CUANDO APARQUÉ por segunda vez en las cercanías del Frontisterio ya era noche cerrada. Anduve lentamente hacia la entrada, dando tiempo suficiente al portero sij para que me relacionara con Gunther y Thomas, pero se limitó a sonreír y me abrió la puerta con una leve inclinación de cabeza. Ya en el interior, me detuve unos segundos junto a la entrada para que mis ojos se adaptaran a la tenue luz negra, respirando el olor a sándalo barato que emanaba de un pebetero. Las paredes estaban decoradas con carteles publicitarios de unas líneas aéreas, que mostraban paisajes de Sudamérica. Sentada tras un escritorio había una mujer regordeta, con pantalones cortos de satén y una especie de corpiño, comiéndose un Bob’s Big Boy. Decidí que debía de ser Rhonda y supuse que el lugar había sido antes —muy recientemente, con toda probabilidad— una agencia de viajes.
—¿Qué tal? —la saludé—. Me llamo Harry y soy de St. Louis. La empresa me ha enviado aquí a pasar una semana, y mi amigo Phil me recomendó este sitio. ¿Se acuerda de Phil?
—Sí, claro. —Alzó la vista, sin aparentar mayor interés.
—Phil me dijo que este era el mejor establecimiento de la calle.
—En eso tiene razón. —Lo dijo sin gran convencimiento—. ¿En qué puedo servirle?
—¿Qué servicios tienen?
—Masajes, francés, griego o inglés… baño de espuma caliente… —Iba leyendo de un programa fijado con cinta adhesiva sobre el escritorio—. Asesoramiento al desnudo… terapia en cama de agua… y lo más nuevo, lucha libre al desnudo.
—Eso suena estupendo.
—Son treinta y cinco dólares la media hora.
—¿Con la chica que yo elija?
—¿Por qué no? —Pero de nuevo pareció dudosa—. ¿Tiene en mente alguna idea especial?
—Me chiflan las orientales.
Meneó la cabeza y embutió el último fragmento del Big Boy en su ancha boca.
—Creo que se ha equivocado de sitio.
—Pero Phil me dijo que tenían un verdadero bomboncito… Una japonesa.
—Hace tiempo que Phil no viene por aquí.
—Vino la semana pasada.
—En este negocio, eso es mucho tiempo, querido.
—Bueno, ¿dónde está ahora la chica?
Me miró con fijeza y, como sin darse cuenta, su mano cogió una patata frita del plato que tenía en la mesa.
—Me resultas un poco raro, ¿sabes? No vas vestido como un hombre de negocios de St. Louis.
—Estoy en la industria del disco. —Saqué la cartera y le mostré un fajo de crujientes billetes—. Mire, tiene que decirme dónde está la chica. Phil se pasó tres horas cantándome sus alabanzas.
Rhonda se encogió de hombros, con la vista fija en los billetes.
—Tiene que entenderlo. Me chiflan las orientales. Son las únicas que me encienden.
Me incliné sobre el escritorio, intentando poner ojos saltones y cara de pervertido, pero me di cuenta de que Rhonda ya estaba acostumbrada a eso.
—¡Dígame dónde está, por favor!
Le tendí un billete de veinte dólares. La mujer suspiró y agitó negativamente una mano. Tenía los dedos manchados con el condimento del bocadillo.
—Ahórrese el dinero. No lo sé… El único que lleva los archivos aquí es el jefe.
—¿Y quién es el jefe?
—No puedo decírselo, querido. ¿Quiere que me echen a la calle?
—¡Tengo que saberlo!
—¡Bueno, pues no es la Liga! Eso sí puedo asegurárselo. ¿Qué le pasa, querido? ¿Quiere que alguien le haga daño? ¡Estás en el Santa Mónica Boulevard!
—Mire, la chica que estoy buscando… Conozco su nombre… ¡Se llama Meiko!
—¡Meiko!
—Sí. ¿Dónde está?
—¿Meiko? —repitió, empezando a ponerse histérica—. ¿De dónde has sacado ese nombre?
—Bueno, mi amigo…
—¡Ahora lo entiendo! —Se me quedó mirando con picardía—. ¡Es un amigo de Jock Hecht! ¡Él llama Meiko a todas las chicas!