Al día siguiente, cuando Joan Scudamore salió del albergue, llovía. Aquella lluvia fina parecía algo insólito en aquella parte del mundo.
Joan se dio cuenta de que ella era la única que iba en dirección oeste, circunstancia poco corriente (según le dijeron), aunque el número de viajeros fuera muy reducido en aquella estación del año. El viernes precedente, por ejemplo, habría viajado en numerosa compañía.
Joan vio ante la puerta un viejo autocar de turismo, con un chófer europeo y un asistente indígena. El dueño del albergue, cuya silueta se perfilaba contra el gris del alba, la esperaba para ayudarla a subir al autocar. Les gritaba a los árabes para que instalaran las maletas del mejor modo y entretanto no cesaba de desear a la señorita, así llamaba a todas sus clientes, un buen viaje lleno de comodidades. Después se inclinó ceremoniosamente ante ella y le dio la carta para que eligiera la comida. El chófer gritó alegremente:
—¡Adi adí, Satán! Hasta esta noche o la semana próxima; por cierto que mucho me temo que será la semana próxima.
El autocar arrancó y recorrió las calles de aquella ciudad oriental entre construcciones de arquitectura europea, grotesca paradoja. Sorprendidos por el claxon, que continuamente hacía sonar el chófer, los pequeños asnos que ocupaban la calzada se apartaban sobresaltados seguidos de una chiquillería bulliciosa. El autocar salió de la ciudad y empezó a recorrer una carretera mal pavimentada, pero de una amplitud suficiente como para hacer creer que llegaba hasta el fin del mundo. Cosa que no dejaba de ser una simple impresión, porque terminaba bruscamente dos kilómetros más arriba, dando paso a algo mucho peor.
Joan se enteró de que si acompañaba el tiempo tardaría unas siete horas en llegar a Tell Abu Hamid, final del ferrocarril turco. El tren procedente de Estambul llegaría por la mañana y saldría por la noche a las 21 horas 30. Los viajeros pasaban aquellas horas de espera en un albergue, sencillo naturalmente, pero que por lo menos les permitía descansar un poco. Joan pensó que quizá en el camino se cruzarían con la caravana de autocares que acababa de salir de allí.
El autocar donde viajaba Joan avanzaba dando grandes saltos. Saltaba de tal forma que Joan iba dando bandazos de un lado a otro del asiento.
El conductor le gritó por encima del hombro que esperaba soportaría bien aquel traqueteo. Estaban en una parte de la carretera con muchos baches, pero quería correr lo más posible ahora, por si se encontraba luego con dificultades en el paso de los tres vados.
De vez en cuando echaba una ansiosa mirada hacia el cielo.
La lluvia ahora caía más fuerte, el autocar empezó a dar una serie de bandazos que produjeron a Joan una ligera sensación de mareo.
Llegaron al primer vado hacia las once. Corría un poco de agua, pero consiguieron cruzarlo sin dificultades y tras una subida un poco peligrosa por la orilla opuesta pudieron cantar victoria. Pero dos kilómetros más allá el autocar se atascó y dejó de avanzar.
Joan se puso el impermeable y salió del vehículo. Abrió su bolso de viaje y decidió aprovechar aquella parada para comer, entretanto andaba de un lado a otro mirando interesada en el trabajo de los dos hombres que trataban de desatascar las ruedas del coche con la pala y el gato que se pasaban de uno a otro al tiempo que iban colocando tablas que ya habían tenido la precaución de llevar consigo. Joan dudaba del éxito de la empresa, pero el chófer le aseguró que en peores trances se había visto. Por fin, con una velocidad de rotación ridículamente excesiva, las ruedas se deslizaron sobre el suelo, rechinaron y el autocar avanzó un poco hasta encontrar un terreno más duro.
Un poco más lejos, vieron dos autocares que venían en sentido contrario. Los tres coches se pararon y los chóferes hablaron un poco entre ellos intercambiando consejos y recomendaciones.
Entre los viajeros de los otros autocares, Joan vio a una mujer con un bebé, a un joven oficial francés, a un viejo armenio y a dos hombres de negocios británicos. El autocar en que viajaba Joan volvió a emprender la marcha. Hicieron todavía dos paradas obligatorias y cada vez se renovaron los largos y laboriosos esfuerzos de arranque. El segundo vado fue más difícil de cruzar. Llegaron allí cuando anochecía. Un verdadero torrente circulaba ya entre las dos orillas.
Joan preguntó, inquieta:
—¿El tren esperará?
—Habitualmente suelen esperar una hora, si el horario lo permite. Pero nunca esperan más de las veintiún horas treinta. No se preocupe, la carretera es mejor a partir de aquí. El suelo es distinto. Dentro de poco estaremos en pleno desierto.
El siguiente y último vado resultó verdaderamente difícil de cruzar, sobre todo al final, debido a lo empinado del terreno, lleno de barro además. Anochecía ya cuando el autocar estuvo en tierra firme. A partir de aquel momento el viaje fue fácil, pero no llegaron a Tell Abu Hamid hasta las 22 horas 15. El tren para Estambul ya había salido,
Joan estaba tan fatigada que apenas si se dio cuenta de lo que le decían. Entró casi tambaleándose en el comedor, se dejó caer en una silla, delante de una de las mesas de madera blanca, pero no pudo tragar bocado; pidió sólo una taza de té y se retiró inmediatamente a su habitación; un cuarto con tres camas de hierro, mal iluminado y siniestro. Tras haber sacado de la maleta lo estrictamente necesario, se metió en la cama y se durmió con un sueño pesado.
Al día siguiente se despertó tranquila y serena como de costumbre. Se sentó en la cama y consultó su reloj: eran las nueve y media. Se levantó, se lavó, se arregló y se dirigió al comedor. Un hindú tocado con un vistoso turbante hizo su aparición. Joan pidió el desayuno. Después se dirigió lentamente hacia la puerta y echó una mirada al exterior. Con cierta impaciencia se dijo que estaba varada en un país perdido en el mapa.
El viaje de ida lo había hecho en avión desde El Cairo a Bagdad. El viaje por tierra era un auténtico descubrimiento para ella. Necesitaba siete días para ir de Bagdad a Londres: el tren la llevaba primero hasta Kirkuk, después un día de auto y una noche en el albergue; el resto se hacía en autocar hasta Tell Abu Hamid; desde allí el Taurus Express llevaba a los viajeros hasta Estambul y allí se cogía el Simplon Orient. Éste era el itinerario normal, pero todas aquellas previsiones se habían venido abajo y ahora estaba detenida allí, sin saber qué hacer.
No había amenaza de lluvia aquella mañana. El cielo era azul, sin una nube y por todas partes sólo veía arena fina de un color amarillo dorado. Junto al albergue, en un recinto rodeado de alambre, había un montón de basura junto a un cercado de escuálidas gallinas. Nubes de moscas acudían al montón de basura; de pronto Joan vio que se movía algo que de momento tomó por un montón de ropa sucia: era un chiquillo árabe.
Un poco más lejos, tras otros alambres, vio un edificio bajo que debía de ser la estación del tren, flanqueada por algo que Joan creyó en principio que sería un pozo artesiano o una cisterna. A lo lejos, hacia el Norte, el horizonte quedaba recortado por un perfil impreciso de montañas. Aparte de esto, nada. Ni cercas, ni casas, ni vegetación, ni ser humano a la vista. Una estación, la vía del tren, algunas gallinas, una cantidad desproporcionada de alambre espinoso y nada más.
«¡Vaya! —pensó Joan—. ¡Es de lo más divertido verse detenido en un lugar tan agradable para la vista!». El hindú apareció en el umbral de la puerta y anunció que el desayuno de la Memsahib estaba servido.
Joan dio media vuelta y entró; de nuevo se encontró sumida en el ambiente típico del albergue: la oscuridad, el olor a grasa de cordero y a aceite de parafina. Todo aquello pareció darle la bienvenida, como una especie de rito desagradable.
Le habían servido café con leche condensada, un plato repleto de huevos fritos, con algunas rodajas de pan tostado, duro como el hierro, y un poco de confitura de ciruelas de aspecto sospechoso.
A pesar del poco apetitoso aspecto de los alimentos, comió con buen apetito. Después volvió a aparecer el hindú para preguntar a qué hora pensaba comer la Memsahib.
Joan dijo que quería comer un poco tarde. Quedaron de acuerdo en que la una y media era la mejor hora.
Los trenes salían tres veces por semana: lunes, miércoles y viernes, ¿verdad? Aquel día era jueves y, por lo tanto, no podría emprender el viaje hasta el día siguiente por la noche, ¿no?, le preguntó Joan al hombre del turbante.
—Exacto, Memsahib, es así. Mala suerte perder tren ayer por la noche. Carretera impracticable, llovió fuerte por la noche. Imposible ir y volver de Mosul hasta dentro de unos días.
—Pero los trenes siguen funcionando ¿no?
A Joan no le interesaba ni poco ni mucho la carretera de Mosul.
—¡Oh sí! Tren llegar mañana por la mañana. Salir mañana por la noche.
Joan hizo un señal de aprobación con la mano y se interesó por la suerte del autocar que le había traído.
—Ha salido esta mañana muy temprano. Conductor esperar pasar, no seguro. Creer tener que esperar uno o dos días en carretera.
Sin preguntar más, Joan se dijo para sí, que efectivamente aquello sería lo más probable. El hombre siguió dándole detalles sobre el lugar:
—Aquello de allí: la estación, Memsahib.
Joan contestó que ya lo había imaginado.
—Estación turca. Estación de Turquía. Vía del tren turco después de las alambradas. Vea: alambradas frontera.
Joan se quedó mirando aquella frontera respetuosamente; le hizo gracia el aspecto curioso que presentaba,
El hindú, con gran seriedad, dijo entonces: «La comida exactamente a la una treinta», y desapareció. Momentos después, Joan le oyó gritar con voz furiosa y gutural desde el fondo de la casa. Otras dos voces le hacían eco. Todo aquello olía a Arabia que apestaba.
Joan se preguntó por qué serían siempre los hindúes los que regentaban aquel tipo de paradores. Quizá porque eran de costumbres más europeas, se dijo. El tema no le interesaba demasiado y dejó de pensar en él. ¿Qué iba a hacer aquella mañana? Podía proseguir la atractiva lectura de las Memorias de Lady Catherine Dysart. O escribir algunas cartas; las podría mandar desde la estación de Alepo, Tenía un bloc de papel y algunos sobres en la maleta. Pero titubeó un poco cuando estuvo en la puerta del parador. ¡El interior olía tan mal! Tal vez sería mejor dar un paseo.
Entró a buscar su sombrero de fieltro. El sol no era muy peligroso en esta estación, pero era mejor ser precavida. Se puso las gafas negras, luego cogió su bloc y la estilográfica y lo puso todo dentro del bolso.
Después salió, pasó por delante del montón de basura dando la espalda a la estación y se quedó pensando qué complicaciones internacionales podrían surgir si ella tratara de cruzar la frontera.
Pensó: «¡Qué raro es andar sin rumbo fijo!».
Era una impresión nueva y digna de ser vivida. Cuando se viaja entre dunas, por las landas o junto a una playa por carretera, se tiene siempre un objetivo determinado: se quiere llegar al otro lado de la montaña, a un bosquecillo, a una granja o se pretende seguir la carretera nacional hacia la próxima ciudad.
En cambio, aquí se podía partir de un lugar determinado, pero no había punto de destino ni final de trayecto. Alejarse del parador era lo único que se podía hacer. A la derecha, a la izquierda, delante y detrás sólo se veía un horizonte gris y pelado.
Joan andaba sin apresurarse. El aire era suave. Hacía calor, pero moderado. El termómetro debía de marcar unos 21 grados. Soplaba una débil brisa. Joan anduvo unos diez minutos sin volverse, luego dio la vuelta y miró hacia atrás. El parador y sus sórdidos anexos ganaban vistos en perspectiva. La distancia les daba un aspecto pintoresco. Desde lejos la estación parecía un cubo de piedra o una pieza de un rompecabezas infantil.
Joan sonrió y continuó su paseo. A decir verdad, el aire era de lo más agradable. ¡De una pureza extraordinaria! ¡Y de un frescor! ¡Todo era tan natural! En aquel lugar no había ni exceso de humanidad ni exceso de civilización. El sol, el cielo, la arena y nada más.
¿Obsesionante? Joan estaba contenta, era toda una aventura. Un detalle caprichoso en medio de la rutina de la existencia. Casi se sentía satisfecha de haber perdido el tren. Veinticuatro horas de descanso completo, de paz
Total, le vendrían bien. Y podía sentirse tranquila además porque su regreso no era urgente. Le pondría un telegrama a Rodney cuando llegara a Estambul explicándole la causa de su retraso.
¡Querido Rodney! Empezó a preguntarse qué debería de estar haciendo en aquellos momentos. No resultaba difícil de adivinar, Joan lo sabía perfectamente. Estaría sentado en su despacho de la compañía Alderman, Scudamore y Witney, en una habitación agradable del primer piso, con vistas a la plaza del Mercado. Se había instalado allí, a la muerte del viejo Mr. Witney, porque le gustaba aquella estancia. Joan recordaba el día en que fue a verlo de improviso: lo había encontrado de pie, junto a la ventana, mirando (era día de feria) interesado el ganado que había allí para vender. «¡Bonita manada de shetlands!», había dicho. (¿Había sido aquélla exactamente la palabra? Joan no estaba muy versada en cuestiones de ganadería, pero Rodney, desde luego, había dicho aquello o algo muy parecido).
«Venía a hablarte de la caldera de la calefacción, Rodney. El presupuesto de Galbraith me parece excesivo. ¿Quieres que vaya a ver a Chamberlain?».
Le parecía volver a estar viendo la indolencia con que Rodney se había vuelto a mirarla, se había sacado las gafas y se había frotado los ojos antes de quedársela mirando con aire ausente y lejano, como si no viera nada de cuanto tenía enfrente. Recordaba perfectamente el tono en que había dicho: «¿La caldera de la calefacción?», como si se tratara de un extraño y complicado objeto del que jamás hubiera oído hablar. Por fin había dicho con cara de tonto: «Creo, que Hoddesdon ha vendido el toro. Debe de andar mal de dinero el pobre».
A Joan le había parecido todo un detalle el que Rodney se interesara tanto por el viejo Hoddesdon, de la granja del Prado. ¡Pobre hombre! Todo el mundo sabía que estaba apurado.
Joan seguía esperando que Rodney se decidiera a contestarle pronto sobre lo que le había preguntado. Un abogado tenía que tener facilidad y rapidez de palabra, ¡caramba! Y si Rodney acostumbraba a recibir a sus clientes con aquel aspecto de hombre ausente, corría el riesgo de producir una mala impresión.
Con voz afectuosa, pero intencionadamente autoritaria, Joan le había dicho entonces:
«Deja ya de ocuparte de corderos y toros, Rodney; te estoy hablando de la caldera de la calefacción».
Su marido le había dicho entonces que no estaba mal la idea de pedirle presupuesto a otro, pero que de todos modos, como los precios habían subido, por eso el presupuesto de Galbraith había sido alto. Después, viendo que estaba mirando fijamente el montón de papeles que tenía encima de la mesa, Joan había dicho que no quería estorbarle más; al parecer, tenía mucho trabajo.
Rodney había sonreído y dicho que, en efecto, tenía mucho y que ya se había distraído un poco mirando la feria de ganado.
«Por eso me gusta tanto este despacho —había dicho—; durante toda la semana espero que llegue el viernes. ¡Escucha eso!».
Había levantado la mano. Joan había prestado oído atento a un concierto de balidos y mugidos, una verdadera cacofonía de ruidos horribles, que Rodney parecía tener extraordinario interés en escuchar. Mantenía la cabeza un poco inclinada y sonreía…
Desde luego, los días que no había feria, Rodney trabajaba en su despacho sin distraerse. No había peligro de que recibiera a los clientes con aire distraído. Era el abogado más apreciado de la Compañía. Todo el mundo hablaba bien de él, cosa muy importante para un abogado de una pequeña ciudad.
«¡Y pensar que si no hubiera sido por mí —se dijo para sí Joan—, habría dejado de ejercer esa carrera!».
Sus pensamientos se centraron en aquel día en que Rodney le había anunciado la proposición de su tío.
Se trataba de una sociedad familiar, de un cargo muy prometedor que garantizaba su porvenir. Siempre se había creído que Rodney entraría a formar parte de la misma tan pronto como hubiera terminado sus estudios de Derecho. Pero el tío Henry de repente le ofreció ser su socio en unas condiciones tan ventajosas que resultaba una verdadera ganga.
Joan había felicitado efusivamente a Rodney, pero pronto se había dado cuenta de que éste no parecía participar de su alegría. Había contestado algo tan increíble como: «Si acepto ese puesto…».
Joan había exclamado, horrorizada: «Rodney ¿cómo puedes decir…?».
Recordaba perfectamente la cara pálida y cansada de Rodney al decir nerviosamente, mientras arrancaba briznas de hierba y la miraba con ojos suplicantes:
«Odio la vida de despacho. Me da asco».
Joan rápidamente había contestado entonces:
«Ya lo sé, cariño. Es una vida asfixiante, una vida de mucho trabajo y muy dura, pero siendo socio de la Compañía cambia mucho. En ese caso ya hay más aliciente, se puede tornar uno más interés por las cosas».
«¿Interés por los contratos, los testamentos, los atestados, etcétera…?».
Toda aquella absurda jerga de palabras jurídicas Rodney las había ido desgranando con la sonrisa en los labios, pero con ojos tristes y aspecto de súplica. Con aquel aire que parecía que no podía negársele nada
«Pero, Rodney, siempre habías dicho que cuando terminaras la carrera entrarías en la sociedad…».
«Sí, ya lo sé. Pero no podía imaginar que con el tiempo esto me llegara a molestar tanto».
«Bueno… ¿Y qué otra cosa te gustaría hacer pues, cariño?».
Entonces Rodney, rápidamente, había dicho casi de un tirón:
«Me gustaría dedicarme a la agricultura. El Prado está en venta. Está en muy mal estado, pero precisamente por eso lo venden barato… y la tierra es excelente, ¿sabes?…».
Había seguido hablando de sus planes con términos tan técnicos que ella se había quedado estupefacta. Joan ignoraba completamente la diferencia que pudiera haber entre el trigo y la cebada, no tenía ni idea de las épocas de la recolección e ignoraba totalmente hasta la más mínima cuestión de la cría de ganado o de las distintas razas de vacas lecheras.
Sólo había conseguido contestar con voz casi imperceptible:
«¡El Prado!… ¡Pero si está mucho más allá de Asheldown, en un lugar totalmente aislado!».
«Sí, pero es una tierra magnífica Joan, te lo aseguro…».
De nuevo se había lanzado a alabar las excelencias del campo. Joan nunca hubiera creído que fuera capaz de hablar con tanta vehemencia de algo.
Ella le había preguntado entonces con cierta incredulidad:
«Pero, cariño, ¿crees que podrías ganarte bien la vida haciendo una cosa así?».
«Claro que sí, bueno, modestamente quizá».
«Eso es lo que yo estaba pensando precisamente. Siempre he oído decir que era imposible ganar dinero dedicándose a la agricultura».
«Sí, eso es cierto, a no ser que se tenga una suerte extraordinaria o que se cuente además con unas buenas rentas».
«¡Lo ves! Lo que yo digo, eso no se puede tomar en serio, Rodney».
«Claro que sí, Joan, que se podría hacer. Dispongo de un pequeño capital, recuérdalo; mis rentas, unidas a lo que pudiera darme el cultivo de la tierra y la explotación de la granja, harían un buen sueldo. Fíjate qué vida tan maravillosa sería la nuestra. ¡Vivir todo el año en el campo!».
«Pero si no entiendes nada de esos trabajos…».
«Claro que sí. ¿Has olvidado que mi abuelo materno era un acomodado campesino del Devonshire? Yo pasaba mis vacaciones siempre allí. Y te aseguro que en ninguna parte me he sentido más feliz».
«¡Es verdad que los hombres son como niños grandes!», pensó Joan.
Inmediatamente había contestado ella con dulzura:
«No lo pongo en duda, Rodney. ¡Pero la vida no son unas vacaciones sólo! Hay que pensar en el porvenir. Tenemos que educar a Tony».
Tony acababa de cumplir diez meses.
Joan había añadido:
«Y tal vez Tony no sea hijo único».
Rodney la había mirado interrogativamente y Joan había asentido sonriente. Sí, esperaba otro bebé.
«¿Pero no comprendes, Joan, que ésta sería una razón de más? ¿Qué puede haber mejor para los niños que vivir en el campo? ¡No hay vida más sana! Comerían huevos frescos y leche recién ordeñada, respirarían aire puro todo el día y en seguida aprenderían a cuidar de los animales».
«¡Sí, Rodney, pero hay que tener en cuenta otras cosas también! Recuerda que a los niños no sólo hay que educarlos, también hay que instruirlos. Y para hacerlo es preciso contar con buenos colegios, y ya sabes que son muy caros. Luego hay que pensar en el vestido, en el calzado, en el dentista y en el médico… Y deben relacionarse con otros niños para tener amigos, no lo olvides. No, Rodney, no tienes el derecho de hacer sólo lo que a ti te guste. Hay que pensar en los hijos, ya que los hemos traído al mundo. Tenemos deberes que cumplir con ellos».
Rodney seguía obstinadamente fijo en su idea, pero en su voz había un ligero acento de duda cuando dijo:
«Serían tan felices…».
«¡Tú idea es absurda, Rodney! No puedes decir eso en serio, piensa un poco con la cabeza. Si entras en la sociedad de tu tío, puedes llegar a tener un sueldo de dos mil libras al año».
«Naturalmente; el tío Henry gana mucha más, supongo».
«¿Lo ves? No puedes rechazar semejante proposición, Rodney, ¡sería una locura!».
Joan se había mostrado decidida, positiva. Había que defender sus argumentos. Tenía que pensar por los dos. Si Rodney no acababa de darse cuenta de lo interesante que resultaba aquella proposición, ella era quien tenía el deber de hacérselo ver. ¡Aquello de querer dedicarse a cultivar la tierra resultaba de lo más cómico!… ¡Y tan tozudo como se mostraba hablando de su descabellada idea! Rodney le daba la impresión de haberse transformado en un chiquillo. Ella se sentía más fuerte, más segura de sí misma; en aquel momento le hablaba como habría podido hacerlo una madre.
«No creas que no soy capaz de comprenderte, Rodney —le había dicho—. Te comprendo perfectamente. Pero tu deseo resulta incompatible con la vida normal».
Rodney la había interrumpido para decirle que estaba equivocada, que en el único sitio donde se llevaba una vida normal era en el campo precisamente.
«Sí, pero no es para nosotros y más habiendo recibido esta proposición tan magnífica y generosa por parte de tu tío…».
«Sí, es verdad, ese ofrecimiento sobrepasa todo cuanto yo hubiera podido desear».
«¡Es cierto, Rodney, no puedes rechazar ese ofrecimiento! Lo lamentarías el resto de tu vida. Los remordimientos te perseguirían día y noche».
Rodney murmuró entre dientes:
«¡Maldito trabajo!».
«Rodney, no seas exagerado. No es posible que te resulte tan penoso como dices».
«¡Sí! ¡Lo odio! ¡Hace cinco años que estoy metido en esto y cada vez lo detesto más!».
«Acabarás por habituarte, ya lo verás. Ahora será distinto; siendo socio quiero decir. Acabarás por interesarte en tu trabajo y en los clientes que vendrán a consultarte. Estoy segura de que hasta terminará gustándote».
¡Qué mirada le había lanzado entonces Rodney! Ahora le parecía estar viendo de nuevo aquella mirada cansada y triste. Joan había leído en ella amor, pena y algo más todavía, tal vez una débil llama de esperanza.
«¿Cómo sabes que llegará a gustarme?», le había preguntado.
Joan había contestado alegremente:
«¡Estoy segura, completamente segura; ya lo verás!».
Y había acompañado sus palabras con un gesto de cabeza afirmativo y convincente.
Rodney había suspirado un poco y a regañadientes había dicho:
«Que quede claro que ése ha sido tu deseo, no el mío».
«Sí —pensó Joan—, poco había faltado para que todo se hubiera venido abajo». ¡Qué satisfecha se sentía ahora de que Rodney le hubiera hecho caso y no hubiera rechazado su carrera por un pasajero capricho! Los hombres arruinarían su existencia la mayoría de las veces si no fuera por los acertados consejos que les dan las mujeres, las mujeres tienen un sentido más firme del equilibrio entre las cosas y la realidad…
Joan echó una ojeada a su reloj de pulsera. Las diez treinta. No valía la pena seguir andando y más no habiendo nada que ver.
Miró tras de sí. ¡Era extraordinario! El parador había desaparecido casi en el horizonte, se había confundido con la arena del desierto de tal modo que apenas si podía distinguirse. «Tengo que tener cuidado de no alejarme demasiado —pensó Joan—. Correría el riesgo de perderme».
¡Ridícula idea! No; tal vez no tan ridícula en el fondo. Las montañas que tapaban el horizonte se veían ahora desdibujadas y se las habría podido tomar por simples nubes. La estación no se veía ni poco ni mucho.
Joan miró a su alrededor con satisfacción. ¡Nada! ¡Nadie!
Se sentó suavemente sobre la arena, abrió el bolso y sacó el bloc de papel y la estilográfica. Escribiría algunas cartas. Resultaría divertido dejar consignadas sus sensaciones.
¿A quién escribiría? ¿A Lionel West? ¿A Janet Annesmore? ¿A Dorotea? Mejor sería primero a Janet.
Sacó el tapón de la estilográfica y con su escritura suelta y rápida empezó a escribir:
Mi querida Janet: ¡No acertarías nunca a adivinar desde dónde te estoy escribiendo esta carta! ¡Estoy en pleno desierto! He tenido que quedarme aquí porque perdí un tren y sólo salen tres por semana. He encontrado en ese lugar un parador regentado por un hindú, algunas gallinas y árabes de aspecto patibulario: eso es todo. No tengo a nadie con quien hablar. Ni nada que hacer. ¡No puedes llegar a imaginarte cómo me agrada eso!
El aire del desierto es maravilloso, de una frescura incomparable. ¡Y esta calma es algo indescriptible! Es preciso haber estado aquí para darse cuenta de lo que es eso. Tengo la impresión, por primera vez en mi vida, de estar a solas conmigo misma. ¡La vida normal es un torbellino tan absorbente! ¡Se pasa una la vida yendo de un lado para otro! Así debe ser, desde luego, pero ahora tengo la impresión de que deberíamos concedernos de vez en cuando también algunos momentos de meditación y reposo. Hace sólo unas horas que estoy aquí, pero me encuentro como sea. Hasta ahora no me había dado cuenta de que pudiera existir en mí el deseo de soledad. Es un calmante maravilloso para los nervios saber que, alrededor de uno, en muchos centenares de kilómetros no hay nada más que sol y arena…
La pluma de Joan siguió, largo rato, deslizándose ligera sobre el papel.