—¿QUÉ CLASE DE PAPEL de liar utilizas?
—¿Papel de liar?
—Para liar los porros, ya sabes… Zig-zag, Bambú, de arroz…
—¡Mierda! Me da lo mismo. Mientras no sea de regaliz… La policía se fija en el color del papel cuando vas conduciendo. —Le miré sin dejar el volante. Había sacado papel y lápiz y estaba tomando notas.
—¿Qué opinas de las leyes de registro y confiscación?
—¿Todavía sigues empeñado en ese maldito artículo?
—Ya sabes lo que dijo Warhol acerca de que todo el mundo podía ser famoso durante diez minutos… Bueno, pues, ¡te ha llegado la hora!
Hundió la mano en el bolsillo, extrajo un frasco de píldoras rosadas y amarillas y se tomó una de cada. Recé una breve oración y salí de Little Santa Mónica en dirección a Century City. Todo el complejo tenía el aspecto de una austera ciudad lunar, con sus fachadas de puro vidrio que reflejaban los rayos del sol. Giré a la derecha en el centro comercial y me detuve en el aparcamiento del hotel Century Plaza. Salté a toda prisa del coche, con Gunther pegado a mis talones. Eran las dos treinta y cinco.
—¿Lees a Nietzsche? —me preguntó cuando pasábamos ante Yamato’s en dirección a la puerta trasera del hotel.
—No.
—¿Y a Gurdjieff?
Sacudí la cabeza.
—¿Has estado alguna vez en África?
—No. Pero la última vez que me echaron las cartas del Tarot me salió el Mago.
—Mira por dónde. Yo habría apostado por el Ahorcado.
Apreté el paso para dejarle atrás y entramos en la planta inferior del edificio, repleta de tiendas carísimas. Me paré en una floristería y compré el ramo más barato. Venía en un recipiente de plástico en forma de ánfora griega; las flores eran gladiolos. Rellené una tarjeta de regalo y la deslicé en el interior mientras la dependienta envolvía mi compra en un papel encerado de color verde.
Acto seguido, tomamos el ascensor hasta el vestíbulo principal, un salón de exageradas dimensiones donde los ornamentos más elegantes se mezclaban con el peor schlock. Las alfombras, que cubrían por completo el suelo, ostentaban un diseño en fleurs de lis. Los conserjes iban tan ataviados como Beefeaters. Pasé ante ellos, hacia los teléfonos de la casa, y descolgué el primero de la hilera.
—Centralita.
—Con la habitación del fiscal general Frank Dichter, por favor.
—Están ocupadas las líneas. ¿Puede esperar un momento, por favor?
—No. Ya volveré a llamar… ¿Cuál es el número?
—El 904.
—Gracias.
Colgué el aparato.
Hice un gesto de cabeza a Gunther y subimos juntos en el ascensor, con la vista fija en los números que se iluminaban sobre las puertas al ritmo de una versión disco de «September Song». El ascensor se detuvo en la séptima planta y luego en la novena, abriéndose ante un largo pasillo que conducía a la habitación de Dichter. Dos corpulentos policías de paisano montaban guardia ante ella, cerrando el paso como un par de tanques Sherman prestados por la base naval de El Toro.
—… días —saludé, pasando ágilmente entre ellos con un guiño y dirigiéndome hacia la puerta de Dichter como si fuese la cosa más natural del mundo.
Sentí el peso de una rolliza mano en el hombro.
—¿Adónde te crees que vas?
—Flores para el fiscal general —respondí sin volver la cabeza.
—¿Flores? ¿Para qué quiere el fiscal general un ramo de flores?
—No las he enviado yo, señor.
Me volví y le dediqué mi sonrisa más estúpida. El policía de paisano paseó la mirada de Gunther a mí.
—¡Déjame ver eso! —Me arrebató el ramo y comenzó a hurgar entre los tallos.
—¡Con cuidado! —le advertí—. Son Ficus pumila. Muy frágiles.
El polizonte me miró de mala manera y cogió la tarjeta del remitente.
—Uhh, uhh, uhh. —Le amonesté con el dedo—. Estoy seguro de que eso es confidencial.
Dejó la tarjeta donde estaba y me examinó de nuevo con la vista.
—Muy bien —consintió al fin—. Pero este pimpollo se queda fuera.
Gunther pareció decepcionado.
Llamé a la puerta. Me abrió Dichter, en mangas de camisa, con el teléfono en la mano y el auricular pegado a la oreja. Me hizo un ademán para que pasara. Cerré la puerta a mis espaldas y me dirigí a la mesa del fondo, desenvolviendo el ramo y arreglándolo un poco mientras trataba de captar fragmentos de conversación. Estaba hablando con la prensa —probablemente alguien importante, como un comentarista o un columnista—, concediéndole su confianza y ganando unos cuantos puntos.
—No hagas saltar la liebre, Al, pero mañana, en el almuerzo del Club de Mujeres, vamos a hacer unas cuantas declaraciones de importancia. Van a tener que cerrar los negocios de un extremo a otro del estado. Rodarán cabezas muy altas. No se salvará nadie… Ahora, mira, la gente puede decir lo que quiera, pero estas medidas no son meramente políticas. Aún faltan dos años para las elecciones.
Se sacó del bolsillo una moneda de veinticinco centavos y me la ofreció. No me moví. Se volvió a mí, intrigado. Le tendí la tarjeta. Abrió el sobre y la leyó, sin dejar de atender a la conversación telefónica. Su expresión no se inmutó, pero tuve la sensación de que las palabras de la dedicatoria le habían hecho reaccionar interiormente: «Saludos desde más allá de la tumba. Jock Hecht».
Volvió a meter la tarjeta en el sobre y se la guardó en el bolsillo.
—De acuerdo, Al, ya volveré a llamarte…
Colgó el aparato.
—¿Qué significa esto?
—Ya sabe lo que significa.
—No, no lo sé. Pero sé que Jock Hecht se suicidó hace dos días.
—No nos andemos por las ramas, Dichter. No tengo tiempo. ¿Dónde están las cintas?
—¿Cintas?
—Ya sabe a qué me refiero. ¿Quiere que llame a Al o a algún otro columnista y le cuente que usted asesinó a Jock Hecht, o prefiere hablar claro?
—Pero ¿de qué está usted hablando?
—¡Venga, Dichter! Todo está ahí. Primero mató a Deborah Frank y luego a Jock Hecht. Por no mencionar a Meiko, para mantenerlo todo bien tapado.
—¿Por qué habría de hacer tal cosa?
—Porque iban a exponer sus relaciones con un grupo de cubanos que dirigen la Liga para la Liberación Sexual. Todo está en las cintas.
—¡Oh, vaya, vaya! —Se echó a reír.
—¿Niega que conoce a Santiago Martín?
—¿Santiago Martín? —Dudó unos instantes, como si tuviera que rebuscar en tu memoria—. ¿Santiago Martín? Oh, sí… Un hombre fuerte, con bigote.
—Usted era su jefe.
—Su jefe, no. Su consejero.
—Entonces, ¿no niega que tomó parte en la invasión de la bahía de Cochinos?
—Claro que no. Está en los libros de historia. Ayudé a entrenar a los luchadores por la libertad, primero en Florida y luego en Guatemala.
—¿Luchadores por la libertad? ¡Diga mejor gánsteres! —Este tipo era duro de pelar.
—Me siento orgulloso de haber servido a mi patria. —Dichter me dirigió una mirada irónica—. ¿Es eso todo lo que tiene? ¿Que conocí a esa gente hace trece años?
—Volvió a verles en 1971.
—En el décimo aniversario de la invasión. En una reunión. ¿Y qué prueba eso? Y ahora, si me permite, estoy muy ocupado…
—No me iré sin las cintas, Dichter.
—¿Que no se irá?
—¡Es usted un asesino, Dichter! ¡Esos cabrones están amenazando a mis hijos!
—¿Un asesino? ¡No me haga reír! ¿Cómo maté a esas personas? ¿Con mis propias manos?
—Me parece muy probable. Para poder entrar en el bungalow de Hecht y fingir un suicidio, el asesino tuvo que ser alguien respetado. No había señales de lucha.
Seguía sonriendo.
—¿Y cuándo cometí esos asesinatos?
—A Deborah Frank la mataron hace tres noches, y a Jock Hecht un día después.
—Hace tres noches estuve cenando con el gobernador, en Sacramento. A la noche siguiente estuve en esta habitación con mi esposa.
—¿Cenando con el gobernador? ¿Quiere hacerme creer eso?
—¡Salga de aquí antes de que le haga arrestar por allanamiento de morada!
—Deme las cintas, Dichter. Está mintiendo.
—¿Qué yo miento? Soy el fiscal general del estado, y usted…
—¡Deme las cintas!
—¿Cintas? ¡Usted bromea! Si esas cintas contuvieran lo que acaba de decirme, habrían sido borradas inmediatamente. —Vaciló un instante y me contempló con atención—. ¡Ahora caigo! ¡Usted es el detective judío sabelotodo de la conferencia de prensa! —Descolgó el teléfono y pulsó el intercomunicador—. ¡Gibson! ¡Gibson!
Me miró con ojos de rabia, y sólo tardé medio segundo en darme cuenta de sus intenciones. Abandoné precipitadamente la habitación, cerrando de un portazo, y pasé corriendo por entre los policías de paisano mientras uno de ellos descolgaba el teléfono.
—¡Vámonos! —exclamé, asiendo a Gunther del brazo y arrastrándole hacia el ascensor. Antes de que pudiera apretar el botón, oí que los hombres venían a por nosotros. Pasaron unos segundos y los dos polizontes doblaron la esquina. Giré rápidamente sobre mí mismo, alcanzando a uno de ellos en el estómago, y me dirigí hacia el otro pasillo. Gunther salió pisándome los talones, a toda velocidad.
Llegamos a la salida de servicio, en el otro extremo, y corrimos escaleras abajo como un par de vertiginosos derviches. Cuando llegamos a la octava planta estaba sonando un timbre de alarma. En la séptima, oímos voces de hombres en el pasillo.
—¡Les cogeremos en la sexta! —gritó uno.
Me paré en seco y señalé con la cabeza en dirección a Gunther. Volvimos a subir lentamente hacia el octavo piso y nos deslizamos hacia el vestíbulo. Un grupo de participantes de alguna convención avanzaba hacia nosotros, camino del ascensor. Se tocaban con una especie de gorro parecido a un fez y daban la impresión de estar un poco achispados.
—¿También sois de la AAMPDA? —nos preguntó uno de ellos.
—Exacto —asentí, uniéndome al grupo—. ¿Qué tenéis preparado para esta noche? ¿Un buen polvete?
—Ya puedes jugarte la camisa a que sí.
—¿Os importa que vayamos con vosotros?
—¿Por qué no?
Llegamos todos ante el ascensor, gesticulando y sonriendo.
—¿De qué parte sois? —quiso saber uno.
—De Butte. Butte, Montana.
—Un sitio estupendo.
—Vaya que sí.
—¿Conocéis a Mort Higginson?
—¡Claro!
—¿Qué tal anda el viejo Mort?
—Oh, está igual que siempre.
—Ya puede estarlo —intervino otro—. ¡Le enterramos en otoño del 68!
La llegada del ascensor nos evitó tener que explicar esta discrepancia. Gunther y yo intercambiamos una fugaz mirada y, sonriendo débilmente, avanzamos hacia la puerta que comenzaba a abrirse. Pero tuvimos que detenernos ante dos policías de paisano que nos esperaban con los brazos cruzados.
—¡La pasma! —gritó Gunther, descargando un rápido puntapié en el abdomen del más gordo.
Giramos en redondo y retrocedimos hacia la escalera de servicio. Pero esta vez se oía gente que bajaba desde el piso de arriba. Y gente que subía desde el piso de abajo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Gunther.
—A separarse. —Señalé las escaleras—. ¡Nos encontraremos en el coche dentro de diez minutos!
Me dirigió una última mirada, se ciñó la chaqueta de motorista y se precipitó escaleras abajo a una velocidad suicida.
—Mon semblable, mon frère! —le oí gritar.
Retrocedí peldaño a peldaño, atento a las voces que venían de arriba. Cuando cesaron, corrí hacia la novena planta, subiendo los escalones de tres en tres. El pasillo que daba a la habitación de Dichter estaba desierto. Me dirigí hacia allí y me entretuve un segundo ante su puerta, captando nuevas perlas de sabiduría. Estaba otra vez al teléfono, reanudando la anterior conversación.
—Te lo aseguro, Al… Un hombre en mi posición… Me veo sometido a infinidad de falsas acusaciones. Algunas de ellas ni las creerías. Incluso vosotros, los chicos de la prensa, os sentiríais avergonzados de publicarlas.
Seguí hacia el ascensor. Pulsé el botón de llamada, con la esperanza de que no sospecharan que aún me hallaba en la novena planta y que viniera vacío. Empezó a subir. Consulté mi reloj. Las cuatro menos diez. Tenía una hora y diez minutos para llegar a Disneylandia en plena hora punta.
Llegó el ascensor. Cuando se abrió la puerta, salieron dos botones charlando entre sí. Me metí dentro y apreté el botón de la primera planta. Descendimos rápidamente, espoleados por una versión de «Autumn Leaves» a ritmo acelerado.
Cuando llegamos a la planta, el vestíbulo estaba sospechosamente tranquilo. No había policías. No había guardias de seguridad. Ni siquiera había ningún Beefeater. Salí del ascensor y caminé con calma hacia una puerta giratoria, sintiéndome vagamente inquieto. Entonces oí un fuerte aullido. Al volverme, vi a Gunther subir a toda velocidad por las escaleras automáticas de bajada, apenas dos peldaños por delante de una docena de policías uniformados y de paisano. Llegó al extremo, miró en ambas direcciones y salió disparado hacia la parte de atrás del vestíbulo. Sus perseguidores formaron una falange y avanzaron, acorralándole contra la pared. Retrocedió de espaldas hacia el cristal. Estaban a punto de abalanzarse sobre él cuando gritó «¡Cazart!» y saltó por encima del sofá, arrojándose contra la ventana panorámica para caer al suelo de mármol de un patio a nivel inferior, entre una lluvia de cristales.
Me confundí con el gentío que se arremolinaba a su alrededor. Más abajo, Gunther saltaba como un loco, sujetándose una pierna y maldiciendo a los policías que le rodeaban.
Me escabullí por una salida lateral.