A LA MAÑANA SIGUIENTE, brillaba el sol y los pajarillos cantaban. Los caballos relinchaban en el establo, y por la ventana abierta se filtraba una balsámica brisa. Yo estaba echado junto a una mujer hermosa y lleno de inquietud. Sudando. Eran las ocho. Sólo faltaban nueve horas para que los cubanos fuesen a por mis hijos.
Me senté y contemplé a Nancy. Estaba durmiendo con la cabeza sobre la alfombra y los pies apoyados en el asiento de una mecedora de madera. Su rostro estaba vuelto de costado, y tenía una beatifica sonrisa en los labios. Me disgustaba tener que despertarla.
—¿Sabes montar a caballo? —pregunté.
Ella se agitó ligeramente y musitó algo, apartando sus ojos de la luz del sol.
—¿Sabes montar a caballo?
—¿Qué?
—He dicho que…
—Me has preguntado si sé montar a caballo.
—Exacto. ¿Sabes?
—Claro. Jock y yo solíamos ir a cabalgar por Central Park todos los jueves por la mañana.
—Pues a ver si podemos encontrar un caballo. Si no, tendremos que caminar.
Se incorporó y se me quedó mirando.
—Dios mío, te gusta levantarte temprano, ¿verdad?
—Se nos acaba el tiempo. Tengo que sacar a mis hijos de este asunto.
La cogí del brazo y la obligué a levantarse.
—No hace falta que me empujes. Estoy a tu lado.
—Lo tendré en cuenta —contesté, y la besé en los labios.
Pasé al cuarto de baño y me remojé un poco la cara. Luego, regresé a la sala y escribí una nota de agradecimiento para el propietario del rancho, adjuntándole un billete de veinte dólares por el vidrio roto, etc.
Nancy me siguió al cuarto de baño.
—No sé a qué viene tanta prisa. Ya sabemos que ha sido Greenglass.
—Puede ser… Pero aún tengo que hacerme con las cintas.
Esperé a que Nancy terminara de asearse y echamos a andar por la carretera hacia Topanga Center. No había ningún caballo a la vista, de modo que seguimos a pie. Por el camino encontramos señales de otras avalanchas; cercas derribadas y una casa con un montón de fango de un metro de altura ante la puerta delantera. Busqué algún rastro del muerto o de los dos coches, pero no pude ver nada. Lo que sí vi, en cambio, fue mi viejo Jaguar en la cuneta, al borde del río. Aunque sus neumáticos seguían deshinchados, el desastre natural lo había respetado. Cuando pasamos junto a él, le di unos golpecitos en la tapa del motor para que nos trajera suerte.
En la parte más alta de Tuna paramos una furgoneta Datsun conducida por un obrero de la construcción que accedió a llevarnos hasta el centro comercial. Durante todo el trayecto, no cesó de hablar del deslizamiento de tierras. El mayor que habían tenido en muchos años, aseguró. Veinte, treinta coches perdidos, por no hablar de las casas. Si queríamos saber su opinión, las avalanchas eran peores que un incendio. Eran repentinas. No daban tiempo a salir. En eso se parecían a los terremotos, aunque, claro, con el aviso de la lluvia. La próxima vez no se nos ocurriría saltarnos una barrera de la policía. Después de todo, no se puede jugar con la Madre Naturaleza. Al parecer, creía que había hecho un gran chiste, pero comprendí a qué se refería.
Cuando llegamos al centro comercial, Nancy se metió en una tienda para comprar algunas prendas de su talla y yo me dirigí a la cafetería de la estafeta de correos para hacer unas cuantas llamadas.
La primera fue al hotel Disneylandia. Contestó Jacob.
—Hola, soy papá.
—Ah… hola.
—¿Te acuerdas de mí?
—Sí.
—¿Qué tal va todo?
—Bien.
—¿Nada más?
—¿Qué?
—¿No tienes nada más que decirme?
—Oh… no.
—¿No ha ocurrido nada?
—No… Oye, mira, tengo que colgar. Vamos a llegar tarde.
—¿Vais a llegar tarde?
—El parque abre a las diez, y ya son y cinco.
Oh, mierda, pensé para mis adentros.
—Pero ¿no estuvisteis allí ayer todo el día?
—Sí, pero sólo entramos una vez en la Casa Encantada y ni siquiera pudimos subir al Matterhorn. Había demasiada cola.
—Mala suerte. Yo también tuve un buen trajín.
Hubo un breve silencio, y en seguida:
—Bueno, adiós…
—Adiós. —Me dispuse a colgar.
—¡Ah! ¡Espera un momento!
—¿Qué pasa?
—¿Qué es la hidroponía?
—¿La hidroponía?
—Ya sabes, lo que dice mamá en su postal que va a salvarnos a todos.
—Creo que tiene algo que ver con el cultivo de plantas en los océanos, para tener más comida.
—¡Puag…! Mamá ya sabe que no me gustan las verduras. —Y colgó.
La siguiente llamada fue para la agencia de automóviles de alquiler. Me imaginé que les sentaría como un tiro que hubiera perdido el coche por un barranco, conque les tomé la delantera y les solté una larga filípica acerca de unos frenos defectuosos y de cómo podían dejar que la gente circulara en esas condiciones por unos parajes tan peligrosos.
—¿Enviarían a un hombre al Sahara con el sistema de refrigeración estropeado? —Descargué un puñetazo sobre la repisa de la cabina.
El director se puso al teléfono, deshaciéndose en excusas, y se ofreció a sustituir el coche perdido por cualquier modelo que yo quisiera.
—¡Quiero tenerlo aquí antes de veinte minutos! —grité—. ¡Y envíeme un utilitario! ¡No quiero uno de esos que se tragan la gasolina como si nada!
A continuación, llamé a la policía y les dije que buscaran un cadáver enterrado en el fango en las cercanías del viejo rancho de Tuna Canyon. Colgué apresuradamente antes de que pudieran investigar la llamada.
Y, por último, me mordí el labio inferior e hice la llamada más importante de todas.
—Chateau Marmont. Grace al habla. ¿Cómo está usted?
—Yo estoy bien. ¿Cómo está usted?
—Oiga… ¿Le conozco de algo?
—No sé. ¿Me conoce?
—Su voz me suena familiar. ¿Conoce a un tipo llamado Harry que organiza muchas fiestas en Marina del Rey?
—No.
—Vamos, hombre. El que tiene un catamarán en Panay Way. Estoy segura de que nos hemos conocido allí.
—No, se equivoca.
—Sí, estoy segura. Ya lo tengo. Usted se llama Charles Petrakis, y toca el bouzouki en el Athenian.
—Se equivoca. Me llamo Moses Wine y llamo para saber si tiene algún mensaje para mí. Mire en la casilla de Nancy Hecht, bungalow cinco.
—Muy bien, muy bien… ¡Oiga! —Silbó en el auricular—. ¿Es usted un gánster o algo así?
—¿Por qué?
—Tiene un mensaje de Meyer Greenglass.
—¿Qué dice?
—Estimado señor Wine: Lea el Variety de ayer, página cuatro, sexta columna.
—¿Qué?
—Eso es lo que dice: el Variety de ayer, página…
—Ya lo he oído —la corté—. Gracias.
Colgué y salí de la cabina con un traspié. En la cafetería, el mismo grupito de dos días antes estaba comentando un poema de Charles Olson. Uno de ellos lo había leído, pero no pude averiguar quién.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nancy, vestida con un traje de noche de color blanco que parecía un shmate de una tienda de saldos.
—Nos envía a una caza del tesoro, y esta es la primera pista. Hay que leer el Variety de ayer, página cuatro, sexta columna… Estás verdaderamente elegante. Haight-Ashbury 1967.
—Era esto o un biquini de macramé.
Salimos fuera y esperamos a que nos trajeran el coche. Llegó en el minuto exacto; un coupé Vega con portezuela posterior que se detuvo traqueteando como un vagón del metro.
—Firme aquí, por favor —me indicó un joven muy cortés, bajando del automóvil y entregándome los impresos que debía firmar—. Luego puede llevarme de vuelta a Woodland Hills.
—Antes quiero examinarlo.
—¿Cómo?
Me agaché e inspeccione el coche.
—Ya sabe, examinarlo para comprobar que todo funciona correctamente. Me da la impresión de que el tren delantero no está bien alineado.
—¿Oh?
Abrí la portezuela para que subiera Nancy y me instalé al volante.
—Retroceda —le dije al joven.
—¿Cómo?
—Vuelva atrás y vaya al otro lado de la tienda, donde no pueda verle. —El chico parecía desconcertado—. Yo daré la vuelta al edificio con el coche y usted podrá comprobar el tren delantero cuando me vea llegar.
—Ah, bueno.
Me saludó con la mano y echó a andar por el callejón hacia la parte posterior del establecimiento. Cuando le perdí de vista, aceleré por Topanga Boulevard en dirección al océano. Detestaba hacerle una cosa así, pero no tenía tiempo para retroceder hasta Woodland Hills.
Variety, el Variety de ayer, iba pensando conforme nos acercábamos al Pacifico. Giré a la izquierda por la autopista de la costa y de nuevo a la izquierda para tomar el acceso rumbo a Santa Mónica. Conduciendo por Wilshire, doblé a la derecha por la calle Sexta y me encaminé directamente hacia la biblioteca pública. Salí del coche, empujé la puerta y me acerqué al mostrador de información. Cuando solicité el periódico de la industria del espectáculo, la bibliotecaria me dirigió una mirada arrogante. Me sentí tentado de explicarle que no era ningún actor en paro, sino algo perfectamente legítimo, como un sabueso privado. Pero me callé, recogí el periódico y busqué la página cuatro, recorriéndola con el dedo hasta encontrar la sexta columna.
LA REFRIGERACIÓN CONGELA
UNA PRODUCCIÓN
El lunes pasado, los ejecutivos de la Fox suspendieron la filmación de La brigada de los bergantes, del productor Sal Gruskow, debido a una avería en el equipo de aire acondicionado del estudio Nueve.
La estrella, Dakota Dawn, se negó a seguir interpretando su escena de amor a una temperatura de más de 45 °C. «Me resultaba imposible concentrarme», explicó.
La producción se reanudará en el estudio Cuatro. El estudio Nueve permanecerá cerrado indefinidamente, debido a problemas de jurisdicción sindical.
De modo que Greenglass quería que supiera que el aire acondicionado de Gruskow estaba averiado. Cerré el periódico y se lo devolví a la bibliotecaria.
Al subir al coche besé de nuevo a Nancy y nos dirigimos hacia la Fox. Por el camino, escuchamos las noticias. La campaña de limpieza de Dichter funcionaba a todo vapor. En los últimos dos días habían clausurado doce salones de masaje, cinco librerías y tres cines del Strip. Al paso que iba, en una semana más ya no se podría conseguir ni un friega con alcohol para el dolor de espalda.
Esta vez nos costó más entrar en los estudios. Gruskow no había advertido al guarda de mi llegada, pero su secretaria se acordaba de mí y logré convencerla para que nos dejara pasar. Cuando llegamos al despacho de Gruskow, no obstante, él no estaba allí y la secretaria había desaparecido. Matt Zimmerman paseaba arriba y abajo por el corredor, con aspecto sumamente preocupado.
—No sé que hacer —me confesó el joven guionista señalándome a Lars Gundersen, quien, en el interior del despacho, miraba por la ventana con aire adusto—. Sal nos ha dejado aquí para que trabajemos en la historia de gánsteres, para que la dejemos a punto, y ese tipo ni siquiera quiere hablarme. Lo único que hace es meditar y escuchar música de Sibelius.
—Probablemente siente añoranza de su tierra.
—Puede ser, pero Sal va a darme la patada. Mi contrato vence dentro de dos días.
—¿Dónde está Sal, de todos modos?
—En todas partes y en ninguna. Pruebe en el Estudio Cuatro.
Gruskow no estaba en el Estudio Cuatro. Luego miré en el economato y en la sala de montaje, donde estaban terminando otra película suya. Nadie sabía dónde podía estar. Estaba a punto de desistir cuando le vi subir a su Mercedes en compañía de una actriz negra que supuse sería Dakota Dawn.
—Vaya, vaya, Moses Wine. —Insistió en estrecharme la mano—. ¿Qué tal marcha la investigación? ¿Ya has averiguado si lo de Hecht fue realmente un suicidio?
—No hay nada seguro.
—Este oficio no se lo desearía ni siquiera a un perro. —Miró de soslayo a Nancy y pasó los dedos por la carrocería del Mercedes para limpiar unas motas de polvo.
—He oído decir que el otro día tuvisteis problemas en el Estudio Nueve.
—¿Problemas? ¡Fue una tempestad de mierda! La pobre Dakota estuvo a punto de morir de calor. —Pasó un brazo sobre los hombros de la actriz e introdujo la mano bajo un tirante del vestido, hecho de eslabones dorados.
—¿Cuál es el Estudio Nueve? —pregunté.
Señaló hacia el final de la calle Western, a un edificio de color azul que asomaba por detrás del saloon.
—¿Podemos ir?
—Está cerrado hasta que la mierda del sindicato decida a quién le corresponde reparar el aire acondicionado.
—Aun así, vayamos a verlo.
—¿Es importante?
Asentí con un gesto.
—Muy bien, pero tendremos que darnos prisa. Dakota y yo tenemos reservada una mesa para la una en punto en el Mr. Chow.
Nancy y yo le seguimos hasta el estudio, que era del tamaño de un hangar, y entramos por una rendija abierta entre las enormes puertas correderas. Era un lugar oscuro y cavernoso.
—¿Puedes encender las luces? —le pedí a Gruskow, que accionó el interruptor de los focos auxiliares. Examiné los conductos del aire acondicionado, unos tubos cuadrados de aluminio de más de un metro de sección, suspendidos a unos tres metros por debajo del techo. Junto a la pared, una escalera metálica y una plataforma de montacargas permitían llegar hasta ellos. Me acerqué, miré hacia lo alto de la escalera y comencé a subir.
—¿Has podido encontrar a Meiko? —me gritó Gruskow cuando llegué arriba, deteniéndome junto a la plataforma del montacargas. La boca del conducto descendía oblicuamente ante mí; en su extremo había una rejilla metálica con un reborde sobresaliente—. ¡La muy zorra! —prosiguió el productor—. Nos ha hecho perder dos días de filmación, a veinte mil dólares la escena. ¡Es la última vez que trabaja en esta ciudad!
Me incliné hacia adelante y cogí el reborde, empujándolo hacia arriba hasta retirar la rejilla. Al zarandear el armazón, oí un extraño ruido rasposo y, en seguida, una especie de silbido repentino. Me aparté justo a tiempo para esquivar la trayectoria de una dama amarilla muerta que salió del conducto como una bala de cañón.
Conteniendo el aliento, sujeté firmemente la escalerilla y comencé a bajar de nuevo. Por debajo de mí podía ver las otrora hermosas piernas de la mujer extendidas sobre el suelo del estudio. Tenía el cráneo aplastado, y la cara vuelta hacia atrás como la de un búho. En la región lumbar resaltaban una serie de manchitas parduzcas, como si la hubieran torturado con un cigarrillo encendido. Era un visión horripilante.