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AUNQUE NO ERA tan importante como Hearst o Soljenitsin, cuando llevé a Nancy de vuelta al Chateau Marmont el suicidio de Jock Hecht se había convertido ya en una especie de pequeño acontecimiento periodístico. Eran aproximadamente las doce del mediodía. Ella quería telefonear a su hija a Nueva York, porque llegaba a esa hora de la escuela, pero una multitud de reporteros se nos echaron encima y comenzaron a meter sus minúsculas grabadoras por la ventanilla antes de que Nancy pudiera bajar.

—¿Por qué se ha suicidado su esposo, señora Hecht?

—¿Hay algún manuscrito póstumo, señora Hecht?

—¿Qué piensas de la vida sexual de tu marido, Nancy?

Salí en marcha atrás y rodeé el bungalow para ir a la entrada posterior. Nancy y yo dejamos el coche y nos dirigimos hacia la puerta de atrás. Antes de que ella entrara, nos miramos unos instantes.

—Ya le haré saber lo que averigüe. —Abrió la puerta y cruzó el umbral—. Cierre por dentro —le aconsejé, y antes de irme esperé oír el chasquido de pasador. Quería hablar con Cindy de Topanga, «la primera persona auténticamente liberada», antes de que los de la poli comenzaran a estudiar a fondo los diarios de Jock Hecht.

Hacia las dos de la tarde dejaba la autopista de Ventura para enfilar el Topanga Canyon Boulevard, ascendiendo más allá de las zonas de clase media alta hacia el estudiado descuido del cañón. Visitar Topanga era como examinar una excavación arqueológica, ver el corte transversal estratificado de los últimos veinte años: granjeros y antiguos radicales, debajo de cuellirrojos y chicanos, debajo de hippies, estrellas del rock y profesores de la UCLA.

Topanga Center era el punto de encuentro de los segmentos más hippies de la comunidad. Era el único centro comercial al sur de Berkeley donde las hogazas de siete cereales superaban al pan Wonder en la proporción de cinco a uno. Pero todo el lugar poseía cierto aire carcomido, un estilo congelado en el tiempo mientras el resto del mundo seguía evolucionando. Ataviados con sus camisetas teñidas a mano y sus cintas de colores en la cabeza, los clientes me recordaban a aquellos soldados japoneses ocultos en las selvas del Pacífico durante treinta años sin darse cuenta de que la guerra había terminado.

Rodeé el edificio y me dirigí a una antigua estafeta de correos transformada en cafetería. En el interior había unos cuantos habitantes de la localidad bebiendo cerveza y pasándose las manos por las encanecidas barbas y las largas y raleantes cabelleras. Tomó asiento y pedí una taza de café, mientras escuchaba la cantata de Bach que sonaba en el tocadiscos automático y buscaba la mirada de los ocupantes de la mesa contigua.

—¿Alguno de vosotros conoce a Cindy? —pregunté en voz alta.

Alzaron la vista, sorprendiéndose de que me dirigiera a ellos. Repetí la pregunta.

—¿Qué Cindy? —preguntó uno, tocado con una gorra de punto terminada en una borla—. Conocí a una Cindy en Cambridge, en el 60… una camarera del Golden Vanity. Y luego estaba la Cindy de la calle MacDougal, que trabajaba en el Folklore Center. Y la Cindy de Bennington. Y la Cindy que llevaba un bar en Torremolinos, la Cindy de Francia, la Cindy de Marruecos… y la Cindy que me encontré haciendo autostop en Big Sur…

—Me refiero a una Cindy de aquí, del cañón.

—¡Ah, esa Cindy! —Se echó a reír y meneó la cabeza—. No he oído hablar nunca de ella.

Los demás me miraban con cara inexpresiva.

—Tiene algo que ver con el sexo.

—Todas tienen algo que ver con el sexo, tío… ¡Son unos chochitos!

El empleo de esta palabra me resultó chocante, como si no la oyera todos los días.

—Usted está buscando a la doctora Cynthia Hardwick.

Me volví a un hombrecillo vestido con esmero que bebía café exprés en una mesa del rincón y leía un ejemplar de Le Figaro.

—¿Usted cree?

—Estoy razonablemente seguro. Todos la llaman Cindy y es la persona más destacada de por aquí en el negocio del sexo. Yo mismo he sido paciente suyo. Vive en una casa amarilla de dos aguas, un kilómetro y medio subiendo por Fernwood a mano derecha. —Dobló el periódico por la mitad—. No se olvide de llamar antes de entrar.

Me metí de nuevo en el coche y subí por Fernwood hacia la parte más elegante de Topanga, el barrio de los abogados, profesores y guionistas cinematográficos. La mayoría de ellos conducían Volvos y Peugeots y adornaban sus jardines con curiosas esculturas de estilo seudopicassiano.

La casa de dos aguas de Cynthia Hardwick estaba sobre un acantilado que dominaba todo el cañón. Aparqué detrás de un BMW nuevecito con matrícula de Arizona y salí a la lluvia, para llamar al timbre. La casa estaba acabada en una especie de estilo rústico kitsch, con una puerta de secuoya labrada a mano, un zumbador de cobre y el nombre DRA. C. HARDWICK en un marquito de macramé. Dentro sonaba el «2001» de Deodato a tope de decibelios.

Pasó un buen rato antes de que respondiera alguien. Por fin, la puerta se abrió lentamente y apareció una mujer de unos cincuenta años, baja y bien conservada. Iba enfundada en un bikini y se enjugaba el sudor de la frente con una gruesa toalla azul.

—Si ha venido por lo del Grupo de Crecimiento para Hombres sin Compromiso, lo hemos cambiado a los martes.

—Doctora Hardwick, me llamo Moses Wine…

Me miró de arriba abajo.

—¿Ha traído su certificado firmado?

—¿Cómo?

—Su certificado firmado por un médico colegiado o un psicoterapeuta.

Me quedé atónito. Ella me cogió de la mano y la sostuvo entre las suyas.

—No se preocupe —añadió—. No soy agresiva. —Y entró en casa.

Pasé al vestíbulo. Ella subió por una escalera de caracol que conducía a una especie de buhardilla, al tiempo que gritaba:

—¡Tony…! Tony, sólo te quedan cinco minutos. ¿Por qué no vuelves mañana a primera hora?

Tony apareció al final de la escalera, un joven rubio con un jersey de cuello de cisne y expresión malhumorada. La mujer le besó calurosamente.

—Todo se arreglará —le aseguró—. Recuerda: paciencia, no rendimiento; esa es la clave. —El joven empezó a bajar la escalera, mascullando algo para sí.

La doctora me hizo una seña con el dedo.

—Pobre Tony. Su médico me lo ha enviado desde Phoenix, y ahora espera un milagro.

Vi a Tony subir al BMW mientras me dirigía hacía la escalera. La buhardilla estaba amueblada con sencillez: un sofá, un par de almohadones en el suelo y una cama de matrimonio. Cynthia tomó asiento y me contempló de arriba abajo como un amistoso pedazo de carne.

—Lo primero que hacemos es tratar de acostumbrarnos a la desnudez.

—¿Tan difícil es?

—¿A usted le parece fácil, pues?

—Cuando iba al campamento de verano solía bañarme desnudo.

—Bien. Desvistámonos.

Se levantó y se quitó la parte superior del biquini. Yo empecé a desabrocharme la camisa.

—Espero que se dé cuenta de que esto puede llevarnos bastante tiempo —prosiguió—. Hemos de relajarnos y hemos de tener paciencia. Esa es la clave.

Se quitó la braguita y quedó desnuda ante mí. Su cuerpo se conservaba muy bien para su edad. Me desabroché el cinturón y dejé caer los pantalones.

—Ahora, tiéndase boca abajo —me ordenó—. Empezamos con un entrenamiento de la sensibilidad, evitando las zonas erógenas. Esto puede llevarnos días. El tiempo que haga falta.

Me tendí sobre la cama, la cara apoyada en una almohada verde lima.

—Hay algo que no le he dicho —dije yo.

—No, no. No tenga miedo. Lo está haciendo muy bien.

Se inclinó sobre mí y comenzó a darme un masaje en la espalda, moviendo los dedos por mi columna vertebral desde la base del cráneo. Mientras ella trabajaba, eché un vistazo a la habitación. Había varios objetos de arte guatemalteco colgados en la pared y un folleto publicitario montado en un panel de fibra de madera: «¡Descúbrase a sí mismo! Una semana en Tahití con la doctora Cynthia Hardwick, famosa especialista sexual».

—Espero que la próxima vez se acuerde de traerme el certificado de su médico. —Fui a decirle algo, pero me puso ambas manos sobre las nalgas y comenzó a acariciármelas de abajo arriba. Era algo sensacional—. Este es el ejercicio número seis de Masters y Jonhson —añadió—. A comienzos de la semana que viene podemos intentar el relleno.

—¿El relleno?

—Penetración con el pene fláccido… ¿Qué clase de disfunción ha dicho que padecía? ¿Primaria o secundaría?

—¿Disfunción? Yo no he venido por ninguna disfunción.

—¿Qué?

—Eso es lo que trataba de decirle.

La doctora Hardwick se apartó. Me senté en el borde de la cama, avergonzado, con una polla bastante tiesa irguiéndose en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

—Ya veo que no, efectivamente —comentó, mientras yo recogía los pantalones—. ¡Pero no hay ninguna necesidad de desperdiciar eso!

Sonrió y se dispuso a volver a la cama, cuando de pronto ambos nos vimos sorprendidos por lo que sonó como una ráfaga de disparos. Desnudo, me levanté de un salto y corrí a la ventana. Gunther estaba sentado en su moto, junto al garaje del otro lado de la calle, disparando una Magnum del 38 contra el costado de un camión abandonado. Abrí la ventana y me asomé para saludarle con la mano.

—Vaya, vaya. ¡Que me aspen si no es el Dick Tracy de los nudistas!

—¿Qué coño estás haciendo?

—Siguiendo tu pista desde el Marmont, sabueso. —Apuntó a los faros y disparó, haciendo añicos el cristal—. Deberías poner más atención a tu espejo retrovisor.

—Oigan, ¿quiénes son ustedes? —quiso saber Cindy, cubriéndose con una bata y viniendo a mi lado—. No me gustaría tener que llamar al servicio de seguridad del Instituto.

—Tranquila. Viene conmigo. Estoy investigando el suicidio de Jock Hecht.

—¡Y una mierda, suicidio! —aulló Gunther desde la mitad de la calle—. Ese hijo de puta jamás se habría quitado de en medio de una forma tan tonta. Tenemos que llegar al fondo de este asunto. ¡Nos espera un montón de trabajo sucio, Moses!