—MEYER GREENGLASS es un distinguido caballero y un preso modelo. ¿Por qué quieren hablar con él?
—Soy detective privado y estoy investigando la muerte del esposo de esta señora, un escritor llamado Jock Hecht. Hecht era amigo de Greenglass. Necesitamos solamente algunos consejos personales, señor, nada que pueda preocuparle.
El alcaide adjunto examinó minuciosamente mi licencia y me la devolvió. Si había oído hablar de Hecht, no lo demostró.
—Naturalmente, se dan ustedes cuenta de que el señor Greenglass no tiene por qué hablar con ustedes si no lo desea.
—Nos hacemos cargo.
Se levantó del asiento y salió del despacho. Me volví hacia la ventana para contemplar Terminal Island. Sus calles sinuosas, bordeadas de palmeras, y sus tugurios de cara al mar siempre me hacían pensar en la capital de una moribunda república bananera. Había incluso un edificio de la Administración de Veteranos, en la cima de una colina, que parecía un Palacio Nacional en espera de un golpe de estado. Aquella tarde, la lluvia acentuaba esta impresión. La vista del puerto moderno —contenedores y módulos de embarque— se difuminaba en el gris, dejando únicamente las mugrientas hileras de casas adosadas, en tonos pastel, y los cascos oxidados de los cargueros en dique seco.
Al cabo de unos minutos apareció un funcionario que nos guio por una serie de corredores, pasando ante retretes con la puerta abierta y celdas desocupadas, hasta una escalera metálica que conducía al edificio de Educación.
—Es ahí —anunció, señalándonos la puerta de lo que pasaba por una biblioteca penitenciaria—. Les ha concedido cinco minutos.
Abrí la puerta y encontré a Greenglass sentado tras una sencilla mesa de madera bajo una lámpara de arco. Había montones de libros sobre la mesa y en el suelo. Era un individuo frágil, de tez aceitunada y manchada y brazos retorcidos y esqueléticos. Una red de venillas azules se desplegaba por las sienes de su calva cabeza, entre escasos mechones de fino cabello blanco. Aquel era el tipo duro que solía aparecer en el suplemento dominical del Daily News, vestido con trajes de quinientos dólares, cuando yo era un chiquillo.
—¡Hecht ha muerto! —exclamó, sin esperar a las presentaciones—. ¡Gay gesunt! —Hablaba en yiddish como mi tío abuelo Benny, el lituano. Había dicho: «En buena hora me libré».
—¿Cómo es eso?
—¿Que cómo es eso? ¿Y aún me lo pregunta? ¡Después de todo lo que hice por él! —Greenglass se echó a reír y paseó la vista por la habitación, buscando entre los manoseados ejemplares de Field & Stream algún oyente misterioso que corroborase sus palabras—. Le acojo en mi casa. Le presento a mis amistades. Le llevo en avión a Bermuda, a Palm Springs… Le doy todo lo que quiere. ¿Y qué hace él? ¿Escribe el libro? ¿Cumple lo que ha dicho…? ¿Y por qué no? —Levantó los flacos brazos hacia el techo—. Mujeres… mujeres… ¡lo único que le interesa es joder!
—Esta mujer era su esposa, Meyer. Llegó anoche mismo.
—Bien, espero que le haya dejado algo de dinero.
Greenglass la examinó como el diablo del espejo contemplando a la mujer desnuda. Enderezó la espalda, con un extraño fulgor en los ojos, y se alisó los pocos pelos que le quedaban.
—Ni siquiera quería escuchar mis historias —añadió Greenglass. Luego, me atrajo hacia él y me susurró algo al oído. Sacudí la cabeza.
Nancy parecía intrigada.
—Quiere saber si es usted judía —le expliqué—. La encuentra bastante guapa, pero nunca saldría con una shikse.
—Muy divertido —comentó ella.
Meyer, radiante, dio unas palmadas de aplauso.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó—. Sólo les quedan cuatro minutos.
—¿Qué tenía contra Hecht, Meyer?
—Ya se lo he dicho. Era un mirón. No cumplía. No escribió el libro.
—Hemos oído decir que le echaba la culpa de la condena por el asunto de las tarjetas de crédito.
—Él no tuvo nada que ver con eso.
—Lo dijeron los periódicos —alegó Nancy.
Meyer alzó la vista hacia ella.
—Eso fue sólo una historia que se inventaron mis abogados para confundir a la acusación.
—No sirvió de nada —observé.
—¿Por qué están haciendo tanto tsimmis? Hecht ha muerto. Se suicidó.
—¿Y usted lo cree?
—¿Por qué no? —Su voz se volvió dura, casi amenazadora—. Matar a una chica tan buena como Deborah Frank… Yo también me suicidaría si hubiera hecho algo así.
—¿Está seguro de que la mató él?
—Encuéntreme otro culpable.
A nuestras espaldas, el funcionario se paseaba arriba y abajo, consultando su reloj. En la cárcel uno tiene todo el tiempo del mundo, excepto cuando lo necesita.
—¿Y los amigos de Hecht? ¿Estuvo alguno de ellos en su casa?
—No conozco a sus amigos.
—¿Llamadas telefónicas? ¿No hubo nadie que intentara comunicarse con él?
—¿Quién podía querer comunicarse con él? ¿Un alcahuete? ¿El director de una colonia nudista? —Volvió a estudiar a Nancy—. ¿Por qué quiere averiguar si su marido fue asesinado? ¿Qué puede ganar con saberlo? Es una suerte verse libre de él. —Extrajo de su bolsillo un par de cigarros de los caros y me ofreció uno. Rehusé con un gesto—. No los encontraría mejores en la calle —comentó.
—Tres minutos —nos advirtió el funcionario.
—Auténticos Upmann’s de La Habana. Me los envían desde Suiza sin el envoltorio. —Sacó un cortapuros y seccionó cuidadosamente la punta—. ¿Algo más, jovencitos?
—Sí. ¿Cómo es que permitió que Hecht se mezclara en su vida? ¿No es un poco arriesgado dejar que un periodista husmee en los asuntos de uno y viva como si fuera de la familia?
—¿A mi edad?
—¿No podía tropezar con algo que usted no querría que viese?
Greenglass se apoyó en el respaldo de la silla, encendió una cerilla e hizo girar lentamente el cigarro entre sus dedos hasta conseguir una brasa perfecta. Antes de responder, saboreó unas cuantas bocanadas.
—Eso me recuerda una historia…
—Dos minutos —dijo el funcionario.
—Fue cuando inauguramos el Flamingo en Las Vegas… hacia el 46 o el 47, más o menos… ¿Se lo he contado ya alguna vez? .
—No, Meyer.
—No, claro que no. Nunca nos habíamos visto antes, ¿verdad? Un buen boychick judío… Bueno, ¿por dónde iba? Las Vegas, el 46 o el 47… El Flamingo… —Se interrumpió y recorrió la habitación con la mirada, aspirando nuevas bocanadas de humo. Tuve la fuerte sospecha de que estaba tratando de hacer tiempo.
—Vaya al grano, Meyer.
—Tranquilo, menschele… Bueno, pues allí en Las Vegas, en el 46 o el 47… vino un periodista desde California para entrevistarme. «Meyer —preguntó—, ¿es cierto que ha pagado al gobernador de Nevada para obtener la licencia de juego en este hotel?». «Hijo —le respondí—, no sólo le he pagado al gobernador, sino también al secretario de Estado, a tres congresistas y a un senador».
—Un minuto —dijo el funcionario, avanzando hacia nuestra mesa.
—Fui a Washington y hablé con todos los conocidos que tenía en el Departamento del Tesoro y la Inspección de Hacienda, empezando por el Gabinete y continuando hasta el más humilde botones. Hablé con todas las figuras clave de las revistas de ámbito nacional. Por entonces, todavía publicaban Collier’s y el Saturday Evening Post. Luego, hice una visita al alcalde de Nueva York, en Gracie Mansion. ¿Y saben qué?
—¿Qué?
El funcionario llegó a la mesa y se interpuso entre nosotros, alzando cinco dedos.
—Me parece que este hombre está intentando decirnos algo —observó Greenglass.
—Deme un par de minutos más —le rogué.
Greenglass meneó la cabeza.
—No ha terminado la historia.
—Tengo una clase. —Hizo un ademán en dirección a un compartimento acristalado, al fondo de la sala, con gráficos de barras en la pared—. Les enseño los rudimentos de la inversión en bolsa a algunos de mis amigos de por aquí… —Se puso en pie y extendió la mano—. Si tiene más preguntas, vuelva cuando quiera. Y no se olvide de traer la madel. —Pellizcó a Nancy en la mejilla—. Su difunto esposo me había hablado mucho de usted y de su hija.
Greenglass nos dio la espalda y se reunió con un grupo de internos provistos de libretas. Entraron todos en la clase y cerraron cuidadosamente la puerta.
—¿Alguna otra sugerencia? —le pregunté a Nancy.
—Sabe eludir las preguntas, ¿verdad?
—Ha tenido mucha práctica.
Seguimos al funcionario, regresando por la escalera metálica y los largos corredores. El guardia no se apartó de nuestro lado hasta que nos vio salir del edificio y correr bajo la lluvia hacia mi coche.
Me adelanté a Nancy y abrí ambas portezuelas antes de pasar al asiento del conductor.
—¿Sabe algo de una tal Cindy de Topanga? —le pregunté mientras cruzábamos el puente, de vuelta hacia San Pedro—. ¿Le suena ese nombre?
—¿Tendría que sonarme?
—La primera persona auténticamente liberada.
Nancy esbozó una sonrisa.
—Debe de ser una amiga de Jock.
—Encontré ese nombre en su diario.
—¿Qué decía de ella?
—Nada, salvo que era…
—¿Liberada?
—Ajá.
—¿Le parece que es posible? —quiso saber.
—¿Estar auténticamente liberado?
—Sí.
—No lo sé. Todavía tengo problemas para decidir quién ha de entrar primero en el ascensor, la mujer o yo.
Nancy se rio. Me volví a contemplarla. Estaba apoyada contra la ventanilla del coche, arrebujada en el sarape. Su fulgurante cabellera rojiza se aplastaba sobre el cristal como un remolino de color sobre las gotas de lluvia.
—¿Sabe una cosa? Es usted la clase de mujer que lo vuelve todo irrelevante.
—¿Qué?
—El matrimonio abierto… La libertad para joder.
—¿Debo tomármelo como un cumplido?
Suzanne y Alora tenían razón. Aún tenía que aprender mucho.