8

Con aquella escena se había dado fin a aquel desagradable acontecimiento. A partir de entonces Averil se había limitado a guardar silencio; sólo contestaba con monosílabos cuando alguien le dirigía la palabra y sólo decía algo cuando era del todo indispensable.

Y un mes después había expresado el deseo de ir a Londres a cursar estudios de secretariado.

Rodney le había dicho en seguida que sí. Averil se había marchado sin dar señales de la más mínima tristeza en el momento de separarse de la familia.

Cuando había vuelto de vacaciones, al cabo de tres meses, volvía a ser la de antes. Daba la impresión de haberlo pasado muy bien en Londres.

Joan se alegró y expresó su satisfacción a Rodney.

«Averil parece haber olvidado completamente aquella historia. Ya decía yo que no era nada serio. A fin de cuentas fue sólo uno de esos amorcitos de jovencita recién salida del colegio…».

Rodney se la había quedado mirando con una sonrisa en los labios, después había murmurado por lo bajo:

«¡Pobre Joan!».

Aquella frase a Joan la molestaba siempre.

«Créeme que llegué a estar terriblemente preocupada, Rodney».

«¿Sí? —dijo Rodney—. También yo, pero las víctimas no éramos nosotros».

«¿Cómo puedes decir eso? Todo lo que les ocurre a mis hijos lo siento como propio y me duele más si cabe».

«Posiblemente —había contestado Rodney, distraídamente—. Me estoy preguntando…».

Joan recordaba perfectamente aquellos horrible meses en que Averil y su padre parecía que estaban en continua tensión cuando se hallaban frente a frente. ¡Tan amigos como habían sido siempre, y entonces apenas si se dirigían alguna frase de simple y elemental educación! En cambio Averil, a su manera, se había mostrado afectuosa con ella…

«Creo que me quiere más desde que ha vivido fuera de casa y ha podido apreciar las ventajas del hogar».

Ella estaba encantada con la vuelta de Averil, el buen sentido y la clara inteligencia de su hija mayor contribuían a facilitar la vida en familia.

Y más ahora que, al hacerse mayor, Bárbara se empezaba a poner difícil.

Joan empezaba a preocuparse seriamente por las amistades de su hija pequeña. Tenía muy poca cabeza. En Crayminster abundaban las chicas bien educadas y de buena familia pero, por capricho, parecía apartarse de todas ellas.

«¡Son unas estúpidas, mamá!», solía decir.

«Te equivocas, Bárbara, estoy segura de que Mary y Alison son muy agradables».

«¡Llevan redecilla en el pelo!».

Joan se la había quedado mirando asustada.

«¡Niña, tú estás loca! ¿Qué importancia puede tener eso?».

«Es un símbolo».

«Estás diciendo tonterías, Bárbara. ¿Y Pamela? ¿Tampoco te gusta Pamela? Su madre era una de mis mejores amigas. ¿Por qué no sales con ella más a menudo?».

«Mamá, me aburre horriblemente esta chica. No me gusta nada».

«Pues, hija, yo considero que son unas chicas estupendas».

«Sí, estupendas y aburridas. ¿Qué saco yo con que a ti te parezcan simpáticas?».

«Eres una mal educada, Bárbara».

«Tal vez, pero tú no tienes que querer imponerme las amistades. Soy yo quien tiene que escogerlas. Me gustan Betty Earle y Primrose Dean. Si a ti no te gustan, ¿por qué no nos pierdes de vista ni un momento cuando las invito a merendar?».

«La verdad, Bárbara, es que algunas de tus amistades me dan verdadero miedo. El padre de Betty es chófer de autocar y ella tiene un acento espantoso».

«¡Pero su padre gana mucho dinero!».

«¡Pero el dinero no lo es todo, Bárbara!».

«Bueno, mamá, tengo derecho a escoger mis amistades, ¿sí o no?».

«Claro que sí, Bárbara, pero tienes que permitirme que te guíe un poco. Eres demasiado joven todavía para hacer las cosas por ti sola».

«¿O sea que no soy libre? ¡No puedo hacer nunca nada de lo que me gusta! ¡Es como si estuviera en una cárcel!».

En aquel momento había entrado Rodney y había dicho:

«¿Dónde está uno en una cárcel?».

Bárbara había contestado gritando: «¡Aquí!».

Rodney entonces, en lugar de reñir seriamente a su hija, se había echado a reír y a burlarse de Bárbara diciéndole:

«¡Pobre pequeña esclava!».

«¡Eso es lo que soy!».

«Mejor. La esclavitud es una cosa que les va muy bien a las chicas».

Bárbara entonces se había echado en brazos de su padre y riéndose a carcajadas le había dicho:

«¡Papá! ¡Siempre son tan graciosas tus burlas que es imposible enfadarse contigo!».

Joan había expresado su desaprobación:

«Supongo que…».

Pero Rodney se reía también a grandes carcajadas.

Cuando Bárbara había salido y se habían quedado ellos dos a solas, Rodney le había dicho:

«No te tomes tan a lo trágico estas tonterías. Las muchachas de su edad a veces tienen necesidad de hacerse pasar los nervios diciendo cosas molestas a los mayores».

«Pero tiene unas amigas de lo peor…».

«Bueno, está en una edad en que le gusta lo llamativo y escandaloso. Ya se le pasará. No te inquietes, Joan, no vale la pena, te lo aseguro».

«Resultaba muy fácil —había pensado Joan con indignación— decir: "No te inquietes, Joan". ¿En qué acabarían todos si ella no se preocupara de todo? Rodney era excesivamente indulgente y no podía ni llegar a imaginarse lo que sufría una madre».

Y lo peor no era sólo el tipo de chicas que quería tener Bárbara como amigas, sino el estilo de chicos que le gustaban.

George Harmon, por ejemplo, y el pequeño Wilmore, sobre el que tanto había que decir, aquel muchacho no sólo tenía el defecto de pertenecer a la Sociedad rival de su marido (Sociedad que aceptaba a clientes de la más dudosa reputación), sino que además se decía de él que jugaba fuerte en las carreras y que le gustaba mucho el vino. Y sin embargo, en su compañía Bárbara había desaparecido del baile de beneficencia del Ayuntamiento el día de Navidad. ¡La orquesta había tocado cinco bailes antes de que ella hubiera vuelto a aparecer! Entonces había echado una rápida mirada hacia donde estaba sentada su madre y se había ruborizado.

Habían permanecido todo aquel tiempo en la terraza, cosa que sólo hacían las chicas muy ligeras de cascos. Joan se lo había dicho así a Bárbara y ésta había reaccionado violentamente.

«¡No seas tan anticuada, mamá! ¡Todo esto ya está pasado de moda!».

«No soy anticuada. Y permíteme decirte, Bárbara, que muchos de los principios de antes se vuelven a poner de moda. Los chicos y las chicas no pasan todo el tiempo juntos como se hacía hace diez años».

«Pero, mamá… ¡Cualquiera que te oyera creería que he pasado un final de semana con Tom Wilmore!».

«¡Haz el favor de no emplear ese tono para hablar conmigo, Bárbara! No lo admito. También te vieron en el Dog and Duck con George Harmon».

«¡Bueno! Sólo fuimos allí a dar una vuelta».

«Pues ten muy presente que no debes ir allí para nada. ¡Eres demasiado joven para frecuentar ciertos sitios! No me gusta nada esta costumbre que tienen las chicas de hoy día de beber alcohol».

«Yo sólo tomé cerveza. Y queríamos jugar una partida de billar, nada más».

«¿Sí? Pues no me gusta nada de eso, Bárbara. Y es más, te lo prohíbo por completo. Ese George Harmon no me gusta, y Tom Wilmore tampoco, no quiero que vengan más a casa. ¿Lo has comprendido?».

«Sí, mamá. Claro».

«¡No veo qué les puedes encontrar de atractivo a esos tipos!».

Bárbara se había encogido de hombros:

«¡Pues no lo sé! Pero me divierten».

«Perfectamente, pero no quiero que pongan los pies en casa. ¿Entendido?».

Después de eso, Joan se había sentido muy contrariada el día en que Rodney le había llevado al pequeño Harmon a cenar. «¡Qué debilidad por parte de Rodney!», había pensado Joan. Desde luego, ella, por su parte, lo había recibido del modo más glacial posible; el joven se había encontrado desconcertado ante ella a pesar de las múltiples atenciones que le había prodigado Rodney. George Harmon había empezado a hablar fuerte y a decir sandeces y había terminado por quedar en ridículo ante todos.

Al final de la noche, cuando se había encontrado a solas con Rodney, le había dicho agriamente:

«Sabías perfectamente que no quiero recibirle y que así se lo había dicho a Bárbara».

«Sí, Joan, pero era un error… Bárbara no tiene demasiado buen juicio, es cierto. No sabe distinguir el grano de la paja, por eso hay que procurar que vea a sus amistades en nuestro ambiente; entonces se dará cuenta de la verdad. Ella considera a ese Harmon como a un chico peligroso y seductor, cuando en realidad no es más que un engreído y un estúpido, con gran propensión al alcoholismo además; es uno de esos tipos que jamás será capaz de ganarse la vida, pero es aquí, dentro de casa, donde Bárbara tiene que darse cuenta de lo que es, no fuera de ella».

Rodney le había añadido sonriendo:

«Joan, querida, lo que nosotros podamos decir a las jóvenes generaciones jamás les influirá».

Verdad que tuvo ocasión de comprobar Joan en una de las estancias de Averil en casa.

Esta vez el invitado era Tom Wilmore. Nervioso por el aire distante y el examen desaprobador de Averil, Tom no había hecho un papel brillante precisamente. Luego Joan había captado retazos de conversación entre las dos hermanas:

«¿No te gusta, Averil?».

Averil, encogiéndose de hombros con desdén, había replicado sin andarse con tapujos: «Lo encuentro francamente ridículo. Tienes muy mal gusto para escoger tus amigos, Bárbara».

A partir de aquel momento Tom no se había dejado ver más y la inconsciente Bárbara había dicho un día tranquilamente y con profunda convicción:

«¿Tom Wilmore? ¡Oh! ¡Es un tipo completamente ridículo!».

A partir de aquel momento Joan había empezado a dar fiestas y a invitar a gente a jugar al tenis, pero Bárbara no quería asistir a ninguna de sus recepciones. Sistemáticamente se negaba a dejarse ver por las amistades de su madre.

«¡No te tomes tanto trabajo, mamá! Te esfuerzas inútilmente en tratar de encontrarme amistades, pero yo detesto a la gente, sobre todo a esa tan aburrida que tú tratas de presentarme».

Joan, furiosa, había dicho agriamente que renunciaba a distraer a Bárbara.

«Me pregunto qué es lo que quieres, hija».

«Quiero que me dejen en paz, mamá».

Desde luego, Bárbara era una chica imposible, le había dicho Joan a Rodney, acongojada. Rodney se había manifestado de acuerdo y había fruncido ligeramente las cejas.

«Si me dijera al menos qué tipo de distracciones le gustan…», había seguido diciendo Joan.

«Ni ella misma lo sabe, Joan, es demasiado joven».

«Precisamente por eso es preciso que alguien más decida por ella».

«No querida. Ya descubrirá por sí misma su camino. Déjala. Permítele que invite a las amigas que sean de su gusto cuando quiera. Pero no quieras convertirte en la organizadora de sus diversiones. No hay nada que moleste más a la juventud».

«¡Los hombres son imposibles! —había pensado Joan con cierta exasperación—. Siempre quieren mantenerse en la sombra y que actúen los demás. ¡Pobre y querido Rodney! Toda la vida había tenido que ser ella la que tomara las decisiones prácticas en aquella casa, Y sin embargo, se le consideraba como a un hombre extraordinariamente activo».

Joan recordó el día en que Rodney había leído en el periódico local el anuncio de la próxima boda de George Harmon con Primrose Dean. Mirando a Bárbara había dicho con maliciosa sonrisa:

«¿Uno de tus pretendientes de antaño, eh Babs?».

Bárbara se había echado a reír alegremente, como si le divirtiera mucho el anuncio de aquel próximo matrimonio.

«Confieso que yo también estuve enamorada de él. Es ridículo, ¿verdad? Al menos eso es lo que ahora me parece».

«A mí particularmente siempre me pareció un tipo de lo menos atractivo. Nunca llegué a comprender qué podías encontrarle tú…».

«Tampoco lo comprendo yo ahora —había dicho Bárbara—. Y en cambio, papá, te aseguro que yo entonces creía que estaba completamente enamorada de él. Tanto, que cuando mamá se empeñaba con tal furia en no dejármelo ver, más de una vez sentí tentaciones de huir con él. Y si mamá hubiera tratado de impedirme que me casara con él (en el caso de que él me lo hubiera propuesto, claro) ¡te aseguro que habría sido capaz de suicidarme!».

«¡Vaya! ¡Vaya! ¡Qué pasión amorosa tan fulminante! ¡Ni Romeo y Julieta!…».

«¡Te aseguro que lo habría hecho, papá! Si bien se piensa en las cosas, cuando la existencia le resulta a una intolerable, sólo queda una solución: suicidarse».

En aquel momento, incapaz de contenerse por más tiempo, Joan había intervenido, nerviosa:

«¡No digas estas barbaridades, Bárbara! ¡No sabes ni lo que dices!».

«Lamento que me hayas oído, mamá; desde luego, no me cabe duda de que tú nunca hubieras hecho una cosa semejante. Tú siempre conservas la calma y la cabeza, pase lo que pase…».

«En efecto —contestó Joan—, así es».

Había tenido que hacer verdaderos esfuerzos para dominarse; después cuando Bárbara salió de la habitación, le había dicho a Rodney:

«¡No tendrías que seguirle la conversación a esta pequeña cuando se pone tan tonta!».

«No lo creas, es mejor que diga lo que tiene entre ceja y ceja».

Rodney permanecía callado. Joan se lo había quedado mirando un poco sorprendida de aquel mutismo.

«¿No irás a creer que?…».

«No, no, claro que no. Cuando se haga un poco mayor adquirirá más dominio de sí misma, estoy seguro. Pero ahora, de momento, aún la encuentro muy inestable de carácter, excesivamente emotiva. Tenemos que darnos cuenta».

«Sus salidas de tono me parecen completamente ridículas, Rodney».

«A mí también, Joan, porque ambos tenemos el sentido de la medida, pero en cambio a ella no le ocurre lo mismo. Se toma todos sus inconsecuentes enamoramientos completamente en serio. Todavía no tiene suficiente sentido crítico; no ha adquirido aún la facultad de razonamiento de un adulto, pero en cambio sexualmente es muy precoz…».

«¡Oh Rodney! ¡No vayas a juzgar a Babs como si fuera uno de esos horribles casos que ves continuamente en los tribunales!».

«Recuerda que esos "horribles casos" les han ocurrido a seres humanos también, Joan».

«Sí, pero una jovencita educada en un ambiente moral y sano como lo ha sido Bárbara, no puede…».

«¿No puede qué?».

«¿Es preciso que discutamos sobre un tema tan delicado, Rodney?».

Su marido había suspirado:

«No, claro que no. Pero espero… Sí, espero que Bárbara encuentre pronto un hombre cabal y que se enamore de él por completo».

Los acontecimientos empezaron a tomar tal cariz que parecía que todo se hacía para que se viera cumplido prontamente el deseo de Rodney. William Wray, el joven William Wray, sobrino de Lady Herriot, llegó a Inglaterra procedente del Irak para pasar unas vacaciones en casa de su tía. Pocos días después, cuando Joan se disponía a escribir unas cartas en el salón, vio al muchacho que se dirigía hacia la puerta de la casa. Bárbara había salido. Desde detrás de la mesa de su despacho Joan había levantado la cabeza muy extrañada al ver a aquel muchacho, alto y fuerte, de mentón enérgico y ojos intensamente azules. Enrojeciendo hasta las orejas había dicho que venía a devolverle la raqueta a Miss Scudamore; el día anterior se la había dejado en el club de tenis.

Joan, sobreponiéndose a su sorpresa, había conseguido acogerlo amablemente. ¡Era tan distraída Bárbara! ¡Se dejaba las cosas por todas partes! Hacía un momento que había salido, pero no tardaría en volver. Entretanto, Joan decidió invitar a Mr. Wray a tomar una taza de té.

El muchacho aceptó y Joan había empezado a hablar de Lady Herriot, único tema que consideró que tenían en común.

Estuvieron hablando de la salud de Lady Herriot unos cinco minutos poco más ó menos, después la conversación había decaído. Mr. Wray no era muy locuaz precisamente, y además iba enrojeciendo por momentos, parecía que tuviera fuego en la silla, se movía en ella sin cesar.

Joan, elegantemente, sostenía todo el peso de la conversación, no sin cierto esfuerzo, desde luego, menos mal que Rodney llegó un poco antes de lo acostumbrado del despacho. Inmediatamente supo reanimar la conversación hablando del Irak. Tras haber intercambiado las primeras palabras con Rodney, el muchacho en seguida había perdido su rigidez inicial y había empezado a hablar animadamente. Finalmente Rodney se lo había llevado a su despacho; eran casi las siete cuando Bill Wray, se habría dicho que casi a disgusto, se despidió.

«Es un gran muchacho», había dicho Rodney.

«Sí, desde luego. Excesivamente tímido quizá».

«Sí. ¡Pero sabe lo que quiere! —Rodney estaba verdaderamente jovial aquella noche—. No creo que esté siempre tan nervioso».

«¡Encuentro que se ha quedado aquí mucho rato!».

«¡Sí, ha estado aquí más de dos horas…!».

«Debes haber terminado cansadísimo de hablar con él, ¿no?».

«Nada de eso, al contrario, he pasado un rato verdaderamente agradable. Este muchacho tiene una clara inteligencia y sostiene puntos de vista muy claros sobre las cosas. Es un chico muy sensato, me ha gustado mucho».

«Pues a él tú también has debido caerle bien ¡para que se haya estado aquí dos horas!».

Rodney se había vuelto a poner de buen humor.

«Bueno, creo que si se ha quedado tanto rato incrustado en mi despacho no ha sido por mí precisamente. Me ha dado la impresión de que estaba esperando que Bárbara volviera. Joan, ¿cómo es posible que no sepas ver los síntomas del amor en la cara de las personas ni siquiera cuando están tan claros y a la vista? El muchacho no daba pie con bola, estaba sofocado, ha tenido que hacer un gran esfuerzo para decidirse a venir aquí, y una vez ha conseguido entrar en el castillo… ¡Ella no está! Este muchacho está enamorado, Joan; la cosa no ofrece ninguna duda».

Cuando Bárbara había llegado, como siempre justo en el momento de irse a sentar a la mesa, Joan le había dicho:

«Esta tarde hemos recibido la visita de uno de tus enamorados, Bárbara: el sobrino de Lady Herriot. Ha venido a traer tu raqueta».

«¿Quién? ¿Bill Wray? ¿Y cómo habrá podido dar con ella? Ayer la buscamos todos en el club y no pudimos encontrarla».

«Te ha esperado mucho rato…».

«¡Oh, lo siento!… Esta tarde he ido al cine con las Crabbe, y por cierto que hemos visto una película de lo más imbécil. Sí, verdaderamente siento no haber estado aquí. ¿Os ha fastidiado mucho?».

«Nada de eso —había contestado Rodney—. Lo he encontrado un chico muy simpático y agradable. Hemos estado hablando de la política del Próximo Oriente. Me parece que tú, Bárbara, te habrías aburrido soberanamente».

«¡Al contrario! A mí me gusta mucho saber qué ocurre en esos países lejanos. ¡Me gustaría tanto ir allí! ¡Crayminster es tan aburrido! Y además Bill es un tipo mucho más interesante que los demás…».

«Si te aburres en Crayminster, Bárbara, lo que tienes que hacer es ponerte a trabajar en algo».

«¡Eso nunca! —había dicho Bárbara casi gritando—. Ya sabes, papá, que soy muy perezosa. No me gusta trabajar».

«Eso creo que es algo que nos pasa a todos, hija», había dicho Rodney.

Bárbara entonces había abrazado a su padre alegremente y había empezado a hacerle monadas.

«Papá, trabajas demasiado, siempre lo he dicho. ¡Es un escándalo!».

Después soltando el cuello de su padre, había añadido:

«Voy a llamar a Bill por teléfono. No sé qué me dijo de una excursión a Marsden…».

Rodney la había seguido con la mirada hasta que la había visto coger el teléfono. Su mirada indicaba curiosidad y perplejidad.

A Rodney le había gustado Bill Wray; sí, no cabía duda, le había gustado desde el principio. ¿Por qué entonces se había mostrado tan ansioso y casi acongojado cuando Bárbara, unos días después, le había dicho, rápida como un rayo, que acababa de hacerse novia de Bill, y había añadido que habían decidido casarse en seguida para que ella pudiera acompañarlo cuando se marchara otra vez a Bagdad?

Bill era joven, de muy buena familia, con una buena fortuna personal, y con mucho porvenir por delante. ¿Por qué Rodney se había mostrado tan reticente, pues, y había sugerido que el noviazgo durara más? ¿Por qué a partir de aquel momento se le había notado tan inquieto y hasta descontento? ¿Y por qué antes del matrimonio había insistido tanto en que Bárbara era demasiado joven?

Pero a pesar de las protestas de su padre, Bárbara se había casado.

Seis meses después de la partida del joven matrimonio para Bagdad, Averil había anunciado su boda con un agente de bolsa, Edward Harrison Wilmott, hombre de unos treinta y cinco años, reservado, inteligente y con una sólida posición económica.

Todo se había arreglado a las mil maravillas, pensaba Joan. A decir verdad, a Rodney no parecía haberle entusiasmado el matrimonio de Averil. Cuando Joan le había pedido su opinión, se había limitado a decir: «No se podía esperar mejor solución, Edward es un buen hombre».

Tras el matrimonio de Averil, Joan y Rodney se habían quedado solos. En efecto, Tony tras haber sufrido un fracaso en los exámenes finales de la escuela de agricultura —cosa que había hecho concebir serias inquietudes por su porvenir—, se había marchado a Rodesia, donde, gracias a un cliente de Rodney, explotaba una vasta plantación de naranjos. Mandaba continuamente cartas a sus padres llenas de entusiasmo, pero excesivamente lacónicas quizá. Un buen día había escrito anunciando que se casaba con una muchacha de Durban. Aquella noticia había horrorizado a Joan. ¿Cómo podía casarse Tony con una desconocida? Sin dinero además. ¿Y qué podían saber ellos de ella? Nada, absolutamente nada.

Rodney la había tranquilizado. Había que tener confianza en Tony. Según las fotos, la chica parecía muy mona y tenía cara de lista. Rodney estaba seguro de que podría ayudar mucho a Tony en su trabajo.

«Lo que yo temo —había dicho Joan—, es que se queden allí para siempre y que ya no vuelvan nunca más por aquí. ¡Habríamos tenido que obligar a Tony a que entrara en la sociedad, tendría que haber sido tu ayudante! ¡Yo siempre lo dije!… ¡Y lo dije cuando aún estábamos a tiempo!…».

Rodney sonrió y le dijo que no se obtiene ningún resultado satisfactorio obligando a la gente a hacer las cosas por la fuerza.

«Tal vez, Rodney, pero hablando francamente te diré que tu deber habría sido insistir más. Habrías terminado por convencerle; esto es lo que ocurre siempre en casos parecidos».

«Sí —había contestado Rodney—, es cierto. Pero era correr un enorme riesgo».

Joan le dijo claramente que no comprendía a dónde quería ir a parar con aquello. «¿Qué entendía él por un enorme riesgo?». Rodney había precisado: «Que tu hijo no fuera feliz».

Joan había replicado que ya empezaba a cansarse de oír siempre lo mismo; la felicidad, la felicidad. ¿Había que dejarse obsesionar hasta tal punto por aquello? ¡La felicidad no era el único fin en la vida! Había muchos otros, y mucho más importantes…

«¿Cuáles?», le había preguntado Rodney.

Tras un corto titubeo, Joan había contestado: «El deber, por ejemplo».

Rodney le había contestado que entrar en una sociedad de abogados no podía considerarse un deber.

Un poco molesta, Joan había dicho que él sabía perfectamente lo que ella quería decirle. Tony tenía el deber de suceder a su padre y de evitarle tan cruel decepción.

«Tony no me ha decepcionado», había contestado tranquilamente Rodney.

«¡Ah no! —había exclamado ella—. Pues no debe gustarte mucho saber que tienes a tu hijo en la otra parte del mundo, en un lugar donde jamás podremos ir».

«Desde luego —había dicho Rodney—, he de confesarte que echo mucho de menos a Tony. Era tan alegre y tan animado… Sí, su presencia cambiaba por completo el ambiente de esta casa; he de confesar que lo echo muchísimo de menos, en efecto».

«Estoy segura de que es así. ¡Fue una lástima que no te mostraras más severo con él!».

«Pero, Joan, ten en cuenta que se trataba de la existencia de Tony, no de la nuestra. La nuestra está terminada, con éxito o sin él… Desde el punto de vista del despliegue de la actividad, quiero decir».

«Sí —había contestado ella, luego había añadido—: Y nuestra existencia ha sido deliciosa, mejor dicho, sigue siéndolo aún».

«Me gusta oírtelo decir, Joan».

Y le había sonreído con aquella sonrisa tan bondadosa, aunque no exenta de cierta malicia, tan propia de él. Durante unos momentos pareció sonreír a un pensamiento oculto.

«Hay que reconocer —había dicho Joan— que tú y yo nos comprendemos perfectamente».

«Sí. No discutimos casi nunca».

«Y podemos considerarnos felices de que nuestros hijos sean también dichosos. ¡Qué pena si alguno de ellos hubiera acabado mal!».

«¡Me haces gracia, Joan!», había exclamado entonces Rodney.

«Es verdad, Rodney, habría sido una dura prueba para mí».

«Joan, no creo que haya nada que pueda llegar a ser una dura prueba para ti».

Joan se había quedado unos momentos considerando la cuestión: «Evidentemente, yo tengo un carácter muy equilibrado. Y creo que todos tenemos que procurar no dejarnos vencer por las contrariedades».

«¡Es un principio tan admirablemente práctico, Joan, ese tuyo!».

«¿No crees que resulta satisfactorio comprobar el buen éxito de nuestros esfuerzos para con nuestros hijos?».

Rodney había lanzado un suspiro:

«Sí… sí… es muy agradable».

Joan, riéndose y poniendo su mano en el brazo de su marido, le había dicho:

«Rodney, no seas tan modesto, por favor. No hay ningún otro abogado en toda la región que tenga más clientela que tú. Ganas mucho más que el tío Henry».

«Sí, el despacho nos va muy bien, desde luego».

«¡Y tanto! Hasta habéis tenido que coger otro socio. ¿Te molesta acaso?».

Rodney había movido lentamente la cabeza.

«¡Oh no, nada de eso! Necesitábamos sangre joven. Alderman y yo nos estamos haciendo viejos».

Efectivamente, había pensado Joan, los negros cabellos de Rodney ya casi eran grises.

Joan se levantó y miró su reloj.

La mañana transcurría relativamente rápida y por ahora aún no se había visto asaltada por aquella serie de pensamientos depresivos e incoherentes que tanto la habían atormentado en días anteriores.

Bien, todo aquello servía para probar que lo principal en todas las cosas era la disciplina. Tenía que canalizar sus recuerdos siguiendo un cierto orden y aceptar solamente aquellos que eran agradables y reconfortantes. Aquello precisamente era lo que había estado haciendo durante toda aquella mañana, todo había ido perfectamente. Dentro de hora y media ya sería la hora de la comida. Tal vez le iría bien salir a dar una vuelta procurando no apartarse demasiado del parador; el paseo le ayudaría a abrirle el apetito, cosa necesaria antes de sentarse a una mesa en la que se servían comidas tan fuertes. Sin pensarlo más subió a su habitación, se puso el sombrero de fieltro y salió.

El pequeño árabe estaba arrodillado sobre la arena con la cabeza vuelta hacia la Meca. Se prosternaba y se levantaba alternativamente, hablando en voz alta y con un acento extraordinariamente gutural.

El hindú, de puntillas, se colocó detrás de Joan y le dijo al oído:

—Está haciendo la plegaria de la mañana.

Joan asintió con un movimiento de cabeza. La aclaración no era necesaria. Veía perfectamente con sus propios ojos lo que estaba haciendo el chiquillo. Estaba diciendo: «Alá es grande y lleno de misericordia».

—Ya lo sé —le dijo Joan al hindú.

Y echó a andar lentamente hacia las alambradas que quedaban cerca de la estación.

Recordó perfectamente aquel día en que había visto a un grupo de árabes tratando de sacar del atasco a un viejo Ford: cada uno tiraba por su lado. Su yerno William le había explicado que, además de hacer tan meritorios esfuerzos, aunque estériles, estaban repitiendo continuamente: «¡Alá es grande!».

La ayuda de Alá les sería imprescindible, desde luego, había pensado Joan. ¡Iba a necesitar un milagro para soltar las ruedas del auto, si aquellos hombres seguían tirando en sentido inverso al que debían hacerlo, contraponiendo sus fuerzas en lugar de unirlas!

Lo más divertido era el aire de confiada resignación con que decían continuamente: «¡Inshallah! (Si Dios lo quiere)». Y se contentaban con eso, sin tratar de encontrar algún método más eficaz de lograr sus propósitos.

Aquel tipo de mentalidad a Joan la ponía furiosa. Había que tomarse la molestia de reflexionar y pensar en el mañana. Aunque tal vez en un lugar como Tell Abu Hamid aquello fuera una inutilidad.

«Si uno permaneciera largo tiempo aquí —pensó Joan—, acabaría por perder la noción de los días. Veamos —empezó a pensar—, hoy estamos a jueves… Eso es, hoy es jueves. Estoy aquí desde el lunes por la noche…».

Entretenida en tales pensamientos llegó hasta las alambradas. Un poco más allá vio a un hombre, vestido con uniforme y armado con un fusil. Quizá estaba de vigilancia en la vía férrea o en la frontera.

Parecía que estuviera durmiendo, pero Joan prefirió no avanzar más, por miedo a que se despertara súbitamente y se echara sobre ella. Aquel tipo de accidente, pensó, no debía ser nada excesivamente raro en Tell Abu Hamid.

Dio media vuelta y encaminó de nuevo sus pasos hacia el parador. Aquél era un modo como otro de matar el tiempo y de evitar el riesgo de caer de nuevo en aquella horrible sensación de agorafobia, si es que aquélla era exactamente la palabra.

No cabía duda, pensó con satisfacción, que la mañana había transcurrido muy aprisa. Sólo había pensado en cosas agradables: en el matrimonio de Averil con Edward, un hombre de toda confianza y muy rico. Averil tenía un piso en Londres formidable. También recordó las bodas de Bárbara y de Tony, aunque a decir verdad la de este último no le entusiasmaba demasiado. En el fondo no sabían ni quién era aquella chica. Tony no les había dado todas las explicaciones que un hijo debe a sus padres, no. Habría sido mucho mejor que Tony se hubiera quedado en Crayminster y que se hubiera puesto a trabajar en el despacho, mejor dicho, en la Compañía Alderman, Scudamore y Witney. Entonces se habría casado con una bonita inglesa que le habría ayudado a introducirse todavía más en sociedad. Habría seguido el camino que le habría trazado su padre y…

¡Pobre Rodney! Sus cabellos negros ya se habían vuelto grises, y no tenía ningún hijo dispuesto a reemplazarle…

Había que llegar a la conclusión de que Rodney se había mostrado débil con Tony. Tendría que haber usado más de su autoridad. Le había faltado firmeza. «Me gustaría saber en qué se habría convertido Rodney —se preguntó Joan—, si yo no hubiera hecho un acto de autoridad para obligarle a entrar en el despacho». Aquella alabanza dirigida a sí misma le alegró el corazón. Si no hubiera sido por ella hoy día posiblemente Rodney se vería lleno de deudas y tendría que hipotecar sus fincas como aquel desgraciado de Hoddesdon. Empezó a preguntarse si Rodney se habría llegado a dar cuenta alguna vez de la importancia del servicio que le había prestado.

Al preguntarse aquello se quedó mirando la línea movediza del horizonte. «Extraño efecto, parece un espejismo», pensó Joan.

Eso; un espejismo… Parecía como si grandes capas de agua brillaran en medio de la arena. Siempre había imaginado que en tales casos se veían ciudades, árboles, en fin algo más concreto.

Había que reconocer, sin embargo, que aquel espejismo de agua resultaba verdaderamente curioso: hacía pensar sobre lo que era en esencia la realidad.

«Un espejismo —pensó—, un espejismo…». Aquella palabra le parecía algo cargado de un terrible misterio.

Pero ¿en qué estaba pensando? ¡Ah sí! En Tony, en lo egoísta y poco considerado que había sido con ellos.

Siempre había sido difícil Tony: era dócil en apariencia, pero tenía una manera suave y curiosa de hacer siempre lo que le venía en gana. Y, a decir verdad, con ella nunca se había mostrado todo lo cariñoso que un hijo debe serlo con su madre. Prefería a su padre.

Le parecía estar viendo todavía a Tony, de siete años, entrando en plena noche en la habitación de Rodney diciendo serenamente:

«Papá, me parece que me he comido una seta venenosa. Me duele mucho el vientre y creo que voy a morirme, y por eso vengo aquí, quiero morir a tu lado».

Su dolor no procedía de una seta ni buena ni mala, sino de una apendicitis aguda de la que habían tenido que operarlo antes de las veinticuatro horas. Pero a Joan le seguía extrañando aún ahora que el chiquillo se hubiera ido a refugiar con su padre y no con ella. ¡Habría sido mucho más natural que un niño, sintiéndose enfermo, hubiera ido a pedir ayuda a su madre!

Sí, Tony les había dado muchas preocupaciones. Era perezoso y poco inclinado al estudio. Y, aunque era un niño muy guapo, de esos que una madre se siente orgullosa de pasear, no parecía tener excesivas ganas de salir nunca con ella y tenía la irritante costumbre de desaparecer así que ella lo llamaba para salir.

«Barniz protector», llamaba Averil a los manejos de Tony. Joan recordaba perfectamente que un día Averil había dicho: «Tony es mucho más hábil que nosotras, sabe cubrirse siempre de un barniz protector».

El comentario de Averil no había sido más explícito, pero a ella no le había gustado demasiado oírlo.

Miró su reloj. No valía la pena de que siguiera andando. La prudencia le aconsejaba volver al parador. La mañana había transcurrido magníficamente, sin dificultades, sin pensamientos odiosos, ni sensación de agorafobia…

«¡Vaya! —le pareció que le decía una vocecita interior—, parece que esté hablando una enfermera. ¿Por quién te tomas, Joan Scudamore? ¿Por una enferma? ¿Por una alienada? ¿Por qué te sientes tan satisfecha de encontrarte tan bien y al mismo tiempo te encuentras tan cansada? ¿Consideras una hazaña haber pasado la mañana agradablemente y normal?».

Apresuró el paso para volver al parador y se alegró de ver que para postre tenía melocotón en almíbar.

Después de haber desayunado, Joan se fue a tender un poco en la cama. ¡Si conseguía dormir hasta la hora del té sería una suerte para ella! Pero no sentía sueño. Su cerebro funcionaba rápidamente. Se esforzó, sin embargo, en mantener los ojos cerrados, pero aun así estaba completamente desvelada con los nervios a flor de piel, como se espera una catástrofe y hay que mantenerse en guardia para estar a punto de defenderse contra un peligro que se mantiene al acecho.

«Es preciso que recobre la calma —pensó—. Es preciso».

Pero no lo conseguía, permanecía alterada, el corazón le palpitaba con fuerza, se encontraba al borde de la ansiedad.

Aquel conjunto de síntomas le recordó un estado por el que ya había pasado otra vez. Trató de recordar cuál era y en qué circunstancias, y acabó encontrándolo. Había sido en la sala de espera de un dentista.

Era aquella misma aprensión, aquel mismo desasosiego, el deseo ferviente de conseguir tranquilizarse y evitar pensar y la convicción de que a cada minuto que transcurría se acercaba más y más el desenlace fatal…

Pero ¿qué desenlace?… ¿Qué era lo que ella temía?

¿Qué podía ocurrirle?

«Los lagartos —pensó— se han metido otra vez en sus escondrijos… Pero parece como si estuviera a punto de surgir la tempestad. En ese momento diríase que reina la calma que precede a las tempestades… Y sólo puedo esperar… y esperar».

¡Dios mío! Estaba pensando incoherencia tras incoherencia.

Miss Gilbey… La disciplina… Ejercicios espirituales.

¡Ejercicios espirituales! Sí, tenía que meditar, tal vez conseguiría tranquilizarse repitiendo Om… Pero ¿a quién pertenecía el Om? ¿A la teosofía o al budismo?

¡Oh no, no, había que mantenerse en la religión cristiana y meditar en nuestro Dios y en Su Amor y sobre todo, invocarlo, invocarlo! Empezó a murmurar: «Padre Nuestro que estás en los cielos…».

En aquel momento Joan vio a su difunto padre con toda claridad. Volvió a ver aquella barba negra de forma casi cuadrangular, al modo de los lobos de mar, los ojos de un azul de acero y mirada penetrante y recordó perfectamente cómo le gustaba que en la casa estuviera todo limpio y en orden. Un padre duro, pero bondadoso, tal era el Almirante en sus últimos tiempos.

Y Joan volvió a ver a su madre también, pequeña, vivaracha, descuidada, cariñosa y sencilla que se hacía perdonar de todos, incluso de aquellos a los que involuntariamente habría podido ofender.

A veces aparecía en las recepciones con unos guantes viejos, un traje arrugado y un sombrero colocado sobre un moño no demasiado bien hecho, pero siempre se mostraba tan contenta, satisfecha y completamente descuidada de su aspecto, lo que hacía encender de ira al Almirante, que empezaba entonces a sermonear a sus hijas y nunca a su mujer.

«¿No sois capaces de vigilar un poco cómo va vuestra madre? —refunfuñaba—. ¿En qué estáis pensando para dejarla salir de esta forma? ¡Sois unas descuidadas!».

Las tres chicas contestaban dócilmente: «Tienes razón, papá». Y por lo bajo se decían unas a otras: «¡Es cierto, tiene razón, pero mamá es incorregible!».

Joan quería mucho a su madre, desde luego, pero su amor filial no la ofuscaba hasta el punto de no darse cuenta de que resultaba verdaderamente difícil vivir con una mujer como aquélla que carecía de la menor noción del sentido del orden y que era una inconsciente, inconsciencia que apenas lograba hacer olvidar su belleza, su optimismo y su buen corazón.

Joan apenas había podido creer en lo que veían sus ojos cuando una vez, arreglando los papeles que había dejado su madre al morir, había encontrado una carta que el Almirante le había escrito a su esposa con ocasión de sus veinte años de matrimonio:

¡Sufro amargamente de pasar este día lejos de ti, mi bienamada! Ojalá que esta carta consiga decirte lo que tu amor ha representado para mí en el transcurso de estos años de feliz unión, puedo asegurarte que te quiero todavía más ahora que antes. Tu amor ha sido la bendición suprema de mi vida, doy gracias a Dios por haberte puesto en mi camino…

Joan nunca se habría llegado a imaginar que su padre experimentara por su madre sentimientos tan apasionados…

Se quedó un momento reflexionando: «Pronto hará veinticinco años, en diciembre, que Rodney y yo nos casamos. Poco falta para nuestras bodas de plata. ¡Qué bonito sería que me escribiera una carta como ésa!».

Empezó a imaginar la carta:

Querida Joan, siento la necesidad de expresarte todo mi reconocimiento por cuanto has hecho por mí. Nunca has podido imaginar, estoy seguro, que tu amor ha sido la bendición suprema…

«No —pensó Joan, interrumpiendo aquel ejercicio de pura imaginación—, aquello no podía ser… resultaba imposible imaginarse a Rodney redactando semejante carta… Y sin embargo, él la amaba… La amaba tiernamente…».

¿Por qué tenía que decirse aquello en tono de desafío? ¿Por qué notaba que se le encogía el corazón al pensar en Rodney? ¿En qué estaba pensando antes de dejar volar tanto su imaginación?

¡Ah sí!… Había empezado a pensar en cosas espirituales y había acabado distrayéndose en simples cuestiones prosaicas, y hasta había acabado pensando en sus padres, ¡muertos hacía tantos años! ¡Muertos, y la habían dejado sola, completamente sola en el desierto, en aquella horrible habitación tan parecida a la celda de una cárcel…!

Bueno, tenía que pensar en sí misma; no había otra solución…

Se levantó de un salto. Era inútil que permaneciera en la cama si no podía dormir.

Sentía verdadero odio por aquella habitación de paredes desnudas y ventanucos con rejas. Se ahogaba allí dentro. Se sentía pequeña, minúscula, reducida al estado de insecto; ella, que estaba deseando encontrarse en un vasto salón con mucho aire, adornado con elegantes cortinajes de terciopelo y con un hermoso fuego encendido en la chimenea. Lo que a ella le gustaba era vivir rodeada de gente, ir a visitar a sus amigas, o recibirlas en su casa.

¡Tenía que llegar en seguida el tren! ¡No podía esperar más! ¡O un auto! ¡O cualquier otro vehículo, daba igual! ¡Tenía que marcharse! ¡Marcharse! ¡Pronto!

—¡No puedo quedarme aquí! —dijo Joan en voz alta—. ¡No puedo quedarme aquí más tiempo!

«Hablar sola es un mal síntoma», se dijo.

Tomó un poco de té y decidió salir. Permanecer en la habitación era algo que estaba por encima de sus fuerzas.

Dar un paseo tal vez le impediría sumirse en aquellas descabelladas reflexiones. Reflexionar, aquello era lo malo. «Los seres que viven aquí ninguno lo hace —se dijo Joan—, ni el hindú ni aquel chiquillo árabe ni el invisible cocinero».

«A veces me siento y pienso, otras veces me siento y no pienso en nada».

¿Dónde había oído o leído aquella frase? ¡Qué admirable manera de vivir! Ya que quería evitar el reflexionar, iba a contentarse con andar procurando no alejarse demasiado del parador, para el caso… eso, para el caso de que… Describiría un vasto círculo. Iría dando vueltas como un animal. Era humillante. Sí, muy humillante, pero totalmente necesario. Tenía que tener grandes cuidados consigo misma, grandes cuidados si no…

Si no, ¿qué ocurriría? Lo ignoraba. Pero estaba permitido ignorarlo todo. Evitaría pensar en Rodney. Y no tenía que pensar en su hija Averil ni en Tony y tampoco en Bárbara. Tenía que apartar de su mente el recuerdo de Blanca Haggard y también el de las flores rojas del rododendro. ¡Sobre todo tenía que evitar pensar en los capullos rojos del rododendro! Y tampoco debía recitar poesías.

Y no debía pensar tampoco en Joan Scudamore. «Joan Scudamore soy yo. No… Sí… ¡Sí!…».

«Si te vieras obligada a no pensar más que en ti misma, ¿qué descubrirías?».

«¡No lo quiero saber!», dijo Joan casi en un grito.

El ruido de sus propias palabras la sorprendió. ¿Qué pretendía ignorar?

«He entablado un combate —pensó Joan— y lo tengo perdido de antemano».

Pero ¿contra quién luchaba? Eso, ¿contra quién?

«No importa ni me interesa lo más mínimo».

Era mejor permanecer en la incertidumbre.

Resultaba sorprendente aquella impresión de sentirse lado a lado con un ser al que se sabía profundamente unida. Sólo tenía que volver la cabeza para saber quién era… la volvió: no había nadie, nadie, en ninguna parte…

Sin embargo, volvió a experimentar aquella extraña impresión de tener a alguien detrás siguiéndole los pasos… Tuvo miedo.

Ni Rodney, ni Averil, ni Tony, ni Bárbara, podían ayudarla ni sacarla de allí, ni ninguno de ellos se preocupaba de ella lo más mínimo. ¡Todos ignoraban el peligro en que se hallaba!

Decidió volver al parador para alejarse de aquel ser invisible que parecía estar persiguiéndola continuamente…

El hindú estaba sentado delante de la puerta. Vio acercarse a Joan andando trabajosamente y se la quedó mirando de tal modo que ella se aterrorizó.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Joan.

Memsahib parece enferma. Tal vez tener fiebre.

¡Claro! ¡Era eso! ¡Naturalmente! ¡Tenía fiebre! ¡Qué tontería no haber pensado antes en ello!

Joan subió trabajosamente a su habitación. Tenía que tomarse la temperatura y buscar la quinina. Tenía que haberla metido dentro de la maleta, pero ¿dónde? Encontró el termómetro y se lo puso en la boca.

La fiebre, naturalmente, había sido la fiebre la que había engendrado todos aquellos males. Aquella incoherencia, aquellos estremecimientos imprecisos, sus aprensiones y la aceleración de los latidos de su corazón, todo procedía de la fiebre.

Se quitó el termómetro y lo miró con todo cuidado; 36º 8… Y sin embargo, se sentía totalmente agotada…

* * *

Estuvo toda la tarde pensando en una posible enfermedad, sentía una horrible inquietud. No había sufrido ninguna insolación y ni siquiera tenía fiebre. ¡Eran sus nervios los que fallaban!

«Es una crisis de nervios sólo», había oído decir a menudo Joan, e incluso ella misma había utilizado aquella frase muchas veces al referirse a otras personas. Pero entonces no entendía nada de todo aquello. Ahora, en cambio, sabía perfectamente lo que significaba. «Era una crisis de nervios sólo». Pero ¡qué infierno!

Habría necesitado un médico, un buen médico, una casa acogedora y una enfermera cariñosa y comprensiva que no se apartara nunca de la cabecera de su cama.

«Mrs. Scudamore no debe estar sola ni un minuto…».

Y muy al contrario, estaba encerrada entre los fríos muros de algo muy parecido a una cárcel, en medio del desierto, en compañía de un hindú bastante estúpido, de un chiquillo árabe imbécil y de un cocinero que en aquellos momentos debía estar preparándole una cena a base de arroz, salmón de lata, judías y huevos duros…

«Lo peor de lo peor, incluso en cuestión de comida —pensó Joan— para mi estado de salud…».

* * *

Después de la cena, se retiró de nuevo a su habitación y se quedó mirando el tubo de aspirinas. Le quedaban dos comprimidos. Febrilmente se tomó los dos. No le quedaría nada para el día siguiente pero debía tomar algo inmediatamente. «Nunca más —se dijo ella— me iré de viaje sin llevarme un buen somnífero conmigo».

Se desnudó y se tendió en la cama no sin cierta aprensión.

Afortunadamente consiguió dormirse casi inmediatamente.

Soñó que estaba en una inmensa cárcel, llena de intrincados corredores. Trataba de escaparse, pero no lo conseguía. Y sin embargo, ella estaba segura, completamente segura de que conocía la salida…

«Sólo tienes que hacer memoria —oyó que se decía a sí misma— y tratar de recordar».

Se despertó normalmente. Estaba mejor, pero un poco cansada.

«¡Trata de recordar!», continuaba repitiéndose maquinalmente.

Se levantó, se lavó, se arregló y bajó a desayunar; sentía algo de miedo por lo del día anterior, pero aquella mañana se encontraba perfectamente.

Se sentó en un sillón y permaneció inmóvil.

«Ahora empezará todo otra vez —pensó— y no puedo hacer nada».

Decidió salir. Lo haría un poco más tarde.

No trataría de pensar sobre nada determinado ni intentaría tampoco evitar sus pensamientos. Ambos esfuerzos resultarían demasiado fatigosos. Dejaría que sus pensamientos vagaran libremente a su antojo…

Le pareció estar viendo de nuevo el despacho de la Compañía Alderman, Scudamore y Witney… y los títulos de los expedientes.

Vio claramente la cara de Peter Sherston por encima de la mesa de su despacho, un rostro lleno de vivacidad e inteligencia. Se parecía extraordinariamente a su madre. Bueno, no del todo: los ojos eran de Charles Sherston, miraban de la misma manera, un poco de soslayo.

«Yo no le tendría tanta confianza —pensaba Joan siempre que lo veía—, si estuviera en el lugar de Rodney».

¡Qué extraño, que instintivamente hubiera sentido aquella desconfianza hacia el muchacho!

Tras la muerte de Leslie, Sherston se había hundido totalmente. Muy pronto sus continuas borracheras lo habían llevado a la tumba. De los niños se habían hecho cargo tíos y tías. La pequeña había muerto a los seis meses. El mayor, John, que había entrado a trabajar en «Aguas y Bosques», actualmente estaba en Birmania. Decían que John era emprendedor como su madre y que posiblemente conseguiría labrarse una buena posición en poco tiempo.

El pequeño, Peter, había ido a ver un día a Rodney y le había pedido un empleo en la Compañía.

«Mi madre me decía siempre, señor, que usted me ayudaría en todo lo que pudiera», le había dicho de un tirón.

Era un muchacho simpático, sonriente, amable y muy trabajador. A Joan siempre le había parecido el mejor de los dos hermanos.

Para Rodney había sido un placer poderlo emplear. Le gustaba tener a aquel muchacho a su lado, ahora que Tony había preferido marcharse tan lejos.

Con el tiempo tal vez Rodney habría acabado por considerar a Peter como a su propio hijo. A menudo lo invitaba a su casa. Peter gustaba a todo el mundo, era amable, simpático, sin llegar a ser empalagoso como su padre.

Cierto día Rodney había vuelto a casa con aire muy preocupado y abatido. Cuando ella le había preguntado qué le ocurría, él, con mucha brusquedad, le había contestado que nada, absolutamente nada, pero una semana más tarde le dijo que Peter se iba del despacho porque se había empleado en una oficina de aviación.

«¡O Rodney! ¡Con lo bueno que has sido con él! ¡Y yo también me he comportado lo mejor que he podido con ese chico!».

«Sí. Le habíamos tomado mucho afecto, es cierto».

«¿Qué ha ocurrido? ¿No hacía bien su trabajo?».

«Nada de eso, es un buen matemático y trabajaba duro».

«También su padre, ¿no?».

«Sí. Pero a todos estos chicos les entusiasma la mecánica y los nuevos descubrimientos de la aviación».

Joan ya no lo escuchaba. Estaba sumida en sus propias reflexiones.

«Rodney, ¿no ha ocurrido nada más? ¿Nada grave quiero decir?».

«¿Grave? ¿Qué quieres insinuar con eso?».

«Bueno, si se pareciera a su padre… Tiene la misma cara que su madre, pero mira de soslayo como su padre. Rodney, ¿ha hecho algo malo? Dímelo».

Rodney, tras un breve titubeo, había contestado midiendo mucho las palabras:

«Hemos comprobado un ligero error…».

«¿En las cuentas? ¿Se ha quedado con algo de dinero acaso?».

«Prefiero no hablar de esto, Joan. La cosa verdaderamente tenía muy poca importancia».

«¡Vaya, salió ladrón como su padre! La herencia es algo sorprendente, desde luego».

«Muy sorprendente, sí».

«¿Lamentas que no haya heredado de parte de la madre, Rodney? Pensándolo bien, no creo que Leslie fuera una mujer extraordinaria tampoco».

Rodney había contestado secamente entonces: «A mi modo de ver, era una mujer verdaderamente notable. Se dedicó a un trabajo y obtuvo pleno éxito».

«¡Pobre mujer!».

Rodney había contestado con cierta ironía:

«Me molesta que la compadezcas continuamente».

«Rodney, ¡parece mentira que digas eso! La pobre tuvo una vida de lo más triste».

«No soy de tu misma opinión».

«Y su muerte…».

«Joan, por favor, deja ya de hablar de eso».

Y tras decir aquello, había dado media vuelta y se había marchado.

Joan sabía perfectamente que todo el mundo le teme al cáncer… La gente incluso evita pronunciar esa palabra. Mientras se puede, se emplean perífrasis. Se habla de una enfermedad peligrosa, de una operación grave, de un mal incurable… Hasta Rodney evitaba llamar a aquella dolencia por su nombre. Es una enfermedad de la que uno no sabe jamás… Hay mucha mortalidad. Y esa enfermedad siempre parece atacar a la gente más sana, a personas que nunca han estado enfermas.

Joan recordó el día en que se había enterado de aquello; había sido en el mercado, se lo había dicho Mrs. Lambert.

«Joan, ¿sabes lo de la pobre Mrs. Sherston?».

«No. ¿Qué?».

«¡Ha muerto! —había exclamado Mrs. Lambert con emoción. Después, bajando la voz, había añadido—: De un mal incurable… de esos que ya no vale la pena ni operar… Me han dicho que sufrió mucho antes de morir. Pero era tan enérgica que aun así trabajó hasta quince días antes de su muerte. No dejó de trabajar hasta que sólo logró sostenerse ya a base de morfina. Mi sobrina la vio hace seis semanas. Ya no tenía remedio, se quedó con la piel y los huesos, pero fue siempre la misma, hasta el final conservó su buen humor. Me da la impresión de que cuando se padece esta enfermedad nadie se da cuenta de que es un caso perdido… ¡Pobre mujer, vaya vida! En realidad, con todo lo que pasó se puede decir que la muerte aún debió ser un descanso para ella…».

Joan había vuelto apresuradamente a casa para decírselo a Rodney. Éste le había contestado muy sereno:

«Sí, ya lo sé. Como ejecutor testamentario me pusieron al corriente inmediatamente».

Leslie Sherston no poseía gran cosa y lo poco que tenía no era difícil de repartir entre sus hijos. Pero una cláusula de su testamento había excitado la curiosidad en Crayminster: el deseo de ser enterrada en esa ciudad. «Porque —decía textualmente la cláusula testamentaria— en ella fui feliz».

Por eso los despojos de Leslie Adeline Sherston habían sido traídos a Crayminster y descansaban en el cementerio de la iglesia de Santa María.

A algunos les había extrañado tal deseo, pues había sido en Crayminster donde Sherston se había visto acusado de desfalco en el banco. Otros, en cambio, decían que lo comprendían perfectamente. La infortunada Leslie había pasado unos años felices en aquella ciudad, antes del escándalo y debía de considerar aquel lugar como algo parecido al paraíso perdido…

Pobre Leslie… El drama seguía encarnizándose sobre aquella familia, desde luego, porque Peter, poco después de haber obtenido su título de piloto, se había estrellado en su aparato y había hallado la muerte en aquel accidente.

Aquella noticia había sumido a Rodney en un estado de excitación verdaderamente extraño. Por un raro escrúpulo parecía que se reprochara a sí mismo la muerte de Peter.

«Pero, Rodney, no sé por qué se te ha metido esta idea en la cabeza. ¿Qué tienes que ver tú con eso?».

«Leslie me había confiado a su hijo. Le había dicho que yo le ayudaría en todo…».

«Bueno, y eso fue lo que hiciste. Ya lo empleaste en el despacho».

«Sí, es verdad…».

«Y robó, y no dijiste nada a la policía… Fuiste tú mismo quien devolviste el dinero; ¿no?».

«Sí, sí, pero no se trata de eso ahora. Lo que me atormenta es pensar que había sido la misma Leslie quien me lo había confiado, tal vez porque lo sabía débil y con las malas inclinaciones de su padre. John estaba en buen camino, era Peter el que la inquietaba. Sabía su defecto y me lo confiaba a mí para que velara por él. Este chico tenía extrañas cualidades, le gustaba lo ajeno, como a Sherston, pero tenía el valor de Leslie. Armadale me escribió hace poco diciendo que nunca había tenido mejor piloto: "El muchacho era muy intrépido, pero al mismo tiempo sabía hacer uso a tiempo de una prudencia excepcional". Se había presentado como voluntario para probar un nuevo tipo de avión. La tentativa era peligrosa y en ella había hallado la muerte».

«¡Sí, pero tuvo una muerte verdaderamente honorable y gloriosa!».

Rodney se había reído despreciativamente.

«Sí, claro, Joan. Pero eso que acabas de decir, ¿lo dirías con igual satisfacción si se tratara de tu propio hijo? ¿Te sentirías satisfecha de que Tony hubiera muerto de ese modo?».

Joan había abierto extraordinariamente los ojos.

«¡Pero Peter no es nuestro hijo, Rodney! ¡No se pueden hacer comparaciones de ese tipo!».

«Estoy pensando en Leslie y en lo que habría sufrido».

En la penumbra del parador Joan notó que se estremecía ligeramente sentada en aquel sillón. ¿Por qué todo lo referente a los Sherston la obsesionaba de tal modo desde que estaba en el desierto? Tenía otros amigos, amigos con los que había trabado mejor amistad que con los Sherston.

En realidad, nunca había sido muy amiga de Leslie, cosa que no había impedido que la compadeciera profundamente. ¡Pobre Leslie, descansaba ya bajo una losa de mármol…!

Joan se estremeció otra vez. «Tengo frío —se dijo—. Tengo frío y alguien está andando sobre mi tumba».

Pero era en la tumba de Leslie en la que estaba pensando hacía un momento…

«Hace frío aquí —pensó de nuevo Joan—. Hace frío y está todo oscuro. Quiero ver el sol. No quiero permanecer más aquí».

Sobre los capullos de mayo soplan los duros vendavales.

¡Salir! ¡Tenía que salir a ver el sol! Alejarse de aquellas obsesiones… Había permanecido demasiado tiempo en aquella habitación de paredes desnudas que tanto se parecía a una tumba.

La tumba de Leslie… Rodney en el cementerio…

Leslie… Rodney…

Tenía que salir…

¡Ver el sol!

Aquella habitación era demasiado fúnebre.

Tenía frío. Estaba sola.