ME DESPERTÓ LA MÚSICA de los Beach Boys, cantando «Surfin’ Safari». Jacob había puesto el tocadiscos a todo volumen y estaba bailando animadamente una especie de versión infantil del boogaloo. Desde que fuimos a ver American Graffiti, había quedado fascinado por la música de los años cincuenta. Me comía los nervios verle revolver entre mi colección de viejos álbumes, seleccionando los discos de Chuck Berry y Little Richard que yo había comprado cuando iba a la escuela secundaria.
—Oye, papi, ¿dónde está el Bo Diddley is a Gunslinger? Me parece que se ha perdido.
—No se ha perdido… ¿Quieres apagar ese trasto? Esta mañana no estoy de humor.
—Muy bien, papi. —Se acercó al tocadiscos, aún danzando, y pulsó el botón de paro—. Hoy estás un poco gruñón.
Conseguí levantarme de la cama y fui al cuarto de baño, mirándome borrosamente en el espejo. Había dormido mal, con pesadillas y despertando a menudo. Tenía un moderado dolor de cabeza y los ojos inyectados en sangre. Había hebras grises en mis sienes y en torno a la boca comenzaban a formarse nuevas arrugas. A mis treinta y un años me sentía viejo, un fósil de la Generación Actual, tan quemado como cualquiera de los viejos luchadores de la cafetería de Topanga. Si Gunther quería sacarme en la portada de Rolling Stone, más le valía que se diera prisa, antes de que perdiera todo mi atractivo para el mercado juvenil.
Abrí el grifo de la ducha y esperé a que se calentara el agua contemplando a Jacob, que se había tendido en el suelo de la sala a leer las notas de la portada de un manoseado álbum de Buddy Holly, silabeando en voz alta las palabras.
—¿Quieres que vayamos a Nueva York? —le pregunté, pero el ruido del agua impidió que me oyera.
Probé la temperatura y me metí bajo el chorro, sin enjabonarme, dejando que las gotas resbalaran sobre mí. La causa de mi malestar era evidente. No quería que Nancy se fuera tan pronto. Apenas la conocía, pero ya me sentía rechazado. Era como si yo le importara un comino. Me daba igual quién hubiera matado a su marido. No venía al caso, ni figuraba para nada en su contrato matrimonial según lo había publicado la revista Ms. en su primer número.
La situación me enfurecía. Ya le enseñaría yo, pensé, cogiendo el jabón y empezando a frotarme el cuerpo. Tuve otra erección involuntaria, pero hice caso omiso. Había pasado unas cuantas cosas por alto, eso estaba claro. No había examinado a fondo la relación entre ambos asesinatos. De hecho, no tenía ni la menor idea de por qué habían apuñalado a Deborah Frank.
Me enjuagué con agua fría y pensé en acercarme al Beverly Wilshire a echar una ojeada a la escena del crimen. Pero ¿qué ganaría con eso? Ya había leído los informes de la prensa. Además, la policía ya había registrado hasta el último centímetro de la habitación, y, a estas alturas, lo que ellos hubieran podido dejar ya habría sido barrido y fregado. Sin duda la habitación estaría ocupada por un nuevo huésped, probablemente algún dignatario de la industria cinematográfica italiana —Dino de… lo que sea— o un derrochador hombre de negocios de Texas.
No. Tenía que haber otro enfoque. ¿Qué había dicho Jock en su nota de suicidio? ¿Qué motivos le había imputado su asesino? Había sido «incapaz de alcanzar mis objetivos». La divergencia entre sus principios y sus acciones había llegado «más allá de toda posible rectificación». ¿Y cuáles eran sus principios? La libertad sexual. ¿Cuál era su objetivo? Liberarse. Pero ¿qué tenía eso que ver con el asesinato de Deborah Frank?
Cerré la ducha y salí a la alfombrilla, secándome con una toalla de playa mientras contemplaba un póster de los Hermanos Marx adherido a la puerta del baño. A continuación, pasé a la sala, descolgué el teléfono y marqué el número del Marmont.
—Chateau Marmont… Buenos días, cariño.
—Nada de bromas hoy, Grace. Limítese a ponerme con el bungalow cinco.
—Muy bien… Muy bien… Espere un momento.
El teléfono sonó seis veces. Estaba empezando a sudar cuando Nancy descolgó al séptimo timbrazo.
—Hola.
—¿Cómo estás? —pregunté.
—¿Que cómo estoy? Moses, ¿sabes qué hora es?
—Las siete y cuarto.
—¡Dios mío! ¿Qué quieres?
—Sólo quería asegurarme de que… de que todavía sigues ahí.
—Aquí estoy.
—Me alegro. No te vayas… ¿de acuerdo?
No respondió.
—¿Nancy?
—Sí.
—Te llamaré luego.
Colgué y fui a la cocina a preparar el desayuno de los niños: tortitas de trigo integral con levadura y leche descremada. Era mi contribución a la buena salud. Después fui a hacer otra llamada telefónica. Esta vez, el destinatario era tan madrugador como ya
—Buenos días… y ojalá este sea el primer día del resto de su vida.
—Buenos días, Cindy. Soy Moses Wine.
—Oh, Moses, cuánto me alegra oírle. Espero que haya llamado para decirme que vendrá a hacer otra visita al Instituto. Es una pena que su primer contacto fuera en tan desagradables circunstancias.
—Sí, bueno, en realidad llamaba para pedirle una pequeña ayuda.
—Moses, ya sabe que siempre estoy dispuesta a ayudar a la gente que desea vivir plenamente todo su potencial humano.
—No me refiero a esa clase de ayuda, Cindy. Se trata de Jock. Todavía estoy intentando aclarar el asunto.
—¿Qué asunto?
—El de Jock. Los asesinatos. ¿Recuerda? Jock Hecht y Deborah Frank.
Hubo un silencio.
—¿Está ahí?
—Sí, por supuesto. Siempre estoy aquí.
—Entonces, dígame lo que sepa.
—Oh, Dios mío. Fue una cosa terrible, ¿verdad?
—¿Qué?
—El policía que vino a husmear por aquí el otro día.
—Sí.
—Se llevó su merecido.
—Sí. Esto… Cindy…
—Las fuerzas de la reacción no dejan nunca de acosarnos, Moses. Tratan de desanimar a los auténticamente liberados.
—Lo entiendo perfectamente. Mire, Cindy…
—No sé nada de Jock, Moses. ¡Ni quiero saberlo!
—¿Sabe si alguna vez estuvo con Deborah Frank en el Instituto?
—Es posible. No divulgamos los nombres de nuestros visitantes. No sería muy profesional.
—¿Y quién la acusaría? ¿La Liga?
—No empiece a ponerse desagradable.
—Muy bien, Cindy. —Comenzaba a estar harto—. Creo que no sabe usted quiénes son sus verdaderos amigos. ¿Y si le dijera que el auténtico propietario de su bienamado Instituto es el fiscal general de este estado, y que muy probablemente no desearía nada mejor que cerrarlo en el más breve plazo posible? ¿Qué pensaría usted de eso?
—Esto… Eh… suena un poco descabellado, pero, eh… —tartamudeó Cindy.
—Pero… Eh… pruebe a decírselo al grupito de la sauna, a ver cómo se lo toman.
De nuevo quedó en silencio.
—Lo único que le pido es una pequeña indicación, una pista. Una mujer en su posición se entera de muchas cosas. Como decía mi abuelo, una polla tiesa no tiene conciencia.
—¡Qué vulgaridad! Pero lo cierto es que no sé nada. Aunque una cosa sí puedo decirle, Moses. Si existe alguna persona que sepa todo lo que se puede saber de Jock Hecht, más incluso que su… querida Nancy, esa es Marcia Lynn…
—¿Y quién es ella?
—Su agente… de World Management Associates.
—Gracias, Cindy. Es usted una amiga. Si encuentro a alguien con una disfunción primaria o secundaría, se lo enviaré inmediatamente.
Colgué y arreglé a los chicos para salir, preparando el almuerzo de Jacob y recogiendo unos cuantos pañales de recambio para Simon. Luego, los reuní a los dos y nos dirigimos hacia la puerta.
Estábamos saliendo cuando cayó una carta por la ranura del correo. Parecía un folleto publicitario y no había forma de saber cuánto tiempo llevaba allí, pero la recogí de todos modos. Me arrepentí de haberlo hecho.
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Debajo había un par de látigos cruzados bajo una garra de gato. En la parte superior, alguien había garrapateado «Vea a Dolores. ¡Nunca defrauda!» con lápiz de labios color magenta.
Emití un gruñido y embutí el folleto en mi bolsillo de atrás.