Tan pronto como entró en el parador, el hindú vino a su encuentro y le preguntó:
—¿La Memsahib ha dado un buen paseo?
—¡Oh sí! Un divertido paseo. Gracias.
—Coma en la mesa. Buena comida, Memsahib, muy buena.
Joan se alegró de tan buena noticia, pero pronto se dio cuenta de que había sido una mera frase por parte del hindú, la cena fue exactamente igual a las anteriores. La única variante consistía en que los albaricoques habían sido reemplazados por melocotones. El menú podía ser perfecto, pero tenía el inconveniente de ser monótono.
Al levantarse de la mesa, Joan consideró que le era imposible acostarse tan temprano. Una vez más lamentó no haberse traído al menos una labor manual, ya que había cogido tan pocos libros. A falta de otra cosa decidió volver a leer las Memorias de Lady Catherine Dysart, pero con ello sólo consiguió aburrirse soberanamente.
¡Qué lástima que no tuviera nada, absolutamente nada que hacer! ¡Si hubiera tenido un juego de cartas al menos habría podido hacer solitarios! Y si hubiera tenido un parchís o un juego de damas, habría podido jugar contra sí misma al menos y el tiempo no se le habría hecho tan largo. Llegó a lamentar hasta el no haberse traído consigo un juego de lotería Snakes and ladder (serpientes en escalera)…
Serpientes…, serpientes y lagartos…
Verdaderamente, qué extraña comparación había hecho entre los lagartos sacando su cabeza por el escondrijo y sus pensamientos surgiendo de improviso, aquellos pensamientos terroríficos, angustiosos, que se imponían contra todo y que resultaban insoportables.
Pero, si no conseguía soportarlos, ¿cómo podía ser que se atreviera a concebirlos? Uno es dueño de su pensamiento… ¿O no lo es? ¿Es posible siempre y en cualquier circunstancia dirigir, ordenar los pensamientos… cuando surgen de un rincón misterioso de una misma… como lagartos… cuando os atraviesan el alma como una serpiente?
Salidos de un misterioso rincón de sí misma…
Extraña impresión de miedo, la que ella había sentido…
Debía padecer agorafobia. (Ése, ése era el término exacto: agorafobia, lo que probaba que siempre resulta posible encontrar la palabra justa en la mente si se pone empeño en ello). Sí, eso era. El temor a los grandes espacios. Nunca hubiera creído que pudiera ser víctima de aquel vértigo, pero ahora acababa de comprobar que sí. No se debía haber dado cuenta porque hasta entonces nunca había tenido ocasión de vivir en grandes espacios. Siempre había vivido rodeada de las paredes de una casa o de los árboles de su jardín con muchas personas a su alrededor… Muchas personas, eso era lo importante. ¡Qué horror, aquí no tenía con quien hablar!
Si al menos hubiera estado con ella Blanca…
¡Qué ironía! Y pensar que le había cogido verdadero pánico de pensar que pudiera tener que viajar en su compañía.
Desde luego, si Blanca hubiera estado allí, la situación habría sido distinta por completo. Habría estado hablando continuamente de sus viejos recuerdos de Santa Ana… ¡Qué lejos parecía todo aquello! Pero ¿qué había dicho Blanca? «Tú has hecho tu camino en el mundo, yo he andado a tropezones». E inmediatamente había dicho: «Has seguido siendo lo que eras entonces: una alumna de Santa Ana, que hace quedar bien al Colegio». ¿Tan poco había cambiado durante aquel tiempo? Resultaba agradable pensar que era así. Sí, agradable en cierto sentido, pero desagradable en otro, era como estar estancada… ¿Qué le había dicho Miss Gilbey cuando se había marchado del Colegio? Los discursos de adiós de Miss Gilbey a sus alumnas eran célebres. Eran una de las cosas que daban categoría al Colegio Santa Ana.
Joan pasó revista a sus años de estudios y con una claridad sorprendente recordó la figura de la directora. Volvió a ver aquella nariz agresiva, los impertinentes, los ojos duros de autoritaria mirada, toda la terrorífica majestad de la persona de Miss Gilbey andando por los pasillos del Colegio volvió a aparecer ante su vista, majestad producida sobre todo por el aspecto de su busto, un busto comprimido, rígido, que sólo simbolizaba la majestad sin evocar nada de femenino.
Figura impresionante la de Miss Gilbey, temida y admirada a justo título, que producía un efecto de terror tanto en los padres como en los alumnos. Era innegable que Miss Gilbey personificaba al pensionado Santa Ana. Joan volvió a verse a sí misma entrando en el recinto sagrado que era el despacho de la directora, con sus flores, sus grabados de la familia Mediéis, y su cuidado ambiente intelectual, de lugar caro de enseñanza.
Volvió a ver a Miss Gilbey levantando majestuosamente la cabeza por encima de la mesa de escribir:
«Pasa, Joan. Siéntate, niña».
Joan se había sentado dócilmente en el sillón tapizado de terciopelo. Miss Gilbey se había colocado adecuadamente los impertinentes y con la más imponente e irreal de las sonrisas había proseguido diciendo:
«Nos dejas, Joan. ¡Vas a salir del mundo recogido y quieto de la escuela para entrar en el universo mucho más vasto de la vida! Voy a hacerte perder un poco de tiempo hablando conmigo en la víspera de esta separación, con la esperanza de que mis palabras podrán guiarte en el curso de los años venideros».
«Sí, Miss Gilbey, gracias».
«En el Colegio, en este pequeño mundo sin preocupaciones, junto a las compañeras de tu edad, has estado al abrigo de toda duda y de toda dificultad, de esas dificultades que en los años venideros nadie podrá apartar de tu camino».
«Sí, Miss Gilbey».
«Sé que has sido feliz aquí».
«Sí, Miss Gilbey».
«Y has sido una buena alumna. Me complace reconocer tus méritos. Has sido una de nuestras mejores alumnas».
Joan estaba confusa: «Gracias, Miss Gilbey».
«Pero la vida abre hoy ante ti nuevas perspectivas y nuevas responsabilidades…».
El discurso había continuado. En los momentos oportunos, Joan había murmurado: «Sí, Miss Gilbey».
Estaba como hipnotizada.
Uno de los mayores recursos de Miss Gilbey, en su carrera de educadora, era estar en posesión de una voz que, al decir de Blanca Haggard, tenía todas las posibilidades de una orquesta. Partiendo del tono grave del violoncelo conseguía distribuir las lisonjas con acento de flauta y dar los consejos en un tono de bajo profundo. A las muchachas con buenas dotes intelectuales les animaba con voz de agudas sonoridades metálicas; a las que estaban mejor dotadas para el hogar que para otra cosa, les daba ánimos con voz de amplias modulaciones como las notas armónicas de un violoncelo. Pero Miss Gilbey invariablemente reservaba para los discursos sus más cuidadosos pizzicati.
«Y ahora, un consejo personal: ¡nada de pensamientos superficiales, mi querida Joan! ¡No te contentes con aceptar los hechos tal y como vengan, tratando de verlos sólo desde el exterior, con la excusa de que esos apresurados juicios son más fáciles y te evitan sufrimientos! La vida está hecha para ser vivida y no para disimularla tras los velos de la ilusión. ¡Y no te sientas excesivamente satisfecha de ti misma nunca!».
«Sí… Digo, Mis Gilbey».
«Porque, hablando entre nosotras, Joan, ése es un poco tu punto débil, ¿no? Piensa un poco en los demás pequeña: no trates de reducir el mundo sólo a ti. Y prepárate para afrontar debidamente tus responsabilidades».
Después, dando a su voz todo el volumen de una orquesta, había añadido:
«La vida, Joan, debe consistir en tratar de alcanzar una continua perfección, la ascensión de nuestro estado a otro más elevado. Llegarán el dolor y las penas. Todo el mundo las sufre, nadie logra librarse completamente de ellas. Ni siquiera Nuestro Señor pudo estar al abrigo del sufrimiento durante su vida mortal. El calvario que tuvo que soportar en Getsemaní tú también tendrás que soportarlo. Y si pretendes ignorar eso, Joan, te equivocas. Acuérdate de mis palabras cuando llegue el momento de los sufrimientos. Y recuerda, hija, que siempre me siento muy dichosa de acoger las confidencias de mis antiguas discípulas y que continuamente estoy dispuesta a ayudarles con mis consejos. ¡Dios te bendiga, hija!».
Después de tales palabras tenía lugar la última bendición de Miss Gilbey en forma de beso de adiós, beso que más que un contacto humano era un símbolo honorífico. Joan se había despedido muy emocionada.
Al llegar al dormitorio había visto a Blanca enarbolando las gafas de Mary Grant y con una almohada colocada bajo su vestido de gimnasia, perorando a pleno pulmón ante las risas generales de la asistencia:
«¡Abandonáis —discurseaba Blanca— el mundo alegre del colegio para entrar en el universo, mucho más vasto y mucho más peligroso de la existencia. La vida se abre ante vosotras, con sus problemas y sus responsabilidades…!».
Joan se había sumado al coro, y cuanto más se animaba Blanca en su discurso, más aumentaba el éxito.
«A ti, Blanca Haggard, sólo he de decirte una palabra: ¡Disciplina! ¡Disciplina tus entusiasmos, refrena tus impulsos! ¡El calor de tus sentimientos puede ser peligroso! Sólo una disciplina rigurosa te permitirá conservar la dignidad. Tienes dones preciosos, querida niña, procura usar de ellos con discernimiento… Y también tienes grandes defectos, Blanca. Pero son consecuencia de una naturaleza generosa y pueden ser encauzados hacia el bien. La vida —Blanca subió de tono y dijo en tono doctrinal—… la vida debe tender hacia una continua perfección. Elevaos sobre los despojos de vuestro ser perpetuamente inclinado hacia el progreso. Conservad el recuerdo del Colegio y tener presente siempre que tía Gilbey os ofrecerá su apoyo y su consejo en toda circunstancia… siempre que añadáis a vuestra carta de petición de ayuda un sobre y un sello».
Blanca acabó su discurso y se quedó estupefacta de no oír ni risas ni bravos al final. Todas las alumnas de repente parecían que se habían convertido en estatuas de mármol, todas las cabezas estaban vueltas hacia la puerta que permanecía abierta; en el umbral de la misma destacaba la imponente figura de Miss Gilbey con sus impertinentes en la mano.
Se produjo un terrible silencio, después Miss Gilbey dijo:
«Si piensas dedicarte a la profesión teatral, Blanca, puedo asegurarte que existen numerosas y excelentes escuelas de arte dramático, donde puedes aprender dicción y elocución. Pareces tener cierto talento para este tipo de carrera, pero mientras esperas iniciarla, pon otra vez esta almohada en su sitio».
Y tras decir aquello se había retirado con toda tranquilidad.
«Sapristi —había murmurado Blanca—. ¡El dictador tiene clase! ¡Así le ponen a una las orejas gachas!».
«Sí, en efecto —pensó Joan—, Miss Gilbey poseía una fuerte personalidad. Se había retirado un trimestre antes de que Averil ingresara en Santa Ana y desde luego la nueva directora no tenía un poderoso dinamismo. A partir de aquel momento el nivel de la escuela había bajado».
Blanca había dicho la verdad: Miss Gilbey era un dictador, pero había sabido comprenderlas perfectamente a ella y a Blanca. Sí, la disciplina era lo que le habría hecho falta a Blanca para manejarse en la vida. ¿Tenía instintos generosos? Posiblemente sí, pero le habría hecho falta más dominio de sí misma. Aunque a decir verdad había que reconocer que Blanca, en efecto, era de natural generoso. Aquella suma, por ejemplo, que ella le había prestado, Blanca no se la había gastado en nada para ella, le había comprado una mesa de despacho a Tom Holliday ¡Una mesa de despacho era la última cosa que se habría comprado Blanca para ella! ¡Qué buen corazón tenía! Y sin embargo, había abandonado a sus hijos, se había marchado del hogar privando de su cariño a aquellos dos pequeños seres que ella había puesto en el mundo.
Cosa que probaba que podían existir mujeres desprovistas de instinto maternal.
Para Joan los niños habían sido siempre lo primero. Tanto ella como Rodney habían estado de completo acuerdo sobre este particular.
Rodney era verdaderamente un hombre desinteresado, por lo menos siempre que se le planteaban las cosas con buen sentido. Ella le había demostrado, por ejemplo, que aquella bonita habitación llena de sol que le servía de guardarropa tenía que ser puesta a disposición de los niños para sala de juegos, y Rodney, inmediatamente, había sacado todos sus bártulos para que los niños dispusieran de aquella estancia. Efectivamente, ambos estaban de acuerdo en que los niños debían tener el máximo de sol y de luz.
Ella y Rodney, verdaderamente, habían sido unos padres conscientes de su deber y los niños habían sabido agradecérselo, sobre todo en la infancia. ¡Qué críos tan preciosos habían sido los suyos! Mucho mejor educados que los hijos de Mrs. Sherston, por ejemplo. Mrs. Sherston no parecía preocuparse nunca de los trajes de sus hijos. Eso sí, no le importaba nada echarse al suelo con ellos para jugar a indios y lanzaba los mismos gritos salvajes que los chiquillos; tampoco le importaba imitar los ruidos de los animales cuando jugaba con los pequeños a formar un circo: ruidos, en su honor había que decirlo, que le salían perfectos.
«El hecho era —pensó Joan— que Leslie Sherston nunca había intentado parecer una mujer distinguida».
¡Qué mala suerte había tenido la pobre!
Joan, un verano, había ido a pasar unos días en casa de unos amigos, sin saber que Leslie y su marido se habían ido a vivir allí, y se había encontrado cara a cara con Sherston que en aquel momento salía, como por casualidad, de la taberna del lugar. Joan no lo había visto desde que había salido de la cárcel y su sorpresa había sido grande al comprobar el cambio que se había efectuado en la persona del pimpante y orgulloso exdirector del banco de Crayminster.
¡Qué aire de globo deshinchado adquieren los hombres seguros de sí mismos cuando se ven humillados! Los hombros caídos, la espalda encorvada, las mejillas colgantes, la mirada huidiza bajo los pesados párpados…
¡Y pensar que un hombre así había podido inspirar confianza!
Sherston de momento se había azarado al ver a Joan, pero en seguida se había sobrepuesto y se había dirigido hacia ella de una manera que era sólo una lamentable parodia de su buena educación de otros tiempos.
«¡Mrs. Scudamore! ¡Qué pequeño es el mundo! ¿A qué agradable azar debo el placer de volverla a encontrar en Skipton Haynes?».
Sherston, de pie ante ella, trataba vanamente de enderezar los hombros y de hablar con voz segura y cordial… ¡pero inútil tentativa!
Joan, sin saber cómo, experimentó una terrible piedad.
¡Qué horrible tenía que ser aquello! ¡Habiendo caído tan bajo, encontrarse de repente con una persona amiga de los viejos tiempos que habría podido muy bien haberle rehusado el saludo!
Desde luego, ella se había comportado con gran amabilidad.
Sherston le había dicho:
«Tiene que venir a ver a mi mujer. Tomará el té con nosotros. ¡Oh sí, sí, señora Scudamore, insisto!».
Aquella referencia a los viejos tiempos resultaba tan lastimera, que Joan, a pesar de su escaso interés, se había dejado guiar por Sherston, que no había dejado de hablar aunque no parecía sentirse muy seguro de sí.
Quería mostrarle su pequeña finca, no tan pequeña ya entonces. El trabajo era duro; cultivar tanto terreno no era tarea fácil. Las manzanas y las anémonas eran su especialidad. Mientras hablaba, había abierto una puertecita bastante vieja y despintada y habían empezado a andar por una avenida cubierta de hierba, al final de la cual habían visto a Leslie inclinada sobre una barandilla.
«¡Adivina a quién te traigo!», había gritado Sherston. Y Leslie, tras haberse echado atrás el cabello, había ido a su encuentro diciendo que efectivamente era una sorpresa verdaderamente extraordinaria.
Joan se había quedado impresionada por el súbito envejecimiento de Leslie. Incluso le había parecido que tenía aspecto de enferma. Profundas arrugas, debidas al dolor y a la fatiga posiblemente, surcaban su cara. Pero psíquicamente continuaba siendo la misma de siempre: alegre, descuidada en el arreglo de su persona y dando pruebas continuamente de su extraordinaria energía.
Mientras estaban hablando habían vuelto los niños del colegio. Desde el comienzo de la avenida habían entrado gritando alegremente, después se habían precipitado los dos tumultuosamente sobre su madre. Leslie, tras haber correspondido a sus demostraciones, les había dicho con su autoritaria voz: «¡Calma, muchachos! ¡Tenemos visita hoy!».
Los chicos al momento se habían convertido en dos perfectos caballeros que la habían saludado con toda corrección.
Joan recordó sin saber por qué que ella tenía un primo que hacía sentarse y levantarse a sus perros a voluntad. Los hijos de Leslie parecía que estuvieran educados de la misma manera. Tras haber acompañado a sus padres hasta el interior de la casa, habían ayudado a su madre a preparar el té, después habían traído la bandeja con el pan, la mantequilla y la confitura casera además de las tazas de cocina, de porcelana barata, y todo ello sin dejar de reír y bromear con su madre.
Pero lo más raro había sido el cambio de actitud de Sherston. Su aspecto preocupado, huidizo y abatido había desaparecido. Había vuelto a ser el dueño de la casa, el señor del lugar y un señor que estaba ocupando el sitio que le correspondía además. Estaba satisfecho, contento de sí mismo y orgulloso de su familia. Daba la impresión de que al abrigo de aquellos cuatro muros se sentía inmunizado contra el mundo exterior y la opinión ajena. Sus hijos le habían pedido ayuda para hacer un trabajo de carpintería. Por su parte, Leslie le había recordado que le había prometido arreglarle su escardillo y le había preguntado si prefería binar las anémonas aquella misma tarde, o si lo harían los dos el jueves por la mañana.
Joan se dijo que aquel matrimonio nunca había parecido más unido. Le daba la impresión de que Leslie adoraba a Sherston. En su juventud debía haber sido un hombre muy guapo.
Estaba pensando en todo aquello, cuando oyó algo que la dejó helada. Al principio creyó que no había oído bien.
Peter había dicho a voz en grito: «¡Papá, cuéntanos otra vez la divertida historia del guardia de la cárcel y el plum-pudding!».
Y como su padre tardara algo en contestar, el chiquillo había añadido con voz apremiante:
«Ya sabes, aquello que oíste cuando estuviste en la cárcel… ¡Aquel diálogo entre los dos carceleros!».
Sherston había titubeado, algo molesto. Entonces Leslie había dicho con gran serenidad:
«¡Cuéntalo, hombre! La cosa tiene gracia. Estoy segura de que Mrs. Scudamore se reirá de buena gana».
Entonces se había decidido y había contado lo que le había pedido la familia. Efectivamente, tenía verdadera gracia, pero no tanta como parecían encontrarle los dos chicos que se reían a grandes carcajadas. Joan se había reído por cortesía, pero estaba horrorizada. Después, cuando había estado a solas son Leslie en el primer piso, le había insinuado dulcemente:
«Nunca hubiera creído que tus hijos estuvieran enterados de…».
«Leslie… verdaderamente —había pensado Joan—, Leslie Sherston no debía tener excesiva sensibilidad… A Leslie parecía haberle hecho gracia aquella reflexión».
«Un día u otro se habrían enterado, ¿no? Entonces lo más sencillo era decírselo lo antes posible».
Lo más sencillo, de acuerdo, ¿pero era lo más acertado? El delicado idealismo del alma de un niño… Enturbiar su confianza y su admiración por el padre de familia… Joan estaba sofocada.
Leslie le había contestado que no creía que sus hijos tuvieran tanta delicadeza ni que fueran tan poco fuertes como para no poder resistir aquello. Para ellos, habría sido mucho peor darse cuenta de que existía un misterio en la familia del que sus padres no querían hablarles.
Leslie había levantado los brazos con su habitual energía y había dicho: «Créeme, habría sido peor andar con tapujos y palabras veladas, eso sí que les habría sido perjudicial. Cuando me preguntaron por qué se había marchado su padre, creí que era mi deber decirles la verdad. De modo que les dije claramente que había robado dinero en el banco y que estaba en la cárcel. Era mostrarles con el ejemplo a dónde conducía el robo. Peter tenía la mala tendencia de coger la confitura a escondidas y lo mandábamos a la cama para castigarlo; después de lo ocurrido, comprendió perfectamente que si las personas mayores se comportan mal las meten en la cárcel. La cosa no puede ser más sencilla».
«De todas maneras que un niño desprecie a su padre en lugar de admirarle no me parece bien».
«¡Oh! ¡No lo desprecian! —De nuevo Leslie se había echado a reír divertida ante los escrúpulos de Joan—. Lo quieren mucho y les pena pensar que tuviera que sufrir tanto; a menudo le hacen contar lo que ocurría en la cárcel».
«Pues yo estoy segura de que esto no puede ser bueno para ellos», había dicho sentenciosamente Joan.
«¿Tú crees? —Leslie se había quedado reflexionando—. Tal vez, ¡pero eso es lo que ha salvado a Charles! Cuando salió de la cárcel parecía un perro apaleado. ¡Era horrible! Entonces fue cuando creí que la única solución era explicar sinceramente lo que había ocurrido. Siempre he considerado que en todos los casos lo mejor es atenerse a la verdad».
Aquello era bien de Leslie, se dijo Joan. Era desenvuelta, sin recovecos en su alma, ignoraba por completo las sutilezas del sentimiento y puestos a elegir siempre se decidía por el camino más directo.
Sin embargo, había que hacerle justicia: ¡había sido la más fiel de las esposas! Joan le había dicho con indulgencia:
«Leslie, te comportaste admirablemente sosteniendo de esta forma la moral de tu marido y poniéndote a trabajar para tus hijos mientras él estaba… allí… Rodney y yo estamos completamente de acuerdo en nuestras opiniones respecto a ti».
¡Qué sonrisa tan original había aparecido en los labios de Leslie! Joan la recordaba ahora con toda claridad, ¿tal vez la habían molestado sus alabanzas? Había sido con voz ligeramente empañada como Leslie había preguntado:
—«¿Qué hace Rodney?».
«Trabaja mucho el pobre. Yo siempre le digo que de vez en cuando tendría que tomarse unas vacaciones».
«No es cosa fácil —había dicho Leslie—. Me da la impresión de que su trabajo, al igual que el mío, reclama una dedicación continua. No es posible dejarlo».
«Sí, es cierto. Además, ¡Rodney es tan concienzudo en su trabajo!».
Una dedicación continua… había repetido Leslie dirigiéndose lentamente hacia la ventana y poniéndose a mirar a través de ella de espaldas a Joan.
Joan, al verla de perfil, se había quedado extrañada. Leslie llevaba siempre unos vestidos usados y feos, pero aun así…
«¡Oh Leslie! —había gritado impulsivamente—. Es posible que estés emba…».
Leslie se había vuelto y, cruzando su mirada con la de Joan, había inclinado lentamente la cabeza.
«¡Sí! —había dicho—, ¡espero el niño para el mes de agosto!».
«Pobre», había dicho Joan con profunda compasión.
Pero con un extraño cambio en su expresión, Leslie había contestado casi furiosamente como un condenado a muerte defendiéndose por sí mismo.
«Este acontecimiento ha cambiado a Charles, ¿comprendes? Lo ha cambiado totalmente. Ha visto en eso como un símbolo, como una prueba de que no era un hombre fuera de la ley y que la vida continuaba. Hasta tal punto que desde que conoce mi estado trata de no beber tanto».
Leslie hablaba con tal calor que Joan de momento no se había dado cuenta de la alusión que contenía aquella última frase y se había limitado a decir:
«Evidentemente, tú supiste ver mejor que yo cuál era tu deber, pero a mí, en vuestra situación actual, no me habría parecido razonable…».
«¿Piensas en los gastos suplementarios que vamos a tener? —había dicho Leslie casi gritando—. Saldremos del atolladero. Cuando tengamos una boca más que alimentar, ¡trabajaremos más!».
«Pero tu salud no me parece muy buena, Leslie…».
«¿Cómo? Estoy estupendamente. Lo que me tiene que matar no me matará fácilmente, ya lo verás…».
Pero se había estremecido ligeramente al pensar que posiblemente ya anidaba en su cuerpo la enfermedad de la que iba a morir.
Luego habían bajado de nuevo a la planta baja y Sherston había insistido en dar un corto paseo en compañía de Joan, para enseñarle un poco su propiedad. Al volver la cabeza, antes de salir del jardín, había visto a Leslie y a sus hijos jugando alegremente delante de la casa. Leslie corría y saltaba como un animal joven y retozón… Un poco asustada de su propia comparación, Joan, sin embargo, no por eso dejaba de prestar oído atento a la animada charla de Sherston. Hablaba ávidamente. Le estaba diciendo a Joan con ampulosos gestos que jamás había habido ni habría otra mujer como Leslie en el mundo.
«¡No puede usted figurarse, Mrs. Scudamore, lo que ella ha sido para mí! ¡No, no puede usted imaginárselo! Soy indigno de ella, ya lo sé…».
Joan se había inquietado al verle los ojos llenos de lágrimas. Debía ser un hombre fácilmente emotivo, de esos que se exaltaban por cualquier cosa.
«Siempre está de buen humor… Alegre… Y siempre sabe encontrar a todo cuanto puede ocurrimos un aspecto interesante o pintoresco. ¡Y jamás, jamás, una sola palabra de reproche!… Pero yo sabré reconocer convenientemente todo cuanto ha hecho y hace por mí y trataré de ser digno de ella».
Joan había pensado que si Sherston hubiera opinado realmente de tal modo, habría procurado frecuentar menos asiduamente la taberna Anchor and Bell. Había tenido que hacer verdaderos esfuerzos para no decirle lo que pensaba a la cara. Finalmente, Joan se había despedido, diciéndole que ella compartía plenamente su admiración por Leslie y que estaba muy contenta de haberlos vuelto a ver a los dos. Luego se había alejado a través de los campos. En el momento de cruzar una valla se había vuelto y había visto desde lejos a Sherston delante de la puerta del Anchor and Bell consultando su reloj para ver si valía la pena esperar a que abrieran.
Todo aquello (le había dicho ella a Rodney tan pronto como había vuelto) resultaba terriblemente triste.
Profundamente interesado, Rodney había contestado:
«¿Pero no me dijiste que se les veía muy felices?».
«Bueno, según y cómo».
Rodney había dicho que, desde luego, Leslie Sherston había sabido arreglar la situación de un modo admirable.
«No cabe duda; por si fuera poco, ahora espera un niño».
Rodney se había levantado de un salto y lentamente había ido a colocarse junto a la ventana. Había permanecido allí un rato vuelto de espaldas, como Leslie, pensó Joan. Después al cabo de unos minutos había preguntado:
«¿Para cuándo?».
«Para agosto. A mí me parece una verdadera locura».
«¿Sí?».
«Claro, ¡piensa un poco! Viven de su trabajo y ese bebé sólo les será una complicación más».
«Leslie es una mujer fuerte…», había dicho Rodney.
«Sí, pero acabará por arruinar su salud. Nadie resiste tanto. Tiene aspecto de enferma».
«Sí, tenía muy mala cara cuando se marchó de aquí ya…».
«Ha envejecido mucho desde entonces. Claro que es una gran cosa poder decir que gracias a esto Sherston ha cambiado por completo…».
«¿Ella te ha dicho eso?».
«Sí. Me ha asegurado que eso ha sido lo que le ha devuelto la confianza».
«Es muy posible —había dicho Rodney, con aire pensativo—. Sherston es de esos hombres que no pueden vivir sin contar con la estima de los demás. Cuando el juez leyó la sentencia quedó aniquilado, parecía un globo al que se le hubiera quitado el aire. Era terrible y lamentable contemplar aquel espectáculo. Sí, estoy seguro de que la única solución era devolverle por uno u otro sistema el respeto y la seguridad en sí mismo. Pero tal empresa parecía algo sobrehumano…».
«Bueno, bueno, yo sigo creyendo, pues, que una boca más que mantener…».
Rodney la había interrumpido violentamente. Volviéndose cara a ella le había mostrado un rostro tan descompuesto por la cólera que había tenido verdadero miedo.
«Es su mujer, ¿no? Sólo podía escoger entre dos soluciones: romper definitivamente y llevarse a los niños, o volver a emprender la vida en común y volver a ser lo que se llama una auténtica mujer. Y eso fue lo que decidió hacer: ¡Y Leslie nunca hace las cosas a medias!».
Joan había replicado que no había por qué gritar tanto para decir todo aquello. Rodney le había dicho que era verdad, pero había añadido que ya estaba harto de este mundo timorato, que continuamente pesa el pro y el contra antes de lanzarse a hacer una cosa y que evita continuamente correr el menor riesgo.
Joan se quedó pensando que sería de desear que Rodney no usara aquel lenguaje con los clientes y no sólo lo pensó sino que acabó diciéndoselo. Su marido entonces, sonriendo con dureza, le había dicho que se tranquilizara: siempre aconsejaba a sus clientes que trataran de arreglar sus casos sin recurrir a los tribunales.