Joan se levantó de un salto y salió en busca del sol precipitadamente. Una vez estuvo fuera empezó a andar evitando mirar aquel montón de basura y el gallinero.
Necesitaba sentir el calor del sol…
¡El calor! ¡Huir de aquella sensación de frío!
Había huido…
¿Pero de qué había huido?
Oyó que Miss Gilbey le decía con voz doctoral: «Disciplina tus pensamientos, Joan. Exprésate de un modo más preciso. Explica exactamente de qué huías tan precipitadamente».
Pero no lo sabía. No tenía ni la menor idea.
¿De qué huía? De un vago temor, de un terror que parecía perseguirla continuamente…
Huía del miedo a una verdad que siempre había existido, tal vez en la sombra, y que ella había tratado de apartar huyendo, eludiéndola, procurando dar un rodeo para no tener que enfrentarse con ella.
«Desde luego, Joan Scudamore, te comportas de una manera muy extraña», se dijo. Pero el pensar en aquello no le proporcionó ningún consuelo. Debía sufrir una verdadera crisis. Su turbación no podía proceder de la agorafobia… ¿Era aquélla exactamente la palabra, o se equivocaba? Aquella incertidumbre la molestaba extraordinariamente… Había sentido la necesidad de huir de aquellos fríos muros donde se sentía aprisionada, había querido salir para volver a encontrar el sol y el aire libre. Se encontraba mejor desde que estaba fuera.
Apresuró el paso. Tenía que alejarse a toda costa de aquel horrible parador, de aquella tumba, de aquel lugar lúgubre en el que se ahogaba.
Era un lugar para pensar en fantasmas…
¡Qué idiotez! Aquel edificio había sido construido recientemente, no haría más de dos años.
Y en un edificio nuevo no pueden habitar los fantasmas, eso era cosa sabida. Si en aquel parador había fantasmas sería porque ella, Joan Scudamore, los había creado.
Aquel pensamiento precisamente era el que le resultaba más odioso. Aceleró el paso.
«Aquí donde estoy es un lugar completamente solitario, estoy completamente sola. Estoy segura de que no me encontraré a nadie».
Le ocurría lo mismo que… ¿A quiénes? ¿Habían sido Stanley y Livingstone quienes se habían encontrado por azar en medio de la selva africana?
Doctor Livingstone, ¿no?
Aquí no corría un riesgo semejante. ¡No cabía duda de que el único ser que con quien se podía encontrar en aquel lugar era con Joan Scudamore!
¡Qué idea tan complicada aquella de encontrarse con Joan Scudamore!
«¡Encantada de haberla conocido, Mrs. Scudamore!».
Resultaba hasta interesante…
Trabar conocimiento consigo misma…
Verse presentada a sí misma…
Y por ella misma…
«¡Dios mío, qué horror!».
De repente se aterrorizó.
Empezó a andar cada vez más rápido y acabó casi corriendo y dando tropezones. Y sus pensamientos eran tan incoherentes como inseguros sus pasos.
… Tengo miedo…
… ¡Dios mío, tengo miedo!
… ¡No tengo a nadie que me haga compañía!
¡Blanca! ¡Cómo me gustaría poder tener aquí a Blanca conmigo!…
Sí, Blanca era exactamente la persona que le hacía falta.
¡Nadie más, ni parientes ni amigos, sólo hubiera querido tener a su lado a Blanca!
Blanca, con su sencillez y su bondadoso corazón… Sólo Blanca era comprensiva. Y no se extrañaba ni se escandalizaba de nada.
Y además, Blanca la apreciaba, Blanca le había dicho que ella había sabido vivir. Blanca la quería de verdad.
En cambio, otras personas…
¡Aquél! Aquél era el pensamiento que se había mantenido agazapado siempre a su lado. ¡Aquello era lo que la verdadera Joan Scudamore sabía… y había sabido siempre!
Los lagartos salían de sus escondrijos…
La verdad desnuda aparecía ante ella…
Retazos de aquella verdad estaban ante ella diciendo: «Henos aquí. Tú nos conoces. No pretendas lo contrario».
Y así era. ¡Los conocía, y era espantoso!
Los conocía perfectamente.
Aquellos retazos de verdad se agitaban continuamente ante sus ojos. Estaban ante ella, tenía que unirlos y coordinarlos.
Toda la historia de su vida, la historia verdadera de Joan Scudamore, estaba allí, esperando que ella se decidiera a reconstruirla.
Nunca había experimentado la necesidad de pensar en ella hasta ahora. Le había resultado fácil ocupar su tiempo en trabajos prácticos que le habían impedido pensar demasiado a fondo.
¿Qué le había dicho Blanca?
«Si no se tuviera otra cosa que hacer que pensar en sí misma, me pregunto qué es lo que una descubriría dentro de sí…».
Qué respuesta tan orgullosa, ingenua y estúpida había sido la suya; la recordaba perfectamente. Había dicho: «¿Tú crees que se descubriría algo que todavía no conociera uno?».
Una frase de Tony asaltó su mente en aquel momento:
«A veces, mamá, me parece que no eres capaz de comprender a nadie».
¡Y era cierto!
No había llegado a conocer bien a sus hijos ni a Rodney. Los había querido, desde luego, pero desconociéndolos.
Tendría que haberse esforzado en tratar de comprenderles.
Cuando se quiere a alguien hay que tratar de verlo tal y como es.
Normalmente no se hace, desde luego, resulta mucho más cómodo y fácil no pasar de la superficie de las cosas y no preocuparse demasiado por si aquello es realmente la verdad.
Averil, por ejemplo… La pena de Averil…
Joan no había querido reconocer que Averil había sufrido…
Averil siempre la había despreciado…
Averil desde su más tierna infancia la había comprendido perfectamente. Averil, a quien la vida había maltratado y herido y que tal vez, incluso ahora, seguía siendo una mujer frustrada…
¡Una mujer frustrada pero valiente!
Eso era lo que le había faltado a Joan Scudamore precisamente: el valor.
«El valor no lo es todo», había dicho ella en cierta ocasión.
A lo que Rodney había replicado: «¿No?».
Rodney tenía razón…
Tony, Averil y Rodney eran sus acusadores…
¿Y Bárbara?
¿Qué dificultades había tenido? ¿Por qué se había mostrado tan reticente el médico? ¿Qué era lo que habían querido ocultarle a toda costa? ¿Qué le había ocurrido a su pequeña, a aquella criatura tan apasionada y tan revoltosa para que hubiera decidido casarse con el primer recién llegado, como si lo único que verdaderamente deseara fuera huir de la casa paterna?
Porque en realidad esto era lo que había hecho Bárbara. Había sido desgraciada en casa de sus padres. Y si Bárbara había sido desgraciada había sido porque ella, Joan, no se había dado el menor trabajo en procurar hacerle la vida agradable.
No había sabido quererla y no había tratado tampoco de comprenderla. Con negligente y culpable egoísmo ella había decretado lo que le convenía a Bárbara sin tener para nada en cuenta los deseos o los gustos de la interesada. En lugar de acoger a las amigas de su hija, había procurado apartarlas. ¿Qué de extraño podía tener, pues, que la idea de marcharse a Bagdad hubiera seducido a Bárbara? Era un medio de evasión… Se había casado con Bill Wray por una cabezonada, y según el parecer de Rodney sin estar enamorada del chico. ¿Y qué había ocurrido después? ¿Había tenido unos amores desgraciados? Con el mayor Reíd probablemente. Cosa que explicaba el apuro en que los había puesto ella al nombrar al mayor.
«Era el tipo de hombre más adecuado —se dijo Joan— para seducir a una muchacha como Bárbara, recién casada y sin querer demasiado a su marido».
Y después, al final de aquellos amoríos, presa de una de aquellas crisis de negra desesperación que había sufrido desde la niñez, sumida en uno de aquellos violentos ataques que le hacían perder por completo el sentido de la medida y de la razón, había intentado —¡sí, eso debía ser!— había intentado poner fin a su vida envenenándose. Y luego había estado gravemente enferma, al borde de la muerte.
¿Se habría enterado Rodney de aquel amor extraconyugal? Joan se lo estaba preguntado. Si lo hubiera sabido, posiblemente le habría impedido ir a Bagdad.
No, Rodney lo debía de ignorar. Se lo habría dicho. No, no se lo habría dicho. Pero habría hecho lo imposible para retenerla en Crayminster, estaba segura. Y sin embargo, nada ni nadie habría podido detenerla. ¡Contra todo y contra todos ellos habría partido en ayuda de su desgraciada hija!
Evidentemente, aquél era un impulso de lo más noble.
Pero tal vez era sólo un aspecto fragmentario de la verdad.
¿Acaso no se había sentido atraída también por los encantos de aquel largo viaje? ¿Por la novedad? ¿Por la aventura? ¿Por el deseo de ver mundo? ¿No se había sentido impulsada también por el hecho de representar el papel de una madre abnegada y cariñosa en extremo? ¿No había pensado acaso en la buena acogida que le iban a dispensar una hija enferma y un yerno torturado por la inquietud? Le había parecido estar oyéndoles decir por adelantado ya: «¡Mamá, qué buena has sido viniendo tan pronto!».
En realidad, no se habían alegrado demasiado de su visita, más bien se habían quedado consternados al verla. Le habían hablado al médico, seguro, y habían hecho todo lo posible para impedir que ella se enterase de la verdad. Habían procurado que no adivinara nada de lo ocurrido porque no le tenían bastante confianza… Bárbara no confiaba en ella. Mantener a su madre apartada de todo aquel asunto debía haber sido para ella una verdadera obsesión.
¡Qué contentos se habían quedado cuando les había dicho que tenía que emprender el camino de regreso! Habían ocultado su alegría haciendo mil protestas basadas todas en simples fórmulas de buena educación e incluso le habían propuesto que se quedara más días, pero tan pronto como ella había parecido acceder a ese ruego, ¡con qué insistencia William había hecho todo lo posible para disuadirla!
En resumen, lo único bueno de aquel largo viaje que había emprendido tan precipitadamente había sido el haber conseguido unir más estrechamente al matrimonio formado por William y Bárbara, en un esfuerzo común para desembarazarse de ella y guardar su secreto. Era curioso comprobar de qué manera tan rara les había resultado provechosa a sus hijos su estancia en Bagdad. Varias veces, recordó Joan, que Bárbara, todavía débil, había lanzado una mirada implorante a su marido, y éste, comprendiendo aquella muda súplica, se había lanzado a verdaderas peroratas sobre cualquier fútil motivo para evitar que Joan empezara a hacer preguntas indiscretas. Tras aquellas disertaciones, ¡qué mirada de gratitud le había lanzado a Willie!
Joan se complació en recordarlos a los dos en el andén de la estación en el momento de su marcha. Le parecía estar viendo a Willie sosteniendo a Bárbara, que se apoyaba fuertemente en él.
«Valor, querida —debía estarle diciendo por lo bajo—. Pronto habrá terminado todo: ¡Ya se va!».
Y, después de la salida del tren, se debían haber ido a su casa a jugar con Mopsy, aquel adorable bebé del que tan orgullosos estaban ambos y que era el vivo retrato de William. Y Bárbara debía haber dicho: «¡Bendito sea Dios! ¡Ya se marchó! ¡Ya estamos otra vez tranquilos!».
¡Pobre William! Joan sentía lástima por aquel hombre que amaba a su esposa y que tanto debía de haber sufrido por su culpa.
Y sin embargo, había conseguido seguirla amando tiernamente…
«No te preocupes por ella —le había dicho Blanca—. Ya se le pasará. El niño lo arreglará todo».
¡Qué buena era Blanca! Querer consolarla a ella de algo que ni siquiera le había inquietado. Y ella, en cambio, lo único que había sentido por su amiga había sido una altanera y desdeñosa piedad.
«Te doy gracias, Señor, de no ser como esta mujer».
Sí, su piedad por Blanca había hecho brotar una plegaria de sus labios.
¡Y, en cambio, en aquellos momentos habría dado cuanto tenía para poder tener a Blanca a su lado!
Blanca… tan bondadosa y tan caritativa… Tan auténtica… Blanca, que jamás se atrevía a condenar a nadie… En el parador de la Compañía de Ferrocarriles, Joan había orado como el fariseo, haciendo alarde de una ilusoria superioridad.
¿Podría llegar a orar ahora, en la extrema humillación por la que estaba pasando, desprovista de los velos de la ilusión con los que se había arropado durante toda su vida…?
Tropezó y cayó de rodillas.
«… ¡Señor! —gimió—. ¡Ayúdame!…».
«… Me estoy volviendo loca, Señor…».
«… ¡No permitas que acabe así, Señor!».
«… ¡Impídeme ir más lejos en mis recuerdos!…».
«… No permitas que continúe pensando…».
El silencio fue la única contestación a su plegaria… El silencio, el sol… y los latidos de su corazón…
«Dios —pensó Joan— me ha dejado de Su mano…».
«Dios no vendrá a socorrerme…».
«Estoy sola, completamente sola…».
«En medio de este aterrorizador silencio, en medio de esta inmensa soledad…».
La estúpida Joan Scudamore… La altanera y vacía Joan Scudamore… Estaba sola en el desierto.
«Cristo también estuvo solo en el desierto».
«Durante cuarenta días y cuarenta noches…».
«¡No, no, nadie es capaz de soportar tal suplicio!».
Aquel silencio, aquel sol, aquella soledad…
De nuevo el miedo hizo presa en ella, el miedo a aquellos inmensos espacios desiertos en los que uno está solo, solo con Dios…
Penosamente consiguió ponerse en pie.
Tenía que volver al parador; tenía que ir de nuevo allí… Para poder volver a ver al hindú, al pequeño árabe e incluso para poder fijar su mirada en aquel montón de basura…
Tenía que volver a encontrar la especie humana…
Echó una mirada horrorizada a su alrededor.
¡Ni rastro del parador ni de aquel pequeño montículo que era la estación! ¡Ni siquiera veía las montañas del horizonte!
Se debía haber alejado más que los otros días. ¡Había ido tan lejos que había perdido sus habituales puntos de referencia!
Y para colmo no sabía ni siquiera en qué dirección se encontraba el parador… ¡Pero aquellas montañas, aquella cordillera no había podido desaparecer! Y sin embargo, el horizonte se confundía con las nubes. «¿Estarán allí las montañas?», se dijo. ¿Bajo aquellas nubes? ¿O tal vez las nubes eran las montañas? Imposible saberlo.
¡Estaba perdida, completamente perdida!
Tenía que dirigirse hacia el Norte… Sí, eso es, hacia el Norte…
Podía guiarse por el sol…
Pero el sol estaba exactamente encima de su cabeza. No había ninguna esperanza de poderse orientar por él…
Echó a correr.
Primero hacia un lado y después hacia otro, presa del pánico. Corría a derecha e izquierda, desesperada.
De repente, histéricamente, empezó a llorar, a gritar y a pedir socorro…
«¡Socorro! ¡Socorro!».
«Nadie puede oírme, estoy demasiado lejos…».
El desierto apagaba sus gritos, que quedaban reducidos a un simple y lastimero balido indefenso como el de un cordero…
«Y va en busca de la oveja…».
«Dios es el Buen Pastor…».
«Rodney, las verdes praderas, el valle del Día del Juicio que iba desembocar en la Calle Mayor…».
«¡Rodney! —gritó—. ¡Sálvame, Rodney!».
Pero Rodney se alejaba por el andén de la estación, irguiendo satisfecho la cabeza sobre sus hombros, contento de saberse libre durante algunas semanas, dándose cuenta de que volvía a ser joven…
No podía oírla.
«¿Y Averil?… ¿Averil acudiría en su ayuda?».
«¡Soy tu madre, Averil. Siempre me he sacrificado por ti!».
No, Averil saldría despacio de su casa y tal vez diría:
«No puedo hacer nada, lo siento…».
«¿Y Tony?… ¿Tony acudiría a salvarla?».
No, no acudiría: estaba en África del Sur.
Estaba lejos, terriblemente lejos…
¿Y Bárbara? Bárbara estaba demasiado enferma… Bárbara se había envenenado…
«Leslie —pensó Joan—, Leslie estoy segura de que acudirá en mi ayuda, pero Leslie ha muerto. Sufrió mucho y murió…».
Ninguna esperanza. Nadie acudiría a salvarla. Nadie…
Echó a correr desesperadamente, sin saber adónde, pero sin poder detenerse en aquella loca carrera…
Dijo: «Voy a morir…».
«¡Señor! ¡Señor!».
«Dios la encontraría en el desierto…».
«Dios le indicaría el camino del valle verde… Y la conduciría como la oveja de la Sagrada Escritura…».
«Como la oveja extraviada…».
«Como la pecadora arrepentida…».
«Al valle de la sombra…».
Pero allí no había sombra. Sólo hacía sol.
«¡Guíame, sol!…».
«¡El valle verde, el valle verde! Tenía que encontrar por sí sola el valle verde… Aquel valle que iba a dar a la Calle Mayor, en pleno centro de Crayminster. ¡No! Iba a dar al desierto…».
¡Al desierto! Cuarenta días y cuarenta noches…
Estaba allí desde hacía tres días sólo; Dios debía estar allí aún.
«¡Dios mío, ayúdame! ¡Socorro!».
«Dios…».
… ¿Pero qué era lo que estaba viendo? Allí, a la derecha, aquel punto minúsculo en el horizonte, ¿qué era?
¡El parador! ¡No estaba perdida! ¡Se había salvado!
Salvado…
Le flaquearon las rodillas y cayó al suelo pesadamente.