LA PRIMERA VEZ que vi al doctor Gunther Thomas —el célebre doctor en filosofía del periodismo de guerrilla— eran las cinco de la madrugada de un jueves de diciembre. Estaba revolviéndome solo en mi cama cuando un violento ruido de golpes sobre mi cabeza me despertó con un sobresalto.
—¡Wine! ¡Moses Wine! ¡Despierta, cabrón!
Me incorporé y me encontré mirando directamente a un ojo inyectado en sangre, situado junto a un parche negro y debajo de una reluciente y abombada calva. Thomas vestía una chaqueta de motorista cubierta de tachuelas plateadas y se asomaba por la ventana de mi dormitorio, apuntándome justo a la frente con una fusta de montar de cuero.
—¡Wine, crápula! Te has creído que eres Philip Marlowe… Ya sé: un Sam Spade colocado. Estás convirtiéndote en una jodida superestrella, una especie de héroe cultural. Newsweek, Esquire, la portada de Rolling Stone… ¡Me cago en…! Dentro de un par de meses te veremos desnudo en Playgirl. ¡Pero conmigo no te quedas! Vamos al grano, Wine. —Desde su amplia y dentuda sonrisa me llegó el aroma dulzón del Wild Turkey—. ¡Venga! ¡Despierta de una vez! —me urgió, frotándose la nariz con su extravagante fusta.
Solté un gruñido y sacudí la cabeza. El tipo aquel, ¿era el célebre escritor y héroe cultural o un lunático escapado del hospital estatal de Camarillo? Fuera quien fuese, el ruido había despertado a mi Simon, de un año y medio, que dormía en la habitación de al lado.
—¿Daaaah? —gritó Simon, más una interrogación que un sollozo.
—¿Niños? —Thomas se irguió bruscamente, golpeándose la cabeza contra el marco de la ventana—. ¡Coño, Wine, debes de tener una grave tara en el cerebro! Será mejor que comencemos inmediatamente: una entrevista exclusiva de Gunther Thomas. Nada de paja. ¿A qué te dedicas? ¿Anfetas, coca, yoga? Dentro de veinte minutos volveré a estar aquí con el fotógrafo.
Y, sin más, desapareció.
Fui a trompicones hacia la cocina, llené el biberón de Simon y se lo dejé en la cuna; a continuación, me senté en la sala de estar a esperar el regreso de Gunther.
Fue una larga espera. Cerca de trece meses. Pero, al menos, cuando finalmente se presentó lo hizo a las once de la mañana, una hora mucho más razonable. Estaba de pie ante el fregadero, lavando los platos, escuchando a Eddie Kendricks en Boogie Down y compadeciéndome de mí mismo, cuando Gunther irrumpió en la sala haciendo resonar sus botas Tony Lama.
—Aquí está el fotógrafo del que te hablé. Anthony Streeter-Best. —Gunther se quitó el casco blanco de motorista e hizo un ademán en dirección a un hombre de aspecto consumido, enfundado en una gastada chaqueta militar y con tres Leicas colgadas del cuello—. Ahora, vamos al asunto. Moses Wine en acción. Un día en la vida del sabueso privado más en boga. Cuatro o cinco páginas en el Stone, con fotos.
Streeter-Best se dejó caer de rodillas y comenzó a fotografiarme desde un lado.
Eché otro tapón de detergente a los platos.
—Has venido en mal momento. No estoy trabajando en nada. Mi exmujer está de viaje y me ha dejado a los niños. No hay ningún caso.
—No te preocupes por eso. Nos interesa más tu forma de vivir. Música, sexo, emociones baratas… Además, ya te tenemos preparado un caso.
Cerré el grifo y me sequé las manos mientras me dirigía hacia el tocadiscos. Sonó un portazo en la parte de atrás y entró Simon con paso tambaleante y una expresión culpable en el rostro.
—Caca —anunció.
—Conque caca, ¿eh? —Lo tendí sobre el piso de linóleo y le quité el pijama. Iba cargado. Miré a Gunther de soslayo—. Mi principal problema es un niño de un año y medio que no se controla la caca.
—Un caso muy interesante —prosiguió Gunther—. Una morena de veintiocho años apuñalada por la espalda en su suite del Beverly Wilshire. Encontraron su cuerpo desnudo tendido en un diván, con una botella volcada de Chateau Haut-Brion 1964 goteando sobre la alfombra.
Doblé el pañal y lo eché a un lado, buscando a tientas el imperdible con la otra mano.
—Y escucha bien esto: el hermoso cadáver resulta ser ni más ni menos que Deborah Frank, principesca hija del rey del cine Maxie Frank y presentadora del noticiario matutino de la ABC…
—¡Mierda! —exclamé. Me había clavado el imperdible en un dedo.
—… con una fortuna personal de tres millones de dólares y sin testamento.
Solté un gruñido, chupándome el dedo.
—¿Listo para visitar la escena del crimen? —preguntó el fotógrafo—. Hay unas manchas horripilantes… maravillosas… horripilantes. —Masculló las palabras con marcado acento británico, acercándose para sacar un primer plano y casi metiéndome el objetivo de la cámara en el ojo.
—No le hagas caso a Anthony —dijo Gunther—. Recibió un pedazo de metralla en el cuello cuando estaba en Camboya, y ha perdido por completo el sentido de la perspectiva… Bueno, ¿qué me dices?
Sacudí la cabeza.
—¿Qué te pasa?
—Hoy es sábado. Le prometí a mi hijo Jacob que le llevaría al museo.
—¿Qué? —El doctor Thomas quedó como fulminado por un rayo—. ¡Si ni siquiera te he dicho quién es tu cliente!
Me encogí de hombros, subiendo las perneras del pijama de Simon. Me puse de pie, me dirigí a la puerta de atrás y silbé para llamar a Jacob, que estaba tirando balones a la canasta con su amigo Rolando. Gunther vino detrás de mí, acariciando su casco.
—Estás cometiendo un error. Wine. Este artículo te sería útil. Toda publicidad es buena publicidad.
—En otro momento.
—La fecha tope para la entrega es el miércoles.
—Eso habrías tenido que pensarlo hace un año.
—Lo siento, chico. Nixon me tuvo muy ocupado. —Se detuvo a mi lado, esbozando una sonrisa mefistofélica y sujetándome ambos hombros como si fueran el manillar de su moto—. Piénsalo. La portada de Rolling Stone. «Muerte y venganza: un caso de Moses Wine…».
No le contesté.
—Es ahora o nunca, Wine. Juega a lo seguro o acepta las consecuencias. Tú decides.
Se retiró unos pasos, sonriendo para sí. Me quedé mirando su ojo bueno, reflexionando. Muy tentador. Lo cierto era que me encantaba la popularidad. Quizás incluso la buscaba. Y Gunther era bueno, especialmente su libro Los Proscritos de Chicago. ¿Qué escribiría sobre mí?
Pero negué con la cabeza.
—Esta clase de publicidad es fatal para los detectives —repliqué—. Echa a perder tus defensas.
Gunther me contempló con cara de disgusto.
—Sí, claro. Es demasiado para ti.
—Exacto.
—Tienes que llevar a tu hijo al museo.
—Exacto.
—A la mierda… Vámonos, Tony. —Hizo una seña a su compañero y se volvieron hacia la puerta, tropezando con Jacob, que acababa de entrar haciendo rebotar su balón.
—Pasa una cosa, papá —comenzó Jacob, con su voz de pequeño adulto.
—¿Qué?
—Que no puedo ir al museo.
—¿Por qué no?
—El papi de Rolando quiere que vayamos a pescar con él a Palos Verdes.
Gunther se iluminó como una máquina de jugar al millón con veinte partidas gratis.
—¿Quién es usted? —preguntó Jacob, examinando la fusta de montar y las hebillas cromadas de la chaqueta de cuero negro.
—El doctor Gunther Thomas. He venido para convertir a tu padre en una leyenda viviente.
—¿Una qué?
—En una estrella.
—¿Quiere decir como Bruce Lee?
—Algo por el estilo.
—¡Guau! —exclamó Jacob. ¿Qué sabía él? Luego, me miró cautelosamente—. No te importa que me vaya a pescar, ¿verdad?
—No. Está bien.
Rolando le llamó desde el patio trasero. El chico me propinó un rápido golpe de kárate en las costillas, recogió el balón y salió a todo correr.
—Hasta luego, papá —se despidió, mientras la puerta mosquitera se cerraba a sus espaldas. Le contemplé mientras cruzaba el patio, ágil, delgado y cada día más alto.
—Tal vez cambie de idea.
—¿Cambiar de idea? —Gunther se volvió lentamente y se acercó otra vez a mí—. No vayas a pensar que quiero presionarte, tío.
Gunther comenzó a pasar de un cuarto a otro, explorando mi casa como una pantera psíquica, absorbiendo las vibraciones de las paredes y los muebles. Cada pocos segundos pedía una fotografía de algo que le parecía significativo: mi nuevo blazer azul, diseño de Eric Ross; un álbum de Fred Astaire; un libro manoseado —Ilusiones perdidas, de Balzac— en la mesita de noche… Se detuvo ante la foto de Alora Vázquez que tenía prendida en el borde del espejo del dormitorio.
—Ah, sí, la guapa chicana —observó, como para sí.
Salimos por la puerta lateral y echamos a andar hacia el camino de acceso a la casa, con Simon siguiendo nuestros pasos. El día era frío y luminoso, un buen día de invierno en Los Ángeles con buena visibilidad. Se alcanzaba a ver hasta la próxima loma, donde los eucaliptos marcaban el borde de Elysian Park.
Gunther se acercó a mi automóvil y pasó los dedos por el borde superior del parabrisas.
—Un Jaguar XKE coupé del 65. ¿Qué pasó con el Buick?
—Tuve un accidente en el desierto.
Abrió la portezuela y examinó el interior. En el asiento de atrás yacía un muñeco GI Joe desnudo.
—¿Dónde está tu exmujer?
—En Europa. Buscándose a sí misma.
—Te ha dejado colgado con los críos, ¿eh?
—En realidad no; somos amigos. Nos gusta estar juntos y disfrutamos de nuestra mutua compañía —contesté, pero ni siquiera me miró. Se instaló en el asiento delantero y dejó el casco sobre la guantera.
—Iremos en tu coche —decidió. El británico subió detrás.
—¿Adónde vamos?
—A ver a tu cliente… Ya te tengo preparada toda la historia, muchacho. Tú ven conmigo.
Al cabo de unos minutos nos detuvimos en casa de la canguro, detrás de la escuela de la calle Logan. Alcé a Simon del regazo de Gunther y me dirigí hacia el fondo del patio estucado, pasando ante un callejón donde un par de jóvenes estaban trasteando con la parte de atrás de un Impala azul turquesa. Tras ellos, los muros amarillos estaban llenos de desconchados y cubiertos de inscripciones recientes de El Ramiro y la banda Maravilla. Subí a trancos la escalera de la izquierda e hice sonar un par de veces el timbre de la canguro. No abrió nadie. La puerta estaba cerrada y las luces apagadas, de modo que nos volvimos al coche.
—Tendremos que llevar a Simon con nosotros —anuncié, dejando el niño en el asiento de atrás, al lado de Anthony—. Vigila que no se dé un golpe —añadí, mientras arrancaba por Echo Park Avenue. Gunther empezó a liar un porro.
—No me has preguntado el nombre de tu cliente —comentó.
—¿Cómo se llama?
—Jock Hecht.
Me ofreció el canuto. Le di la calada de cortesía y se lo pasé a Anthony.
—¿No estás impresionado?
—Claro. Le vi la semana pasada en el programa de Carson. Está escribiendo un libro nuevo sobre sexualidad.
—Exacto.
—¿Y qué tiene él que ver con el asesinato de Deborah Frank?
—La policía cree que la mató él.
—¿Lo hizo?
—¿Estás de broma? Le han dado el Premio Nacional de Literatura. —Gunther sonrió maliciosamente. Me encogí de hombros e hice un viraje brusco hacia Sunset Boulevard, mientras Anthony se inclinaba sobre el asiento delantero y me fotografiaba con un objetivo de 135 mm. Me imaginé el pie que le pondrían: Los neumáticos CHIRRÍAN cuando el detective, ciego de chocolate, entra derrapando en Sunset.