—¿Y CÓMO SABÍA GREENGLASS que Meiko estaba allí? —repitió Nancy.
—Lo ignoro.
—Tuvo que matarla él, o hacer que la mataran.
—¿Y dejar en la recepción del Chateau Marmont un mensaje con su firma, diciendo dónde estaba escondido el cuerpo? No es tan tonto.
—Entonces, ¿qué pretendía?
—Darnos una señal… Demostrarnos que no era el culpable.
Nancy me miró llena de confusión. Eran ya las doce y media y estábamos rodando por Sunset en dirección este. Sentía la constante preocupación del tiempo. Había tardado casi treinta minutos en persuadir a Gruskow para que nos dejara salir de los estudios.
—De acuerdo —dijo Nancy—. Explícame por qué eso demuestra que no es el culpable.
—Vamos a ver… En primer lugar, Meyer ha demostrado que Jock sí tenía una coartada, y que probablemente a Meiko la mató alguien que deseaba que Jock cargara con la culpa del asesinato de Debbie Frank… ¿Correcto?
Nancy asintió.
—Por lo tanto, segunda probabilidad, tú tenías razón desde el principio. Jock fue asesinado, la muerte de Deborah Frank fue la excusa oportuna y la nota de suicidio era falsa.
—De acuerdo —admitió—. Hasta aquí, lo entiendo.
—Ahora viene la parte más sutil, el pequeño estímulo talmúdico del gánster judío. Si Greenglass sabía que la coartada de Jock era válida, entonces sabía también que Jock no mató a Deborah. Por consiguiente, él, Greenglass, no tenía ningún motivo para eliminar a Jock en venganza por el asesinato de su sobrina.
—De modo que el motivo que habíamos imputado a Greenglass resulta falso.
—Exactamente. Greenglass es inocente. No se vengó de Jock porque ya sabía que Jock no era el culpable. Así de sencillo.
—Entonces, ¿adónde nos lleva eso? —preguntó ella.
Empecé a comprender la deprimente verdad y se me cayó el alma a los pies.
—A ninguna parte —admití.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Sólo puedo hacer una cosa.
—¿Qué?
—Ir a ver a los cubanos. Les diré que no tengo las cintas, pero intentaré convencerles de que dejen en paz a los chicos… No me queda otra alternativa.
Giré hacia el camino de acceso de la parte posterior del Marmont y aparqué en el extremo del sendero que conducía a los bungalows. Me incliné sobre Nancy y abrí la portezuela de su lado. Ella no se movió. Sonreía irónicamente.
—Eso es trabajo de hombres, ¿eh?
Me enderecé en el asiento, dejando la portezuela abierta, y la miré fijamente.
—No es trabajo de hombres ni de mujeres. Esos hijos de puta son unos asesinos. Puedes quedarte o puedes venir conmigo. Haz lo que quieras, pero decídete pronto.
Reflexionó unos instantes y, finalmente, deslizó la mano sobre el asiento y la posó en mi muslo.
—¿Qué quieres que haga?
—Oh, bueno…
—¿Vas a enamorarte de mí?
—¿Y qué tiene eso que ver?
—No lo sé. Nada, supongo… Dame un beso de despedida.
Me incliné hacia ella y la besé. La intención era de un beso breve, pero este comenzó a prolongarse y a intensificarse, resucitando la pasión de la noche anterior. Nancy fue la primera en separarse.
—Creo que no debes hacerlo.
—¿Qué?
—Enamorarte de mí.
—¿Por qué no?
—No lo entenderías.
—¿Por qué crees que me estoy enamorando?
—Por esa mirada que tienes. La he visto antes, en las películas.
—¿Crees en toda esa basura romántica?
—No. Pero puede que tú sí.
La miré, meditabundo.
—Hasta la noche —me despedí, y arranqué hacia Sunset.
Los cubanos vivían en mi terreno, en Echo Park. Eran un grupo reducido, pero en auge, y que se filtraban desde Miami de diez en diez y de veinte en veinte, por el aumento de población de la Pequeña Habana. A finales de los años sesenta, sólo había unos pocos restaurantes cubanos y algunas tiendas de comestibles. Ahora había sastres, agentes de la propiedad, médicos, dentistas, imprentas, periódicos, una escuela parroquial y varios clubs nocturnos donde se podía bailar la pachanga y escuchar la música de las bandas tropicales. Sin embargo, a pesar de su tamaño seguía siendo una comunidad muy unida, y algunos de sus miembros aún mantenían la ilusión de volver a la isla, mientras que muchos otros se limitaban a decirlo sin creer verdaderamente en ello.
El primer sitio al que acudí en busca de Santiago Martín fue el Batey Market, una tienda de comestibles en la esquina de Sunset y el Silver Lake Boulevard. Solía ir allí a menudo a comprar café y conocía al encargado, un viejo negro de la provincia de Oriente que había emigrado a los Estados Unidos en la época de Batista, mucho antes de Castro.
—¿Qué tal, Carlos?
—Hola, amigo —respondió, echando mano a una lata de Café Gavina y un paquete de filtros de papel para la cafetera. Nunca se acordaba de mi nombre, pero sabía lo que quería comprar.
Sacudí la cabeza en gesto negativo.
—La semana que viene… Hoy he venido por otra cosa. Estoy buscando a un gran negociante cubano llamado Santiago Martín. ¿Le conoce?
—Personalmente, no. No viene a comprar aquí. En realidad, dudo mucho que se ocupe él mismo de hacer la compra.
—¿Sabe dónde podría encontrarle?
—Pruebe en las oficinas del periódico 20 de mayo. Bajo el puente de la autopista, cerca del lago de Echo Park.
Las oficinas estaban cerradas. Miré por la ventana. Era un periódico quincenal, y no abrirían hasta el jueves. A través del cristal divisé una gran fotografía de La Habana y una ampliación de un retrato de Castro que era utilizado como diana para dardos. Más arriba había un retrato de Alfredo Zayas, presidente de Cuba entre 1921 y 1925. Cada uno de aquellos grupos de exiliados tenía su propia ideología y sus propios héroes.
Anduve por Sunset, mirando en las panaderías y en las tiendas de discos, tratando de decidir quiénes eran cubanos y quiénes mexicanos, sintiéndome más angustiado a cada instante. La situación de mis hijos me alteraba los nervios. No debía perder la sangre fría.
Entonces recordé lo evidente y me metí en una cabina telefónica para consultar el número de Viajes Miami. Lo marqué y me dieron otro número de la zona 628, o sea, en Echo Park. Volví a marcar.
—Promociones Maugey.
—Desearía hablar con Santiago Martín.
—El señor Martín ha salido a almorzar.
—¿Sabe dónde podría encontrarle?
—Lo siento, pero no estoy autorizada a decírselo.
—Se trata de una emergencia. Soy el señor Brownlow, el nuevo asesor fiscal del señor Martín. Existe una discrepancia en su declaración trimestral que debe ser corregida inmediatamente para evitar una auditoría.
—¿No puede esperar hasta la tarde?
—Para entonces, las oficinas de Hacienda en Washington estarán cerradas.
Me dijo que esperara. Contuve el aliento, contando los segundos. Era un tiro a ciegas. Al cabo de un minuto y medio, volví a oír la voz.
—Está en La Guantanamera, en la calle Temple.
—Gracias.
La Guantanamera —un club nocturno y restaurante cubano en la esquina de Westmoreland, entre una agencia de seguros y una tienda de discos— quedaba a cinco minutos de allí. Por la noche actuaba un conjunto vocal, Chocolate y Sylvia, pero cuando entré en el local, este estaba silencioso y a oscuras, salvo por una luz verdosa sobre la barra. Pasé al comedor interior, una sala más espaciosa con una gran claraboya y macetas de palmeras. Las paredes estaban decoradas con bucólicos paisajes de la campiña cubana pintados al óleo: negros desnudos hasta la cintura como en La corriente del Golfo de Winslow Homer, sus relucientes machetes apoyados sobre haces de caña de azúcar.
A excepción del grupo de Martín, el comedor estaba desierto. Santiago, en compañía de sus pistoleros, ocupaba una mesa en un rincón y estaba consumiendo una generosa ración de guiso de pescado con plátanos fritos. Cuando entré, se puso en pie y me tendió la mano.
—Señor Wine, no sabe cuánto me alegro de verle. Mi secretaria me ha anunciado que venía hacia aquí.
—¿Su secretaria…?
Señaló un teléfono sobre la mesa.
—No hacía falta que recurriera a tales estratagemas. Dejé mi tarjeta sobre la mesa de su comedor… Bueno, ¿dónde están las cintas?
—Ese es el problema, señor Martín. No me ha sido fácil encontrarlas.
—¿Por qué?
—En primer lugar, no sé qué contienen. Y, en segundo lugar, no sé quién las tiene.
Sonrió y comenzó a partir la pinza de un cangrejo.
—Vamos, señor Wine. Trate de adivinarlo.
—Yo diría que contienen información comprometedora que relaciona a los directores de la Liga para la Liberación Sexual con una persona que podría verse en un aprieto si tal información se hiciera pública.
—Muy bien, señor Wine. Muy exacto… ¿Y pretende hacerme creer que usted ignora quién es esa persona?
—Así es…
—Y pretende también que le diga todo lo que sé. ¿Me ha tomado por un tonto? Vamos, siéntese.
Uno de sus gorilas acercó una silla y me senté al otro lado de la mesa.
—¿Qué le apetece comer? La zarzuela es buena, pero si no tiene mucha hambre puede tomar una media noche.
—No me apetece comer nada, señor Martín.
—Ah, está usted preocupado por sus hijos. ¿Qué tal se lo están pasando en Disneylandia? Yo procuro ir un par de veces al año… Tengo seis hijos, ¿sabe? —Se me quedó mirando unos instantes y luego sacó la cartera y me mostró una foto Polaroid de seis alegres chiquillos en una granja de cocodrilos—. Es de Miami —me explicó—. Ese es Jorge, el mayor. Y Esteban… Los dos podemos considerarnos afortunados por haber tenido niños, señor Wine.
—Las niñas también me gustan, señor Martín.
—Sí, bueno, naturalmente —asintió, chasqueando los dedos en dirección al camarero—. Manuel, más plátanos. Y una cerveza. —Se volvió hacia mí—. ¿No le importa? Todavía tengo hambre…
Me incliné hacia él mientras comía.
—Mire, creo que se ha equivocado usted conmigo. Tengo nuevas pruebas que le harán cambiar de opinión en este asunto.
—¿Ah, sí?
—Hecht no se suicidó.
—Oh.
—Meiko, la muchacha japonesa que respaldaba su coartada, ha aparecido fiambre dentro de un conducto de aire acondicionado en los estudios de la Twentieth Century Fox.
—¿Fiambre?
—Asesinato.
—Ah… —Santiago sonrió y atacó su segunda ración de plátanos fritos—. Estas chicas acaban todas igual. Sólo piensan en el dinero. Son demasiado codiciosas.
—¿Codiciosas? Tenía la espalda cubierta de quemaduras de cigarrillo, señor Martín.
—Oh. Qué lástima. —Sus ojos emitieron un destello de reconocimiento. Sin duda la conocía del Frontisterio. Después de todo, él dirigía el negocio—. ¿Y qué se supone que demuestra con eso?
—Que Hecht fue asesinado.
—Ah.
—Y quien le asesinó se llevó también las cintas.
—Muy cierto… ¿Y en qué cambia eso la situación?
—¿En qué la cambia? ¡Encuentre al asesino y encontrará las cintas!
Alzó ambas manos hacia el techo.
—¡Pues claro! Y es usted quien lo hizo. ¡Usted trabaja para el Jefe, y usted asesinó a Hecht!
—¿Tengo cara de asesino?
—Eso carece de importancia. Si no lo hizo usted, lo haría el Jefe en persona y usted le ayudó. Eso no me importa. Lo que me importa son las cintas… Y, por supuesto, sus hijos. Tengo entendido que se lo han pasado muy bien en la Casa Encantada. La han visitado dos veces.
—Deje en paz a los niños, Martín. —El muy hijo de puta. Yo estaba empezando a sudar—. Llamaré a la policía.
—¿La policía? —Se echó a reír—. ¿Por qué no llama al Jefe?
Ese asunto del Jefe comenzaba a confundirme. Quienquiera que fuese, Martín parecía convencido de que yo trabajaba para él. Tenía que cambiar de táctica.
—¿Y si el Jefe no tuviera las cintas? ¿Y si hubieran caído en poder de unos terceros que desearan perjudicarle?
Martín se detuvo y me miró fijamente, con el tenedor cargado de plátano en el aire.
—¿Quién desearla hacer tal cosa? —Terminó de llevarse el tenedor a la boca y engulló el pedazo de plátano.
—Tiene enemigos.
—Eso es cierto. —Por primera vez, Martín parecía prestarme atención.
—Tal vez estuviera dispuesto a llegar a un acuerdo con usted.
—Ah, bien, aquí me tiene.
—¿Quiere que le haga llegar algún mensaje en particular?
—Dígale… que no traicione a sus viejos amigos.
De pronto nos interrumpió un violento ruido de golpes, seguido de una voz familiar.
—¡Escúchame bien, cabrón! ¡Si me pones las manos encima te voy a cortar los cojones con este trozo de botella de Wild Turkey!
Era Gunther, acorralado contra la barra por dos de los gorilas y blandiendo el cuello de una botella de whisky rota.
—¡Voy a jugar al tres en raya sobre vuestros estómagos, so palurdos! —Comenzó a avanzar hacia ellos como un torero disponiéndose a hundir el estoque.
—¡Carajo! —exclamó uno de los pistoleros, sacando una Browning automática. Gunther hizo ademán de clavarle la botella. El gorila disparó, destrozando una coctelera que llenó toda la barra de fragmentos de cristal. Pero Gunther siguió avanzando y agitando ferozmente su arma improvisada. El filo irregular de la botella pasó a un par de centímetros de la barbilla de su enemigo.
—¡No se puede! —chilló el otro pistolero, poniéndose en cuclillas y sacando su pistola. La apuntó con atención a la cabeza de Gunther.
—¡Inténtalo si te atreves, mierdoso! —aulló Gunther, volviéndose a él. Yo ya veía su cerebro desparramado sobre el espejo del bar.
Me adelanté de un salto.
—¡Es de los nuestros! —grité.
Los pistoleros giraron en redondo.
—¿Es uno de sus hombres? —preguntó Santiago, enjugándose los labios con una servilleta de papel.
—Trabaja para el Jefe.
—Entiendo.
—Yo me ocuparé de él. —Fui hacia Gunther y le cogí del brazo—. En marcha, amigo —le susurré—, y no vuelvas la cabeza. —Salimos del restaurante, pasando ante los atónitos guardaespaldas.
—He vuelto a encontrarte —exclamó, sonriendo, cuando llegamos al callejón.
—Muy gracioso, hijo de puta —respondí, empujándole contra la pared—. Esta vez casi estropeas el caso y, de paso, consigues que maten a mis hijos. Escúchame bien, Robin Hood: admiro tu estilo, pero prefiero trabajar solo.
—Justo cuando estaba a punto de acabar con el caso.
—Lo único que tú has acabado alguna vez son las botellas de Wild Turkey, y eso si las paga otro.
—Jo, jo, jo. ¡Tu problema es que no sabes quiénes son tus verdaderos amigos!
—¿Quiénes son?
—Tu humilde servidor del Cuarto Poder. —Sonrió; metió una mano en el bolsillo y extrajo un puñado de recortes de prensa—. Estaban en el sótano del restaurante.
—Vamos a verlos —dije.
Aflojó el puño y le cogí los recortes. Había una media docena, de diversos periódicos, todos fechados en la primavera de 1971 y todos relativos al mismo acontecimiento: el décimo aniversario del desembarco en la bahía de Cochinos.
—Cubanos descontentos. ¿Qué novedad es esa? Ya se ve con sólo echar un vistazo a los cuadros de la pared. —Hice ademán de devolverle los viejos pedazos de papel.
—¿Eso crees? Fíjate bien en este.
Señaló una borrosa foto de prensa en la que aparecían ocho hombres de pie ante una piscina, con los brazos entrelazados en brava camaradería. La leyenda rezaba:
CUBA LIBRE, REGRESAMOS
FREE CUBA, WE SHALL RETURN
Exmiembros del Tercer Batallón de la
desdichada operación de Bahía de Cochinos se
reúnen con su antiguo jefe.
Estudié los rostros de los exmiembros del Tercer Batallón y no me costó reconocer entre ellos a Santiago Martín y sus amigos. Pero lo que me dejó atónito fue el rostro del «jefe». Tuve que mirarlo tres veces para asegurarme de que la vista no me engañaba. Pero era cierto. Era el fiscal general Frank Dichter.
—Conque este es el Jefe.
—Eso parece, ¿verdad?