6

TODAVÍA ESTABA OSCURO cuando me despertó un estridente timbrazo junto al oído. Busqué a tientas el teléfono.

—¿Hola?

—Hola, señor Wine. Soy Harriet Whalen, de Random House, en Nueva York.

—Uh…

—¿Está ahí, señor Wine?

—Sí, aquí estoy.

—Porque lamento comunicarle que su contrato con nosotros queda cancelado. Tras la, eh… muerte de su cliente, consideramos que ya no es necesario proseguir con la investigación.

No dije nada.

—¿Señor Wine?

—¿Tenía que llamarme precisamente ahora?

—¿Cómo?

—¿Sabe qué hora es?

—Pues… aquí en Nueva York son casi las nueve.

—Sí, bueno, ¡aquí en Los Ángeles son exactamente las seis menos veinte!

Colgué con furia el auricular y enterré la cabeza bajo una almohada, tratando de conciliar otra vez el sueño. Pero al cabo de unos diez segundos Simon empezó a saltar sobre mi espalda, con Jacob justo detrás de él. La llamada les había despertado. Al parecer, iba a ser una de esas mañanas en que tomábamos el desayuno viendo salir el sol.

Sólo que aquel día no salió el sol. El cielo estaba completamente encapotado, y soplaba un húmedo y frío viento del norte. Hacia las ocho, empezó a llover. Dejé a Jacob en la escuela —donde los chicos parecían pasar más tiempo haciendo manualidades que aprendiendo a leer— y seguí hacia casa de Nora, la canguro de Simon. Esta vez sí estaba allí, preparando un examen de psicología.

Me despedí de Simon con un beso y regresé a casa, sintiéndome muy abatido. Tan sólo un día antes, tenía un caso espléndidamente pagado y la perspectiva de una foto en la portada de Rolling Stone. Ahora, sólo podía pensar en la jeta de Hecht, sentado en la taza del váter, y en Alora, que estaría viajando por el desierto en compañía de una troupe de bigotudos actores mexicanos, con un mullido saco de dormir de pluma extendido en la parte de atrás de la furgoneta.

Puse un disco de Billie Holiday y me tendí en el sofá a ver caer la lluvia. Era un auténtico aguacero, que repiqueteaba sobre la ventana y desdibujaba la silueta de los eucaliptos sobre la loma. Una figura encorvada, enfundada en un chubasquero amarillo, caminaba de un lado a otro de la calle, esquivando los charcos. Era el cartero.

Al poco rato, se encaminó en mi dirección y, tras deslizar una postal y unas cuantas facturas por la ranura del buzón, desapareció tras la esquina. Recogí la postal. La foto mostraba un rudo campesino a lomos de un burro, en una pintoresca aldea mediterránea. Iba dirigida a Jacob y Simon, y la enviaba Suzanne:

¡Hola chicos!

Estoy en la isla de Corfú, en la villa de un maravilloso biólogo francés. Dice que la salvación del hombre se encuentra en la hidroponía. Preguntadle a vuestro padre qué significa eso.

Muchos besos de mamá.

Dejé la postal sobre la repisa de la chimenea y me dirigí a la cocina a prepararme un café. Luego, me llevé el termo lleno a la sala y me senté ante el escritorio para repasar las facturas. La inflación atacaba sin piedad; tenía la impresión de que mis gastos generales se habían duplicado en cosa de un mes. Busqué un rotulador y extendí las facturas ante mí, pero antes de que sacara el talonario de cheques llamaron a la puerta. Me levanté y fui a abrir. Nancy Hecht esperaba bajo el dintel, con sus rojos cabellos chorreando.

—No sabía que lloviera en Los Ángeles —comentó.

—¿Cómo cree que se producen las avalanchas de lodo? —le respondí.

Terminé de abrir la puerta. Ella entró y se quitó la empapada chaqueta de punto, dejándola sobre el brazo de un sillón. Era evidente que no había dormido bien en aquel bungalow del Marmont. Estaba más pálida que la noche anterior, y exhibía unas pronunciadas ojeras que le conferían una apariencia etérea y desvalida.

—No sé por dónde empezar —confesó.

—¿Qué le parecería un café?

—Gracias.

Le serví una taza mientras ella examinaba la habitación, fijándose especialmente en la pipa afgana para fumar hachís que Suzanne me había enviado como regalo de cumpleaños.

—¿Qué opinión tenía de Jock? —me preguntó.

—Parecía un poco desesperado, pero hoy en día hay mucha gente así. Apenas le conocía.

—¿Cree que se suicidó?

—No sabría qué decirle. Los dos hemos leído la misma nota.

Hizo una pausa, como si estuviera releyéndola mentalmente.

—La palabra «rectificación» estaba mal escrita. ¿Se da cuenta? ¿Un escritor que no sabe deletrear correctamente «rectificación»?

—He leído en alguna parte que Fitzgerald hacía muchas faltas de ortografía.

Tomó asiento y bebió el café. Sus ojos empezaron a nublarse.

—Tenemos una hija —anunció.

—¿Dónde está?

—En Nueva York. Le he telefoneado esta mañana. Creo que aún no ha aceptado lo ocurrido.

—Tal vez debería volver a su lado.

—No lo haré hasta descubrir quién mató a Jock. Es imposible que se suicidara. Era demasiado… egocéntrico.

Cruzó las piernas y se arregló la falda. Fuera seguía cayendo una cortina de agua que repicaba incesantemente sobre el techo de chapa ondulada del garaje, y se oía el apagado fragor de lejanos truenos.

—¿Se lo ha dicho a la policía?

—Sí, pero está claro que no me han creído. Son incapaces de comprender nuestra relación.

Le dirigí una mirada interrogativa.

—El matrimonio abierto… Creen que eso significa que soy una puta. Uno de ellos incluso me hizo insinuaciones… ¿Tiene un cigarrillo?

—No fumo.

—Yo tampoco. Pero creía… —Su labio comenzó a temblar. Empezaba a sentir lo que había reprimido en el hotel.

—¿Un poco de coñac? —sugerí.

Asintió, y fui a la cocina en busca de la botella.

—Puedo pagarle —gritó desde la sala—. Jock se gastaba todo lo que ganaba. Decía que si se sentía demasiado seguro, dejaría de escribir. Pero tengo ingresos propios. Doy clases de inglés en el Hunter College.

Volví con un vaso alto y lo llené de coñac hasta la mitad.

—¿Cuánto cobra?

—Cien al día, más gastos. —En realidad, era más.

—Muy bien —aceptó, cogiendo el vaso que le tendía y vaciándolo rápidamente. A juzgar por su expresión, no estaba acostumbrada al alcohol. Probablemente tampoco estaba acostumbrada a las drogas.

Cuando se sintió algo mejor, me habló de su matrimonio. Había conocido a Hecht ocho años antes, cuando él fue a Hunter a dar una conferencia sobre sus obras. Por entonces, ella era profesora adjunta y estaba a cargo de un seminario sobre escritores norteamericanos contemporáneos. Hecht acababa de salir de un desastroso matrimonio con una cantante llamada Dolores Lee y buscaba una compañera más apacible y más acorde con su nivel intelectual. Invitó a Nancy a unas copas, luego a cenar, luego a una elegante velada literaria en Brooklyn Heights. Pronto empezaron a ir juntos a todas partes. Ella trasladó sus pertenencias a la lujosa residencia que él tenía en la calle 73 Este. Hecht la presentó como su compañera a importantes personajes de las artes y los medios de comunicación. Cuando le pidió que se casara con él, a Nancy le resultó imposible rehusar. Después de todo, él era Jock Hecht, y ella una candidata al doctorado en filosofía que todavía estaba preparando su tesis sobre Emily Brontë.

—¿Cuándo decidieron «abrir» su matrimonio?

—Le dimos nombre hace tres años, pero en realidad lo habíamos practicado desde el principio. Ninguno de los dos creía en las relaciones monógamas. En la naturaleza, sólo se dan entre los…

—Cuervos, gansos y gambas pintadas.

Se echó a reír.

—¡Eso se lo debió de decir Jock! Al parecer, se olvidó del gibón.

—¿Y les dio resultado?

Dejó de reír y me miró a la cara.

—Mentiría si no reconociera que a veces ha sido muy difícil. Todos los cambios radicales son difíciles. Pero la gente ha estado haciendo exigencias injustas a su pareja durante la mayor parte de la historia. Ya empieza a ser hora de intentar una reforma.

Le serví el resto del coñac y ella lo engulló de un solo trago. Aún no era mediodía, pero comenzaba a sentirme en la onda. Abrí el cajón y cargué la pipa de agua para darle un par de caladas.

—¿Suele trabajar colocado? —preguntó ella.

—En mi oficio, hace falta un poco de anestesia. —Se repantigó más cómodamente en el asiento. Sus mejillas, pálidas y blanquecinas, habían adquirido un vivo rubor que hacia juego con el rojo de sus cabellos—. ¿Quién cree usted que le mató? —inquirí.

—Hay mucha gente que habría podido hacerlo. Jock tenía mucha facilidad para hacerse enemigos.

—¿Se le ocurre alguien en particular?

Asintió apresuradamente.

—Meyer Greenglass.

—¿El gánster?

—Jock vivió durante algún tiempo con él, mientras preparaba un libro sobre la mafia judía.

—¿Qué sucedió?

—Jock no llegó a escribir nunca el libro. Una semana después de su partida, Greenglass fue acusado de una estafa con tarjetas de crédito. El juez le impuso una sentencia de dos a diez años. Dicen que culpa a Jock.

—¿Dónde está ahora?

—En la penitenciaría de Terminal Island.

—Vamos a verle.

Me miró para asegurarse de que hablaba en serio.

Yo me dirigí al armario, saqué mi impermeable y le ofrecí a ella un sarape amarillo con una cenefa negra.

—Puede usarlo, de momento.

—¿De quién es?

—De una vieja amiga mía. Donde está ahora no llueve nunca.