de Greenglass y trabajaban ambos con Marcia Lynn. Pero ¿por qué fingían pelearse? ¿A qué venía aquella comedia ante el público? ¿Era por un libro? ¿Para revelar conjuntamente el contenido de las cintas? ¿Y cómo habían llegado las cintas a manos de Hecht, para empezar?
¿Y quién era aquel desecho de la torre de guardia de Auschwitz que llevaba pegado a mis talones? ¿Acaso no le había dicho nadie que las cintas habían sido borradas? Era una vergüenza ser tan ignorante, estar tan fuera de contacto con la vida social. El único de la fiesta que aún no había visto El exorcista.
Salí de la autopista en San Pedro, hundiéndome más profundamente en el asiento y notando la presión del folleto de la Mansión de Disciplina en el bolsillo de atrás de los pantalones. También eso era extraño. No lograba comprender cómo, de pronto, me habían incluido en la lista de viejos verdes a los que enviaban esta clase de anuncios. Dios mío, ¿acaso le anotaban a uno automáticamente en cuanto cumplía los treinta y un años? ¿Y quién habría tenido el retorcido sentido del humor de ponerse a escribir «Vea a Dolores. ¡Nunca defrauda!» con un auténtico lápiz de labios? ¿Alguna puta barata de Redondo Beach? No le veía ninguna lógica.
Giré de nuevo, bajo un firmamento todavía claro, para cruzar el puente que unía el puerto con Terminal Island. La lluvia había limpiado el aire, y a la derecha se divisaba la costa de Catalina con la silueta de Long Beach en el horizonte, todos sus edificios recortados nítidamente sobre el azul. Incluso se distinguían los mayores yates atracados en la Costa Dorada de Orange County, con sus banderas multicolores ondeando con orgullo por encima de los clubs náuticos. Era como si los dioses hubieran concedido una segunda oportunidad a la ciudad, como si hubieran borrado los últimos cuarenta años y nos hubiesen dicho que podíamos intentarlo de nuevo. Pero esta vez más nos valía no pifiarla.
Seguí por el borde de Terminal Island, pasando ante la fábrica de conservas de atún, la estación de los guardacostas y los bares para marinos portugueses, hasta llegar ante la entrada de la prisión federal. Godzilla se apartó a un lado de la carretera y aparcó allí mientras el funcionario me hacía pasar a las oficinas de la administración.
El alcaide adjunto no dio muestras de alegría al verme. Tenía un día muy ocupado, me anunció, pues esperaba a unos inspectores enviados por el gobierno: un congresista del 12.° distrito y un representante del departamento de Sanidad, Educación y Bienestar. Además, Greenglass no se había encontrado muy bien en los últimos días. Había estado enfermo.
—¿Enfermo? —repetí—. Yo le encontré muy bien.
—Ya hace algún tiempo que tiene achaques, día sí y día no.
—¿Qué le pasa?
—Eso es cosa de él.
Pero Greenglass no estaba dispuesto a comentarlo conmigo. De hecho, no estaba dispuesto a hablar conmigo de ningún tema en absoluto.
—¿No podría usted obligarle… siquiera por un minuto?
El alcaide había comenzado a acompañarme a la puerta.
—Absolutamente imposible.
—Pero es un asunto vital. Posee información que podría conducir a la resolución de un delito.
—No me cabe duda de que posee información que podría conducir a la resolución de muchos delitos.
—Un asesinato múltiple —añadí.
—Adiós, señor Wine.
Un funcionario esperaba en la puerta para conducirme al exterior.
Frustrado y deprimido, bajé la rampa hacia el patio de la prisión. Un grupo de internos de raza negra estaban disputando un partido de béisbol. El bateador era un tipo con el pelo a lo Sly Stone. Falló el primer lanzamiento, pero el segundo lo envió limpiamente entre el jugador de la zona de shortstop y el de la tercera base. La pelota rebotó en el cemento, más allá del jugador de campo izquierdo, pasó sobre una barandilla baja y un césped donde otros presos jugaban al ajedrez y rodó hacia un bosquecillo de palmas de Castilla. Delante del bosquecillo, en un banco de madera, había un anciano encogido bajo una manta gris, aunque la temperatura ambiente debía de rondar los veinticinco grados. Era Greenglass.
Bajo la mirada de un guardia, eché a andar en dirección a él. Cuando llegué a la barandilla me detuvo otro guardia. Me quedé parado, contemplando al viejo judío desde unos treinta metros de distancia. Su tez se había vuelto de un verde institucional. Su cutis estaba surcado de arrugas que me recordaron la cera que gotea de una vela.
—¡Señor Greenglass! ¡Señor Greenglass! ¡Tengo que hablar con usted!
No dijo nada.
—Señor Greenglass, es acerca de Jock Hecht y de su sobrina Debbie. Tiene que hablarme.
Siguió sin responder.
—¡Señor Greenglass!
No se movió ni reaccionó en modo alguno. Me pregunté si podía oírme. Lo intenté por última vez.
—¡Greenglass, momzer, hable de una vez! ¿Qué hubo entre Hecht y Debbie Frank?
Nada. Se alzó un ligero viento que agitaba las palmas. El jugador de campo izquierdo pasó corriendo ante Greenglass, en busca de la pelota. A mis espaldas, oí que se acercaba otro guardia para que me marchara. Sabía que no había nada que hacer, pero no quería irme.
Entonces Greenglass alzó una mano y llamó al jugador de béisbol con un ademán. El joven negro se detuvo —no podía tener más de veintidós años— y se acercó al anciano. Permanecieron unos instantes juntos, como un camafeo congelado de la vida en Norteamérica. Greenglass sacó un pedazo de papel y escribió algo. Luego, se lo tendió al joven y señaló en mi dirección.
El jugador de campo izquierdo cogió el papel y vino hacia mí.
—De parte del cerdo sionista —me informó, depositando el papel en la palma de mi mano. Lo desdoblé y leí: «(212)948-3652. Pregunte por Bathsheba». Procuré aprenderme el número de memoria antes de que el guardia me lo quitara.
Godzilla seguía esperándome.
Abandonamos la isla con nuestros respectivos automóviles pegados el uno al otro, parachoques contra parachoques, como si estuviésemos en mitad de un atasco de tráfico del Día del Trabajo. Por el retrovisor veía al esbirro encorvado sobre su volante, con su deforme nariz sobresaliendo hacia el parabrisas. Tenía que decidir si me lo sacudía de encima antes de meterme en una cabina telefónica para llamar a Nueva York.
Estudié sus fríos ojos grises. Eran como estanques vacíos, las órbitas deleznables del buen soldado de la causa del asesinato, de los que siempre cumplen las órdenes de arriba sin arredrarse jamás, aunque ello signifique estrangular a un bebé o bombardear una aldea de campesinos. Ojos de William Calley. Ojos del siglo XX. Me helaban la sangre, pero no merecían ni mi desprecio.
Crucé el puente, pagué el peaje en el extremo de San Pedro y me desvié hacia la zona comercial. Godzilla me siguió muy de cerca, sin olvidar su deber ni por un instante, completamente ajeno al hecho de que sus órdenes podían tener implicaciones.
Implicaciones. Me detuve en una gasolinera Standard, comprendiendo repentinamente que en ningún momento me había parado a estudiar las implicaciones del caso. Existían otras permutaciones y combinaciones. Quizás había interpretado mal a Greenglass y me había dejado llevar de la mano hacia una especie de vía muerta; cabía la posibilidad de que no fuera tan inocente como parecía haber «demostrado». Ya puestos, cabía también la posibilidad de que Dichter no hubiera asesinado a Jock. Ni a Debbie. Ni a Meiko. Y entonces, ¿qué?
Salí del coche y pasé ante el Buick de Godzilla, dándole unos golpecitos en la carrocería. Hizo ademán de abrir la portezuela.
—No te pongas nervioso —le dije—. Acabo de tener una corazonada sobre la cuarta carrera de Hollywood Park y quiero llamar a mi corredor de apuestas.
Se recostó de nuevo en el asiento, no muy tranquilo, y me siguió con la vista. Entré en la cabina e introduje una moneda de diez centavos en la ranura, pidiéndole a la operadora que cargara el importe de la llamada de larga distancia al teléfono de mi casa.
—948-3652. —Una mujer con acento inglés respondió en un tono a la vez pomposo y eficiente.
—Desearía hablar con Bathsheba.
—¿Quién llama?
—Mi nombre es Moses Wine.
—¿Le conoce Bathsheba?
—No, no me conoce. Soy un amigo de Meyer Greenglass.
—Creo que no he oído hablar nunca del señor Greenglass.
—Bueno, pues ella sí… Pregúnteselo.
—Un momento.
Oí el murmullo de una breve discusión antes de que la mujer inglesa volviera al teléfono. Comenzaba a sospechar que se trataba de un ama de llaves o una especie de gobernanta.
—Bathsheba no conoce al señor Greenglass.
—Pero estoy seguro…
—Nunca ha oído hablar de él.
—Oiga, se trata de un asunto muy importante. Le aseguro que debo hablar con ella. Sólo por un minuto.
—No tengo ninguna manera de saber quién es usted, señor.
—Oiga, ¿con quién habló?
Sonó un «clic» en el otro extremo de la línea.
Me quedé mirando a Godzilla y probé de nuevo, esta vez solicitando una llamada de persona a persona con Bathsheba. No fue aceptada.
Salí a la gasolinera Standard, sintiendo un vahído por los gases de los automóviles y el sol de la tarde. Tenía que existir otro medio mejor para comunicarme con aquella mujer, pero aunque consiguiera hacerlo, no tenía ni idea de qué preguntarle ni de qué podía decirme ella.
Habían dado ya las tres, y conduje de vuelta a la ciudad, saliendo de la autopista de Harbor en dirección a Hollywood y virando luego por la avenida de Echo Park. Me dirigí directamente a mi casa y aparqué justo en frente, con Godzilla a mi espalda. Pasé al interior, cerré la puerta durante un segundo y volví a asomar la cabeza.
—¡Tengo las cintas! —grité. El hombretón saltó precipitadamente de su automóvil, y le arrojé un rollo de cinta adhesiva a los pies—. ¡Inocente! —añadí, y le cerré la puerta en las narices.
Acto seguido, me senté ante el teléfono y marqué directamente el número de Nueva York. Y hete aquí que esta vez me respondió Bathsheba en persona. Tenía una vocecita dulce y aguda, y calculé que tendría unos nueve años.
—Hola, Bathsheba, me llamo Moses Wine.
—Ya sé quién es. Es el detective. Esté trabajando para mamá. Me habló de usted por teléfono.
—¿Ah, sí?
—Sí, ayer… Perdone que no me haya puesto antes, pero la vieja Spreckles es muy estirada. No ha querido decirme quién llamaba hasta después de colgar. Creía que era usted uno de esos, ya sabe, esos que llaman para molestar.
—Yo no llamo para molestar. Al menos, creo que no.
—A mí me suena usted bien.
Quizás le sonara bien, pero no me sentía así en absoluto. Me hundí más en el sofá, claramente alterado, como si fuera Alicia y estuviera sumergiéndome sin saberlo a través del espejo.
—¿Te dijo tu mamá cuál era mi trabajo? —pregunté.
—Ayudarla.
—Ayudarla, ¿en qué?
—Ayudarla a descubrir lo de papá,
—A descubrir, ¿qué?
—Si lo asesinaron o si se mató él.
Su voz apenas tembló. La señorita Spreckles la había educado muy bien.
—¿Y tú qué crees que pasó?
—No lo sé… ¿Cómo quiere que lo sepa?
—¿Qué opina tu mamá?
—Tampoco lo sabe.
—¿Conoces a un hombre que se llama Meyer Greenglass?
—No.
—¿Y Frank Dichter?
—No.
—¿Y Santiago Martín?
—No.
—¿Y una mujer llamada Deborah Frank?
—No.
—¿Has oído hablar de alguna de estas personas?
—No.
—¿Y de Sal Gruskow, Cynthia Hardwick o Gunther Thomas?
—No, no y no… ¿Por qué me hace todas estas preguntas?
—No lo sé.
—No es una explicación muy buena.
—No, desde luego… Porque alguien me lo ha dicho.
—¿Quién?
—Meyer Greenglass.
—Pero si yo no le conozco.
—Era un amigo de tu papá.
—¿Conocía usted a papá? —quiso saber.
—Había hablado con él.
—¿Creía usted que era un gran hombre?
No supe cómo contestar a eso. Permanecí un rato en silencio, sosteniendo el auricular y hundiéndome cada vez más a través del espejo. Mis párpados se cerraron y me vi dando volteretas en un oscuro vacío. La voz de Bathsheba interrumpió las visiones.
—¿Sigue ahí, señor Wine?
—Sí, aquí estoy.
—Echo de menos a mamá.
—Ya me lo imagino. Es una magnífica persona.
—Hoy no hemos podido ir al concierto infantil.
—Pronto volverá.
—Ya lo sé. Volverá esta noche, cuando yo me haya dormido.
—¿Ah, sí?
—Me lo ha dicho Spreckles.
—Entonces será verdad.
—Lleva fuera desde el viernes.
—Quieres decir desde el sábado. Se fue de ahí el sábado.
—No, no. Desde el viernes. Esa tarde hice fiesta en la escuela porque fui a acompañarla al aeropuerto.
—¿Para ir adónde? ¿A San Francisco?
—No, a Los Ángeles. Para estar con papá.
—Pero… —Busqué algo que decir, pero no pude completar la frase. Me palpitaba el corazón y las manos empezaban a ponérseme pegajosas. Me quedé mirando el teléfono. Estaba derritiéndose ante mis ojos como un cuadro de Dalí.
—¿Señor Wine?
—Sí, Bathsheba.
—¿Quiere preguntarme alguna otra cosa?
—No, Bathsheba. Creo que no.
—Espero que algún día podamos vernos.
Era verdaderamente encantadora. Tal y como iban las cosas, dentro de diez años Jacob podría llamarla…
—Quizás nos veamos. —Apenas conseguí articular las palabras—. Dile a Spreckles que te cuide muy bien, Bathsheba. Buenas noches.
Colgué el aparato, saqué unos papeles y empecé a liar un porro. Pero volví a guardarme la china en el bolsillo de la chaqueta y salí lentamente hacia el coche, con ánimo deprimido.