LAS ONCE Y MEDIA. Sólo me quedaban unas treinta horas antes de tener que enfrentarme con Santiago, y todo lo que sabía era prácticamente nada; por lo menos, nada que tuviera sentido. Nada sobre Meiko. Nada sobre las cintas. Nada sobre el asesinato de Hecht. Nada sobre Deborah Frank. Iba zumbando por Olympic en dirección oeste y casi sin gasolina. Pensé en detenerme a repostar pero las colas eran largas, conque lo dejé estar y seguí adelante, pasando por la avenida de las Estrellas y girando a la derecha en el solar de la Fox.
El nombre de Gruskow me permitió cruzar la verja. Conduje lentamente a través de los decorados de Hello, Dolly, con su falsa fachada victoriana irguiéndose ante los edificios de cristal de Century City. Encontré el despacho del productor tras la antiséptica plaza en la que años atrás habían filmado Peyton Place. Cuando llegué, Gruskow estaba en mitad de una reunión sobre el guión.
—Muy bien, espléndido —comentó, invitándome a entrar con un gesto—. Ahora podremos resolverlo. Tenemos aquí a todo un experto.
Pasé ante la recepcionista y entré en el despacho. Estaba decorado a la moda, con un escritorio de metacrilato y una zona de conversación provista de una butaca y un sofá de aluminio bajo una litografía de Ed Ruscha. Gruskow estaba reunido con Lars Gundersen, un director sueco de mediana edad, y Matt Zimmerman, un chico que aparentaba veintidós años y que me fue presentado como el guionista.
—La situación es esta —explicó Gruskow—: Lars me escribe desde Suecia y me dice, Sal, ha llegado el momento de que yo haga una película en los Estados Unidos, y quiero hacerla contigo. Estupendo, pienso yo, y le llamo al momento a su villa de Malmö, de persona a persona. ¿Qué quieres hacer, Lars?, le pregunto. Una película de gánsteres, dice, como las que hacíais en los años cuarenta, algo como El último refugio. Estupendo, le digo, tengo justo el guionista que necesitas. —Se volvieron los dos hacia Zimmerman, que parecía un poco incómodo—. Muy bien, me dice, vamos allá. Así que la Fox pone el dinero y se trae a Lars en avión y aquí nos tienes. El problema es que no sabemos qué aire darle.
La recepcionista asomó la cabeza por la puerta.
—Bart Cohen al teléfono.
—No me pases ninguna llamada, Florence… O sea que esta es la situación. Estamos aquí para hacer una película de gánsteres, pero no tenemos ningún argumento.
—Ya se ha hecho todo —añadió Gundersen—. Vuestra policía, vuestros drogadictos, vuestro Manson y esos hippies…
—¿Se te ocurre algún ángulo nuevo? —preguntó Gruskow—. Tú eres detective.
—He venido en busca de Meiko.
—¿Meiko? ¡Acabas de pronunciar una palabra soez!
—No estaba en el Frontisterio.
—¿Y a mí me lo dices? Llevamos toda la mañana buscándola. Ha variado el programa de filmación de La brigada. Florence ha encontrado su dirección particular en la oficina comercial. La patrona de Meiko dice que no la ha visto desde el viernes. Es un desastre. Vamos a tener que filmar de nuevo el trabajo de dos días.
Era todo lo que necesitaba saber. Consulté mi reloj. Las once cincuenta y cinco. El tiempo se agotaba minuto a minuto.
Gruskow me miró fijamente.
—Vamos, Wine. Pórtate como un mensch. Estoy seguro de que has conocido a tipos muy extraños.
—Tenía la idea de un enfoque existencial de la Mafia —dijo Gundersen—, pero…
—Pero ¿cuántas películas de la Mafia se pueden hacer en un año? —concluyó Gruskow, con impaciencia.
—¿Qué tal algo sobre los gánsteres judíos? —propuse—. Seguro que ya les toca un rapapolvo.
—Oye, eso me gusta —saltó Zimmerman.
—Oh, Dios mío, no —protestó el productor—. El estudio jamás lo aceptaría.
—¿Por qué no?
—Sé cómo piensan. Esta es una industria judía. No atacarán a su propia gente. Además, algunos de los antiguos jefes del estudio estaban emparentados con los gánsteres. ¿Cómo crees que se hicieron con la distribución? Era mishpocheh.
—¿Quieres decir como Bugsy Siegel? —inquirió Zimmerman, con ojos como platos.
—Sí, sí. Arnold Rothstein, Meyer Lansky, toda la Kosher Nostra.
—¿Quién más? —quise saber.
—Oh, ya sabes…
—¿Meyer Greenglass? —sugerí.
—Sí. Ese.
—¿Con quién estaba emparentado?
—Oh, Dios mío… no me acuerdo. —Gruskow chasqueó los dedos en el aire.
—¿Max Frank?
—Sí, eso es… El viejo Maxie Frank, de Allied Studios. Greenglass se casó con su hermana Lotte allá por el año… ¡Oye! ¿Adónde vas?
—A la cárcel —respondí, saliendo a toda prisa.