19

LA SEÑORA LYNN está reunida.

—¿Cuándo terminará la reunión?

—A las once. Y entonces tiene otra reunión con Gore Vidal y Sam Peckinpah.

—¿Y luego?

—Una conferencia con David Lean, Warren Beatty y Lawrence Durrell.

—¿Y luego?

—Un almuerzo con el vicepresidente de Paramount Pictures y el editor en jefe de Simon & Schuster.

—¿Qué hará después de almorzar?

—Después de almorzar se va en avión a Londres, donde estará una semana.

La recepcionista de World Management Associates me miró por encima de su máquina Selectric con una sonrisa de profunda condescendencia.

—Dígame, ¿la señora Lynn se toma algún momento para ir a cagar?

—La señora Lynn no está en absoluto disponible.

Retrocedí y comencé a pasear por la sala de espera. Una joven actriz, muy nerviosa, ocupaba una butaca de terciopelo dorado en espera de ser llamada por uno de los agentes. Me miró de soslayo, tratando de decidir si yo era lo bastante importante para merecer una sonrisa, y luego desvió la mirada. Contemplé el busto de Conrad Epstein, el bigotudo caballero que había fundado la agencia en 1898. Aun en bronce, presentaba la imperturbable y en apariencia desinteresada expresión de un hábil jugador de póquer.

—¿Puedo usar su teléfono? —pregunté a la recepcionista.

—¿Larga distancia?

—Tan larga como de aquí a los estudios de la Fox.

—Use el ocho —respondió, empujándolo hacia mí.

Pareció molestarse un poco cuando saqué el teléfono al pasillo y marqué el número del estudio, pidiendo por la extensión 312.

—Hola, Gruskow. Soy Moses Wine.

—Ah, hola, Moses. Es una mierda, todavía seguimos atascados con esa película de gánsteres. Lars amenaza con volverse a Malmö.

—Ya sé cómo es eso… Escucha, ¿cuánta influencia tienes en la industria del cine?

—Bueno, hay quien dice que…

—Quiero decir auténtica influencia. Peso.

—No ando mal.

—¿Puedes conseguir que me reciba Marcia Lynn?

—Claro.

—Quiero decir inmediatamente. Antes de cinco minutos.

—Bueno…

—No me jodas, Gruskow. Esto va en serio. Si me haces este favor, me tendrás como consejero gratuito por el resto de tu vida. Todo lo que necesites saber: detectives, gánsteres, policía, los métodos… Incluso te presentaré a un corredor de apuestas gay que asegura que asesinó al expresidente de Argentina.

—Pero…

—Cinco minutos, Gruskow.

Colgué y devolví el teléfono al escritorio. Luego me quedé en el extremo del pasillo, contemplando a los aprendices que entraban y salían del cuarto del correo, apretando contra su pecho sobres de papel manila, con adustas expresiones de importancia.

Al cabo de tres minutos, la recepcionista me dio un golpecito en el hombro.

—La señora Lynn le recibirá ahora mismo.

—Ya era hora.

La seguí pasillo abajo, percibiendo la mirada de sorpresa de la joven actriz cuando pasamos ante ella.

La señora Lynn no estaba en su despacho cuando la recepcionista me abrió la puerta. Me acomodé en un sillón Eames de cuero negro y miré a mi alrededor. La habitación era amplia y hogareña, llena de plantas en jardineras. Helechos y Ficus benjamina. Los muros estaban cubiertos de fotografías de clientes famosos. Reconocí una de Hecht en la ceremonia de entrega del Premio Nacional de Literatura y otra en una conferencia del PEN Club Internacional celebrada en Viena, sosteniendo una raqueta de tenis al lado de Heinrich Böll. Antes de que hubiera podido examinarlas todas, entró Marcia Lynn y se sentó frente a mí sin decir palabra. Era una mujer imponente de unos cuarenta y tantos años, con el cabello color siena quemada y un pañuelo naranja en torno al cuello. Su mano sostenía una cajetilla de Balkan Sobranies.

—Usted trabaja para Nancy Hecht —comenzó—. Cuenta usted con mi simpatía. Es una mujer muy difícil.

—¿Difícil?

—Casada con un hombre de genio. Eso siempre crea problemas. Lo he visto repetirse una y otra vez.

—¿Qué ha visto?

—Malentendidos.

Le dirigí una mirada interrogativa.

—No se extrañe tanto, señor Wine. Es evidente. Yo ya se lo advertí. No puede una casarse con un hombre así sin saber a lo que se expone. Los genios tienen sus propios imperativos. No están sujetos a la moral convencional. Hace generaciones que lo sabemos. Marlowe y Kyd en aquella riña de taberna. Rimbaud y Verlaine. Baudelaire. Genet. Si insistiéramos en aplicar nuestras normas a estas personas, la literatura quedaría reducida a meras banalidades… por no hablar de la pintura, la música e incluso la ciencia.

—Tiene usted una opinión elevada de Jock Hecht, señora Lynn.

—¿Elevada? Yo no diría eso. Jock nunca tuvo la posibilidad de realizar todo su potencial. Estoy segura de que su nuevo libro habría sido el mejor. Una obra maestra. Estaba exponiéndose a un considerable riesgo personal, comparable al de… Boswell en The London Journal.

—¿Qué clase de riesgo?

—De humillación. Se exponía al ridículo a que podían someterle los bienpensantes… Estaba investigando las mismísimas raíces de nuestra sexualidad, la mismísima… —Se interrumpió y contempló con aire maternal la fotografía del Premio Nacional de Literatura—. La mismísima esencia de las necesidades humanas. —Encendió un cigarrillo y exhaló una bocanada como para subrayar su afirmación. Jock Hecht había muerto, pero no por eso Marcia Lynn había dejado de ser su agente.

—A propósito de Nancy Hecht —pregunté—. ¿Por qué cree que era tan difícil?

—Ingenuidad, querido. Creía haberse casado con un compañero del alma, con alguien que se pasaría la noche en vela a su lado analizando a Proust y la acompañaría a los conciertos de música de cámara. Para eso habría debido casarse con otro profesor, no con un artista.

—Tenía entendido que en su matrimonio existía una buena comunicación.

—Naturalmente.

—Con permiso para acostarse con terceras personas.

—¡Y de qué manera!

—Y un contrato matrimonial.

—¡Por supuesto! —Se echó a reír—. Estoy perfectamente al corriente. Yo misma lo redacté.

—¿Lo redactó usted?

—Bueno, prácticamente. No palabra por palabra, desde luego. Fue ella quien lo escribió. Pero lo sugerí yo. Por entonces, Jock estaba a punto de publicar una antología de sus trabajos iniciales, y la primera edición de Ms. quería algo sensacional. Pero la pobrecilla se lo tomó completamente en serio.

—También yo lo habría hecho —observé. Me dirigió una penetrante mirada, pero, antes de que decidiera dar por terminada nuestra entrevista, me lancé rápidamente a la brecha—. ¿Sabe si Jock estaba trabajando en alguna otra cosa, algún que otro trapo sucio que acompañara a su experiencia personal?

—¿A qué se refiere?

—A destapar un escándalo, tal vez.

—¿De qué clase?

—No lo sé. Una investigación sobre el negocio de la pornografía, por ejemplo.

—Me parece dudoso. Pero constantemente descubría todo tipo de cosas.

—¿Qué puede decirme de Deborah Frank? ¿La conocía?

—Ciertamente.

—¿Bien?

—Bastante bien.

Esbozó una sonrisa burlona y miró hacia la pared, sobre mi cabeza. Me volví y, siguiendo su mirada, descubrí una gran fotografía en color de la difunta Deborah Frank.

La presentadora estaba de pie ante una cámara de televisión, sosteniendo una tablilla con sujetapapeles. Su cabello y sus ojos eran oscuros, y tenía la tez morena; parecía una perfecta princesa judía, tal y como yo me imaginaba a la reina Esther cuando era un adolescente que asistía a la escuela dominical. La dedicatoria rezaba: «A mi Marcia. ¿Dónde estaría yo sin ti?».

—Conque usted era su agente.

—En efecto, lo soy.

—De ella y también de Jock.

—Así es.

—¿No le creaba eso algunas dificultades?

—Claro que no. Fue el propio Jock quien le recomendó que viniera a verme.

—¿Jock la recomendó a usted?

—Los escritores lo hacen constantemente. Por lo general, no cuento con personajes de la televisión entre mis clientes. Soy agente literaria. Pero nos llevábamos estupendamente.

—¡Se llevaban estupendamente! Pero Jock…

Su secretaria llamó por el intercomunicador. Los señores Vidal y Peckinpah estaban esperando fuera.

—Lo siento, señor Wine, pero debo rogarle que se retire. Espero haberle sido útil.

—Un momento, por favor. Aún tengo un par de preguntas. Hay algo que no entiendo… Creía que Jock y Deborah Frank estaban enemistados.

—No quiero hablar de este asunto.

—¿Por qué no?

—Eso no importa, señor Wine. Le he dicho que no quiero hablar del asunto.

—Entonces, no estaban enemistados.

—Bien…

—Sólo hay dos alternativas, señora Lynn. Estaban enemistados o no lo estaban.

—¿Usted cree?

—Y yo diría que no lo estaban. Yo diría que todo era un truco.

—¿Con qué fin?

—Publicidad, naturalmente.

—¿Y a quién se le habría podido ocurrir una cosa así?

—A la única persona que tenía algo que ganar por ambas partes. A su agente.

Rodeó el escritorio y me abrió la puerta. Pude ver las celebridades que la esperaban en la antesala. Les dedicó una sonrisa encantadora.

—Una última cosa. ¿Cuánto tiempo hacía que Deborah Frank era cliente suya?

—Nos conocimos hace dos años.

—¿Cuando Jock preparaba su libro sobre la mafia judía?

—Efectivamente.

—Por lo tanto, se conocieron a través de Meyer Greenglass…

—Lo ignoro, señor Wine.

—Ella era sobrina suya. —

—Eso me han dicho…

—Seria lo lógico.

—Tal vez… Buenos días, señor Wine. —Pasó ante mí, arrojándose a los brazos abiertos de Sam Peckinpah.