17

—¿ME CREERÍA si le dijera que yo era dentista?

—¿Que era qué?

—En La Habana. Yo era dentista, y tenía una buena clientela. Vivía con mi mujer en el distrito de Miramar.

El cubano acababa de recobrar el sentido. Eran las ocho de la tarde y nos hallábamos de camino hacia Los Ángeles; Simon iba dormido sobre el regazo de Sonya en el asiento de atrás.

—Le creería —respondí.

¿Quién coño no lo haría? Eché una buena ojeada al pobre shlub. Se llamaba Félix Ribera y vivía en la calle Vendóme. Todo esto lo supe por su cartera. A la luz de los automóviles que pasaban por la carretera, daba la impresión de haberse caído de cabeza desde lo más alto del edificio Occidental, para luego ser pasado por la centrifugadora de Cal Tech. Nunca había vapuleado a nadie tan minuciosamente como a él. Esperaba no volver a hacerlo nunca.

—¿Quiere creer que no la dejaron salir? —prosiguió, medio farfullando, mientras se arrancaba una costra de sangre de los labios—. No dejaron salir a mi esposa. ¡Malditos fidelistas! Me fui, y ellos me prometieron que la dejarían marchar al cabo de seis meses. Pero no vino nunca. Dice que le gusta vivir allí… ¡Le han hecho un lavado de cerebro, esos malditos fidelistas!

—¿Está seguro de que le han lavado el cerebro? —preguntó Sonya, enrojeciendo de ira.

—¿Seguro? Pues claro…

—Puede que conociera a un simpático y joven revolucionario —añadió Sonya.

—¿Dónde está Santiago? —les interrumpí. No tenía tiempo para discusiones políticas.

—¿Eh?

—¿Dónde está Santiago Martín? ¿Se acuerda de él?

—Oh, sí… En el Club Continental. Pero no me lleve allí en este estado. Por favor. Tendría problemas. Deje al menos que me limpie un poco…

El Club Continental. Conocía el lugar, un gran salón de baile en Sunset, frecuentado por cubanos. Antes de ir hacia allí, me dirigí primero a casa para dejar a Sonya y los niños. Ribera gemía y trataba de lavarse la cara mientras yo abrazaba y besaba a mis hijos un buen rato, poco dispuesto a partir. Aún no acababan de comprender por qué me había enfadado tanto; supongo que a ellos debía de parecerles que no había ocurrido nada especial. Pero Jacob estaba verdaderamente contento de verme, y me ayudó a acostar a Simon. Al salir, me aseguré de que Sonya cerraba la puerta con dos vueltas de llave.

Diez minutos después subía los peldaños de la entrada del Club Continental, arrastrando a Ribera tras de mí como la carcasa de un animal muerto. Santiago estaba en el bar con sus compinches, bebiendo cócteles y bromeando con las camareras. Ni siquiera pestañeó cuando sostuve la cabeza de Ribera a quince centímetros de su rostro.

—Oh, señor Wine, por fin. Me ha traído las cintas.

—¿Se parece esto a una cinta, Santiago?

—Las lleva en el bolsillo.

—No existe ninguna cinta, Santiago. Su Jefe las ha destruido. Él mismo me lo dijo.

—¿Él?

—Frank Dichter, su Jefe, destruyó las cintas. También asesinó a Jock Hecht y a Deborah Frank, es probable que con sus propias manos, y pienso encargarme personalmente de que pague por ello. —Arrojé el cuerpo casi yerto de Ribera contra la barra. Pobre diablo—. Y si todavía sigue creyendo que trabajo para él, deberían enviarle a un centro de reciclado y echar su cerebro con todas las latas viejas de aluminio.

Se me quedó mirando. Su expresión, usualmente arrogante, reflejaba confusión. En el fondo, un par de bailarines se deslizaban sobre el piso mientras el timbal de la orquesta punteaba un marcado ritmo de merengue.

Me dirigí hacia las escaleras.

—Ya nos veremos, Santiago. —No dijo nada—. Y mantenga a sus gusanos lejos de mis hijos. Puesto que no trabajo para el fiscal general, me encantaría denunciarle por secuestro.

Cerré con un golpe la puerta del salón de baile y me encaminé al coche con la idea de acercarme al Marmont para ver a Nancy. La circulación era más fluida y pude conducir velozmente a través de Fountain, y luego por Fairfax hacia el Strip. En el hotel reinaba un silencio notable, sin periodistas, juerguistas ni curiosos. Nancy estaba en su bungalow, sentada ante el escritorio de Jock corrigiendo exámenes. Un estudiante de primer año llamado Ed Shuttlesworth había merecido una C por su estudio sobre Kafka.

—Me parece que ya lo tengo resuelto.

Alzó la vista hacia mí y dejó la pluma a un lado.

—Frank Dichter asesinó a tu marido.

—¿Frank Dichter? ¿Tienes alguna prueba?

—Nada concluyente. Pero sé por qué. Jock estaba enterado de las relaciones de Dichter con un grupo de gánsteres cubanos que dirigen la Liga para la Liberación Sexual, una compañía que controla la mitad de los clubs sexuales de Los Ángeles, desde los salones de masaje más cutres hasta el Instituto de Liberación. Sospecho que Dichter les cedió el negocio porque eran antiguos compañeros de la invasión de Bahía de Cochinos. Probablemente, todo esto quedaba expuesto en una serie de cintas que Dichter le robó a Jock después de asesinarle. A Dichter le interesaba hacerlas desaparecer porque los cubanos están pasados de moda y él tiene sus miras puestas en un cargo más elevado.

—¿De dónde sacó Jock esas cintas?

—Lo ignoro.

—¿Todavía existen?

—Dichter las destruyó. Prácticamente me lo dijo él mismo.

—Sí, supongo que las destruiría… ¿Y Deborah Frank?

—Creo que también la mató él. Los dos trabajos fueron hechos por alguien de dentro, como dicen en la tele.

Nancy sonrió.

—¿Quieres decir que ambos conocían a su asesino?

—O bien lo conocían, o bien se trataba de un hombre lo bastante famoso para ganarse su confianza.

—Un hombre o una mujer.

—¿Cómo?

—Que igualmente podría ser una mujer lo bastante famosa. También hay mujeres famosas, ¿sabes?

—Sí… Claro. —Empezaba a hablar igual que Alora.

—Pero no acabo de entenderlo. ¿Por qué mató a Deborah Frank?

—Debía de saber algo acerca de las cintas. Después de todo, era un personaje de los medios de comunicación. Dirigía un programa de entrevistas. Era peligrosa.

—Creía que Jock y ella estaban enemistados.

—Es posible. Pero eso no impediría que se utilizaran mutuamente para hacerse publicidad.

Me miró con aire escéptico. Tampoco a mí me convencía mucho la explicación.

—De modo que Dichter la mató, y luego a Jock, y luego a Meiko, ocultándola dentro de un conducto de aire acondicionado en un estudio de la Twentieth Century Fox. ¿Es eso?

—Sí, bueno, dudo mucho que se encargara personalmente de esta última parte. —La historia resultaba cada vez más complicada.

—Entonces, ¿quién lo hizo?

—El hombre que perseguimos en Topanga, tal vez. Acaban de encontrar su cadáver en el cañón. Lo he oído por la radio mientras venía hacia aquí. Dicen que trabajaba para la policía.

—¿Un policía de paisano?

—O un policía de nudista… como quieras. —Solté el chistecito barato con una sonrisa, pero a ella no le pareció divertido.

—¿Qué prueba eso? ¿Que la policía estaba investigando el Instituto de Liberación?

—O tratando de tapar algo.

—¿Tienes alguna prueba de que fuera así?

—Todavía no.

—Entonces, no tienes ninguna prueba sustancial que comprometa a Dichter.

Sacudí la cabeza.

—Es demasiado importante para lanzarle una acusación a ciegas.

—Sí, lo sé. Ya lo he intentado.

Me volvió la espalda y siguió escribiendo sus comentarios sobre el trabajo de Ed Shuttlesworth. Yo tomé asiento en el sofá y la contemplé. Sus dedos apretaban con fuerza un corto lápiz rojo, y tenía la frente arrugada como si estuviera concentrándose más de lo necesario.

—Naturalmente, queda la cuestión de sus coartadas…

—¿Qué les pasa?

—Son muy endebles… Cuando asesinaron a Jock, dice que estaba en el hotel con su mujer. Cuando apuñalaron a Deborah Frank, tiene una estúpida excusa acerca de que estaba cenando con el gobernador, en Sacramento.

—¿Estúpida?

Extendí la mano hacia el teléfono.

—¿Operadora? ¿Podría indicarme el número de teléfono del Bee, en Sacramento? Es el periódico local.

Me dio un número y lo marqué inmediatamente. La operadora de la centralita me comunicó con la sala de redacción.

—Sala de redacción. Alberts al aparato.

—Hola, Alberts. ¿Hay alguien por ahí que pueda informarme del paradero del fiscal general Frank Dichter durante la noche del viernes 28?

—Esto es un periódico, no un servicio de investigaciones.

—Ya lo sé, pero se trata de algo importante. Si me facilitan la información adecuada, podría darles una exclusiva.

—¿Qué clase de exclusiva?

—No puedo decírselo hasta que no tenga la información, pero le aseguro que seré algo tremendo.

—Bueno, nosotros no…

—Si no me lo dice, llamaré al Times de Los Ángeles.

—Muy bien… Muy bien… No cuelgue.

Al otro extremo, el auricular resonó sobre un escritorio. Al cabo de unos segundos volví a oír la voz de Alberts.

—No sé dónde durmió, pero entre las ocho y las once de esa noche, más o menos, estuvo cenando con el gobernador en un establecimiento llamado el Zorro Amarillo, en la calle Jay.

—¿Está seguro?

—¡Y tanto! En la portada del periódico sale una foto de todo el grupo. El gobernador, su esposa, los Dichter y Art Linkletter con las copas de champán en alto. Están brindando por una nueva campaña contra el consumo de drogas por los adolescentes.

Sostuve el auricular en el aire y me quedé mirándolo, contando el número de agujeros que había en el micrófono. Eran quince en total incluyendo uno más grande en el centro del círculo.

—¿Sigue ahí?

—Sí, aún estoy aquí.

—¿Y la exclusiva?

—No hay exclusiva. La información que me ha dado no es la adecuada.

Deposité el auricular en su sitio.

—Decía la verdad, ¿eh? —observó Nancy.

Asentí y hurgué en los bolsillos en busca de un porro. Pero no había traído ninguno. Me puse en pie y paseé la vista por la habitación.

—¿Queda algo de Wild Turkey, o se lo acabó todo Gunther?

—Hay otra botella allí encima. —Señaló hacia la repisa de la chimenea. Fui por la botella y tomé un buen latigazo. Después, me dejé caer en el sofá.

—Aún es posible que lo hiciera él —dijo Nancy—. Quizás envió a alguien para que eliminara a Deborah y se deshizo de Jock él mismo.

—Supongo que es posible…

—O quizás fue alguien completamente distinto. —Vino a mi lado y me quitó la botella vacía de la mano—. Alguien con un motivo que todavía no conocemos. —Se sentó en el sofá junto a mí, nuestros hombros en contacto. Luego, se volvió y me dio un beso—. Ojalá puedas meter a Dichter en la cárcel. Es una rata.

—A mí también me gustaría. —Nos miramos a los ojos unos instantes—. ¿Sabes una cosa? He estado pensando en Nueva York.

—¿Qué has pensado?

—En irme allí.

—Vamos, hombre.

—No, en serio. Este oficio de detective es fatal para los niños. Tengo que dejarlo antes de que salgan malparados.

—¿Y qué tiene eso que ver con Nueva York?

—No lo sé. Me imaginó que allí habrá muchas oportunidades para un tipo graduado en inglés y con seis meses de estudios de derecho.

—Sí, como vendedor de hamburguesas en la estación de metro de la calle 59.

—Eso suena estupendo.

—Estás loco.

—Sí, supongo que sí… Supongo que me preocupa.

—¿El qué?

—Que vuelvas a Nueva York.

No dijo nada.

—Hace que se me quiten las ganas de atrapar a Dichter. Hace que me entren ganas de alargar la situación tanto como pueda, para retenerte aquí.

—Me voy mañana.

Me enderecé y la miré fijamente.

—¿Qué has dicho?

—Me voy mañana. Por la tarde. Tengo que dar una clase.

—Pero…

—Pero ¿qué?

—Pide un permiso. En estas circunstancias, tienes derecho a él.

—Eres un romántico.

—¡Oye, oye! ¡Espera un momento! Hace apenas un día me dijiste que, sin contar a tu marido, yo era el primer hombre con el que te ibas a la cama desde hace diez años.

—¿Y?

—¿No ha significado nada para ti?

—Estás pasado de moda.

—No me vengas con esa mierda. ¿No ha significado nada para ti?

No respondió.

—¿Qué coño está pasando aquí?

—Nada.

—¿Nada?

—Nada… Trataré de quedarme.

—Muy bien —concluí.

La miré con el ceño fruncido. Ella también lo frunció, pero al cabo de unos instantes vio algo en mi hosca expresión que le pareció muy gracioso y se echó a reír, estrechándome entre sus brazos. Esbocé una sonrisa. Caímos sobre el sofá, entrelazados, y empezamos a hacer el amor furiosamente. No salí del bungalow hasta las tres de la madrugada.