—ERES UNA VIEJA LOCA. Setenta y seis años, y aquí parada bajo la lluvia. Te he estado buscando por todas partes. ¿Qué estás haciendo?
—¿No sabes leer? —Me señaló la pancarta que sostenía. Estaba en yiddish.
—Lo tengo un poco olvidado.
—Lo traduciré para las analfabetas generaciones jóvenes: LUCHAD CONTRA EL SEXISMO ENTRE LOS ORTODOXOS. ¡UN MINYAN QUIERE DECIR HOMBRES Y MUJERES! ¿Sabes qué es un minyan?
Asentí.
—Diez judíos.
—¿Sabes qué es el sexismo?
—Sí.
Me miró con aire dubitativo. Estábamos ante la sinagoga Beth David, un shul ortodoxo junto a la intersección de Fairfax y Olympic. Un encorvado judío hasídico pasó por nuestro lado. Sonya Levinson agitó orgullosamente su pancarta. El hombre la miró de mala manera y escupió en la calzada.
—¡Shmendrik! —siseó ella a sus espaldas.
Cuando estuvo fuera de la vista, tiré de ella para arrastrarla bajo el dintel de la sinagoga.
—Tía Sonya, tengo un problema… un problema muy grave. Unos gusanos cubanos quieren raptar a mis hijos.
—¡No! ¿Cómo puede ser eso?
—Es demasiado complicado de explicar. Ni siquiera yo mismo estoy seguro… Quiero que los cuides durante algún tiempo.
—Aquí no puede ser. Este lugar está infestado de cubanos… ¿Por qué no se lo pides a tu amiga mexicana?
—Se ha ido. —Hice un gesto vago; había algo de definitivo en mi voz—. Mira, tengo pensado otro lugar. Un lugar con buena seguridad… Necesitarás algo de dinero. —Saqué la cartera y conté ciento sesenta dólares, todo el efectivo que tenía en casa—. Si necesitas más, cobra un cheque. Ya te lo devolveré.
—¿Dónde están?
Señalé con la cabeza hacia un taxi detenido junto a la acera. Jacob tenía la cara pegada a la ventanilla trasera. Simon se había quedado dormido en el asiento de atrás, acurrucado en posición fetal, al lado de una maleta llena de camisetas nuevas, varios libros de Charlie Brown y una colección de insignias de Bruce Lee propiedad de Jacob.
—Jacob —le dije a través de la portezuela abierta—, no te olvides de terminar el libro de lectura. Y dile a Simon que avise a tía Sonya cada vez que tenga ganas de hacer caca.
Jacob asintió solemnemente y me hice a un lado para dejar pasar a Sonya.
—¿Adónde vamos? —preguntó, acomodándose al lado de los niños.
—A Disneylandia.
—¿Qué? No pienso…
—¡Hurra! —exclamó Jacob. Ya había imaginado que le gustaría ese escondite.
Cerré la puerta del taxi y me acerqué a la ventanilla del conductor.
—Llévelos a Disneylandia —le ordené, volviéndome a Sonya antes de que empezara a protestar—. Inscríbete en el hotel Disneylandia y quédate allí hasta que recibas noticias mías. Lleva a los niños al parque de atracciones, si quieres, pero no te alejes mucho de los guardias de seguridad. Están por todas partes. Por eso os mando allí.
Besé a los dos niños, cerré la portezuela y di una palmada en la carrocería del taxi. El coche se puso en marcha. Entonces recordé que Sonya no llevaba nada de ropa para cambiarse. Pero daba lo mismo; de todos modos, siempre usaba el mismo pañolón para la cabeza. Y el mismo suéter raído. Era un regalo de Trotsky.
Eché a andar Fairfax arriba. Ya eran más de las ocho y tenía que alquilar un coche. Por el momento, el Jag podía quedarse donde estaba, otra chatarra abandonada en Topanga. Sólo disponía de cuarenta y ocho horas, o cuarenta y siete, o cuarenta y seis y media, o las que fueran.
Encontré un Avis en un motel cerca de Berkeley, y perdí otros veinte minutos esperando a que me entregaran el coche. Era un Comet nuevecito, con cambio manual y una radio que chirriaba cada vez que tocaba el dial. Tardé cinco minutos en ponerme en marcha, porque olvidé que el motor no arrancaría hasta que me abrochara el cinturón de seguridad. Cuando empecé por fin a moverme, me dirigí al Chateau Marmont por el camino más corto.
Cuando llegué al bungalow de Hecht, los periodistas ya se habían ido, pero la banda de reggae de la puerta de al lado seguía sonando a todo volumen. ¿Qué era un suicidio para detenerles? Tenían un baterista capaz de tocar día y noche sin parar, y bastante hierba para poner ciego a todo el público de un festival de rock. Llamé a la puerta de Hecht. Nancy me abrió sin demora. Vestía un salto de cama amarillo, abotonado hasta el cuello, y llevaba un vaso de brandy en la mano. Tal y como me encontraba, lancé una mirada a sus ojos verdes y sentí el impulso de arrojarme sobre ella y hundir mi cabeza en su estómago. Pero pasé fríamente a su lado y seguí hasta la sala. Ella me siguió.
—¿Qué tal le ha ido? —pregunté.
—No muy bien… ¿Y a usted?
—Tampoco muy bien. Unos refugiados nos han presionado un poco a mis hijos y a mí.
Miré hacia el archivador. Uno de los cajones había sido forzado, no cabía duda: el cajón de abajo, a la derecha. Daba la impresión de que habían utilizado una palanqueta, haciendo fuerza desde abajo. Unas cuantas carpetas con impresos de la renta habían caído hacia la parte de atrás.
Nancy se acercó al escritorio.
—Ha sido esta mañana, mientras yo estaba en su casa —explicó—. Me he pasado la tarde tratando de localizarle, pero su teléfono no funcionaba.
—Sí, ya sé… ¿Ha avisado a la policía?
—No. ¿Por qué habría de decírselo? Sólo liarían las cosas.
Estaba de acuerdo con ella, pero me resultó extraño oírlo en su boca. La miré unos instantes, y luego me serví una copa y le conté lo de los cubanos. Lo lamentó por los pequeños, pero no sabía nada de Santiago Martín ni de ninguna cinta.
—¿Cree que ellos pudieron matarle y llevarse las cintas? —preguntó—. Quizás pretendan utilizarle a usted como coartada.
—Todo es posible. No logro ver ninguna relación. ¿Le habló Jock alguna vez de un instituto, el Instituto de Liberación?
Meneó la cabeza.
—¿Y de la Liga? ¿La Liga para la Liberación Sexual?
—No.
Tomé un sorbo de mi copa y me dirigí hacia el escritorio. Nancy me observó con curiosidad mientras yo abría el cajón del fondo y sacaba el diario, hojeando nuevamente sus páginas. Una de las primeras anotaciones me llamó la atención:
Cualquiera de nosotros es capaz de tener relaciones sexuales con quien sea: hombre, mujer o bestia. La sabiduría convencional nos dice que debemos evitarlo, deformando nuestra naturaleza para salvaguardar la civilización. ¡Yo digo que eso es absurdo! Me tiraría un lagarto muerto, si eso me diera placer.
Reflexioné sobre la cuestión durante un segundo y seguí adelante, buscando alguna pista entre las diversas anotaciones. Ninguno de los nombres me parecía probable, pues todos correspondían a contactos comerciales normales para un escritor —editores, agentes, promotores— o se referían a filósofos muertos que no era muy probable que me ayudaran a resolver el caso. Estaba repasando otra vez la primera página cuando Nancy se acercó a mirar por encima de mi hombro. Sentí el roce de sus senos en mi espalda.
—¿Hay algo interesante?
—No, a menos que se sienta atraída por los lagartos.
—¿Le atraen a usted?
—Una vez comí carne de iguana, pero no me gustaría follar con una.
Me volví y la miré. Sonriendo, dejó el vaso vacío en la mesa y regresó al sofá.
—¿Lo ha probado alguna vez?
—No.
—En ese caso, no debería prejuzgar la experiencia.
—Nunca me he encontrado con una iguana que estuviera de humor.
—A las iguanas hay que acercarse con cuidado… cogerlas por sorpresa.
Fui hacia ella. Estaba mirándome, con la cabeza ladeada y una mano reposando en el brazo del sofá. Fuera sonó un portazo. Se oían gritos y risas, y el conjunto de Dan Hick interpretando «Midnight at the Oasis» en un tocadiscos estereofónico. Extendí la mano y deslicé mis dedos sobre el sofá, rozando el dorso de la mano de Nancy. No se movió.
—Creo que se ha hecho una idea equivocada —comentó.
—¿Acerca de qué?
—Del matrimonio abierto… La cosa no es así. No me voy a la cama con todo el mundo por el mero hecho de ser libre de hacerlo.
—Nunca he creído que lo hiciera.
En aquel mismo instante irrumpió Gunther en el bungalow, seguido de una chica alta que vestía como Carmen Miranda y otros tres juerguistas de la fiesta de al lado. Llevaba la cabeza vendada a causa del golpe que había sufrido e iba empujando una bombona de óxido nitroso.
—¿Qué es esto? —preguntó muy lentamente. Se notaba que había estado inhalando gas—. ¿Un nuevo dúo para Joyce Haber? ¡La afligida viuda del escritor y el detective fumador de porros! —Se llevó el tubo de óxido nitroso a los labios y empezó a partirse de risa.
—Me alegra verte de nuevo, Gunther.
—Pues no es gracias a ti, tío. Me recogieron unos peludos con chaquetas de cuero y me dejaron en casa de Cindy justo a tiempo para el seminario sobre conciencia sensorial. Cuando terminó eso, me atendió la mar de bien.
Sonrió maliciosamente. Un petimetre flacucho con camisa de lentejuelas y el pelo teñido de color naranja hizo ademán de arrebatarle la boquilla, pero Gunther se resistió y, abriendo la válvula con una llave de plata, se sirvió una generosa dosis. Los demás le rodearon ominosamente. El gas le vuelve a uno codicioso, pero una buena descarga no me hubiera venido nada mal.
—Quería que dirigiera un baño colectivo. ¿Te imaginas? —prosiguió, cuando se hubo serenado un poco—. Pero tuve que negarme, tío. Plazos de entrega. Hemos de mandar el texto por el alambre que habla antes del miércoles por la noche, y no puedo confiar en que un sabueso con el cerebro estropeado por el ácido resuelva el caso por mí. ¡Si ni siquiera es capaz de encontrar a la jodida Meiko!
—No existe ninguna Meiko.
—¿Quién lo dice?
—Hecht llamaba Meiko a todas las chicas.
—¿Te apuestas algo? —Gunther se volvió a uno de los juerguistas, un tipo de cabellos rizados y algo canosos que, con sus tejanos descoloridos y su camiseta de la Twentieth Century Fox, trataba de parecer un moderno de Beverly Hills—. Este hombre, Sal Gruskow, lo sabe todo acerca de Meiko. Fue la estrella de una de sus películas.
—La estrella, no —protestó Gruskow. Hablaba como un disco de 78 revoluciones sonando a 33 y 1/3—. Solamente una chica que se follaban en alguna escena. Era una película de horror y kung-fu, titulada Las sanguijuelas del doctor Wu.
—¿Seguro que hablamos de la misma chica? —le pregunté.
—Seguro que estoy seguro. Meiko. La que trabaja en el Frontisterio Sexual Kama Sutra.
—Entonces, Rhonda mintió.
—¿Qué?
—No importa.
—Bueno, pues ella trabaja allí y allí es donde la descubrí.
—¿Dónde puedo encontrarla?
—Ahora está haciendo otra película para mí, La brigada de los bergantes. Es una película sobre la explotación de los negros, ambientada en la guerra de Secesión. Una especie de versión frívola de Lo que el viento se llevó.
—¿Dónde está ahora?
—Bueno, no empezaremos a filmar exteriores hasta el miércoles. Mañana estará todavía en el Frontisterio. Pero si no la encuentras allí, llámame al estudio y veré lo que puedo hacer.
Embutió los dedos en el bolsillo de los cedidos tejanos y extrajo su tarjeta. Me la guardé en la camisa y me volví en busca de Nancy. No estaba en la sala. Tampoco en la cocina. Iba a subir al piso de arriba cuando Gunther se lanzó a través de la habitación y arrebató el óxido nitroso de las manos de Gruskow.
—¡De puerta a puerta! —gritó, encorvándose sobre la bombona y echando a correr por el bungalow como un jugador de fútbol americano en dirección a la línea de gol contraria. Los demás le persiguieron como defensas, tratando de atajarle en el último momento con un placaje a los tobillos. Por dos veces cruzaron la sala antes de que el escritor tropezara con la mesita de café, derribándola en su caída. Los demás le rodearon, pero se incorporó de un salto, amagó hacia la derecha y se arrojó a través de la puerta del cuarto de baño, cerrándola a sus espaldas. Le oímos sorber de la boquilla y reír histéricamente en el interior. Sonaba como una excursión al lago Loon a medianoche.
Los juerguistas, desalentados, comenzaron a ir pasando a su bungalow. Consulté mi reloj. Eran las nueve cuarenta y cinco. Eché un último vistazo a la planta baja y subí al piso de arriba. Encontré a Nancy en el dormitorio. Estaba echada sobre la cama, sollozando con la cabeza hundida en la almohada. Hice ademán de retirarme.
—No, está bien —me dijo, sentándose en el borde de la cama.
—¿Qué le ocurre?
—Nada.
—¿Nada?
—¡Estoy perfectamente!
—No es cierto. Estaba llorando.
Se encogió de hombros.
—¿Usted no llora nunca?
—¿Es por Jock?
—No lo sé. Por todo.
—¿Qué más?
—Nada más.
—Oiga, yo procuro contárselo todo. Debería usted sincerarse conmigo.
—¿Qué quiere que le diga? —preguntó.
En la planta baja sonó un estrépito seguido de una serie de risitas agudas que me recordaron al parloteo de los monos jóvenes.
—Será mejor que le saquemos de aquí —observé.
Nancy asintió y sacó una llave que guardaba tras la cabecera de la cama. Bajamos los dos y ella abrió la cerradura del cuarto de baño. Gunther estaba durmiendo en el suelo, con una hermosa sonrisa dibujada en el rostro.
Cuando abrió los ojos, le ayudé a incorporarse y le saqué a la calle. Luego me volví a Nancy, que se apoyaba en una jamba.
—¿Qué está tratando de decirme? —preguntó, mirándome fijamente. El letrero de neón del Marmont proyectaba un resplandor anaranjado sobre su cara.
—Es acerca del matrimonio abierto. ¿Y si uno de los dos se encapricha con algún compañero o compañera de juegos? ¿No crea eso problemas?
—Hay que vigilar que no ocurra. —Esperó un instante y retrocedió hacia el interior—. Buenas noches —se despidió, y cerró la puerta.
Pasé ante el bungalow de la fiesta. La banda de reggae estaba tomándose un descanso. Una mujer rubia vomitaba sobre los peldaños de la entrada, mientras uno de los músicos le daba palmaditas en la espalda.
Entré en el coche y me dirigí hacia mi casa por Hollywood Boulevard, contemplando el incesante desfile de la vida nocturna de la ciudad. Era un espectáculo deprimente. Incluso bajo la lluvia, las calles estaban repletas de putas vestidas de cuero, travestís de catorce años y homosexuales negros de un metro ochenta con boas de plumas y medias doradas llenas de carreras. Toda la sociedad se había vuelto decadente, pero sin estilo: una república de Weimar sin cabarés ni un George Grosz que la dibujara.
Conduje bajo la lluvia, deprimido y lleno de aprensión. Esperaba que Gruskow me hubiera dado una buena pista para encontrar a Meiko. Era indudable que la necesitaba.
Aparqué el coche en el camino de entrada y anduve hasta la puerta delantera. Las luces estaban apagadas mientras buscaba la llave bajo la maceta de plástico. En el interior, la casa estaba desierta y silenciosa, como solía estarlo antes de que Suzanne se fuera del país y dejara a los niños conmigo. Aquel silencio me puso nervioso. Pensé en mis hijos en el hotel Disneylandia y comencé a sentirme paranoico. ¿Y si aquellos cabrones cubanos ya habían averiguado dónde se ocultaban y habían irrumpido en su habitación, y les retenían a punta de pistola? ¿Qué clase de padre era yo que me quedaba en Echo Park, a setenta kilómetros de distancia, y delegaba toda la responsabilidad en Sonya? Aunque se hubiera enfrentado a los dragones del zar en la escalinata del Palacio de Invierno cuando sólo contaba catorce años; aunque hubiera escapado de un campo de trabajo estalinista y cruzado Siberia con los pies descalzos para unirse a la resistencia yugoslava; aunque… lo cierto era que tenía ya setenta y seis años. Setenta y seis años y una estancia reciente en el hospital de Cedars-Sinai para tratarse una pleuresía.
Me senté en la cama y encendí un canuto para centrarme un poco. Al día siguiente tenía un trabajo que hacer. Di unas cuantas caladas y lo apagué antes de terminarlo. Me deslicé bajo las sábanas y traté de masturbarme, pero no pude. Estaba demasiado nervioso, tenía la mente demasiado dispersa. Pensé en algunas mujeres que conocía —en Alora, incluso en Suzanne—, pero no sirvió de nada. Entonces me vino al pensamiento Nancy Hecht. La pálida y semiliberada Nancy. Nancy, la profesora. Nancy la hermosa.
Después de eso dormí bien.
A la mañana siguiente, a las diez, aparqué en una calle lateral pasado el Frontisterio Sexual Kama Sutra. Me había detenido por el camino para hacer efectivo un cheque y todavía era temprano, pero el salón de masajes no parecía atraer demasiados clientes. Esperé cinco minutos, observando el edificio. Un cartel en el escaparate me anunció que habían añadido una nueva especialidad a la lista de servicios: el masaje mitad y mitad. «Tú me das masajes mientras yo te doy masaje. Cada uno aprende del otro. 35 dólares la media hora». Por lo menos no habían subido los precios.
Un individuo panzudo con pinta de ejecutivo detuvo su Toyota ante la puerta, echó una rápida ojeada al lugar y cambió de idea. Toda una demostración de buen gusto. Cuando se perdió de vista, salí de mi automóvil y rodeé el establecimiento para ir a la parte de atrás. Quería encontrar una puerta trasera y, a ser posible, entrar sin que me viese Rhonda para buscar discretamente a Meiko por las habitaciones.
No había ninguna puerta que diera a la calle, pero si una trampa que conducía al sótano del Frontisterio. Me colé por allí y crucé varios cuartos llenos de descoloridos carteles de viajes y anticuados folletos que anunciaban excursiones de grupo a Nicaragua y Guatemala, hasta que di con una escalera de servicio. Pero no conducía a ninguna parte. Volví sobre mis pasos y llegué a una cocina abandonada; abrí la puerta de vaivén y entré. Era evidente que hacía tiempo que no se utilizaba. Había unos fogones decrépitos y, junto a una nevera de hielo, la portilla de un montaplatos. Metí la cabeza en el montaplatos. La plataforma había desaparecido, pero aún quedaba la cuerda, y el hueco hasta el piso de arriba parecía despejado y libre de obstáculos.
La portilla superior estaba cerrada. Era una hoja de conglomerado barato, y traté de forzarla sin demasiada violencia para evitar cualquier ruido. Pero me resbaló el puño, destrocé el conglomerado y la puerta cayó al suelo estrepitosamente. Creí que me descubrirían nada más asomar la cabeza por la abertura, pero el infierno ya se había desatado. Con un ensordecedor aullido de sirenas que se filtraba por todas las ventanas, cinco coches patrulla convergieron ante el Frontisterio, seguidos de un furgón celular, un pelotón de antidisturbios, dos unidades móviles de la televisión local y una limusina Eldorado negra que ostentaba el banderín del estado. Era la mayor redada contra el vicio que jamás había visto, una exageración increíble, como utilizar todo el ejército chino para tomar Pasadena del Sur. Y los únicos que salieron del edificio fueron tres aterrorizadas masajistas en topless y un jovencito de piel escamosa y con una toalla arrollada a la cintura que no podía tener más de diecinueve años.
Descendí rápidamente por el montaplatos, salí a la calle y rodeé el edificio hacia la parte delantera para contemplar el espectáculo. Los polis ya habían salido de sus coches y seguían las órdenes de Koontz, que estaba pasando un mal rato con Rhonda.
—¡Vamos, sargento! ¿Por qué se meten con nosotros? ¡Somos el negocio más pequeño de la calle!
—Tranquila, hermana, que ya hace seis meses que les tocaba una redada.
—¿Y la Liga? ¿Por qué no van a las casas de la Liga? ¡Ellos hacen lo mismo que nosotros!
—No se excite, señora. Sabemos lo que hacemos. La Liga viene a continuación. La tenemos en la lista. —Agitó la tablilla con sujetapapeles que llevaba en la mano.
—¡Y una mierda! ¡No lo creeré hasta que lo vea!
Un cámara de la KNXT se arrodilló en la acera para tomar un primer plano de Rhonda haciéndole una pedorreta a Koontz, al tiempo que unos cuantos peces gordos con trajes grises y zapatos blancos salían del Eldorado y se colocaban justo enfrente de las cámaras. Reconocí a Phil Warren, del Consejo de Inspección, al fiscal municipal Bart Lipsky y nada menos que al fiscal general del estado de California, Frank Dichter en persona. Dichter era un hombre alto y robusto, con el cabello rubio grisáceo que sólo en los últimos tiempos se había dejado crecer más que si fuera un corte a cepillo. Me sorprendió que se hubiera tomado la molestia de desplazarse hasta allí, pero todo el mundo sabía que Dichter le tenía echado el ojo a la mansión del gobernador, en Sacramento, y aquella era la clase de publicidad que sin duda le vendría bien.
Con el ceño fruncido, para que lo vieran los posibles votantes, contempló cómo las chicas eran conducidas al furgón celular. Examiné sus rostros esperando descubrir alguna oriental, pero fue en vano. No había ninguna Meiko. A mi derecha, el chico de la piel escamosa exponía una rápida defensa, discutiendo con un policía sin dejar de sujetar resueltamente la toalla. Vi cómo se retorcía mientras Koontz y otro de los policías se abrían paso entre la muchedumbre en dirección al fiscal general, tras el cual se apiñaban como moscas los agentes de relaciones públicas.
—Pueden llamarme anticuado si quieren —comenzó Dichter, volviéndose hacía los periodistas para dar una improvisada rueda de prensa—, pero el problema de este estado es que nos hemos vuelto demasiado blandos en las cuestiones sexuales. No me refiero a lo que sucede entre personas adultas por mutuo acuerdo y en la intimidad de sus domicilios. Estamos en 1974 y eso es asunto de ellos. Pero esta flagrante exhibición pública, esta evidente prostitución disfrazada de terapia física corrompe las mentes de nuestros hijos y debilita la voluntad pública de sacar adelante el país en una época de graves crisis internacionales. Todo esto ha de acabarse. Hemos sido en verdad negligentes al no haberlo extirpado hace ya años.
Un ayudante con un suéter tipo Gatsby dio un paso al frente.
—¿Alguno de ustedes, señoras y caballeros, desea preguntar algo al fiscal general?
Se alzaron varias manos. Dichter señaló a una mujer bien vestida con un corte de pelo a lo caniche.
—Lynn Lipman, de la KNBC. Me gustaría preguntarle al fiscal general si no cree que puede ser peligroso el trazar una línea tan fina entre cerrar esta clase de establecimientos y atentar contra las libertades individuales.
—Buena pregunta, señorita. Hemos reflexionado mucho sobre este problema, y un portavoz de mi oficina dará a conocer próximamente nuestras conclusiones.
Señaló hacia otra mano.
—Pete DeBretteville, del Citizen News de Hollywood. Me gustaría saber si han previsto alguna acción contra Garganta profunda.
—Temo que estas decisiones están en manos de sus autoridades locales. —Dichter volvió la cabeza y sonrió gélidamente en dirección al fiscal municipal—. Pero, si desean conocer mi opinión, les diré que no soy partidario de hacer las cosas a medias.
Alcé mi mano.
—Bill Mays, del Tribune de Glendale. Nuestras fuentes aseguran que existe cierta resistencia a investigar los salones de masaje que pertenecen a la Liga.
—¿La Liga?
—Sí. ¿Desea hacer algún comentario al respecto?
—No sé de qué me está usted hablando.
—La Liga para la Liberación Sexual. Controlan la mayor red de salones de masajes del oeste de Hollywood.
—No estoy al corriente de las compañías que controlan esta clase de establecimientos. Todos recibirán el mismo trato.
—Bueno, nuestras fuentes indican que es posible que se esté preparando una operación de encubrimiento.
—¿Una operación de encubrimiento? —Vaciló un instante—. Bien, en tal caso, habrá que examinar a fondo este asunto. ¿Para qué periódico ha dicho que trabajaba?
—El Tribune de Glendale.
Dichter se volvió a su ayudante y le susurró algo.
—No es del Tribune de Glendale —dijo una voz a mis espaldas—. Se llama Moses Wine y es detective.
Koontz me había quitado el disfraz.
Di un paso atrás. Dichter apretó los dientes y sonrió fatuamente a los demás.
—Vaya, vaya. Hemos alcanzado un nuevo nivel en el periodismo de investigación. Ahora los detectives privados interrogan a los funcionarios públicos en las ruedas de prensa. Espero que esto no provoque ninguna reacción. —Se volvió a Koontz—. ¿Cuál es la siguiente parada de nuestro itinerario, sargento?
Koontz señaló calle arriba.
—La Cafetería Sexual.
—Pues vamos allá —ordenó Dichter, encabezando su cortejo en la dirección que Koontz acababa de indicarle—. Puede que sean miembros de esa Liga. —Me dirigió una mirada de fría rabia y echó a andar.
Koontz me cogió del brazo.
—A ver si mete un poco de seso en su cabezota de rojillo, Winegold… Todo es de la Liga. —Hizo un ademán que abarcó toda la hilera de salones de masajes—. Lo que no está en la Liga, no existe.
Siguió a Dichter. Yo me entretuve unos instantes en la acera, contemplándole. Un par de policías estaban sacando a la calle las cosas del Frontisterio: unos cuantos almohadones morados, sartas de cuentas, botellas de ungüentos, una cama de agua desinflada. Otro desmontaba el anuncio de la fachada, la nauseabunda versión de la Venus de Botticelli, dejando al descubierto un viejo rótulo de una agencia de viajes. El nombre, «Viajes Miami» en llameantes caracteres, me sorprendió, pero no tanto como el nombre del director que aparecía debajo en letras pequeñas: Santiago Martín.