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—¿CÓMO LO VES, de momento?

—¿De momento?

—Sí, ya sabes… —Gunther se recostó en la portezuela del Jaguar mientras yo conducía y conectó su grabadora, una Panasonic de bolsillo que se activaba con el sonido de la voz—. ¿Qué dirías que es lo más excepcional de este caso?

—No diría nada.

—¿Y Hecht? No es precisamente un cliente vulgar, ¿eh? Un hombre de apetitos fáusticos… excesivo… inquieto… siempre insatisfecho…

—Tú eres el escritor.

Gunther me lanzó una mirada de irritación y buscó la botella de Wild Turkey que había cogido del bungalow. Se la llevó a los labios un segundo y luego se la ofreció a Anthony, que apartó sus Leicas a un lado y bebió un sorbo.

—¿Adónde vamos ahora, tío? ¿Qué es lo primero de la agenda? ¿El «Frontisterio Sexual Kama Sutra»?

—Lo primero, ocuparnos de Simon.

—¿Otra vez a casa de la canguro?

—No, a casa de mi amiga.

—Ah, la Gran Maquinación.

Gunther y Anthony se miraron con cara de entendidos.

—Una mexicana militante, ¿eh? —prosiguió Gunther—. Una revolucionaria… ¿Os lleváis bien?

Anthony desenroscó el objetivo de una de sus cámaras y montó un tele de 500 mm. Yo hice una mueca y aceleré por el túnel de la calle Macy en dirección al barrio. Alora Vázquez, directora del Teatro Comunal de Aztlán, había sido mi compañera, con altibajos, durante más de un año. Pero últimamente las cosas no iban demasiado bien entre nosotros y eso no era asunto de Gunther y el fotógrafo.

—Os agradecería que os quedarais en el coche —les dije, dejando Brooklyn para enfilar Evergreen.

—Como tú quieras, Hombre Delgado. —Gunther rebobinó la cinta e insertó una casete nueva.

Hice otro viraje y me detuve ante el gimnasio que había frente al apartamento de Alora. Un par de perros callejeros de esos que infestan el barrio me olisquearon los pies mientras llevaba a Simon de la mano para cruzar la calzada y pulsaba el timbre de la puerta con insistencia.

Alora no abrió de inmediato. A través de la ventana pude ver unas cuantas bolsas de viaje ya preparadas en el suelo del comedor, un talego de lona que pertenecía al Teatro y una mochila. Sobre la mesa había un par de litros de tinto de Almadén junto a un gran paquete de tostaditas aún por empezar. La propia Alora estaba arrodillada en el suelo, metiendo trajes en una caja de cartón. Cuando abrió la puerta y vio a Simon, no pareció precisamente encantada.

—Hoy no puedo, Moses. Nos vamos por la mañana.

—¿La gira? Yo creía que no empezaba hasta la semana que viene.

—Se ha adelantado. Iremos a Texas y a Nuevo México.

—¿Cuándo volveréis?

—Dentro de tres meses.

—¿Tres meses?

Alora asintió.

—Pero yo creía… —Estudié su expresión. Era firme y resuelta. Desprovista de todo compromiso. Me sentó mal. Todavía no me había hecho a la idea de que la mujer era libre de irse y hacer lo que quisiera cuando ella quisiera. Tan libre como yo.

—¿Sabes cuál es tu problema, Moses? —preguntó, leyendo mis pensamientos—. Quieres una mujer que sea fuerte al principio, pero que cada vez vaya volviéndose más dependiente de ti a medida que la relación avanza. Como domar un caballo… ¿Quiénes son esos?

Señaló hacia el otro lado de la calle, donde Gunther y Anthony habían tomado posiciones delante del Jag. Anthony estaba agazapado junto al parachoques, disparando su máquina contra nosotros como John Wayne en El Álamo.

—Unos tipos del Rolling Stone, nada más. Están preparando un articulo sobre «el nuevo detective».

—Vas a convertirte en toda una estrella, Moses. El señor importante. —Sonrió por primera vez.

Me encogí de hombros, un tanto violento. Anthony bajó de la acera y cambió de cámara para fotografiar más de cerca.

—Mira, eh… ¿no podría dejarle aquí mientras haces las maletas? Es una emergencia… un caso importante… Estaré de vuelta a las diez y media.

—Las diez y media —repitió, sin comprometerse a nada. Luego bajó la vista hacia Simon y cruzó los brazos sobre el pecho, justo donde se le marcaban los pezones bajo una camiseta del Sindicato de Peones Agrícolas.

—Es Jock Hecht. Ya sabes, el escritor. La policía cree que ha matado a Deborah Frank, la presentadora del noticiario de la mañana.

—Oh.

Tuve la clara premonición de que aquello era el final, que cuando el Teatro Comunal volviera de su gira todo habría terminado entre nosotros. Pedirle que se ocupara de Simon sólo servía para agravar las cosas.

Iba a decírselo cuando vi que Anthony cruzaba la calzada y se nos venía encima enfocando su teleobjetivo hacia la cabeza de Alora. Gunther cruzó tras él, aferrando su grabadora, un micrófono direccional que se extendía hasta el suelo como una especie de contador Geiger.

—No os preocupéis por nosotros —dijo al llegar a nuestro lado—. Seguid con lo que estabais haciendo.

Levantó el micrófono y lo orientó hacia un punto entre Alora y yo.

—¡Largo de aquí! —exclamé.

—Muy bien. Muy bien. Tranquilo. —Hizo un gesto a Anthony para que se alejara unos pasos.

Me volví hacia Alora. Estaba pasándose la mano por los cabellos, observándome.

—No te preocupes —dijo, colocando una mano en el hombro de Simon y atrayéndole hacia sí—. Puedes dejarle conmigo.

—Gracias… Ya hablaremos luego.

—No serviría de nada, Moses… Además, a las diez y media estaré durmiendo. Tengo que levantarme a las cinco de la madrugada. —Me tocó la manga en un ademán de despedida—. Adiós —me dijo, en un tono que tenía algo de definitivo. Me faltó valor para explicarle que me refería a cuando volviera de Texas.

Alora abrió la puerta, que había entornado a su espalda. Le di a Simon un beso de despedida en la sonrosada mejilla y ambos se metieron en la vivienda. Yo volví a trompicones al coche, seguido por Gunther y Anthony, que habían grabado para la posteridad nuestro final personal. Me dejé caer ante el volante. Comenzaba a sentir un agudo dolor de cabeza, y me apreté los párpados con los dedos en un intento de evitarlo.

—¿Y ahora? —preguntó Gunther—. ¿Al Frontisterio?

—¡A la mierda! —le grité, asomándome por la ventanilla y sujetándole por el faldón de su chaqueta de motorista. Habría tenido que darle un puñetazo en la mandíbula, pero, tarde o temprano, aquel embarazoso adiós se habría producido igualmente. Me limité a tomar nota de que nunca más debía revelar nada personal delante del doctor Gunther Thomas—. Sí, al Frontisterio —dije al fin, girando la llave de contacto.

Eran ya las cuatro y media de la tarde cuando llegamos al Santa Mónica Boulevard en West Hollywood —la seudocapital del sexo del Oeste norteamericano— y aparcamos en una calle lateral, entre El Diablo y la señora Jones y la sorprendente fachada rosa de un comercio que ostentaba temporalmente el rótulo de «Instituto del Amor Oral». Divisé el «Frontisterio Sexual Kama Sutra» al otro lado de la calle, justo enfrente de una librería porno. Un tipo corpulento, de aspecto mediterráneo pero ataviado como un sij, montaba guardia ante la puerta principal bajo una versión de la Venus de Botticelli en pintura fluorescente.

Pasé ante el establecimiento sin detenerme, mirando de soslayo el cartel del escaparate («Bienvenidos los hombres de negocios - Se aceptan todas las tarjetas de crédito nacionales»), y continué hasta el siguiente umbral, donde me detuve a contemplar mi reflejo en el cristal. Estaba alisándome el pelo cuando Gunther se acercó a mí.

—¿Qué estás haciendo?

—Arreglándome un poco.

A Gunther se le iluminó la cara.

—¿Como Bogart en El sueño eterno, antes de entrar en la tienda de libros raros?

—Algo por el estilo.

Asintió y volvió sobre sus pasos en dirección al Frontisterio. Me saqué del bolsillo una corbata de un grupo coral que llevaba conmigo para ocasiones como esta y casi había terminado de anudarla cuando empecé a enfurecerme de nuevo. Reflejado en el cristal vi que Gunther y Anthony se aproximaban al portero del Frontisterio. Gunther sacó la grabadora para hacerle una entrevista. El portero se echó hacia atrás. Gunther protestó. El portero parecía enojado. En cuestión de segundos, se armó una disputa y el portero se puso furioso. Comenzó a hacer gestos amenazadores en dirección a Gunther, agitando la enturbantada cabeza sobre el intrépido periodista. Anthony estaba agazapado detrás de él, tomando fotos de la discusión y no muy discretas instantáneas a través del escaparate del Frontisterio. ¡Los muy idiotas!

Me volví al instante y me alejé hacia la esquina, poniendo entre nosotros tanta distancia como me fue humanamente posible. Después de unas cuantas manzanas, me detuve ante el garaje de alguien para recobrar el aliento. Gunther venía corriendo detrás de mí.

—¿Qué mierda pretendías conseguir con eso? —le grité.

—¡Hay que cubrir todos los aspectos de la historia, chico!

—¿Te das cuenta de que ese tipo habría podido matarnos?

—Quería ponerte en peligro.

—¡Ese cabrón lleva una pistola bajo la capa!

—Una Smith & Wesson del 38 con silenciador. —Gunther me sonrió alegremente.

—Felicidades. Acabas de ganarte una medalla al mérito en identificación balística. ¡Ya veremos si te sirve de algo cuando te arrastre hasta un callejón y te la ponga contra el cuello!

Anthony llegó junto a nosotros, jadeante y con aspecto agotado. Pasé la vista del uno al otro, sintiéndome cada vez más como un pelele. La perspectiva de convertirme en una superestrella estaba empezando a perder todo su atractivo. Me quitaba profesionalidad.

—Mirad —comencé—, tengo una idea mejor.

—¿De qué se trata? —Anthony estaba cargando la cámara con un nuevo carrete de color.

—Tengo un contacto que puede conducirnos a Meiko más deprisa que nadie.

—¿Y quién es ese?

Hice un gesto en dirección al coche y adopté una expresión inescrutable. Tomamos la autopista de Hollywood hacia el centro y luego nos dirigimos hacia la autopista de Harbor. Poco después pasábamos por el guetto de L. A. Salí por el desvío de la calle 89 y giré por Manchester, pasando ante una licorería y un Minnie Pearl.

—¿No estamos yendo un poco lejos? —quiso saber Gunther.

—Este hombre es el mejor —le aseguré, reduciendo la velocidad al pasar ante un negro con una túnica de terciopelo verde y gafas de espejo, ociosamente apoyado contra el escaparate de una casa de empeños—. ¡Uga Buga! —le grité por la ventanilla, apretando inmediatamente el acelerador. Me volví a Gunther y le susurré—: Es la contraseña.

Treinta segundos después circulábamos a toda velocidad por la 103, pasando ante la cafetería Watts Happening. Cruzamos las vías del tren en el extremo más alejado y giramos bruscamente por un callejón, deteniéndonos ante las Torres de Watts, de Simon Rodia. Gunther y Anthony salieron del automóvil y contemplaron las estructuras gemelas, hechas con latas de refrescos y de cerveza vacías, que se alzaban hacia el firmamento crepuscular.

—Tú te quieres quedar conmigo.

Me llevé un dedo a los labios y les conduje hasta el otro lado de la puerta principal.

—Esperadme aquí —les ordené, haciéndoles sentar sobre una losa de cemento con un anuncio de las Funerarias Clairmont. A continuación, me metí en el coche y regresé a la autopista de Harbor. Considerando el funcionamiento de los transportes públicos en L. A., calculé que pasarían por lo menos seis horas antes de que volviera a verles.