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CONQUE USTED es el renombrado doctor Gunther Thomas —comentó Cindy. Estábamos los tres sentados ante una mesa de café en el piso inferior, bajo un retrato de Isadora Duncan de tamaño natural—. He leído ese libro suyo, Horror en Tulsa, ese que trata de la convención de petroleros. ¿Es cierto que todos los operarios de las grúas se pican anfetas?

—O eso, o metadona.

—No es de extrañar que haya una crisis de energía. —Miró a Gunther de una forma calculada para hacer saltar las costuras de su chaqueta de cuero.

—Hemos venido aquí a hablar de Hecht, doctora Hardwick —le recordé.

—Sí, ya sé. Pobre Jock. ¡Se esforzaba tanto!

—¿En qué se esforzaba?

—¿A usted qué le parece? En liberarse de las costumbres convencionales de nuestra sociedad. Por eso pasaba tanto tiempo en el Instituto.

—¿El Instituto?

—El Instituto de Liberación, ya sabe. Seguramente habrá oído hablar de él. Pertenezco a su consejo de dirección.

Sacudí la cabeza.

—Está justo a la vuelta de la esquina, en Tuna Canyon.

—¿Y qué hacen allí? —quise saber.

—La gente va a pasar una semana o diez días. Dejan atrás la civilización y sus insatisfacciones para descubrir su verdadera naturaleza.

—¿Cómo se logra eso?

—Oh, hay clases, ejercicios, estudio… A Jock le gustaban las instalaciones: los baños colectivos, las saunas… Está todo bastante bien montado. Es una compañía subsidiaria de la Liga para la Liberación Sexual.

Gunther se puso en pie y sacó una caja de balas de debajo de la chaqueta.

—Vamos a echarle un vistazo a ese Instituto. —Echó a andar hacia la puerta.

—Espera, Gunther. —Se detuvo, y yo me volví a Cindy—. La Liga para la Liberación Sexual… ¿qué es eso?

—Un holding californiano interesado en el potencial humano y las actividades de tiempo libre.

—¿Qué clase de actividades?

—Creativas. Amorosas. Experimentales. Ya sabe… exteriorizadas.

—¿Podría ser más específica?

—Libros… películas… importación y exportación…

—Importación y exportación, ¿de qué?

—Aparatos sexuales de Hong Kong.

—¿Y casas de masajes?

—No sabría decirle. —Empezaba a parecer incómoda—. En realidad no les presto mucha atención, salvo en lo que está relacionado con el Instituto.

—¿Y en qué está relacionado el Instituto?

—Solamente en el aspecto de la financiación. —Se levantó y volvió la cabeza hacia la escalera de la buhardilla.

—A mí me huele a chamusquina —gruñó Gunther—. ¿Quién está detrás de todo el montaje, Newport Beach?

—No lo sé… Puede que alguien del Instituto quiera hablar con ustedes… Puede que no… Y ahora, tendrán que disculparme; el Seminario sobre Conciencia Sensorial se reúne aquí dentro de diez minutos.

Desapareció escaleras arriba sin esperar a que la disculpáramos.

Dejé mi tarjeta sobre la mesa y salimos afuera.

—Apostaría ocho contra tres a que esta liga no es más que una fachada de la CIA —dijo Gunther mientras subíamos a mi coche—. Dejaremos la moto aquí. Pon rumbo a Tuna Canyon.

Me encogí de hombros y puse el coche en marcha, siguiendo Fernwood arriba hasta la parte más alta, donde se unía con la carretera de Tuna Canyon. En la intersección, un indicador que rezaba «Instituto de Liberación, 5 km» señalaba hacia una angosta pista de tierra en la que nunca me había fijado. Giré y seguí las rodaduras recientes a lo largo del lecho de un río seco que la lluvia comenzaba a llenar, una minúscula corriente que serpenteaba entre los robles. Tomamos una curva muy cerrada,

—Has demostrado ser muy listo, siguiéndome desde el Marmont —comenté.

Gunther sonrió con orgullo.

—Ha sido fácil, en realidad. Me sorprende que seas tan descuidado.

—Nadie es perfecto. Ahora mismo, nos están siguiendo.

—¿Qué? —volvió rápidamente la cabeza y se asomó por la ventanilla. No había nadie a la vista.

—Un Lincoln Continental del 75, azul pólvora con neumáticos de banda blanca, matrícula de California 328 KLR.

—Te estás quedando conmigo.

Reduje la velocidad al pasar ante un viejo rancho con la cerca del corral rota. Enfrente, un buzón amarillo tenía el banderín levantado, y un empapado periódico asomaba por el extremo. En el establo, un par de caballos píos mordisqueaban pienso de un cubo, agitando la cola de un lado a otro.

Miré por el espejo retrovisor y conté hasta diez.

Cuando llegué a ocho, la ancha parrilla del Lincoln surgió de la curva del acantilado.

—¡No te estás quedando conmigo! —exclamó Gunther, echando mano a la pistola.

Me incliné hacia él y le sujeté la muñeca.

—¿Quieres que nos maten?

Bajó el brazo, por el momento, y seguí carretera adelante. No me gustaba nuestra posición, pero no tenía alternativa. El coche desconocido nos seguía lentamente, lleno de confianza. Al cabo de doscientos metros comprendí por qué. Frente a nosotros había una camioneta Ford verde cruzada en el camino, entre la pared del acantilado y una caída a plomo de más de treinta metros. Dos hombres esperaban de pie ante el parachoques delantero. Tenían las piernas separadas y sostenían sendas metralletas apuntando directamente a nuestro parabrisas.

La lluvia que caía sobre el cristal distorsionaba sus siluetas, deformándolas como en un espejo de feria. Frené cuidadosamente y me cerré a la derecha, desviándome hacia la cuneta. Acto seguido, giré el volante a toda velocidad y cambié de sentido, para dirigirme hacia el Lincoln que nos seguía. Oí sonar una bocina. Gunther sacó medio cuerpo por la ventanilla y apuntó hacia el otro coche.

—¡Estúpido cabrón! —le grité, pero ya era demasiado tarde. Un hombre se asomó fuera del Lincoln y disparó dos veces con un delgado rifle, acertando de lleno en mis dos neumáticos delanteros. El Jag giró sobre sí mismo y se deslizó unos quince metros por la carretera hasta chocar violentamente contra la base de un plátano. Mi cabeza rebotó en el techo del coche. Gunther, cuyo brazo seguía colgando fuera de la ventanilla, se vio proyectado hacia adelante. La Magnum cayó de su mano y se deslizó por el suelo hasta caer al cada vez más henchido torrente.

Salimos con los brazos en alto.

Los hombres del Lincoln se nos acercaron despacio. Eran tres, todos ellos latinos, con gafas levemente coloreadas y trajes de aspecto caro que no parecían comprados en unos grandes almacenes. Uno de ellos sostenía un paraguas para evitar que la lluvia los estropeara. Nos hicieron poner de espaldas y nos cachearon expertamente; a continuación, nos ataron las manos y nos empujaron al asiento posterior de su automóvil, tapizado en terciopelo y provisto de bar y televisión portátil. En color. El de más edad, el que sostenía el paraguas, tenía la dentadura llena de empastes de oro. Descolgó un teléfono situado entre los amplios asientos delanteros, marcó un número y comenzó a hablar rápidamente en español. Su acento no era mexicano, pero yo ya empezaba a sospechar quiénes eran. Al cabo de unos minutos, cerraron las portezuelas y el coche se puso en marcha.

Regresamos por donde habíamos venido. Tuna Canyon arriba. Recosté la cabeza sobre el terciopelo y decidí esperar a ver qué sucedía, fuera lo que fuese.

—¿Cuál de los dos es Moses Wine? —preguntó el de los dientes de oro cuando llegamos a lo alto de una loma.

—Él es Moses Wine. Yo soy Gunther Thomas, el escritor.

El tipo no pareció impresionado. Dio unos golpecitos en el hombro del conductor y nos detuvimos de golpe en un punto de la carretera especialmente desolado.

—¡Adiós, amigo! —El que iba en la parte de atrás con nosotros abrió de golpe la portezuela, cogió a Gunther por el cuello de la chaqueta y le empujó fuera del coche. El escritor rebotó en un par de rocas pequeñas y fue a parar a un denso matorral de acacias.

—¡Sois unos asquerosos espaldas mojadas! —gritó, llevándose ambas manos a la cabeza.

El Lincoln arrancó con un rugido.

—Eso no ha estado nada bien —observé.

—¿Dónde están las cintas? —dijo el hombre de los dientes de oro.

—¿Cintas?

—Ya sabes de qué estoy hablando.

—¿Qué cintas?

—¡Las cintas! —exclamó, como si eso lo explicara todo.

—¿Las cintas de la Casa Blanca? ¿Las cintas de la leche? ¿Las cintas de la ITT? Me parece que os habéis equivocado de hombre.

Rezongó en voz baja y me volvió la espalda, cogiendo de nuevo el teléfono y sosteniendo otra conversación en un atropellado español que no fui capaz de entender.

—¿Hablando con La Habana? —pregunté—. ¡Oh, me olvidaba! ¡Ya hace catorce años que expulsaron de allí a todos los gánsteres!

El tipo que se sentaba a mi lado me propinó un golpe en las costillas con la culata de su rifle. Pensé en preguntarle adónde nos dirigíamos, pero supute que me contestarla con un puñetazo y decidí quedarme callado por el momento.

Tomamos la carretera de la costa, conduciendo al limite de velocidad, y entramos en la autopista de Santa Momea. Mi compañero de asiento conectó la televisión y se dispuso a contemplar el final de un melodrama en la KMEX, la emisora en lengua española. Luego vino un anuncio en el que un vendedor de Pacoima subastaba un descapotable Mercury de segunda mano, y acto seguido la transmisión en diferido de un partido de fútbol de la liga boliviana, jugado una semana antes. Cuando empezó la segunda parte estábamos en el desvío de la autopista de Harbor, en el centro de L. A. Cinco minutos después comencé a sospechar adónde nos dirigíamos, y no me gustó en lo más mínimo. Eran casi las cinco, y los niños debían de estar a punto de llegar a casa.

—Oídme, chicos, ¿se puede saber qué pretendéis hacer? —pregunté cuando nos detuvimos delante de mi casa. Las persianas estaban cerradas y en el camino de acceso había aparcado un coche desconocido, un anticuado T-Bird con la matrícula REGRESO.

No se dignaron contestarme, pero me hicieron bajar del automóvil y me empujaron hacia mi propia puerta.

—¿Santiago? —llamó el de los dientes de oro.

—Abierto.

El hombre empujó la puerta.

La sangre me subió de golpe a la cabeza. Simon estaba sobre el regazo de la canguro, en mitad de la sala, con Jacob a su lado. Los tres contemplaban fijamente el cañón de un revólver calibre 45, empuñado por un individuo alto y feo con un fino bigotillo, que se entretenía haciendo girar el tambor. Supuse que el tal Santiago era el hombre moreno y elegante, de unos cuarenta años y con una camisa deportiva a la moda art déco, que estaba sentado en mi butaca fumándose un cigarro fino. Cuando entramos, se puso en pie y nos saludó cordialmente.

—¿Cómo está usted, señor Wine? Me llamo Santiago Martín… Espero no haberle molestado.

—Tiene a mis dos hijos pequeños y a una amiga personal bajo la amenaza de una pistola. Si no retira a su hombre, le mataré.

—Una mera exhibición. —Chasqueó los dedos y el otro tipo le lanzó la pistola—. No está cargada… Vea. —Me mostró las balas que sostenía en la palma—. ¿Por qué no se sienta y trata de calmarse, señor Wine?

Señaló hacia el solá. Hice lo que me decía. Simon se puso en pie y corrió a mí, hundiendo su cabeza en mi pecho. Jacob le siguió y se sentó a mi lado, cogiéndome del brazo. Admiré su aplomo, y me habría sentido orgulloso de él si no hubiera estado tan furioso.

—No hay nada que temer. Tiene unos hijos encantadores. El mayor es un buen jugador de baloncesto; le he visto en la escuela. —Volvió a acomodarse en mi butaca—. Creo que ha habido un error… una confusión.

—Así lo espero.

Apagó el purito y sonrió a la muchacha. Sus labios estaban temblando, y nunca la había visto tan pálida. Era una chica tímida, una estudiante de sociología en el City College, y me dolía verla metida en aquel embrollo.

Santiago se volvió de nuevo a mí.

—Sin duda está usted al corriente del suicidio de este periodista… Jock Hecht.

—Sí, estoy enterado.

—He leído en los periódicos de la mañana que fue usted quien encontró el cuerpo.

Asentí.

—También encontró una nota en la que reconocía haber asesinado a la presentadora de televisión Deborah Frank.

—Había una nota.

—¿Encontró algo más?

Había un tono de amenaza en su voz. Pasé un brazo sobre los hombros de Jacob y aferré a Simon con la mano libre. Los demás se agruparon detrás de Santiago. Hubiera deseado poder abrir una trampa bajo sus pies para que cayeran todos al foso de los cocodrilos.

—¿A qué se refiere?

—Estoy hablándole de unas cintas.

—¿Qué cintas?

—Unas cintas que estuvieron en poder de Hecht hasta su aparente suicidio.

—¿Dónde están ahora?

—Han desaparecido.

—¿Cómo lo sabe?

Miró a sus hombres.

—Lo sé.

—¿Dónde guardaba Hecht estas cintas?

—En el archivador del fondo, a la derecha.

—Esos archivadores estaban cerrados con llave.

—Habría podido abrirlos cualquiera. —Alzó un poco la voz—. A las diez y veinticinco de esta mañana estaban completamente vacíos… ¿Dónde están las cintas, señor Wine?

—No tengo la menor idea.

—Las ha de tener usted… a menos que se las haya entregado ya al jefe.

—¿Quién es el Jefe?

Santiago se me quedó mirando.

—No juguemos, señor Wine.

—Totalmente de acuerdo. Vamos a ser sinceros. Estaba trabajando para Hecht, para demostrar su inocencia en el asesinato de Deborah Frank. Volví al bungalow a hacerle unas preguntas y me lo encontré muerto. A los pocos minutos apareció su esposa, recién llegada de Nueva York, y llamé a la policía. No vi ninguna cinta. No sé nada de ninguna cinta. Se ha equivocado usted de hombre, conque haga el favor de irse de mi casa.

Sonrió y se volvió hacia Jacob.

—¿Qué opina su hijo?

Jacob me miró. Advertí que estaba deseando hablar. Simon se acurrucaba contra mi pecho, emitiendo unos ruiditos como los de Bambi. Aquellos hijos de puta sabían plantear las cosas del modo más ruin posible. Tenían años de experiencia.

—Oiga —respondí—, ¿y si sucedió de otra manera? ¿Y si Hecht fue asesinado? ¿Y si la persona que le mató se llevó las cintas?

—Entonces, ¿quién mató a Deborah Frank? No tiene sentido.

No supe qué responderle.

—Y si le asesinaron —prosiguió Santiago—, habría sido para vengar la muerte de la mujer. El asesino no habría sabido nada de las cintas. —Se puso en pie—. Señor Wine, nos está haciendo perder el tiempo… ¿Dónde están las cintas?

—No las tengo, señor Martín.

—¿Está usted seguro?

—Sí.

—¿Absolutamente?

Asentí.

Respiró hondo y suspiró. Luego, se volvió al del bigotillo, que ahora empuñaba una automática, y comenzó a parlotear en español. Pero el suyo era mucho más fácil de entender. Pude captar algunas palabras, como muchachos y llevar. Creo que pretendía que lo entendiera.

—Espere un momento, señor Martín… Intentaré localizar sus cintas. Intentaré encontrarlas para usted. Deme un poco de tiempo.

Sacó uno de sus puritos y lo encendió, haciendo surgir una llama en la punta al aspirar.

—Muy bien, señor Wine. Le daré tiempo. Cuarenta y ocho horas.

—Pero tendrá que decirme qué se supone que contienen.

Se echó a reír.

—Vamos, hombre.

—¿Cuántas cintas hay?

—Hay tres. Son casetes Memorex, con las fechas 3,4 y 5 de mayo de 1970 escritas en tinta negra. —Hizo un gesto a los demás para indicar que estaba listo para irse—. Adiós, chico —le dijo a Jacob, alborotándole el cabello—. Tienes buenas manos y eres rápido… No lo olvide, señor Wine: cuarenta y ocho horas.

Cerró la puerta al salir.

Los cabrones, pensé. Los muy cabrones. Por entre las cortinas les vi marchar lentamente, primero el Lincoln, luego el T-Bird de Santiago. Cuando hubieron desaparecido, fui a telefonear para pedir un taxi. Pero no había línea. Lo habían desconectado.