Resultaba completamente natural que a la noche siguiente, Joan soñara con Miss Gilbey. La había visto tocada con un casco colonial, andando a su lado por el desierto y diciéndole con su voz dogmática: «Tendrías que prestar un poco más de atención a los lagartos, Joan. Estás floja en Historia Natural». A lo que había contestado Joan automáticamente: «Sí, Miss Gilbey». La directora había añadido:
«Joan, no trates de fingir que no entiendes lo que te digo. Sabes perfectamente a lo que me refiero, hay que tener disciplina, pequeña».
Joan se despertó y durante unos segundos creyó encontrarse de nuevo en Santa Ana. Había que reconocer que aquella habitación del parador resultaba bastante igual al dormitorio del colegio. La sencillez y escasez de los muebles, las camas de hierro y el aspecto tan higiénico como antiestético de los muros eran exactamente iguales.
«¡Dios mío! —pensó Joan—, ¡voy a tener que pasar otro día aquí!».
¿Por qué había soñado que Miss Gilbey le decía: «Hay que tener disciplina?».
«Bueno —se dijo entonces Joan—, la verdad es que un poco de disciplina no me vendría mal». La víspera había sido muy tonta de abandonarse a aquel estado de exaltación tan inmotivado. Tenía que aprender a disciplinar más sus pensamientos, y tratar de examinar a fondo aquella impresión de miedo que había experimentado, llamada técnicamente agorafobia.
Afortunadamente, ahora se encontraba perfectamente, en el interior del albergue. Quizá lo más razonable sería no poner los pies fuera.
Pero no se sentía capaz de permanecer encerrada allí todo el día. Aquel lugar casi siniestro lleno de olor a grasa la ponía mala… ¡Y pensar que tenía todo el día por delante sin nada que hacer!…
«¿Qué debían hacer los presos en sus celdas? Bueno, a los presos les debían imponer horas de ejercicio y de trabajo, de lo contrario se volverían locos», pensó Joan.
La reclusión en solitario engendra la locura, no cabe duda.
La reclusión solitaria… día tras día… semana tras semana…
Pero ¿qué estaba pensando? ¿Creía acaso que hacía semanas ya que estaba allí? En realidad, hacia sólo… ¡dos días! ¡Eso!
¡Dos días sólo! Era algo increíble. ¿Cómo decía aquel poema de Ornar Khayyam? Aproximadamente: «Soy yo, con los diez mil años de ayer». ¿Por qué no podía recordar nada textualmente?
Había que prestar atención, aquellos esfuerzos de memoria que había hecho para recordar algunos versos de Shakespeare no habían sido un éxito precisamente. Es cosa sabida que la poesía ejerce un efecto turbador en la psique, la emoción turba el alma… pero no había que divagar. ¿Qué haría? Lo mejor sería pensar sobre temas de moral. Ella siempre había sido una persona muy moral.
«Tú, eres fría como un pez…».
¿Por qué aquella frase de Blanca venía a interrumpir el hilo de sus pensamientos? ¡Era una frase de lo más vulgar, muy propia de una persona como Blanca!
«¡Claro! —se dijo Joan—. Así debía ser como debían verla aquellas personas que, como Blanca Haggard, se dejaban arrastrar continuamente por sus pasiones. Posiblemente, Blanca no tenía la culpa de ser tan desvergonzada. Así era por naturaleza. En sus tiempos de adolescente no podían adivinarse aquellas tendencias: ¡era tan bonita y bien educada!, pero ya debían anidar en el fondo de su ser».
«¡Fría como un pez!»… ¡Qué horror!
Lo lamentable era que Blanca no consiguiera ser un poco más templada de lo que por desgracia era.
Al parecer, había llevado una vida de lo más deplorable.
¡Oh sí, francamente deplorable!
¿Qué había dicho?: «Siempre puede pensar una en sus pecados».
¡Pobre Blanca! Menos mal que había estado de acuerdo en admitir que este tipo de pensamientos no podían existir tratándose de ella, ¡de una persona como Joan Scudamore! Se había dado perfecta cuenta de la diferencia que existía entre ambas. Daba la impresión de que durante todo el tiempo había estado pensando que ella no acabaría nunca de enumerar la serie de ventajas de que había gozado hasta el momento. (Era cierto, posiblemente, que siempre se tendía a considerar la suerte como algo completamente natural). Y luego, ¿qué había dicho? Algo muy curioso…
¡Ah, sí! Se había preguntado si no teniendo uno nada más que hacer que reflexionar durante días y días, no llegaría a descubrir cosas ignoradas sobre sí mismo.
Era una idea que valía la pena meditarla.
Sí, podía dar lugar a interesantes reflexiones.
Blanca había dicho que ella, por su parte, no intentaría jamás hacer semejante ejercicio…
Al decir aquello había parecido casi asustada.
«Me estoy preguntando —se decía Joan— si en efecto se podría llegar a descubrir uno mismo. Evidentemente, yo no tengo costumbre de dedicarme a la introspección. No soy de ese tipo de mujeres que se repliegan sobre sí mismas. ¿Quién sabe qué opinión tienen de mí los demás?… No me refiero a la gente de la calle, sino a mi propia familia».
Trató de acordarse de juicios expresados por otros sobre ella.
Bárbara una vez le había dicho: «¡Oh, mamá, qué bien sabes mandar a las criadas! ¡Las conviertes en auténticas perlas!».
Era una manera como otra de hacerle justicia, una prueba de que sus hijos sabían apreciar su talento de ama de casa. Y era un cumplido del todo merecido, no cabía duda. Las sirvientas la querían mucho o por lo menos nunca trataban de desobedecer sus órdenes. Claro que si alguna vez estaba enferma, no parecía que les importara demasiado, pero ella tampoco hacía nada para hacerse compadecer en tales casos. Trató de acordarse de lo que le había dicho una cocinera cuando se había despedido. Aquella mujer dijo que no podía continuar a su servicio porque ella jamás le dirigía una palabra amable. ¡Qué estupidez!
«Señora, siempre con sermones cada vez que una se equivoca, y nunca una palabra amable cuando todo va bien; le aseguro que así no hay quien aguante en una casa».
Joan recordaba que le había contestado muy digna:
«Sabe usted perfectamente que estoy muy contenta de usted. Cuando no digo nada es porque estoy contenta de su trabajo».
«Quizá sí, señora, pero resulta descorazonador, todos tenemos nuestro amor propio. El otro día mismo me di un trabajo horrible para conseguir que el estofado a la española saliera como a usted le gusta, ¡y la señora ni una palabra!».
«Estaba muy bien, es cierto».
«Sí, señora. Así lo consideré porque la fuente volvió vacía a la cocina, pero lo que digo, ¡usted ni palabra!».
«¡Bueno! —dijo Joan con impaciencia—. ¡Es usted de lo más susceptible! La he contratado para que se ocupe de la cocina y creo que la pago bien».
«Sí, señora, no hay nada que objetar del sueldo».
«Entonces ya puede comprender que si no le digo nada es porque todo va bien. Si hay algo en su trabajo que no me gusta, se lo digo y ya está».
«Es cierto, señora».
«No le gusta que le hagan observaciones, a su trabajo, ¿verdad?».
«No, señora, pero no es eso. Mire, creo que es inútil que sigamos discutiendo. A finales de mes me voy».
«El servicio se ponía imposible —pensó Joan—; las chicas cada vez se volvían más susceptibles, exigentes e insaciables. En cambio, Rodney siempre gozaba de todas las simpatías, debía ser porque era un hombre. Siempre le servían a gusto las criadas. Sería porque Rodney se lo dejaba pasar todo».
Un día Joan se había quedado estupefacta al oírle decir:
«¡No riñas a Edna! Su novio ha empezado a salir con otra y la chica está pasando un mal momento».
«¿Y cómo sabes tú eso, Rodney?».
«Me lo ha dicho ella esta mañana».
«¡Qué raro que te haya elegido a ti como confidente!».
«Bueno, he visto que tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar y entonces le he preguntado con tacto qué le pasaba».
«Rodney —pensó Joan— era de una bondad excepcional».
Un día ella le había dicho:
«Rodney, me extraña que con la cantidad de casos desagradables que pasan por tus manos no aborrezcas a la humanidad».
«Sería algo que podría haberme sucedido, desde luego, pero afortunadamente no ha sido así. Creo que un abogado de una pequeña ciudad acaba por conocer los íntimos repliegues del alma humana mejor que nadie, como un médico; pero eso sólo sirve para que sienta más compasión por la humanidad, tan sujeta siempre al miedo, a la duda, a la envidia y, sin embargo, a veces, cuando menos se espera, tan generosa y tan valiente. El único consuelo que proporciona mi trabajo tal vez es precisamente que obliga a hacer continuos ejercicios de piedad».
Joan había estado a punto de decirle: «¿Consuelo? ¿Qué quieres decir con eso?», pero sin saber por qué se había callado. Era preferible callarse y evitar la cuestión.
Cosa que no había impedido que se hubiera quedado un buen rato pensando en lo extraordinariamente emotivo que era Rodney.
La bondad de Rodney se ponía de manifiesto con la historia aquella del viejo Hoddesdon y su hipoteca. Joan se había enterado no por Rodney, sino por la sobrina de Hoddesdon. Aquel día Joan había vuelto a su casa perpleja. ¿Cómo era posible que Rodney hubiera hecho un préstamo de su dinero particular?
Cuando se lo había dicho, Rodney había parecido molesto. Se había puesto colorado y había dicho de mal humor:
«¿Quién te lo ha dicho?».
«La sobrina de Hoddesdon —había contestado ella. Luego había añadido—: ¿Por qué no podías hacer el préstamo como hacen los demás? En las mismas condiciones legales, quiero decir».
«La garantía de honradez, desgraciadamente, no es suficiente para los negocios. Hoy día es difícil hipotecar la tierra».
«Entonces, ¿por qué le hiciste este préstamo?».
«¡Oh! Sé que me lo devolverá. Hoddesdon es un excelente granjero. Ha sido la falta de capital y estas dos estaciones seguidas tan malas lo que lo han llevado a la ruina».
«Vaya, ya lo veo, está en mala situación en este momento y ha tenido que pedir un préstamo. Francamente, Rodney, no creo que hayas hecho ningún buen negocio».
De repente y sin que ella supiera exactamente por qué, Rodney se había puesto como una fiera.
«¿Sabía acaso ella, ni por asomo, en qué condiciones se encontraban los campesinos de la región? ¿Conocía sus dificultades por casualidad? ¿Estaba enterada de la política tan corta de vista que el gobierno estaba llevando a cabo con ellos?». Tras aquellas preguntas se habían lanzado a un largo discurso lleno de datos sobre el estado de la agricultura en Inglaterra, para acabar describiendo finalmente, con cálida indignación, las desgracias personales del viejo Hoddesdon.
«Esa clase de dificultades puede sufrirlas cualquiera. Lo mismo me habría ocurrido a mí si hubiera estado en la misma situación. Se debe a la falta de capital y a la mala suerte. Y permíteme que te diga, Joan, que eso no es nada que te ataña. Yo no intervengo en la manera como cuidas de la casa y de los niños. Tú te ocupas de tu trabajo y yo del mío».
Aquellas palabras la habían herido. Rodney había hablado de un modo que no le era habitual. Nunca habían estado tan cerca de una disputa.
¡Y todo por aquel hombrecillo insignificante, por Hoddesdon! Rodney parecía sentir por él una simpatía desbordante. El domingo por la tarde iba a la granja y se quedaba allí hablando horas y horas con él; cuando volvía a casa sólo sabía hablar de cosechas, enfermedades del ganado y otras cosas parecidas desprovistas de todo interés. Llegaba hasta a importunar a los invitados con aquel tipo de conversaciones.
Tanto era así, que en una garden-party Joan se había sentido intrigada al ver a Mrs. Sherston y a Rodney sentados juntos en un banco: Rodney hablaba con tal entusiasmo que Joan se había preguntado intrigada qué demonio debía estar contándole para mostrarse tan interesado en la conversación y por qué Mrs. Sherston parecía estar bebiendo sus palabras. Pues bien, aquello tan importante de que estaba hablando Rodney era, nada más y nada menos, que de la necesidad que había de preservar la pureza de la raza de las vacas lecheras de la región.
A Joan le costaba creer que aquello pudiera tener algún atractivo para Leslie Sherston, que escuchaba a Rodney con profunda atención mientras lo miraba atentamente como si le interesaran enormemente aquella serie de cosas que estaba diciendo y de las que no entendía ni una palabra.
Acercándose a ellos, Joan había dicho con suavidad:
«Rodney, no deberías aburrir tanto a Mrs. Sherston contándole todo esto». (Aquella escena había tenido lugar poco después de que los Sherston hubieran llegado a Crayminster cuando los dos matrimonios no se conocían aún íntimamente). Rodney se había puesto súbitamente serio y se había excusado con Leslie. Pero ésta había replicado con su jovialidad y franqueza habituales:
«Se equivoca usted, Mr. Scudamore me estaba contando cosas verdaderamente interesantes».
Y sus ojos brillaron de tal modo que habían hecho pensar a Joan: «Esta mujer debe tener un temperamento muy fogoso».
En aquel momento Myrna Randolph había acudido un poco acalorada y había llamado a Rodney:
«Rodney, te estoy esperando para que vengas a jugar esta partida conmigo. No me hagas esperar».
Y, con aquel encanto tan suyo, que sólo podía tolerarse en una muchacha como ella, había tendido sus dos manos hacia Rodney y lo había hecho levantar casi a la fuerza sonriéndole en plena cara y se lo había llevado hacia el campo de tenis sin pedirle ni siquiera si estaba de acuerdo.
Andando a su lado había pasado familiarmente su brazo por debajo del de Rodney y había levantado la cabeza para quedárselo mirando a los ojos. Llena de cólera, Joan había pensado:
«No soy celosa, menos mal. Aunque estoy segura de que a los hombres no les gustan estas chicas que les van detrás tan a la descarada».
Después, con el corazón oprimido, se había preguntado si sería verdad lo que acababa de ocurrírsele antes: a fin de cuentas, tal vez sí les gustaban las mujeres de aquel tipo a los hombres.
Cuando había levantado la cara, había visto que Leslie Sherston la estaba mirando; ahora ya no parecía una mujer de temperamento fogoso, todo lo contrario, la estaba mirando con cierta piedad. Cosa que todavía era peor.
Joan se agitó nerviosamente en su estrecha cama. ¿Por qué se estaba acordando ahora de Myrna Randolph? ¡Ah sí! Todo había comenzado tratando de averiguar qué efecto producía ella en los demás. Myrna debía detestarla, naturalmente. Cosa muy normal por parte de Myrna; era el tipo de chica que se complacía en echar a pique cualquier matrimonio a poco que tuviera ocasión. «¡Qué tontería! —pensó Joan—, por qué iba a incomodarse pensando en aquello en las circunstancias actuales».
Se levantó y decidió pedir su desayuno. Tal vez le podrían servir un huevo revuelto para variar un poco el menú. ¡Estaba tan cansada de aquellas chuletas duras como suelas de zapato! Pero el hindú pareció horrorizarse ante la idea de los huevos revueltos.
—¿La Memsahib querrá decir un huevo pasado por agua?
—No —dijo Joan.
Un huevo revuelto en el parador quería decir un huevo duro.
Joan lo sabía por experiencia. Intentó explicarle cómo se hacían los huevos revueltos.
—Sí, Memsahib, entendido; le haré un buen huevo frito.
De ese modo le sirvieron dos huevos fritos casi quemados con las yemas duras como piedras. «A fin de cuentas, aún eran mejor las chuletas», pensó Joan. Acabó muy pronto de comer y preguntó en seguida si se sabía algo del tren. No se sabía nada.
De repente se encontraba de nuevo frente a la realidad: aún tenía que esperar otro día más al menos.
Pero aquel día lo organizaría con más método. Lo malo había sido que hasta entonces se había limitado a intentar matar el tiempo. ¡Qué ingenuidad! ¡Qué tontería! Había seguido siendo la viajera que está esperando un tren en una estación y se impacienta porque éste tarda. Tal situación era lo que le había engendrado aquel nerviosismo tan agudo.
De ahora en adelante iba a considerar aquella forzada espera como una cura de reposo y… de disciplinas; un poco al estilo de lo que los católicos llaman ejercicios espirituales y de los que salen con el alma fortalecida.
«Estoy segura —pensó— de que yo también saldré con el alma fortalecida tras ese retiro espiritual».
Durante los últimos tiempos se había abandonado demasiado. Su vida se había convertido en algo excesivamente agradable y sin tropiezos.
Una fantasmagórica Miss Gilbey le pareció que surgía a su lado y le decía con voz conocida:
«¡Disciplina!».
Pero entonces recordó que Miss Gilbey aquel consejo se lo había dado a Blanca. A ella, Miss Gilbey, le había dicho simplemente: «No estés demasiado orgullosa de ti misma, Joan».
Cosa injusta por demás, porque ella nunca se había sentido orgullosa de sí misma. No había en su persona ni un gramo de fatuidad.
«Piensa en los demás, mi querida niña. No te contentes con preocuparte sólo de ti misma». ¡Pero si eso era lo que siempre había hecho precisamente! Pensar continuamente en los demás. Nunca había pensado en sí misma, o por lo menos, estaba segura de que nunca había sido en detrimento de tercero. Ella no era una persona egoísta y se sabía sacrificar siempre por Rodney y por sus hijos.
Pero en lo de Averil…
¿Por qué de repente se había acordado de Averil?
¿Por qué en aquellos momentos estaba viendo tan claramente la cara de su hija mayor? Aquella cara en la que siempre podía verse una sonrisa de persona bien educada aunque resultara algo despreciativa tal vez.
No cabía duda de que Averil nunca había sabido valorarla como debía. De vez en cuando hacía alguna de sus reflexiones… más o menos sarcásticas y bastante desagradables.
No llegaban a ser una injuria, pero…
Aquella irónica manera de arquear las cejas cuando decía algo… Y su gracia especial para eludir todo cumplido…
Averil la quería, desde luego. Todos sus hijos la querían.
¿Sí? ¿La querían de verdad sus hijos? ¿Sentían un poco de ternura por ella al menos?
Joan dio un salto y se puso de pie, luego se dejó caer de nuevo en la silla…
¿De dónde sacaba todas aquellas ideas? ¿Por qué se sentía tan obsesionada por ellas? Eran terroríficas y odiosas. Tenía que apartarlas de su pensamiento.
Los pizzicati de Miss Gilbey volvieron a resonar en sus oídos: «Nada de pensamientos superficiales, Joan. No aceptes los hechos tal como se presentan a primera vista con el pretexto de que así es más simple y te evitan el sufrimiento…».
¿Era para no sufrir por lo que quería apartar de su mente aquellos pensamientos cada vez más obsesivos?
Verdaderamente eran muy dolorosos…
Averil…
¿La quería Averil? Averil…
«Vamos a estudiar seriamente la cuestión —se dijo Joan con energía—. ¿Averil quería a su madre?».
Averil, desde luego, era una chica de temperamento muy original, de carácter frío e insensible.
Bueno, tal vez insensible no era la palabra exacta. Pero a decir verdad, Averil había sido la única que les había causado preocupaciones. Averil, a pesar de su carácter tranquilo, les había dado un disgusto terrible.
Joan recordaría toda la vida aquella carta. La había abierto sin pensar ni remotamente en lo que le esperaba. La dirección estaba escrita con mano muy poco hábil. Joan de momento había pensado que sería una carta de alguna de sus numerosas protegidas. Había empezado a leer sin dar apenas crédito a sus ojos:
«No debe usted ignorar de qué modo su hija mayor le está acosando al doctor del sanatorio. ¡Es una vergüenza! Continuamente se les ve abrazados en el bosque. Ya es hora de que ponga usted fin a ese escándalo».
Joan miraba aquel papel, que le daba verdaderas náuseas, con ojos desorbitados.
«¡Qué cosa tan abominable! ¡Qué infamia!».
Joan sabía perfectamente lo que era una carta anónima, pero nunca había recibido ninguna. Aquello la ponía enferma.
«Su hija mayor… ¿Averil? ¡Ella menos que nadie!», se dijo Joan. «Le está acosando (¡qué expresión tan ordinaria!) al doctor del sanatorio»… ¿Al doctor Cargill? ¿A Cargill? ¿Aquel eminente y célebre especialista que se había ganado merecida fama por su tratamiento de la tuberculosis? ¡Un hombre veinte años mayor que Averil al menos, un hombre cuya encantadora esposa estaba enferma!
¡Qué estupidez! ¡Qué broma tan pesada y desagradable!
En aquel momento había entrado Averil en la estancia. Con escasa curiosidad (a Averil había muy pocas cosas que le interesaran realmente), había preguntado:
«¿Te ocurre algo, mamá?».
Sin soltar aquella carta, con la mano todavía temblorosa, Joan apenas se había atrevido a responder:
«Mejor será que no te lo diga, Averil. ¡Es algo tan horroroso!».
Extrañada del tono melodramático de su respuesta, Averil había arqueado un poco las cejas y le había preguntado:
«¿Es esa carta lo que te ha puesto tan nerviosa?».
«Sí».
«¿Dice algo de mí?».
«Sí, cariño, y no quiero ni que la veas».
Pero Averil se había acercado y suavemente se la había quitado de las manos. La había leído y había permanecido unos momentos en silencio, después se la había devuelto diciendo tranquilamente:
«Sí; no puede decirse que sea muy simpática».
«¿Simpática? ¡Es algo horrible, totalmente horrible! ¡La ley tendría que castigar severamente a las personas que escriben tales inmundicias y tales mentiras!».
Averil había contestado entonces sin perder la calma:
«Es una carta completamente idiota, pero no dice mentiras».
A Joan de pronto le había parecido que todo daba vueltas a su alrededor.
Terriblemente sofocada, con grandes trabajos había conseguido murmurar:
«¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué quieres darme a entender?».
«No es preciso darle tanta importancia, mamá. Lamento que hayas tenido que enterarte tan bruscamente, pero de todas maneras un día u otro también lo habrías sabido».
«¿Quieres decir que es verdad? Que entre tú y el doctor Cargill…».
«Sí», había dicho Averil con un simple movimiento de cabeza.
«Pero esto es vicio, hija, ¡es un deshonor! Con un hombre de esta edad y casado… una chica como tú…».
Averil había contestado secamente:
«Por favor, mamá, no hagas de esto un melodrama. Todo ocurrió lentamente. La mujer de Rupert está inválida desde hace años. Y… poco a poco fue surgiendo una gran intimidad entre nosotros. ¡Eso es todo!».
«¿Eso es todo?».
¡Era demasiado tener que oír ciertas cosas! Joan no sabía por dónde empezar a dar libre cauce a su indignación, le había dicho todo lo que pensaba sin ambages. Averil había soportado estoicamente aquel torrente de reproches sin decir ni una palabra.
Al final, cuando ya Joan no podía más, había dicho simplemente:
«Admito perfectamente tu punto de vista, mamá. Me parece que yo en tu lugar habría dicho poco más o menos lo mismo, pero con eso no puedes impedir lo que ya es un hecho cierto. Rupert y yo nos queremos y aunque con ello sé que te causaré un gran disgusto, tengo que decirte que nada de cuanto puedas decirme cambiará ni un átomo las cosas».
«¿Que no cambiará nada? Hablaré con tu padre esta misma noche, Averil».
«¡Pobre papá! ¿Crees que es verdaderamente necesario darle este disgusto?».
«Sí, porque estoy segura que él sabrá cómo remediar este asunto».
«Te aseguro que él tampoco podrá hacer nada, lo único que conseguirás será darle un terrible disgusto».
Aquella escena había sido el principio de una época particularmente tempestuosa en la casa.
Averil, la causante del drama, había permanecido serena y aparentemente imperturbable, pero se había mostrado totalmente inflexible.
Joan no había cesado de repetirle a su marido:
«Todo esto es pura comedia por parte de Averil. No hay nadie capaz de hacerme creer que esté enamorada de ese hombre».
Rodney, cuando ella decía eso, siempre movía la cabeza y contestaba:
«No comprendes a Averil, Joan. En Averil lo que determina su modo de actuar no son los sentidos, sino el corazón y la cabeza. Si se ha enamorado, lo habrá hecho de un modo tan profundo que dudo mucho de que podamos disuadirla».
«¡Rodney! ¡Estoy completamente segura de que te equivocas! Conozco a Averil mejor que tú. ¡Soy su madre, no lo olvides!».
«Eso no quiere decir que puedas comprenderla ni poco ni mucho. Averil es extraordinariamente reservada, puede sentir profundamente algo y no decir ni una palabra».
«¡Me parece que tratas de buscar las explicaciones del caso demasiado lejos!».
Rodney había añadido lentamente entonces:
«Pues todo lo que he dicho es cierto, Joan, puedes estar segura».
«Me parece que estás exagerando lo que en el fondo no es más que un simple pasatiempo de una chica que acaba de terminar su bachillerato. Se siente halagada con eso y ha empezado a imaginar…».
Rodney le había cortado la palabra en seco:
«Joan querida, no trates de consolarte diciéndote a ti misma cosas que eres la primera en no creer. La pasión de Averil por el doctor Cargill es una cosa muy seria».
«¡Pues es una vergüenza, Rodney, una vergüenza!».
«Sí, ésa será la opinión de la gente, supongo. Pero, Joan, trata de comprenderlo a él: tiene a su mujer paralítica y Averil le ofrece todo su cariño, sabe que puede contar con todo el ardor y la abnegación de una muchacha joven y hermosa como nuestra hija».
«¡Cargill tiene veinte años más que Averil!».
«Lo sé, lo sé. Si tuviera diez años menos la tentación no sería tan fuerte».
«¡Tiene que ser un sinvergüenza!».
Rodney había suspirado.
«No lo creas; es un hombre extraordinario, lleno de entusiasmo y amor por su profesión, un hombre que ha llevado a cabo una magnífica tarea. Y que ha tenido siempre las máximas atenciones a su mujer inválida…».
«¿Pretendes hacerme creer que es un santo?».
«¡Nada de eso! Sin embargo, Joan, permíteme recordarte que la mayoría de los santos fueron algún momento víctimas de sus pasiones. No, Cargill es más humano… lo bastante humano como para enamorarse y sufrir. Lo bastante humano como para hacerse daño a sí mismo destrozando su carrera. Todo depende de…».
«¿De qué?».
«De nuestra hija —había contestado lentamente Rodney—. De la energía que tenga y de la lucidez de su cerebro».
Joan había dicho con firmeza:
«¡Apartémosla de aquí! ¿Qué te parece si le hiciéramos hacer un crucero… un crucero por los países nórdicos o por las islas de Grecia, por ejemplo?».
Rodney había sonreído:
«¿Estás pensando en aplicarle el mismo tratamiento que a tu compañera de colegio Blanca Haggard? Recuerda que no dio buenos resultados».
«¿Crees tú que Averil sería capaz de desembarcar en un puerto extranjero y de hacer lo mismo que Blanca?».
«Lo que yo más temo es que Averil diga tranquilamente que no quiere embarcarse».
«Pero eso, insistiendo nosotros con firmeza…».
«Joan, querida, trata de ver las cosas como son. No se puede obligar por la fuerza a una persona adulta. No puedes encerrar a Averil en su habitación ni obligarla a abandonar Crayminster. Y además yo tampoco lo permitiría. Estas soluciones sólo son subterfugios. A Averil sólo puede influenciársele con razones por las que ella sienta verdadero respeto».
«¿Con cuáles?».
«Haciéndole ver la realidad y la verdad de las cosas».
«¿Por qué no vas a hablar con Rupert Cargill? Podrías amenazarlo, hacerle ver el escándalo que está produciendo…».
Rodney de nuevo había suspirado.
«Me da miedo que haciéndolo así todavía contribuya a empeorar el asunto».
«¿Qué temes?».
«Que Cargill haga una estupidez y que ambos se vayan lejos de aquí».
«¡Pero con eso destrozaría completamente su reputación y su carrera!».
«Desde luego. Dado su caso particular, la opinión pública no se lo perdonaría jamás».
«Entonces si es capaz de razonar un poco, Rodney…».
Su marido había dicho entonces con impaciencia:
«En esos momentos es incapaz de razonar. ¿No entiendes nada del amor, Joan?».
¡Qué pregunta tan estúpida! Joan había contestado furiosa:
«Desde luego, de este tipo de amor no entiendo nada, ni me interesa entender».
Entonces Rodney, dulcemente, le había dicho: «¡Pobre Joan!», la había abrazado y había salido tranquilamente de la habitación sin decir nada más.
¡Cuánto la había hecho sufrir aquella desgraciada historia!
Verdaderamente había pasado grandes inquietudes. Averil se encontraba en un persistente mutismo, no hablaba con nadie, a veces ni siquiera contestaba cuando se le dirigía la palabra.
«Hago cuanto puedo —pensaba Joan—, pero ¿qué se puede hacer con una hija que cuando le hablas ni siquiera te escucha?».
Pálida, terriblemente cansada y con gran calma, Averil le contestaba:
«Mamá, ¿por qué tenemos que encarnizarnos en estas discusiones sin fin? Admito perfectamente tus argumentos, pero ¿por qué te empeñas en no querer darte cuenta de lo que es evidente? Por mucho que hagas y digas, no lograrás hacerme cambiar de opinión, ¡ya lo sabes!».
Tal había sido el ambiente familiar hasta aquel día de septiembre en que Averil, un poco más pálida que de costumbre, les había dicho:
«Creo que es mi deber anunciaros que Rupert y yo no nos vemos capaces de continuar aquí por más tiempo. Vamos a marcharnos. Esperamos que su mujer aceptará el divorcio. Pero si no, también seguiremos adelante».
Joan, de momento, había empezado pronunciando un discurso de enérgica protesta, pero Rodney la había hecho callar en seguida.
«Déjame hacer a mí, Joan, ¿quieres? Averil, tengo algo que decirte. Ven a mi despacho».
Averil había esbozado una pálida sonrisa:
«Tengo que hablar con el juez supremo, ¿verdad, papá?».
Joan había empezado a decir:
«Soy tu madre, Averil, insisto en que…».
«Por favor, Joan, quiero hablar a solas con Averil».
Impresionada por aquel tono de serena autoridad que había empleado Rodney, Joan había dado un paso para salir de la habitación, pero la voz grave y clara de Averil la había detenido.
«No te vayas, mamá. Quiero que te quedes. Lo que papá tiene que decirme quiero que tú también lo oigas».
«Perfectamente, aquello probaba de un modo harto claro —había pensado Joan— que su prestigio como madre estaba plenamente reconocido».
¡Con qué ímpetu se enfrentaron Averil y su padre! De un modo verdaderamente belicoso, irascible, midiéndose con la mirada el uno al otro como dos adversarios sobre el terreno.
Después Rodney, sonriendo un poco, había dicho:
«¡Me parece, Averil, que tienes miedo!».
Averil había contestado, con calma y con un ligero acento de sorpresa en la voz.
«No comprendo a qué te refieres, papá».
Rodney repentinamente había gritado:
«¡Qué pena que no seas un hombre, Averil! Tienes la misma inteligencia y la misma astucia que tu tío abuelo Henry. Nadie como él para disimular su punto débil y dejar al descubierto el del adversario».
Averil se había apresurado a contestar:
«¡En mi caso no hay ningún punto débil!».
Pero su padre le había replicado con decisión:
«Te probaré que te equivocas».
Joan entonces había intervenido diciendo:
«Averil, es imposible que hagas una locura semejante. Tu padre y yo nunca aceptaremos tal cosa».
Por toda respuesta, Averil había esbozado una sonrisa y se había quedado mirando a su padre, como si quisiera someter a su aprobación las palabras de Joan.
Rodney había insistido:
«Por favor, Joan, déjame llevar a mí la dirección de este caso».
«En mi opinión, considero que mamá está en su perfecto derecho de decir lo que piensa».
«¡Gracias, Averil! —había dicho Joan—. Te hablaré francamente, pequeña, quiero abrirte los ojos. Eres joven y tienes un temperamento romántico que te hace ver la vida desde un punto de vista completamente falso. Lo que ahora podrías hacer dejándote arrebatar por un loco impulso lo lamentarías el resto de tu vida. ¡Y piensa además en la pena que nos causarías a tu padre y a mí! ¿Has considerado este argumento alguna vez? Estoy segura de que no te gusta entristecernos, de que no quieres causar dolor a quienes te han rodeado siempre de ternura…».
Averil escuchaba en silencio, sin responder y sin perder de vista a su padre.
Cuando Joan terminó, Averil seguía mirando a su padre aún. Y una sonrisa ligeramente sardónica se dibujaba en sus labios:
«Bueno, papá ¿qué añades tú a ese cuplé?».
«Nada, pero quiero hacerte una pregunta».
Averil se lo había quedado mirando interrogativamente.
«Hija ¿comprendes exactamente lo que significa el matrimonio?».
Averil había abierto un poco más los ojos y permanecido un momento en silencio meditando antes de contestar:
«¿Vas a recordarme que es un sacramento?».
«No —había dicho Rodney—. Yo puedo considerarlo como tal, o bajo otro aspecto. Lo que quiero decirte es que el matrimonio es un contrato».
«Ya», respondió Averil, algo perpleja.
«El matrimonio —había proseguido diciendo Rodney— es un contrato establecido entre dos seres adultos y en plena posesión de sus facultades mentales que tienen plena conciencia de lo que hacen. Tal requisito es lo que hace oficial una unión. Las dos partes se comprometen públicamente a respetar los términos de ese contrato, es decir, a soportar a su cónyuge en toda circunstancia, en la enfermedad y en la salud, en la riqueza y en la pobreza, en tiempos de prosperidad y de adversidad; aunque estas fórmulas sean leídas en la iglesia, con el testimonio y la bendición de un párroco, no por eso dejan de ser un contrato igual que cualquier otro y como todo acuerdo establecido entre dos individuos de buena fe, aunque algunas de las obligaciones aceptadas no procedan de ningún tribunal, no por eso dejan de unir más a los seres que las han aceptado. Supongo que imparcialmente reconocerás que todo lo que he dicho es cierto».
Averil titubeó un momento, luego contestó:
«Eso podía ser verdad antes, pero ahora se considera al matrimonio desde otro punto de vista. Muchas personas no contraen matrimonio en la iglesia y no pronuncian las palabras rituales que impone la religión».
«Tal vez, pero hace dieciocho años Rupert Cargill pronunció estas palabras en una iglesia y te reto a que seas capaz de decirme que él no las pronunció entonces de buena fe y dispuesto a cumplir su palabra. ¿Quieres admitir que independientemente de lo que es de la incumbencia de la justicia, Rupert Cargill había firmado un contrato con la que hoy es su mujer? Aquel día sabía que podía llegar la enfermedad, la ruina, etc., pero él aceptó, a pesar de todos los riesgos, mantener la indisolubilidad de su unión».
Averil se había puesto lívida. Había murmurado:
«No comprendo adónde quieres ir a parar, papá».
«Quiero que comprendas y admitas que aparte de una cuestión sentimental y personal, el matrimonio es un contrato igual que el que puede firmar un hombre de negocios. Lo admites, ¿sí o no?».
«Lo admito».
«Y Rupert Cargill quiere romper este contrato y tú estás de acuerdo con él en que lo haga».
«Sí. Es cierto».
«Sin tener para nada en cuenta los legítimos privilegios de la otra parte contratante».
«¡Pero ella no sufrirá! Sería distinto si estuviera enamorada de Cargill, pero es una mujer que sólo vive para sí misma y para su salud…».
Rodney la había interrumpido casi violentamente:
«No te pido que hagas comentarios personales, Averil. Sólo te pido que admitas el hecho en sí».
«Lo que hago no son comentarios personales».
«¡Sí, porque no puedes responder de los sentimientos y de los pensamientos de Mrs. Cargill! Tú te los inventas según tus conveniencias. Lo único que te pido es que reconozcas que tiene unos derechos».
Averil había levantado orgullosamente la cabeza:
«Está bien. Tiene unos derechos».
«Entonces ves con toda lucidez y conocimiento de causa lo que estás haciendo».
«Sí, papá. ¿Es eso cuanto tenías que decirme?».
«¡No! Me queda todavía un punto muy importante sobre el que quiero hablarte. Eres la primera en saber que Cargill ha hecho una brillante carrera, que su tratamiento de la tuberculosis ha tenido un éxito extraordinario y que se ha convertido en una eminencia dentro del campo de la Medicina. Pero por desgracia tú sabes muy bien que la vida privada de un hombre puede afectar de un modo terrible su carrera. Dicho de otro modo, la obra de Cargill y el servicio que presta a la humanidad, se verán gravemente comprometidos, y tal vez aniquilados totalmente, por lo que ambos os proponéis hacer».
«¿Crees que me persuadirás —había dicho Averil— que mi deber es abandonarle en beneficio de la humanidad?».
En la voz de Averil se percibía una nota dolorosa.
«No —dijo Rodney—. Estoy pensando en el pobre Cargill… Créeme, Averil, es completamente cierto que un hombre que no ejerce la carrera que le gusta se convierte en un desgraciado. Te aseguro que si apartas a Cargill de su camino y le impides proseguir su obra, llegará día en que te sentirás decepcionada, y cuando veas a ese hombre que amas, desgraciado, frustrado, envejecido prematuramente, cansado y descorazonado, sin gusto por la vida, te sentirás terriblemente responsable. Y si te figuras que tu amor, o el de cualquier otra mujer, puede consolarle, entonces te diré sinceramente que eres una infeliz, que no tienes ni idea de lo que es la vida».
Rodney se había echado hacia atrás en su sillón y se había pasado la mano por la frente.
Averil había murmurado:
«Tú me dices eso, pero ¿cómo puedo saber que…?».
Se había detenido bruscamente y luego había dicho de nuevo: «¿Cómo puedo saber que…?».
«¿Qué es verdad? Lo único que puedo decirte es que estoy completamente convencido de lo que digo y que esta convicción es fruto de mi experiencia personal. Te hablo más como un hombre que como un padre a una hija».
«Sí —había contestado Averil—, ya lo creo…».
Rodney había terminado diciendo con voz impregnada de profundo cansancio:
«De ti depende tomar una decisión, Averil. Creo que tienes suficiente inteligencia y valor para elegir la mejor solución».
Averil se había acercado lentamente a la puerta. Cuando ya tenía puesta la mano en la manecilla se había detenido y había vuelto la cabeza.
Joan había quedado profundamente impresionada por el tono amargo y rencoroso en que Averil había dicho:
«¡No esperes que jamás te esté reconocida por lo que has hecho, papá! ¡Te detesto!».
Y sin más había salido de la estancia dando un portazo.
Joan había hecho instintivamente un movimiento para seguirla, pero Rodney la había detenido con un gesto.
«Déjala sola —le había dicho—. Déjala meditar. ¿No lo comprendes? Hemos ganado».