DE MODO QUE Meyer Greenglass era tío de Debbie Frank. Bueno, si un hombre como Greenglass creía que Hecht había matado a su sobrina, le haría eliminar en un segundo. Todo encajaba. O casi, si dejaba de lado a los cubanos, las cintas y la Liga para la Liberación Sexual. Desde luego, Greenglass hubiera podido tener contactos en Cuba antes de la llegada de Castro. Alguna operación marginal en los casinos. Quizá las cintas volviesen a poner aquella historia en primer plano. Y en cuanto a la liberación sexual, estoy seguro de que Meyer no era ningún puritano, sobre todo si había dinero de por medio. Pero ¿por qué los cubanos iban en busca de las cintas? ¿Y dónde coño estaba Meiko?
Aceleré por la autopista de Harbor en dirección a Terminal Island, con un ojo clavado en el velocímetro y otro en el nivel de la gasolina. El primer indicador se movía erráticamente, y el segundo se mantenía cerca del cero, cada vez más bajo. Muy pronto tendría que echarle saliva para que siguiera funcionando. Levanté el pie del pedal y aproveché la bajada para rodar en punto muerto; luego, volví a acelerar en el último tramo entre la fábrica de atún en conserva y la prisión federal. Llegué ante la puerta a la una y veinte.
Greenglass no quiso recibirme. No era un buen momento. Estaba haciéndose su chequeo semestral en la enfermería de la cárcel, y luego dormía la siesta. Pregunté cuándo sería un buen momento, por mediación del mismo funcionario que nos había acompañado en la primera visita. Esta vez ni se molestó en contestar.
Tomé asiento y le escribí una nota:
Estimado Meyer:
Puesto que no fue usted completamente franco conmigo con respecto a su parentesco con Deborah Frank, no puedo por menos que sospechar de una posible complicidad suya en la muerte de Jock Hecht. Nuevas investigaciones me hacen suponer que un grupo de refugiados cubanos y un holding denominado Liga para la Liberación Sexual están involucrados en este caso, así como ciertas cintas desaparecidas del archivo de Hecht. Si no recibo ningún comentario ni explicación sobre su papel en todo esto en el plazo de las próximas doce horas, me veré obligado a informar a la policía. Podrá encontrarme en casa (380-0466) o en el bungalow de Nancy Hecht en el Chateau Marmont.
Atentamente,
Moses Wine
Metí la nota en un sobre, lo cerré cuidadosamente y se lo entregué al funcionario. Después, salí de la prisión y me puse en la cola de la primera gasolinera que encontré, paré el motor y me metí en una cabina para telefonear al hotel Disneylandia.
—Soy Moses, tante Sonya. ¿Qué tal van las cosas?
—Las cosas van bien, excepto que los niños te echan muchísimo de menos, Moses. Anoche, Jacob se despertó y se quedó viendo la tele conmigo. Sombrero de copa, de Fred Astaire. Se la sabe de memoria, y me costó tres horas conseguir que se volviera a dormir.
—¿Y Simon?
—Bien. Está aporreando un piano. El hotel estaba al completo, y nos han metido en la suite del ático. Hay un piano de cola pintado de blanco.
—Maravilloso. ¿Qué tal la seguridad?
—Bueno, ahí está la pega…
—Espera un momento. —Dejé el auricular colgando y corrí a mi coche y lo hice avanzar unos cuantos centímetros en la cola del surtidor—. Ahora, dime ¿qué tal la seguridad?
—Iba a decírtelo. En esta suite no hay pasillo. El ascensor conduce directamente a la sala de estar. Podrían subir sin ser vistos por los guardias.
—Cambia de habitación.
—Lo estoy intentando… Además, hoy, mientras estábamos en Disneylandia, un tipo extraño nos ha seguido a las atracciones. Al menos, me ha parecido que nos seguía. Puede que fuera un cubano. No lo sé.
—¿Qué ha pasado?
Una mujer que conducía un Dodge hizo sonar la bocina para que volviera a mover mi coche.
—Nada. No ha pasado nada.
—No te preocupes —dije yo, rechinando los dientes—. Quizá fuera uno de esos sexistas que trataba de ligar contigo.
—Muy gracioso. —La mujer del Dodge seguía pegando bocinazos, y un furibundo empleado de la gasolinera avanzaba en mi dirección—. ¿Quieres hablar con los niños?
—No puedo. Además, sólo conseguiríamos ponernos más tristes todos… Me mantendré en contacto. —Colgué, abrumado de culpabilidad.
Llené el depósito y emprendí el regreso hacia el Marmont. La lluvia, que persistía desde hacía dos días, dejaba una fina capa traslúcida sobre el asfalto… y un reguero de accidentes. Los conductores de Los Ángeles eran pésimos en tiempo de lluvia; no estaban acostumbrados a ella. Cuando llovía, conducían como locos, derrapando y patinando en todas las curvas. No era un día para correr riesgos. Una avalancha de lodo ya había bloqueado la autopista de Foothill a la altura de Sylmar.
Para cuando llegué al Marmont, la lluvia había enfriado incluso la fiesta reggae. El último de los juerguistas estaba de pie en el umbral, echándole una bronca al botones por una gotera en la cocina. En el bungalow de Nancy también había una gotera, o no tardaría en haberla. Cuando entré, en el techo de la sala de dos pisos se extendía una gran mancha grisácea de mohosa humedad.
—Dentro de un minuto, aquí va a haber una catarata —observé, yendo hacia la cocina en busca de algunos cacharros.
—Parece que por aquí no construyen para que dure —respondió ella.
—Es una tradición moruna. Los españoles la trajeron con ellos a California. Los moros pensaban que si se construía como si no fuera a llover nunca, no llovería nunca.
—¿Y qué pensaban de los terremotos?
Me contempló un instante. Era evidente que no tenía ningún interés por la respuesta.
—¿Alguna novedad? —preguntó, después de que hube colocado tres cazos y una taza de café en los puntos estratégicos.
—Sí. Algo sorprendente: he averiguado que Meyer Greenglass era tío de Deborah Frank.
La cara se le puso blanca, y se dejó caer en una butaca.
—¿Qué le ocurre?
—Nada… ¿Qué significa eso?
—Que tenía una magnifica razón para liquidar a Jock, mucho mejor que aquella tontería de las tarjetas de crédito. Y es la clase de hombre que lo haría sin pensárselo dos veces. Todavía quedan muchas piezas que no encajan, como las cintas, los cubanos y la Liga, pero ya lo arreglaremos. Le he dejado un mensaje a Greenglass para que me llame antes de doce horas si no quiere que avise a la policía. Supongo que no tardaremos en tener noticias suyas.
—¿De veras lo cree?
Sonó el teléfono. Miré a Nancy con una complacida sonrisa en el rostro. Ella descolgó el auricular.
—Hola, bungalow cinco… Nancy Hecht al aparato. —Se volvió a mí—. Es para usted.
—¿Es Greenglass?
—Es una mujer.
Me encogí de hombros y, mientras me acercaba al teléfono, aproveché para situar de un puntapié uno de los cazos bajo la primera gota de agua.
—Aquí Moses Wine.
—Hola, Moses. Soy Cynthia Hardwick.
—Hola, doctora Hardwick. ¿Se encuentra bien? Su voz suena como aturdida.
—Puede ser… Acabo de recobrar el conocimiento ahora mismo. Ha habido problemas.
—¿Qué ha pasado?
—Estaba en mi despacho, en el Instituto, cuando he oído que alguien estaba utilizando la trituradora de papel. He salido a ver quién era y me han golpeado en la cabeza. Creo que me he desmayado.
—¿Dónde está ahora su atacante?
—No lo sé.
—¿Sigue usted ahí?
—Ajá.
—Voy ahora mismo.
Colgué y me dirigía ya hacia la puerta cuando vi que Nancy estaba poniéndose el sarape.
—Voy con usted —anunció.
Me siguió hasta el coche, al otro lado de la piscina. Puse el motor en marcha y conduje hacia Laurel Canyon, tomando la autopista de Ventura en dirección a Topanga. Estaba lloviendo a cántaros; justo delante de nosotros, una camioneta VW patinó y dio una coleada. Las nubes eran tan densas que ni siquiera se veían los anuncios de McDonald’s en Victory Boulevard.
Tomé el desvío de Topanga y aceleré más de lo que era prudente hacia el extremo norte del cañón. Había muy poco tránsito, e íbamos haciendo un buen promedio cuando nos vimos obligados a detenernos en el borde superior, donde la policía había puesto una barrera que cortaba el acceso de automóviles al interior del cañón. Un oficial de la patrulla de carreteras, cubierto con un impermeable amarillo y una gorra con funda de plástico, echó a andar hacia nosotros.
—Lo siento, señores, no se puede pasar. Es zona de desprendimientos.
—¿Cómo?
—Sólo pueden pasar los residentes del cañón.
—Somos residentes del cañón —le aseguré.
—¿Puede enseñarme algún documento que lo demuestre?
Vacilé.
—Somos visitantes de largo plazo y residimos en el Instituto de Liberación.
Me lanzó una mirada muy suspicaz.
—¿Ha oído hablar del Instituto?
—Sí. —Lo dijo como si estuviésemos hablando de una colonia para leprosos.
—Sólo venimos a pasar una semana de vez en cuando.
—¡Aun así, tienen que demostrármelo!
—¿Es realmente necesario? —Nancy esbozó la mejor de sus sonrisas.
—¿Y qué me dice de ese tipo? —Señalé el automóvil que venía justo detrás de nosotros.
El oficial se volvió y yo di un golpe de volante, desviándome a la derecha para sortear la barrera. En menos de un segundo habíamos pasado la curva y corríamos carretera abajo. Ya no había forma de que nos alcanzaran hasta que llegáramos al otro extremo.
Pronto nos encontramos en el centro comercial. Giré por Fernwood hacia arriba, rumbo al desvío de la parte superior. Vi el indicador y me interné por la oscura carretera; los grandes robles y las nubes de tormenta cerraban el paso a la escasa luz crepuscular que aún quedaba. A mi derecha, el torrente bajaba crecido. Casi parecía un rápido del Colorado. Al otro lado se abría una barranca cortada a pico, a pocos metros de mi viejo Jag atascado en la cuneta más allá del rancho desierto. Seguimos adelante sin ningún incidente hasta llegar a la puerta del Instituto.
El Instituto de Liberación estaba señalado por un gran tablón de madera sobre una cerca de cadenas. El camino de acceso era más amplio que la propia carretera y serpenteaba por entre una piscina, vanas pistas de tenis y lo que parecían ser las residencias de los huéspedes, cruzando luego un espacioso jardín de césped hasta el edificio principal, en lo más alto. Se trataba de un edificio imponente construido en un improbable estilo tirolés, con un tejado de ripias oscuras y anchos aleros saledizos. Los alrededores de la casa estaban muy bien cuidados, con macizos de azaleas, delfinios y setos meticulosamente recortados. En conjunto, el lugar me hizo pensar en un sanatorio suizo para pacientes ricos.
Rodeamos el edificio hacia la zona de aparcamiento, situada a un lado, y salimos del coche. El aparcamiento estaba lleno de automóviles de lujo: Mercedes, Lincolns, Cadillacs y Maseratis. Los senderos estaban pavimentados en mármol y la puerta principal era de bronce, con un friso que representaba a una pareja desnuda en la postura del misionero. Había que ser muy opulento para ir a liberarse a un sitio como ese. Pulsamos el timbre y se abrió una mirilla en el pecho izquierdo de la mujer esculpida en la puerta.
—¿Quién es? —Era una voz de hombre.
—Soy Moses Wine. He venido a ver a la doctora Hardwick.
—Un momento, por favor.
El pecho volvió a cerrarse. Esperamos unos instantes hasta que la puerta se abrió y apareció un individuo desnudo de unos treinta y tantos años, con una barriga ligeramente prominente y un corte de pelo de salón de caballeros de La Ciénaga. En el mundo exterior, hubiera podido ser un agente de relaciones públicas o un ejecutivo publicitario. A sus espaldas había varias parejas sentadas sobre una alfombra persa en el suelo de la sala, acariciándose mutuamente junto al crepitante hogar.
—Hola; me llamo Charlie —anunció cuando entramos, ofreciéndonos su mano—. Soy uno de los acomodadores… Tendrán que quitarse la ropa. Norma de la casa.
Nos indicó un vestidor que carecía de puerta. Pasé delante de Nancy y comencé a desvestirme. Ella se quedó junto a la entrada, sin saber muy bien qué hacer.
—Ya debería estar acostumbrada a esto —comenté.
Ella farfulló algo y se volvió de espaldas, mirando hacia una estantería cubierta de voluminosos tratados de sexología de autores como Havelock Ellis y Wilhelm Reich. Se acercó a ella y comenzó a manosear los libros, retirando uno de ellos y devolviéndolo a su lugar. Luego, tomó asiento y empezó a hojear algunas de las revistas del estante inferior.
—Ha sido usted quien ha querido venir, ¿no?
Asintió y se dirigió hacia una pared lateral, desnudándose lentamente de espaldas a mí. La contemplé por el rabillo del ojo. Eso no estaba bien, ya lo sabía. En un sitio como aquel, se suponía que uno debía aceptar la desnudez sin darle importancia. Pero de todos modos seguí mirando. Sin darle importancia. Supuse que todos los demás también lo hacían.
Nancy se quitó la blusa y, acto seguido, se inclinó y se quitó las bragas. Vista desde atrás estaba muy bien, con un trasero firme y maduro y unos muslos delgados. Tenía una marca de nacimiento de color marrón claro justo en mitad del cóccix. La oí respirar hondo antes de volverse. Por delante no desmerecía en nada.
—Pueden guardar aquí sus cosas —dijo Charlie, tendiéndonos un par de bolsas de muselina serigrafiadas con el símbolo de la ecología de R. Cobb. Metí la cartera y las llaves en una de ellas y me la colgué del hombro. En un cuarto lejano sonó un gong.
—¿Qué es eso? —le pregunté a Charlie.
—Yoga tántrico. Los participantes se sientan en la posición del loto mirándose a los ojos y dándose golosinas uno a otro hasta que se sienten poseídos por el deseo de hacer el amor.
Me volví a Nancy. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. No logré decidir si lo hacia por pudor o para evitar que sus senos se bambolearan.
Charlie nos condujo por un corredor que pasaba ante varias salas de seminarios y un tablón de anuncios donde figuraban las actividades del Instituto —una conferencia sobre perversiones polimorfas seguida de una sesión de jacuzzi antes de la cena— y nos dejó ante el despacho del final. Una placa en relieve rezaba:
INSTITUTO DE LIBERACIÓN
UNA COMPAÑÍA SUBSIDIARIA DE
LA LIGA PARA LA LIBERACIÓN SEXUAL DE AMÉRICA
Abrí la puerta. Cindy estaba tendida en un sofá, sosteniendo una bolsa de hielo sobre su mandíbula. Al otro lado del cuarto había un archivador vacío y la trituradora de papel.
—Me alegro de verle —comenzó.
—Hola, Cindy. Le presento a Nancy Hecht, la esposa de Jock… Nancy, la doctora Cynthia Hardwick.
Cindy se puso en pie y miró a Nancy de arriba abajo.
—Es un verdadero placer conocerla. Su esposo era un hombre maravilloso, uno de los auténticos abanderados del movimiento por la ampliación del potencial humano para la propia expresión. —Cogió la mano de Nancy y se la llevó a los labios. Me entraron ganas de vomitar.
—¿Qué ha pasado, Cindy? ¿Por qué ha llamado?
—Exactamente lo que le he dicho. Estaba en una sala de seminarios, en ese pasillo, cuando he oído que había alguien aquí. Al abrir la puerta, me ha dejado inconsciente de un golpe.
—¿Ha podido echarle un vistazo?
—Muy rápidamente. Era un hombre de estatura mediana y cabello negro.
—Eso no nos servirá de mucho. ¿Llevaba ropa?
Me miró de una forma extraña.
—Esa es la norma de aquí, ¿no? ¿Llevaba ropa?
—Sí, claro que la llevaba. Pantalones de color caqui y un suéter azul. Sin duda había entrado sin permiso.
—Y supongo que ha encontrado lo que andaba buscando. —Hice un gesto señalando el archivador vacío.
La doctora asintió.
—¿Qué andaba buscando?
De pronto, pareció sentir un intenso dolor en la mandíbula y se refugió tras la bolsa de hielo.
—No sea evasiva, Cindy. Todas las cartas sobre la mesa, ¿recuerda?
—Parece que se ha llevado todos los papeles y documentos financieros de la Liga.
—¿Y quién es esa Liga?
No respondió. Examiné la trituradora de papel. Era un aparato terrorífico, con una rejilla de relucientes dientes, tan afilados como navajas de afeitar, y un émbolo que aplastaba la palabra escrita del mismo modo en que esas enormes prensas de tomillo reducen los coches a chatarra en el desguace. Si yo fuera un idólatra, le habría hecho una reverencia.
—¡Por el amor de Dios, Cindy! ¡No me haga perder el tiempo! ¿Es que tengo que sacárselo por la fuerza?
Me volví y le lancé mi peor mirada. Ella retrocedió, asustada de recibir un segundo golpe.
Contestó en voz baja.
—La Liga está dirigida por un grupo de cubanos encabezados por alguien que se llama Santiago Martín. Sólo los he visto una vez, pero me gustaría no tener ninguna relación con ellos.
—Entonces, ¿por qué no corta con ellos?
—Lo hemos intentado, pero no podemos. Poseen todas las acciones. Ganan mucho dinero con nosotros… Además, me parece que ellos tampoco tienen elección. Solamente son los directores. Hay alguien más detrás suyo. Otro accionista.
—¿Y quién es ese?
—No lo sé.
—¿Está segura?
—Sí. Es un socio capitalista.
—No sé si podemos creer lo que dice.
—No tengo por qué…
Se interrumpió. En el pasillo, Charlie y tres mujeres corrían hacia nosotros con expresión preocupada. Al llegar junto a Cindy, Charlie la cogió del brazo y la arrastró hacia el umbral.
—¡No va a creer esto!
—¿Qué?
—¡Alguien está tomando fotos! —
—¿Qué?
—¡En la sauna!
—¡Oh, Dios mío!
Cindy dejó caer al suelo la bolsa de hielo.
Seguimos apresuradamente a Charlie por otro corredor, pasando ante el jacuzzi y una hilera de gente desnuda que se metían plátanos en la boca el uno al otro, hasta llegar a los baños de vapor. Charlie apuntó hacia una puerta cristalera. En el interior había dos hombres besándose mientras un tercero, sentado enfrente, aparentaba hacerles caso omiso. Pero cuando el abrazo se hizo más apasionado, el tercer hombre metió la mano en su bolsa de muselina y sacó una Minox.
—¡Santo Cielo! ¡Es ÉL! —exclamó Cindy.
—¿Quién?
—¡El hombre de la trituradora!
—Creía que iba vestido.
—¡Debe de haberse desnudado!
Abrí lentamente la puerta y le vi tomar una fotografía. Era un tipo fornido, con un bigote oscuro y un antojo en la nalga izquierda. Entré sin hacer ruido y me senté a su lado en el banco de roble. El hombre se volvió y me miró.
—¿Ha conseguido alguna buena instantánea?
Metió la cámara en su bolsa y saltó hacia la puerta. Le sujeté la muñeca, pero tenía la piel cubierta de sudor y, desasiéndose de un tirón, echó a correr hacia el pasillo. Corrí detrás de él, con la polla que me rebotaba incómodamente contra la parte interna de los muslos. A pesar de su corpulencia era rápido, y no lograba darle alcance. Cruzamos a toda velocidad el jacuzzi y la clase de yoga hasta irrumpir en la sala, provocando una gran consternación en todas partes. La gente gritaba y corría en torno al hogar hundido en el suelo. El hombre se dirigió a una ventana lateral, la abrió y, tras echar una rápida mirada atrás, se lanzó de cabeza, desnudo, hacia el aguacero que seguía cayendo.
Corrí a la ventana. El hombre estaba cruzando el aparcamiento. Atajé hacia la puerta delantera, seguido de Nancy que agitaba en el aire mi cartera y las llaves del coche.
—¿Adónde va? —le grité por encima del hombro.
—Con usted…
—¿Para qué?
Pero no tuvo tiempo de contestarme, pues yo ya estaba abriendo la puerta. Al otro lado del aparcamiento, el tipo se metía en un Maverick amarillo, con su rosada piel ya sucia de fango. Corrimos los dos hacia el Comet, saltamos al interior y, patinando sobre el cemento mojado, emprendimos la persecución por el camino de acceso del Instituto, dejando atrás la piscina y las pistas de tenis. La lluvia, torrencial, parecía envolverlo todo en una tupida gasa. Cuando cruzamos la entrada del Instituto y aceleramos por la carretera del río, apenas se distinguía su automóvil.
Seguimos la carretera durante un par de kilómetros. Tres kilómetros. Perdiéndole y volviendo a darle alcance. Sin poder acercarnos más. Entonces comenzamos a oír un ruido peculiar y siniestro, un sonido retumbante que parecía proceder de todas partes a la vez y que crecía en intensidad a medida que nos internábamos en el cañón. Esto no me gustó nada, pero decidí arriesgarme y pisé el acelerador del Comet hasta el fondo. El coche se lanzó hacia adelante con un chirrido de neumáticos, dándonos una buena sacudida y colocándose casi junto a la cola del otro vehículo. El hombre se asomó por la ventanilla de su automóvil y disparó una pistola contra nosotros, fallando por un amplio margen. Estaba perdiendo terreno. El estruendo se hizo más fuerte, casi ensordecedor. Al principio, no lograba comprender qué era. Miré a Nancy. También ella parecía preocupada. Y asustada, y se cubría la pálida piel desnuda.
Estábamos a punto de darle alcance, pero el ruido, atronador, seguía en aumento. Comenzaba a adquirir proporciones cósmicas, como si nos encontráramos en el seno de una nube de tormenta.
Y de pronto descubrimos que no podíamos movernos. Nuestras ruedas giraban sin avanzar, como atrapadas en arenas movedizas. El otro coche saltó hacia adelante, resbalando hacia la derecha, fuera de control. El conductor profirió un aullido y saltó al exterior, una figura desnuda que corría sin moverse del sitio en el borde mismo del precipicio. Entonces empezamos a movernos de nuevo, de costado, en dirección al barranco.
—¿Qué está pasando? —preguntó Nancy.
—¡Una avalancha!
—¿Qué?
—¡Salta!
Abrí la portezuela de la derecha y empujé a Nancy hacia el fango, saltando a continuación detrás de ella, alzándola en vilo, luchando por alejarme del coche hacia un enorme fragmento de roca, un peñasco. A nuestras espaldas, media montaña se deslizaba hacia el río. Mientras trepábamos por la ladera, despellejándonos y magullándonos, oí un chillido que me heló la sangre. A nuestra derecha, más abajo y apenas visible entre las salpicaduras de barro, divisé al hombre desnudo cabalgando sobre el borde del acantilado, en una oleada de algo que parecía mierda derretida.
Los dos coches le siguieron al instante.
Luego, sólo hubo silencio.
Permanecimos inmóviles en la oscuridad y la lluvia, con los pies descalzos hundidos en la arena mojada. No alcanzaba a distinguir si Nancy estaba llorando, pero supuse que si porque yo también lo hacia. Descendimos de la roca. Tomé a Nancy de la mano y echamos a andar por donde antes había habido una carretera. No sabía en qué dirección Íbamos. No podía pensar en eso. No nos importaba.
El viento nos enviaba ráfagas de lluvia a la cara, azotando nuestros cuerpos desnudos, haciéndonos temblar inconteniblemente y doblando los árboles. No lograba quitarme de la cabeza una frase de una vieja narración de O. Henry: «¿Acaso los árboles, al moverse, hacen que sople el viento?». No sé por qué. Probablemente porque la había leído de niño y me resultaba consoladora.
—¿Acaso los árboles, al moverse, hacen que sople el viento? —pregunté en voz alta.
—Vamos a coger una pulmonía —observó Nancy.
—Sí.
—Tal vez deberíamos volver al Instituto.
—Ajá.
—¿Dónde está?
Me detuve y miré en torno. Nancy estaba dando saltos, y se golpeaba el cuerpo con las manos para entrar en calor. La avalancha había modificado todo el paisaje, arrastrando troncos de árbol hacia el rio y volcando incluso algunos peñascos grandes, dejándolos en nuevas posiciones.
—Creo que es por allí —opiné—. Pero habremos cogido una pulmonía antes de llegar, eso es seguro.
—Aun así, será mejor que echemos a andar.
Nos pusimos en marcha, pero al cabo de unos cuantos pasos oí otro ruido retumbante que procedía de la parte alta del cañón.
—Otra avalancha.
Me detuve y traté de pensar deprisa. Para entonces, ya era noche cerrada. Sin los faros del automóvil apenas veíamos dónde pisábamos, y si había una linterna en la guantera ahora estaba enterrada bajo cinco metros de barro.
—En la otra dirección hay un viejo rancho. Vamos hacia allí.
Nos volvimos y empezamos a caminar en dirección contraria. No lograba reconocer nada. Era como ese viejo juego infantil en el que uno cierra los ojos, cuenta hasta diez y vuelve a abrirlos para ver si el mundo ha cambiado.
Y entonces me eché a reír. Ahí estábamos, dos seres humanos desnudos, avanzando a duras penas bajo la tormenta en mitad de ninguna parte, a punto de morir de frío y agotamiento, y todo porque habíamos sido lo bastante idiotas como para perseguir a un estúpido que estaba tomando fotos en la sauna de unos exhibicionistas superintelectualizados. Todo el asunto era una locura.
—¿Qué es tan divertido? —quiso saber Nancy.
—Nosotros.
—Ya sé qué quieres decir.
Nos reímos los dos.
—¿Dónde estudiaste? —preguntó Nancy.
—¿Cómo?
—Por hablar de algo.
—Ah… Fui a Berkeley.
—Y yo a Smith… ¿Cuál era tu especialidad?
—¿Especialidad? ¿Especialidad? Oh, lengua inglesa. Luego fui a la facultad de Derecho, pero eso no duró mucho.
—Yo me especialicé en literatura comparada. Durante algún tiempo tuve la idea de hacerme corresponsal en el extranjero.
—¿Y qué pasó?
—No lo sé… Mi madre no quería que me fuera lejos de casa. Era una especie de católica estricta.
—Los padres… —comenté, golpeándome el dedo gordo del pie contra una piedra. A lo lejos, oí relinchar un caballo—. Oye, me parece que estamos llegando al rancho.
Nancy sonrió. La miré y tropecé con una rama. Empezábamos a estar aturdidos los dos.
Cuando finalmente llegamos al rancho, la puerta estaba cerrada y las luces apagadas, pero en vista de nuestra situación no perdí tiempo y arrojé un pedrusco no muy grande contra una de las ventanas delanteras. Tras barrer a un lado los trozos de vidrio, coloqué un pie sobre el alféizar y trepé al interior.
Era una vivienda cómoda y agradable, probablemente un refugio para los fines de semana a juzgar por su aspecto, y me limpié los pies en la alfombra de ganchillo mientras me dirigía hacia la puerta para dejar entrar a Nancy. Luego, busqué alguna luz. No había electricidad, pero encontré un quinqué de queroseno y varias cajas de cerillas junto al fogón.
Cuando se encendió el quinqué, Nancy estaba de pie junto a una mesa de juego. Cruzó los brazos, avergonzándose de su desnudez ahora que ya no estábamos en el Instituto.
—¿Crees que habrá algo de ropa? —preguntó, pasando al pequeño dormitorio. De una enorme cómoda extrajo dos pantalones tejanos y unos cuantos suéteres. Eran más o menos de una talla 56, y seguramente habían sido diseñados para Paul Bunyan. Nos secamos a fondo con sendas toallas y de todos modos nos los pusimos, quedando como un par de refugiados en una película de Laurel y Hardy. Fuera, el viento seguía aullando, y Nancy se paró a hacer muecas ante el espejo de cuerpo entero mientras yo encendía fuego en el hogar.
Cuando hube terminado, se acercó y se sentó frente a mí. Le dediqué una buena mirada y me incorporé de nuevo.
—¿Qué tal si cenamos algo? —sugerí. En la alacena había una lata de alubias con tocino. La alcé para que la viera—. Lo más indicado para una noche de lluvia en que se han perdido dos coches y una persona. —Abrí la lata y vertí su contenido en una sartén. El fogón no funcionaba, conque llevé la sartén a la chimenea y la sostuve sobre el fuego.
—¿Sabes una cosa? Estás mucho más sexy con la ropa puesta —comenté.
—¡Mentiroso!
—No, no, lo digo en serio. Les ocurre a todas las mujeres. Todas están más atractivas cuando van vestidas. Una vez desnudas, se desvanece el misterio. Ya no puedes tratar de imaginarte cómo serán sin ropa. Fíjate en las películas, por ejemplo. ¿Quién es más sexy, Marlene Dietrich o Linda Lovelace? Y nunca se ha visto a Marlene Dietrich desnuda. —Estaba farfullando tonterías, pero no podía contenerme.
—Me parece que eres un mojigato —replicó ella.
—Algo por el estilo.
Las llamas empezaban a chamuscarme los dedos, conque cambie de mano y apoyé la sartén sobre un ladrillo.
—¿Para qué podía querer las fotos el tipo ese? —preguntó.
—Para vendérselas a una empresa editora de postales. Mira, no hablemos de eso ahora. Todo este asunto me produce dolor de cabeza.
La miré. El resplandor del fuego daba un brillo rojizo a sus cabellos.
—¿Nos iremos a la cama juntos? —quiso saber.
—Sí… Probablemente.
—¿Qué quiere decir probablemente?
—Bueno, no estoy seguro de si es una pasión incontenible o mero alivio por no haber caído por el precipicio arrastrados por la avalancha.
—¿Qué diferencia hay?
—No lo sé.
Me quitó la cuchara de la mano y empezó a revolver las alubias.
—¿Y si te dijera que no he dormido con nadie desde que conocí a Jock?
—Me sorprendería.
—¿Por qué?
—Vuestro matrimonio era abierto.
—Eso no quiere decir nada. Podrías pasarte toda la vida sin tener relaciones sexuales más que con tu marido y aun así tu matrimonio ser abierto. O puedes hacer el amor con todos los que conoces y no estar en absoluto liberado,
—Entonces, ¿qué sentido tiene el matrimonio abierto?
—Se trata, sencillamente, de estar libre de las imposiciones de la monogamia. Eso es todo.
—Hablas como Cynthia Hardwick.
—O como Jock. —Se echó a reír, dejando la sartén sobre un tronco y recostándose en la pared de ladrillo—. Dime una cosa, ¿cómo llegaste a convertirte en un detective privado?
—¿De veras quieres saberlo?
—Ajá.
—Bueno; había dejado los estudios de Derecho y estaba en San Francisco sin un chavo, cuando un abogado amigo mío tuvo necesidad de alguien que le ayudara a demostrar que un poli había golpeado a un manifestante pacifista en Santa Rita. Lo hice yo, y una cosa llevó a la otra, y…
—Y aquí estás.
—Exactamente, aquí estoy.
Los troncos del hogar ardían con vivas llamaradas, que lamían los bordes de la sartén y la ennegrecían. Nos quedamos en silencio mirando el fuego, y luego mirándonos el uno al otro.
—Entonces, ¿cuántos hombres ha habido en tu vida?
—Siete. Jock fue el último.
Cambió de posición y se echó sobre la alfombra. Me tendí a su lado, nuestros cuerpos separados unos quince centímetros.
—¿Todavía te atrae el mito de la virginidad?
—Desde luego. Puedo enseñarte qué es realmente el amor… o dar un patinazo de espanto.
—¿Y eso es erótico?
—Tal vez más que erótico.
Extendí una mano y toqué su cabellera. La parte inferior aún estaba mojada por la lluvia.
—Esto tendrá que ser muy lento —me advirtió. Me pasó las yemas de los dedos por el rostro, acariciándome los labios, deslizando la muñeca alrededor de mi cuello. La cogí del brazo y la atraje hacia mí. Sentí el contacto de su cuerpo y apreté mis muslos contra los suyos. Sus senos se aplastaron sobre mi camisa. Nos besamos un poco con los labios cerrados. Deslicé una mano bajo su jersey. Ella suspiró y comenzó a respirar pesadamente. Sentí que me venía una erección.
—¡Espera! —gritó ella, desasiéndose de mí.
—¿Qué pasa?
—¡Se están quemando las alubias!
Tenía razón. Estaban hirviendo ferozmente, rebosando de la sartén, y despedían una densa humareda. Me levanté de un salto y empecé a correr por la cocina en busca de algo con que retirarlas del fuego. En uno de los cajones encontré un tenedor de barbacoa y, con su ayuda, aparté la sartén hasta el borde de la chimenea.
Luego, miré a Nancy. Estaba sonriéndome, bajándose la cremallera de sus holgados pantalones. Me arrodillé sobre ella, desabrochándome los tejanos y quitándomelos apresuradamente. Nancy se despojó de sus ropas y, con una serie de contorsiones, se deslizó debajo de mí. Me despedí alegremente de los cien dólares al día más gastos. Mientras hacíamos el amor, todavía se olían el fango y la lluvia en su cabello. Jamás me habían olido tan bien.