LA AUTOPISTA DE SANTA ANA entre Los Ángeles y Anaheim es el décimo círculo que falta en el infierno de Dante: ochenta kilómetros de puestos de comida rápida, solares de automóviles de segunda mano, distribuidores de muebles de ocasión, refinerías de petróleo, fábricas de goma y aparcamientos para camiones. La clase de ambiente capaz de matar a un perro de la pradera con sólo mirarlo.
Aquella tarde lo percibía todo a cámara lenta. Los automóviles se movían como corpúsculos por una arteria podrida de colesterol. Primero aparecieron las mugrientas estribaciones de Boyle Heights, y luego las tierras baldías de Pico Rivera y la Ciudad del Comercio, donde asépticos edificios para ejecutivos se mezclaban con plantas de energía industrial y moteles de pacotilla. Más adelante vinieron los límites de Orange County, con sus seudolecherías y sus menguantes huertas de cítricos; el rancio aire olía a ozono y a Nixon.
Seguí adelante entre el tránsito, que apenas se movía. Mi coche avanzaba centímetro a centímetro con la palanca en punto muerto, sin el más leve toque en el acelerador. Eché otra ojeada furtiva a mi reloj. Ya eran las cinco, la hora cero, y aún me encontraba a veinticinco kilómetros de Disneylandia. No quería creer que Martín fuera a hacer algo tan perverso como secuestrar a los niños; no quería creerlo, pero sabía que era muy capaz. No es que no tuviera ninguna fe en la naturaleza humana. Todavía me quedaba un poco, en alguna parte. Era sencillamente que el último decenio de la vida norteamericana me la había reducido al tamaño de un guisante desecado.
Conecté la radio y casi inmediatamente volví a cerrarla: no estaba de humor para escuchar música, y las noticias no hacían más que reflejar el ambiente. Estaba cruzando el Poblado Japonés de Buena Park a ocho kilómetros por hora. Sus límites quedaban tan cerca de la autopista, que uno casi podía creer que estaba chapoteando como un anfibio en mitad de su piscina de exhibición, con una geisha enfundada en un kimono que comía algodón de azúcar y te azuzaba para que saltaras a través del aro con los delfines. Incluso me parecía oír su charla insustancial a través de la ventanilla.
En seguida, el tráfico empezó a aligerarse. Apreté el pedal y aceleré. Pero a medida que aumentaba la velocidad, también lo hacía mi paranoia. Comencé a tener visiones de mis hijos en peligro, imágenes de pesadilla en las que sus rostros estaban inundados de lágrimas mientras un gánster cubano les perseguía por la noria con una palanqueta en una mano y una Luger alemana en la otra. Me sentía como si hubiera estado de muy mal humor y me hubiera fumado cinco porros de la marihuana más potente —tailandesa quizás, o colombiana—, dejando que me llevara a donde ella quisiera, por todos los callejones equivocados de la mente, a través de todas las puertas equivocadas.
Traté de serenarme y alejar estas funestas ideas, pero sólo supe aumentar la velocidad, zigzagueando peligrosamente y haciendo adelantamientos por el arcén, con medio ojo clavado en el espejo retrovisor. Estaba convencido de que se hallaban en apuros. Aterrorizado. Odiándome a mí mismo por haberme separado de ellos siquiera un minuto. Este era mi mayor fracaso. Mi deshonra. Cuando se escribiera el libro de la vida, esto ennegrecería mi nombre para siempre.
Entonces vi el Matterhorn irguiéndose ante mí, con sus planchas de madera cubiertas de falsa nieve proyectándose sobre las estribaciones de hormigón. El Reino de la Magia estaba próximo. Salí de la carretera y me metí en el aparcamiento, siguiendo a los recepcionistas hasta un lugar remoto tras un verdadero mar de coches. Salté afuera, a doscientos metros de la entrada, y traté de decidir si esperaba el tranvía o si iba corriendo hasta el kiosko. Dudé un segundo y en seguida eché a correr, pasando al lado de un tranvía estacionado en la zona «P» y encaminándome directamente hacia la taquilla. Pagué la entrada y pasé al interior, esforzándome por contener mis impulsos de salir disparado en todas direcciones, esforzándome por mantener la calma. Eché a andar por la Vieja Calle Mayor, mirando a derecha e izquierda, examinando las tiendas y las atracciones en busca de Sonya y los niños. Un Mickey Mouse de tamaño natural pasó junto a mí, seguido de Pluto. A lo lejos sonaban los pegadizos acordes de «When You Wish Upon a Star». Normalmente, esta canción solía enternecerme y me hacía sentir de nuevo como un chiquillo, pero en aquellos momentos la percibí como una música angustiosa, como «Una noche en el Monte Pelado» en la película Fantasía de Walt Disney, cuando el terrorífico y monstruoso murciélago surge del volcán.
Se encendieron las luces, una confusión de amarillos, rosados y verdes. Seguí por la plaza circular que separaba las cuatro zonas de diversión —el País de la Frontera, el País de la Aventura, el País de la Fantasía y el País del Mañana—, mirando a uno y otro lado, tratando de imaginar dónde podían hallarse. Aquella tarde no había demasiada gente, pero el parque era tan inmenso y las atracciones tan numerosas, que no sabía hacia dónde ir. A Jacob le gustaba el País de la Aventura, pero Simon, yo lo sabía, prefería el País de la Fantasía. Me detuve en el centro de la plaza, sintiéndome inútil y debilitado, con visiones de incontinencia.
Entonces vi a alguien por el rabillo del ojo, una figura morena que avanzaba a grandes pasos hacia la puerta del País del Mañana. Giré en redondo y corrí detrás de él, sujetándole por el antebrazo y obligándole a volverse a mí.
—¡Eh! ¿Tiene usted algún problema, señor?
Llevaba un uniforme de Disneylandia y una reluciente insignia.
—No, no. Me he equivocado.
Retrocedí nuevamente hasta el centro de la rotonda. A mis espaldas, un hombre con sombrero de paja y una mona en el hombro tocaba el organillo y vendía palomitas de maíz.
—¿Está buscando a alguien? —me preguntó.
—Sí.
—Llámele por los altavoces. En la entrada. —Señaló hacia la oficina de información.
—Gracias.
Fui hasta allí y hablé cortésmente con el empleado.
—Sonya Lieberman o Jacob Wine —le dije. Pero el hecho de utilizar nombres judíos en Disneylandia tenía algo que aumentaba mi inquietud. En un momento así, no quería aparecer como un forastero en Orange County. Habría querido ser un Phillips, un Johnson o un Jones. Incluso Haldeman o Ehrlichman habría resultado aceptable. Cualquier cosa, con tal de ver de nuevo a mis hijos.
Las palabras rugieron en el altavoz:
—Sonya Lieberman o Jacob Wine, preséntense en información, por favor.
Hice una mueca y esperé diez minutos. El empleado me contemplaba en silencio mientras yo paseaba por la sala con pasos cada vez más grandes, hasta que llegué a cruzar de una pared a otra en dos zancadas, descargando mi puño sobre su escritorio y tocando un retrato del Pato Donald a cada pasada. No venía nadie.
—¿Qué demonios le pasa a este cacharro? —Señalé su micrófono—. ¿Es que no se oye en todas partes?
—Desde luego. Menos en el interior de las atracciones.
—¿Hay alguna atracción que dure tanto tiempo?
—Desde luego.
—¿Cuáles?
—La Casa Encantada, el Submarino y los Piratas del Caribe.
Salí corriendo de la oficina. Ya habían estado en la Casa Encantada el día anterior. Sonya nunca aceptaría subir al submarino. Quizás se hubieran decidido por los Piratas. Crucé el portal del País de las Aventuras y pasé ante la Aldea Tiki, las galerías de tiro y la casa del árbol al estilo de los Robinsones Suizos, hasta llegar a las balaustradas de falso hierro forjado del Barrio Francés. Al final de la calle se veían las colas para entrar en los Piratas del Caribe.
Me hice con una entrada y esperé tras un grupito de adolescentes, viendo serpentear la cola a través del torniquete de la entrada. Delante de mí, una familia ocupó una de las largas canoas y emprendió el viaje, deslizándose por la rampa. Salté a la siguiente canoa y me abrí paso hacia la proa, sintiendo la aceleración cuando soltaron el cable y el bote plano descendió por la rampa como una exhalación, internándose en el territorio de los piratas.
Forcé la vista, tratando de distinguir algo concreto en aquella negrura, pero no se veía nada ni se oía más que el suave golpeteo del agua sobre el casco. ¿Podía ser que ya les hubiera capturado? ¿Estaría ya a su lado, clavando el cañón de su pistola en las costillas de Sonya? ¿Les tendría atados y amordazados en algún lugar oculto tras los decorados? ¡El hijo de la grandísima puta!
Estaba cada vez más rígido, aferrado a la borda, con toda mi atención en la mirada, cuando doblamos una esquina. Luciérnagas suspendidas de cables eléctricos danzaron en el aire ante nosotros, y nos llegó el leve eco de una canción de piratas: «¡Ho, ho, ho, y una botella de ron!». Y entonces apareció todo: cañones, fuertes, galeones y el saqueo de Nueva Orleans. Me puse de pie en la proa y atisbé hacia las otras canoas. Había una media docena, avanzando en fila hacia los límites del puerto incendiado. Y entonces les vi. Iban en la primera, y estaban a punto de perderse de vista. Sonya, Jacob y Simon estaban delante, y el cubano de bigotillo tres asientos detrás de ellos.
Salté por la borda, resbalando en el agua que, para mi sorpresa, sólo me llegaba hasta las rodillas, y me apoyé en la pared mientras avanzaba dando traspiés hacia ellos. La gente empezó a gritar a mi alrededor cuando salí del agua y me incliné sobre la popa de la canoa, aferrando al cubano y arrojándole tras el decorado. Trató de escapar, pero le tenía sujeto por el cuello con una llave capaz de romperle las vértebras, y le derribé sobre el hormigón por detrás de una sirena con los pechos al descubierto.
—¡Hijo de puta! ¡Cabrón hijo de puta!
Le machaqué a puñetazos con una fuerza que yo mismo ignoraba poseer, le di una patada en la entrepierna y le aplasté la nariz con el dorso de la mano. Se desplomó sobre el cemento húmedo, y trató nuevamente de huir; pero al instante me abalancé sobre él y empecé a golpearle la cabeza contra el suelo. Estaba completamente fuera de mí. El cubano tenía la cara desfigurada, con la boca y la nariz ensangrentadas y algunos dientes flojos.
—¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! —le grité, cogiéndole por las orejas y sacudiéndole hasta que estuvo a punto de perder el conocimiento.
Y le habría matado, sin duda. Pero al ver su mirada turbia algo cedió en mi interior. La furia se desvaneció.
Mis hijos estaban a salvo y el hombre, de pronto, pareció volverse banal, como un pobre desecho humano.
Volví atrás y abracé a mis hijos.