Hacia más de un mes que María Quirós se mostraba triste y preocupada por alguna oculta idea que en vano intentaba descubrir su tía, doña Fernanda.
La baronesa, por más esfuerzos de imaginación que hacía, no lograba adivinar la causa de aquella continua preocupación. Ella, siguiendo los consejos del padre Tomás, se desvivía por hacer agradable la vida de su sobrina, y a pesar de que comenzaba a cansarle aquel renacimiento de su existencia elegante, no perdonaba fiesta alguna y asistía con María a todos los bailes de la alta sociedad y a los estrenos en los principales teatros.
Su sobrina se dejaba arrastrar a todas las fiestas, demostrando que eran impotentes tales diversiones para devolverle la perdida alegría, y doña Fernanda, con no poca sorpresa, vio varias veces en sus ojos la señal de haber llorado cuando se encerraba en su cuarto.
Esta conducta era incomprensible para doña Fernanda, tanto más cuanto que habituada de antiguo al espionaje y al registro, por más pesquisas que hizo en el cuarto de María cuando ésta se hallaba ausente, no podo encontrar nada que pusiera en claro aquel misterio.
María era más hábil que su madre para ocultar sus cartas de amor.
La negativa con que la joven contestaba a todas las preguntas de su tía, excitaba la curiosidad de ésta y la hacía acariciar las más absurdas ideas.
Hubo un momento en que llegó a creer que María estaba tan triste porque se hallaba enamorada de Ordóñez, aquel joven simpático que ahora las visitaba tan asiduamente; pero esta suposición se desvaneció en vista de que su sobrina acogía con el mayor desapego todas las galanterías que le dirigía el elegante.
La baronesa, viendo que la persona de confianza de María era la viuda de López, intentó sondear a ésta; pero doña Esperanza, con una sencillez ingenua y seráfica, le manifestó que nada sabía; entonces doña Fernanda acudió al padre Tomás, varón tan santo como amable, y que ahora era uno de los más asiduos concurrentes a su tertulia.
El poderoso jesuita manifestó que tampoco sabía nada, pero en gracia siempre a aquel interés noble y generoso que le había inspirado en todas ocasiones la familia Baselga, y que la baronesa no sabía cómo agradecerle, prometió sondear hábilmente el ánimo de María, y enterarse de aquel oculto pesar que venía afligiéndola.
Se equivocaba la baronesa al buscar en torno de ella la causa del anormal estado en que se hallaba su sobrina. Dicha causa no estaba en Madrid, sino lejos, mucho más lejos; en aquel París que guardaba al hombre amado y que permanecía silencioso sin enviar nunca la carta esperada.
Todo lo que Zarzoso allá, en la plaza del Pantheón, sufría por entonces a causa del silencio de su amada, lo sufría María al ver que ninguna de sus apasionadas cartas merecía contestación.
Aquel infame aislamiento en las comunicaciones entre los dos amantes, ideado por el diabólico padre Tomás, se había realizado hacía ya más de un mes.
El mismo día en que se decidió el jesuita a poner en práctica su plan, en vista de la aprobación que había dado a éste la superioridad de Roma, fue a buscarle en su despacho la intrigante viuda de López, llevando una carta que acababa de recibir de Zarzoso para entregarla a María.
Doña Esperanza no se había atrevido a abrirla; pero como le llamaba su atención lo voluminoso de su contenido, se apresuró a presentarla al padre Tomás para que éste ordenase lo que debía hacerse con ella y acabar de tal modo con su indecisión.
El jesuita, sin mostrar el menor escrúpulo, rompió el sobre y comenzó a leer los ocho pliegos de que se componía la carta; pero antes de llegar al segundo, en su cara de mármol se retrató una sorpresa inmensa, y no pudo menos de exclamar.
—¡Diablo! Buena la hubiéramos hecho si usted llega a entregar esta carta a María. Con ser tan grande París, se han encontrado allí y trabado relaciones de amistad los dos hombres que más fatalmente pueden influir en el porvenir de María. Ese Zarzoso se ha hecho amigo de Esteban Álvarez, aquel bandido republicano y ateo que tantos pesares dio a la señora baronesa y que en su juventud tuvo amoríos con Enriqueta Baselga. Ese mediquillo, lisa y llanamente le cuenta a su novia cuanto sabe sobre su nacimiento, y además le asegura que su padre es el tal Álvarez. ¡Buena complicación nos hubiese traído el que María leyese esta carta, teniendo tanta fe como tiene en las palabras de su novio! ¡Al fuego estos papeles!, y desde hoy, doña Esperanza, sépalo usted; el servicio de correos queda interceptado entre los dos novios.
La viuda de López obedeció ciegamente y fue rasgando cuantas cartas recibía de París y las que María le entregaba para ponerlas en el correo.
La situación de la joven, en vista de este silencio, era aún más insostenible y penosa que la de Zarzoso. Éste al menos podía lamentarse sin temor a ser espiado; podía desahogar su pena, lo mismo en su cuarto que paseando por las calles de la gran ciudad; pero María había de fingir continuamente una serenidad que no tenía y ahogar en lo más hondo de su pecho, la zozobra que la dominaba y que le hacía concebir las más violentas sospechas.
Siempre que tenía ocasión en su casa para hablar a doña Esperanza sin testigos, la llevaba a un rincón, preguntándole con ansiedad:
—¿No ha llegado nada?
—Nada —contestaba imperturbable la viuda.
—Le he escrito quejándome de ese silencio incomprensible. ¿Ha tirado usted misma la carta al correo?
—Sí, hija mía. Yo misma, pues no me gusta encargar estas comisiones a personas extrañas.
—Pues entonces, indudablemente, dentro de pocos días tendré la contestación. Es muy extraño lo que sucede. Antes me escribía puntualmente, sin que sus contestaciones se retrasaran un solo día.
—¡Ay, hija mía! —contestaba doña Esperanza con sonrisa escéptica como persona muy conocedora de las debilidades del mundo—. Acuérdate del refrán: «Cántaro nuevo, hace el agua fresca». Todos los hombres son iguales; al principio aman hasta ser empalagosos, y después olvidan con una facilidad que asombra ¡Dios sabe en lo que pensará ahora ese señor Zarzoso!
Y la viuda iba excitando hábilmente las sospechas en la joven, que parecía aturdida por aquel silencio inexplicable.
María, deseosa de justificar en su pensamiento al hombre que tanto amaba, imaginábase que Zarzoso se hallaba enfermo de alguna gravedad; pero inmediatamente apresurábase la maléfica viuda a desvanecer esta idea que equivalía a una esperanza, asegurando que Juanito gozaba de buena salud, y escribía regularmente a su tío, el doctor Zarzoso, lo que en el fondo era verdad.
¡Infeliz María! Cada una de las insinuaciones de aquella intrigante jamona, producíale una nueva decepción o un aumento en su tristeza, y sin embargo, si hubiese podido registrar los bolsillos a aquella confidenta que tenía toda su confianza, tal vez hubiese encontrado en ellos alguna de las cartas de Zarzoso, esperadas con tanto anhelo, y que la viuda le ocultaba.
Llegó un momento en que la joven no quiso escribir más, en vista de que sus cartas eran acogidas siempre con el mismo desesperante silencio, y comenzó a apuntar en ella aquel exagerado amor propio que era la nota más saliente de su carácter, y que doña Esperanza procuraba excitar.
—Haces bien, hija mía —decía la intrigante viuda—, en no escribir más a ese ingrato, indigno de ti. Eso sería rebajarte, y tú, por tu nacimiento, por tu hermosura y por tu riqueza, estás para que los hombres se arrastren a tus pies, solicitando una palabra de benevolencia, y no para humillarte a un mediquillo olvidadizo, a un chisgarabís sin importancia, que tal vez a estas horas se divierte bailando el can-can, con esas perdidas de París, que se llaman cocottes. No creas que esto es una exageración; yo soy ya vieja, he visto mucho, y sé de lo que son capaces estos jóvenes de ahora, que como no tienen religión viven al día, y con tal de divertirse pisotean los más sagrados e íntimos sentimientos.
La joven, cuando de este modo excitaban su amor propio, sabía resistirse al infortunio y olvidar por algunas horas al injustificado silencio de su novio; pero no tardaba en sobrevenir la reacción, el antiguo apasionamiento volvía a aparecer, y María experimentaba aún con mayor fuerza el pesar producido por aquel silencio de Zarzoso, cuyo verdadero significado estaba muy lejos de adivinar.
Nunca se le ocurrió el tener la menor duda sobre la fidelidad de doña Esperanza, pues ésta sabía interesarse por su dolor y fingir una indignación sin límites al hablar de lo que ella llamaba la ingratitud de Zarzoso.
En una de estas crisis de apasionamiento amoroso, en que reaparecía intensamente el dolor causado por el olvido en que la tenía su novio, fue cuando María abordó resueltamente a doña Esperanza, exponiéndole un deseo que hasta entonces no se había atrevido a manifestarle.
—Estoy convencida —dijo— de que ese hombre me ha olvidado. Yo creo, que hasta en esto que hoy siento por él, hay más odio que amor; pero quisiera, ya que soy villanamente abandonada, convencerme de mi desgracia en toda su extensión, y saber por qué causa ha faltado Juanito a sus juramentos de amor. Diga usted, doña Esperanza: ¿usted que tiene tantas amistades, no encontraría un medio para que nos enteráramos con exactitud de lo que Juanito hace en París?
La viuda hacía ya mucho tiempo que esperaba esta petición y sobre ella había hablado extensamente con el padre Tomás; pero a pesar de esto, fingió, como lo tenía por costumbre, y en el primer instante manifestó no encontrar lo que María deseaba.
Después pareció como que vislumbrara el auxilio apetecido.
—Creo que he encontrado lo que tú deseas. Enterarse de la vida que Zarzoso hace en París, de sus locuras y depravaciones, si es que realmente ha caído en ellas, nadie puede hacerlo mejor que el padre Tomás, ese santo varón que viene aquí casi todas las tardes y que tiene en París fieles amigos que pondrán en su conocimiento todo cuanto ocurra. Antes de diez días, si tú quieres, sabremos toda la verdad.
María intentó resistirse. Le causaba cierto temor el hablar de sus amores a aquel sacerdote que, a pesar de su característica amabilidad, le resultaba austero e imponente; pero doña Esperanza logró convencerla.
—No seas tonta, niña. Es fácil hablar de asuntos como éste a un padre jesuita. Ellos, a pesar de su santidad, se mezclan en los negocios mundanos para bien nuestro; además, el reverendo padre, que es antiguo amigo de tu familia, te quiere mucho y no vacilará en prestarte este servicio. Él es tu director espiritual, lo mismo que de tu tía; yo, en tu nombre, solicitaré una conferencia, y para hacer menos penosa tu petición, me adelantaré a decirle algo de lo que ocurre. Vamos, no seas niña y acepta.
María acabó por decir que sí a todo cuanto le proponía doña Esperanza, y al día siguiente por la tarde, estando la baronesa y su sobrina en el gabinete próximo al salón, entró el padre Tomás.
Las miradas significativas que se cruzaron entre el jesuita y la aristocrática beata, daban a entender la inteligencia que existía entre los dos.
Por la mañana se habían visto la baronesa y el padre Tomás y éste había rogado a la entusiasta penitente que en su visita de la tarde procurase dejarle solo con su sobrina, pues creía llegado el momento de averiguar la oculta pena que agobiaba a la joven.
Por esto, apenas se cambiaron algunas palabras entre los tres, la baronesa, pretextando una ocupación, salió del gabinete, dejando solos al jesuita y a la joven.
El padre Tomás miró a la puerta con cierta alarma, pues sabía que la baronesa era muy capaz de quedarse tras un cortinaje, escuchando y por esto se acercó más a María, a la que comenzó a hablar en voz muy baja.
—Hija mía, sé algo de lo que te sucede y comprendo que en esta situación angustiosa necesitas el auxilio de personas sensatas y de sereno juicio que te aconsejen. Habla con entera franqueza; no te intimide lo sagrado e imponente de mi ministerio. En este momento, no es el sacerdote quien te escucha, sino el antiguo amigo de tu familia, el que te profesa un cariño tan puro como si fueses su hija. Nosotros, los padres jesuitas, tenemos una gran ventaja sobre los demás sacerdotes. No nos limitamos a auxiliar a la humana criatura en sus necesidades religiosas; comprendemos que muchas veces necesita apoyo en su vida social y por esto sacrificamos nuestro reposo hasta el punto de intervenir en asuntos que no son de nuestro ministerio; habla, hija mía, habla con entera franqueza. Nuestros penitentes son nuestros hijos y ¿qué no hará un padre cuando se trata de la felicidad y del sosiego de los que son pedazos de su alma?
Estas dulces palabras tranquilizaron a María y le hicieron tener absoluta confianza en el poderoso jesuita, que ya no le resultaba austero e imponente, sino cariñoso y benigno.
La joven, tranquilizada ya, relató concisamente al jesuita la historia de aquellas relaciones que él conocía perfectamente desde mucho tiempo antes y a continuación formuló la súplica de que se interesara en averiguar cuál era la conducta de Zarzoso en París y el porqué de aquel silencio inexplicable que había venido a romper tan inesperadamente sus amores.
El padre Tomás, aquel santo varón que quería a sus penitentes como si fuesen hijos y se desvivía por su felicidad, aceptó inmediatamente el encargo.
Sí, él lograría saber punto por punto lo que Zarzoso hacía en París, y con entera imparcialidad se lo revelaría a María, pues en tal clase de asuntos no le gustaba engañar ni mantener ilusiones que no eran ciertas.
Aquel mismo día escribiría a sus amigos de Francia, rogándoles, en nombre de los intereses de la Orden, que procurasen averiguar todo lo concerniente a la existencia actual de Zarzoso, y se comprometía a dar respuesta a la joven en el plazo de diez días.
El jesuita iba ya a terminar la conferencia y a llamar a la baronesa, cuando añadió, como sabrosa posdata:
—Te advierto, hija mía, que no debes hacerte ilusiones sobre la contestación que recibiremos. No sé por qué, me anuncia el corazón que será poco grata. Ignoro qué clase de vida hará ese señor Zarzoso; pero París es un foco de corrupción donde no entra un joven que deje de perder sus más nobles cualidades. Ya ves tú ¿qué otra cosa puede esperarse de una ciudad republicana que inicia todas las revoluciones, y de la cual el impío Gambetta ha expulsado a los hijos de San Ignacio, viéndose obligados los padres de la Compañía a vivir ocultos?
María, a pesar de esta seguridad que el padre Tomás manifestaba por adelantado sobre la corrupción de Juanito, sentía cierta esperanza y aguardaba impaciente que transcurriese aquel plazo de diez días, fijado por el jesuita, para saber toda la verdad.
En estos días, a la incertidumbre de María, vino a unirse otra incomodidad.
El elegante Ordóñez, que era el tertuliano más asiduo de la baronesa, aprovechaba todas las ocasiones para repetir a la joven sus declaraciones de amor, y raro era el día en que no le hablaba de lo feliz que se consideraría si llegaba a alcanzar su mano.
Para colmo de desdichas, la baronesa habló una tarde a su sobrina del porvenir de la mujer: dijo que ella debía ir pensando en casarse ya que siempre había manifestado cierta tendencia en favor del matrimonio, y terminó indicándole que no vería con disgusto que el pretendiente preferido fuese el hijo del duque de Vegaverde.
Era la hora en que la tertulia vespertina de la baronesa de Carrillo estaba en su período más brillante y animado.
No faltaba ninguna de las antiguas realistas que desde hacía muchos años acudían puntualmente a hacerle la corte a Fernandita, en quien reconocían cierta superioridad, y allí estaban todos, graves y correctos, en aquel rejuvenecido salón en el cual brillaba siempre, por su reconocido talento, el marqués académico, Mentor del Telémaco Ordóñez, que estaba siempre entre él y la baronesa.
Doña Esperanza, a pesar de su carácter intrigante y movedizo, estaba en un rincón afectando insignificancia y procurando, con su silencio, que nadie se fijase en su persona, mientras ella contemplaba a todos con curiosidad, y especialmente a María, que también formaba parte de la tertulia.
En aquella tarde espiraba el plazo que había fijado el padre Tomás, y ella aguardaba aquellas noticias de París tan ansiadas.
Hacía ya algunos días que el poderoso jesuita no visitaba la casa y esta misma ausencia le hacía esperar que el padre Tomás no faltaría a la reunión de la tarde, tal como lo había prometido diez días antes.
Hablaban los tertulianos justamente de aquella ausencia del poderoso jesuita, cuando un criado le anunció, entrando poco después el padre Tomás, quien dio su mano a besar a unos, estrechó las de otros y esparció sus amables sonrisas por toda la tertulia.
Una rápida mirada, que el reverendo padre dirigió a la joven, dio a entender a ésta que traía las ansiadas noticias.
María sufría una horrible incertidumbre al ver que el padre Tomás no se apresuraba a hablarle y se enfrascaba en insustanciales conversaciones, con aquellos vejestorios de la tertulia.
Ordóñez, que se acercó a la joven para dispararle su cotidiana declaración, fue recibido con una frialdad que rayaba en grosería.
Llegó la hora en que, según antigua costumbre de la casa, entraron los criados con el tradicional chocolate, que reemplazaba al lunch de la alta sociedad montada a la moderna. Las ricas salvillas de plata circularon de mano en mano, y entonces fue cuando el padre Tomás, después de haber hablado algunas palabras al oído de la baronesa, se dirigió con cautela al inmediato gabinete, indicando a María con un ademán que podía seguirle.
Los tertulianos, animados por el soconusco, hablaban con más calor, formando amigables grupos, y a excepción de Ordóñez y doña Esperanza, no parecieron fijarse en aquella desaparición de María y el jesuita.
Cuando los dos estuvieron en el gabinete, María interrogó con una ávida mirada al padre Tomás.
—Calma, mucha calma, hija mía —dijo el jesuita sentándose—. Las noticias que traigo son muy graves, y es preciso que te armes de valor para oírlas. Los jóvenes dais vuestro corazón al primero que se os presenta y os resulta agradable; no buscáis el sano consejo de la experiencia y después os veis obligadas a llorar una terrible decepción y a desconfiar de la misericordia de Dios, cometiendo con ello gravísimo pecado.
María estaba para oír noticias y no consejos, así es que interrumpió al jesuita:
—Pero ¿qué es lo que hay?… Hable usted pronto, padre, pues me resulta imposible contener la impaciencia. ¡Oh!, ¡respóndame por Dios! ¿Me ha olvidado Juan?
El jesuita contestó inclinando afirmativamente su cabeza y María quedó silenciosa durante algunos minutos, como abrumada por la fatal revelación.
—¡Oh, padre mío! Dígame usted pronto cómo ha sido eso. Necesito saber por qué causa me ha olvidado un hombre que juraba amarme tanto.
—Recuerda, hija mía, lo que te dije sobre París la última vez que nos vimos. Es la ciudad del diablo. La sentina de corrupción donde no puede entrar un alma sin corromperse. Yo no culpo a ese joven, pues lo que le ocurre, forzosamente había de sucederle. Educado por su tío, hombre ateo y de reconocida impiedad, tiene la desgracia de carecer de toda clase de sentimientos religiosos, y a esto se debe que haya caído con tanta facilidad en el pecado, al verse rodeado por las seducciones de esa Babilonia moderna.
—Pero, en fin, padre Tomás —dijo impaciente la joven—. ¿Qué es lo que le ocurre a Juanito? Necesito que me lo diga usted sin más preámbulos, pues siento una atormentadora impaciencia. No tenga miedo de hablar, soy fuerte y sabré resistir la pena por grande que ésta sea. ¿Es que acaso ama hoy a otra mujer?
—Tú lo has dicho —contestó con entonación bíblica el jesuita—. Ese ingrato te ha olvidado hasta el punto de enamorarse de la primera mujer que ha encontrado al paso en las calles de París.
—¿Y quién es ella? —preguntó María con dolorosa curiosidad.
—Hija mía —contestó el jesuita con pudorosa expresión y fijando su mirada en el suelo—. Eres una señorita cristiana, bien educada y virtuosa, y por lo tanto, siento hablarte de ciertas miserias humanas que tal vez ignores; pero es preciso que descendamos a ciertas podredumbres de la sociedad para que comprendas mejor cuál es tu situación y la del que fue tu novio. Juanito ama a una mujer depravada, a una perdida de esas que venden su amor y pasan con la mayor desvergüenza de los brazos de un hombre a los de otro. Ya ves cuán terrible es su ingratitud al abandonarte así, repentinamente, por un pingajo del vicio.
—¿Y es hermosa?
—¡Oh!, en cuanto a eso mis informes son muy favorables. Esa mujer tiene una diabólica belleza, como todas las de su raza, pues has de saber que es judía y se llama Judith, teniendo el apodo de la Rubia por su blonda y espléndida cabellera. Esto hace más abominable e infame la falta de Zarzoso. ¡Ya ves tú!, abandonar a una señorita virtuosa y católica por una perdida que, además de sus vicios, tiene la mancha de pertenecer a una raza infame que crucificó a Nuestro Señor Jesucristo.
A María no parecía preocuparle mucho que la amante de Zarzoso fuese hebrea y estuviese por tanto contaminada con la mancha del deicidio; lo que sí excitaba su rabia era que fuese tan hermosa la mujer que le había robado su amor.
Quería ella tener pleno conocimiento de su infortunio, enterarse detenidamente de aquellos amores impuros que la atormentaban, y por esto rogó al padre Tomás que, sin más preámbulos ni preparaciones, le relatara cuanto supiese sobre la vida de Zarzoso en París.
El jesuita, haciendo uso de su extremada habilidad, habló de modo que cada una de sus palabras fue una puñalada para María. El joven médico no escribía porque estaba enamorado como un loco de Judith, viviendo con ella maritalmente y supeditado por completo a su voluntad, como si fuese un esclavo o más bien un ser automático.
—Según eso, reverendo padre —dijo María con ansiedad—, ese hombre ya no se acordará de mí.
—¡Ay!, hija mía, ojalá fuese así.
—¡Me asusta usted, padre mío! ¿Qué quiere usted decir con eso?
El jesuita, silencioso e inmóvil, se gozó durante algunos instantes en contemplar la dolorosa zozobra de la joven, y al fin dijo, con lentitud:
—Ese hombre, para tu desgracia, se acuerda mucho de ti y se complace villanamente en burlarse de tu amor y en ostentar impúdicamente, a la vista de todos, los recuerdos más íntimos de tu pasión.
María parecía aterrada por tales noticias, y mientras tanto el jesuita, con mefistofélica calma, seguía relatando la historia infame que anticipadamente se había forjado.
Le era muy penoso, según él decía, hacer tales revelaciones a una joven pura y honrada, que tal vez no pudiera resistir tan fatal información; pero era preciso decir la verdad, pues de lo contrario María, al no tener pleno conocimiento de su infortunio, podría algún día caer en la tentación de perdonar al que tanto la había ofendido. Zarzoso, según afirmaba el jesuita, al enamorarse de aquella perdida, había tenido el especial gusto de burlarse de su antiguo amor, e impúdicamente enseñaba a su banda de amigos y amigas, gentecilla perdida del Barrio Latino, todos cuantos recuerdos conservaba de María.
—¿No tenía él —continuó el jesuita— un cofrecillo de laca en el que guardaba todas tus cartas y algunos objetos que eran como prendas de amor? Pues bien, hija mía, me cuesta mucho el decírtelo, pues sé que esto te producirá inmenso dolor, pero ese tesoro de cariño, ese montón de sagrados objetos que debía inspirar a Zarzoso una adoración casi santa, por proceder de quien proceden, sirve de objeto de befa a toda la gentecilla depravada que vive en el Barrio Latino. Judith, esa perdida que tiene esclavizado a tu antiguo novio, mete sin compasión sus impuras manos en la cajita y revuelve tus cartas, tu retrato, tus pañuelos y una trenza de cabello, mostrando todo esto a sus impuras amigas para que saluden tu nombre con groseras carcajadas en presencia de ese mismo Zarzoso, que muchas veces se une al coro de indecentes chistes y obscenos comentarios que tu recuerdo provoca. Ya ves que conozco bien el contenido de esa cajita de laca, lo que demuestra que mis informes no pueden ser más ciertos.
María escuchaba pálida, aterrada, con los ojos desmesuradamente abiertos, como si no pudiera creer en aquella infamia, que por lo inmensa nunca había llegado a imaginar.
No era la decepción amorosa lo que la hacía sufrir en aquel momento, no sentía el dolor de la enamorada y tierna doncella que se contempla olvidada con desprecio, en ella se había despertado la susceptibilidad terrible y arrolladora; aquel amor propio que caracterizaba a la familia de Baselga, y que prefería la muerte antes que quedar en ridículo.
La joven estaba abrumada por tan terribles revelaciones, y en su imaginación veíase ella misma desnudada por el mismo Zarzoso, expuesta a las miradas injuriosas e insultantes de una juventud ebria y corrompida, la cual, entre carcajadas y groseros chistes, iba arrancándole a jirones su propia piel. Este tormento era igual, en concepto de la joven, al que le hacía sufrir Zarzoso entregando a la publicidad sus recuerdos de amor, y haciendo que circulasen de mano en mano, entre mujeres, impuras, aquellas prendas queridas que ella había entregado en un momento de pasión.
Era tan enorme esta ingratitud de Zarzoso, resultaba tan inverosímil el ser tratada así por un hombre al que no había dado el menor motivo de queja, que María levantó con arrogancia su frente, y clavando su fija mirada en el jesuita, exclamó:
—¡Pero Dios mío! No es posible tanta infamia. Aunque Zarzoso me haya olvidado por otra, no es natural que se complazca en insultarme de un modo tan infame. Esto sería propio de una cruel venganza y yo no he dado a mi novio el menor motivo de queja. ¡No, no es posible lo que usted dice! Necesito pruebas para creerlo, ¿lo oye usted, padre Tomás? Necesito pruebas.
Y al decir esto miraba al jesuita con recelo, como si comenzara a adivinar que todo aquello era un miserable tejido de falsedades.
El reverendo padre sonrió con frialdad y dijo con la misma expresión que si compadeciera a María por su ceguedad amorosa.
—¿Te convencerías de lo que te digo si te enseñara alguna de esas prendas de amor que entregaste a Zarzoso y que éste tenía la obligación de guardar?
—¿Y cómo puede usted haber adquirido esa prueba?
—Ya te dije que entre los amigos de Zarzoso circulan tus recuerdos de amor como objetos de risa. Hoy se han cansado ya de burlarse de ti y por esto no le ha sido difícil adquirir uno de ellos al amigo a quien yo encargué, cediendo a tus ruegos, que se enterase de la existencia de Zarzoso en París. Tengo en mi poder un objeto que te pertenece, y sépaslo, desgraciada, mi amigo lo adquirió de manos de la misma Judith a cambio de unos cuantos francos.
María, pálida y como si la emoción no le permitiese hablar, se limitó a hacer un gesto imperioso, indicando que quería ver cuanto antes aquella prueba fatal.
—Antes de verla —continuó el jesuita— conviene que recuerdes bien, para que así sea más completa la identificación. ¿Antes de marchar Zarzoso a París no le entregaste tú, una mañana en el Retiro y en presencia de doña Esperanza, un bucle de tu cabellera envuelto en un papel en el que habías escrito algo?
María contestó moviendo afirmativamente la cabeza.
—Pues bien, desgraciada; mira esto y veas si lo reconoces.
Y el jesuita, introduciendo una mano en el bolsillo de su sotana, sacó el objeto que Judith había robado a su amante.
María, apenas tuvo en su mano aquel papel, reconoció su letra, y abriéndolo vio que era el mismo rizo que ella había cortado de su caballera. No cabía ya la duda, y abrumada por una infamia tan evidente, no tuvo fuerzas ni para lanzar la dolorosa exclamación de sorpresa que subió hasta su garganta.
—¡Oh, qué infamia! ¿Qué he hecho yo para merecer tanta maldad? —y murmurando estas palabras con quejumbroso acento, dejóse caer en el sillón inmediato, pugnando por ahogar el llanto que hacía agitar su pecho con movimientos de estertor.
El jesuita permanecía impasible, como hombre incapaz de conmoverse por la desesperación que producían sus mentiras y tuvo especial cuidado en aumentar el dolor de su víctima, diciendo con amable expresión:
—Aún no lo has visto todo, hija mía. Fíjate bien en ese papel, que en él hallarás la prueba de la repugnante burla de que has sido objeto.
María volvió a fijar nuevamente sus ojos en el papel de la envoltura, y entonces vio la frase cínica, inmunda y repugnante, que Judith había estampado con su firma al pie de la tierna dedicatoria que ella había escrito allí, al entregar su recuerdo a Juanito.
Aquellas palabras de infame indecencia la anonadaron momentáneamente y retorciéndose en su asiento con suprema expresión de dolor, grito sin cuidarse de que la podían oír en el inmediato salón: —¡Oh, Dios mío! Esto es demasiado, no se puede sufrir. E inmediatamente experimentó una reacción propia de su carácter varonil y su desaliento doloroso trocose en furor e indignación.
Consideraba como un rasgo de imbecilidad el llorar y el desesperarse por la expresión infame de una mujerzuela corrompida. No, ella no lloraría; no daría gusto a aquel canalla que estaba en París, manifestando dolor por haber sido abandonada; lo que ella sentía era odio, inmensos deseos de destrucción; lo que ella deseaba era vengarse de tales infamias, demostrarles que en nada le habían impresionado sus canallescas burlas.
Y manifestando estos pensamientos con entrecortadas palabras, iba de un extremo a otro del gabinete, gesticulando como una loca y moviendo sus crispadas manos en el vacío, como si buscara en él invisibles seres para estrangularlos.
Aquella cara de mármol que se erguía impasible sobre el cuello de la sotana sonreía sin duda interiormente, y mientras tanto, con acento paternal, aprobaba cuanto decía la joven.
—No es muy buena la venganza, hija mía; la Iglesia la prohíbe; pero hay ciertos momentos en la vida en que conviene no recibir las ofensas con evangélica mansedumbre. Tú puedes vengarte, hija mía: debes demostrar a esos infames que de ti se han burlado, que no te impresionan gran cosa sus insultos y sus injurias. Debes negar con un acto de enérgica resolución ese amor del que se ha valido Zarzoso para ponerte en ridículo.
Y hablando así, el jesuita señalaba con un gesto expresivo el inmediato salón. María lo comprendió inmediatamente. Sí, allí estaba la venganza, allí la satisfacción del amor propio herido.
Guardó apresuradamente aquel papel que había derrumbado con rapidez el aéreo palacio de sus ilusiones y seguida del jesuita, entró rápidamente en el salón.
Los tertulianos, después de tomar su chocolate, seguían agrupados en corrillos conversando con animación, mientras la baronesa iba de unos a otros, procurando ocultar la inquietud de su curiosidad excitada, por aquella conferencia entre su sobrina y el jesuita.
Apenas entró María en el salón, el elegante Ordóñez, como si presintiera lo que iba a ocurrir, fue inmediatamente al encuentro de ella, que aún mostraba en su rostro la anterior agitación.
—Señor Ordóñez —dijo María volviendo su vista a otra parte, como si temiera que en sus ojos pudiera leerse lo que pensaba—. He tenido el honor de que usted solicitara mi mano repetidas veces, atención que le agradezco mucho. Entonces no podía responder; pero hoy, por circunstancias que no son del caso relatar, me considero libre y me complazco en decirle que acepto. Hable usted con mi tía, a quien considero como si fuese mi madre. Le advierto que por hoy no siento hacia usted más que un sencillo afecto amistoso; pero tal vez con el tiempo llegue a amarle si su conducta es como yo espero.
Ordóñez estaba asombrado, más que por la resolución de María, por el modo como se expresaba. Nunca había creído él a aquella muñeca capaz de hablar con tanta serenidad y con un acento tan enérgico y decidido.
El joven se inclinó saludando profundamente, y mientras María se retiraba del salón, el elegante se dirigió a la baronesa para pedirle la mano de su sobrina, manifestando la conformidad de ésta, y añadiendo que en caso de aceptarse su demanda iría al día siguiente su hermano mayor el duque de Vegaverde, como jefe de la familia, a formular la petición oficialmente.
Mientras la baronesa consultaba con una rápida mirada al padre Tomás, los tertulianos se apercibieron de la significación de aquella escena, así es que cesaron todas las conversaciones y aguardaron silenciosamente la respuesta de doña Fernanda.
—Ya que la niña está conforme —dijo la baronesa—, por mí no hay inconveniente. Creo que usted, al abandonar su vida de soltero, será un marido virtuoso y cristiano que hará feliz a mi María.
Los tertulianos, se manifestaron muy sorprendidos y contentos, por aquel inesperado suceso que venía a turbar la monotonía de la reunión.
Menudearon los plácemes, quiso llamarse a la niña para felicitarla, pero algunos, más considerados, se opusieron, teniendo en cuenta el rubor, propio del caso.
El marqués académico, que era, de todos los presentes el que se creía con mayor competencia en asuntos de amor, charlaba por los codos, y parándose ante cada grupo, exclamaba con la satisfacción del que dice una gran cosa:
—¡Carape! Esto ha sido sorprendente; sí, señor, muy sorprendente. Lo mismo que en las comedias, donde al finalizar el acto, se casan los que menos se imagina el espectador.
Mientras tanto, el héroe de la fiesta, o sea Ordóñez, había cogido al padre Tomás de un brazo, y llevándoselo junto a un balcón, lo contemplaba admirado.
—¡Oh, reverendo padre! —le decía con acento respetuoso—, ahora estoy más convencido que nunca de que es usted un grande hombre que alcanza cuanto se propone. Me dijo usted que la misma María, a pesar de todos sus desdenes, vendría a buscarme, y así ha sucedido. ¿De qué misterioso poder dispone usted, padre Tomás? Me parece que después de esto, ya puede usted hacerle la competencia al diablo, seguro de ganarle.
El jesuita parecía muy halagado por estas últimas palabras, que le hacían sonreír con complacencia.
Mientras en la tertulia era todo agitación y gozo, María, encerrada en su cuarto, daba por fin rienda suelta al tropel de lágrimas que antes había contenido.
¡Adiós muertas ilusiones! ¡Adiós risueñas esperanzas de amor! Todo había acabado para ella, y ahora marchaba rectamente a un porvenir monótono y triste, unida a un hombre a quien no amaba y que casi le resultaba odioso.
Sentía ya arrepentimiento por su desesperada resolución de momentos antes; pero al convencerse de que todavía amaba a Juanito, volvía a surgir en ella la indignación y el deseo de venganza que pedía a voces el amor propio herido.
¿Por qué la había abandonado de un modo tan infame? No le amaría más, aunque para ello tuviese que batallar con aquel corazón débil que se empeñaba en seguir considerando cariñosamente al que tanto la había ofendido.
Su amor propio y su altivez de raza eran incompatibles con la injusta bondad y no le permitían desempeñar el papel de víctima resignada.
No se arrepentía de lo hecho, y si no hubiese encontrado a Ordóñez para casarse, hubiera ofrecido su mano al primero que pasara por la calle.
Aquel papel que tenía entre sus manos, aquella inscripción insultante de una meretriz impúdica, era suficiente para mantenerla en su furor y hacer que, impulsada por el odio, se limpiase las lágrimas como avergonzada de tal debilidad y se revolviera en su cuarto cual una leona herida, derribando al paso cuantos muebles encontraba.
Apenas la mano de María fue pedida oficialmente por el duque de Vegaverde, aquel senador sesudo que consideraba con el mayor desprecio a su hermano calavera, la baronesa y el novio, aconsejados por su irreemplazable oráculo, el padre Tomás, comenzaron a arreglar todos los preparativos de la boda.
Doña Fernanda, no se sabe si por propia inspiración o por ajeno consejo, se mostraba muy radical en todos estos preparativos.
—Yo no soy partidaria de los noviazgos largos —decía continuamente a sus amigos—. Me gusta que lo que tenga que ser, sea pronto.
Y por esto la boda de María marchaba con gran rapidez a su desenlace.
El suceso era muy comentado en la alta sociedad, pues llamaba la atención, tanto la respetable fortuna de María como los antecedentes del novio, que no podían ser más públicos.
Ordóñez, tal vez porque envidiaban muchos su buena suerte, era objeto de numerosos e irónicos comentarios.
—Ese ya ha encontrado lo que quería —decían sus amigos en el Casino—. Una mujer millonaria y además beata y algo tonta según aseguran los que la conocen. Es de esperar que antes de dos años, Ordóñez se le haya comido la fortuna.
El padre Tomás había fijado la boda para dos semanas después del día en que María aceptó la declaración de Ordóñez, y como hombre poderoso en todos los asuntos concernientes a la Iglesia, se había encargado del arreglo de los documentos y demás formalidades necesarias para que el matrimonio canónico se efectuara en el plazo marcado.
María asistía como una sonámbula a todos aquellos preparativos de boda, que parecían destinados a otra mujer, según la impasibilidad con que los acogía.
Recibía, al lado de su tía, las visitas íntimas, acogiendo sus felicitaciones con estúpidas sonrisas; y experimentaba alegrías de niña mimada, al ver los regalos con que la obsequiaban los numerosos amigos de la casa y las principales familias de la nobleza, unidas a los Baselgas, con lazos de parentesco más o menos lejano.
Muchas veces en aquella calma insensible en que parecía sumida, surgían relampagueos de odio que le hacían recordar su exacta situación. Era entonces cuando menos arrepentida se mostraba del matrimonio que iba a contraer, y experimentaba una alegría amarga y punzante, pensando que todo aquello le serviría para vengarse del hombre que tan injustamente la había despreciado.
Abrigaba la esperanza de que Zarzoso no era capaz de olvidarla repentinamente tan por completo y creía que el día en que tuviese noticia de su casamiento, el joven médico sentiría renacer su antigua pasión y experimentaría un remordimiento sin límites.
En esto cifraba María su venganza, y por ello cada vez que recibía un regalo de bodas, o su futuro esposo le dirigía una galantería amorosa, pensaba con fruición en que si Zarzoso estuviera allí, todo aquello sería para él un motivo de terrible desesperación.
Se aproximaba el día señalado para la boda, y la baronesa mostrábase muy complacida en arreglar las cosas con solemnidad. Quería que todo se hiciese en grande, como correspondía a la clase social de los novios y además, por su afición tradicional, odiaba las costumbres de la moderna aristocracia que efectúa los casamientos con sencillez, casi ocultándose, como si se avergonzase de un acto tan solemne.
Ella quería que el matrimonio de su sobrina fuese bien público, a la luz del día, con aparato casi regio; y en esto la apoyaba Ordóñez, a quien no le venía mal que moviese mucho ruido su boda con una millonaria, en aquella sociedad que, aunque le halagaba, le tenía por un estafador y un aventurero de mala ley.
El padre Tomás dispensaría a los novios el alto honor de darles su bendición. Al acto que se verificaría en la capilla de la casa, acudiría lo más selecto de todo Madrid, y la misa sería amenizada por una gran orquesta y los principales cantantes del Teatro Real. En fin, que la baronesa, ya que no había conseguido que su sobrina fuese monja, quería al menos que su casamiento metiese ruido en el gran mundo, y no reparaba en gastar miles de duros, aunque esto le atrajera el dictado de cursi.
Terminada la ceremonia, los novios saldrían de Madrid para efectuar el largo viaje que es de rúbrica y cuyo itinerario se discutió bastante, pues María no transigía con entrar en París aunque sólo fuera de paso. A pesar del ansia de venganza que sentía y de su vehemente deseo de mortificar a Zarzoso, estremecíase solamente al imaginar que podía encontrarse en los bulevares con el joven médico, yendo ella del brazo con Ordóñez.
La proximidad de su matrimonio no evitaba que pensase en su antiguo amor, y la víspera misma de la ceremonia, fue cuando envió a París el papel que envolvía sus cabellos, con una carta sin firma, en la que daba cuenta de su casamiento, experimentando, al pensar lo que sufriría Zarzoso al recibirla, la amarga complacencia del desesperado que muere matando.
Cuando entregó la carta a doña Esperanza, que esta vez fue fiel y la puso en el correo, experimentó cierto vacío, como si con aquella prueba fatal que tanto excitaba su odio, desapareciera el vehemente deseo de venganza.
Mostrábase arrepentida de su violenta resolución que la empujaba a un matrimonio poco grato, y para hacer más doloroso su estado, la víspera misma de la boda, doña Fernanda sufrió un accidente que puso en conmoción a toda la casa.
No se supo si fue a consecuencia de la agitación producida por los preparativos de la boda o por el berrinche que le causaron las murmuraciones de ciertas amigas suyas que la criticaban por lo ostentoso de la boda, tachándola de cursi y de persona de mal gusto; pero lo cierto resultó que en aquella mañana doña Fernanda tuvo un ataque de nervios, asustando a toda la servidumbre, pues desde la muerte de su hermano, el padre Ricardo, no la habían visto en un estado tan alarmante.
Fueron a buscar en seguida al viejo doctor Zarzoso, y como si su presencia ejerciera cierto influjo sobre el excitado ánimo de la baronesa, ésta se calmó apenas el doctor estuvo algunos minutos a su lado.
María experimentaba gran complacencia al ver en su casa, y en la víspera misma de su boda, al tío del hombre odiado, y se mostraba amable en extremo, enseñándole sus regalos de boda y abrumándole a fuerza de atenciones, con el loco intento de mortificarle, como si el pobre señor hubiese alguna vez tenido noticias de que Juanito era dueño de aquella beldad.
El doctor, como un oso domesticado a medias, refunfuñando y visiblemente molestado, se dejaba llevar por la joven, no pudiendo comprender el motivo de tanta amabilidad. Siempre le había llamado la atención la inexplicable benevolencia de aquella joven sonriente, a la que él, por otra parte, consideraba con alguna simpatía, pues en su concepto era la única sangre algo pura que había en la familia.
Miraba con poca atención todos los valiosos objetos que le enseñaba la joven y que para él eran chucherías sin importancia, dijes propios del afeminamiento que existía en la sociedad; pero en cambio, no quitaba sus ojos del novio, de aquel Ordóñez al que miraba con la misma atención que el naturalista contempla a un bicho raro.
¡Vaya un tipo el de aquel elegante, enjuto, extenuado y que con gestos de soberano desdén, ocultaba el aire de cansancio de la vida que se notaba en su rostro! El doctor admiraba a este representante de la degeneración aristocrática, que era un tipo acabado de esa degradación hereditaria de las altas familias, que tiene su principio en la glotonería y en la lujuria y su fin en el raquitismo y la imbecilidad.
No pasaban desapercibidas para el doctor las señales exteriores que en aquel mozo había dejado su anterior vida de crápula, y se fijaba con una insistencia que no pasaba desapercibida para Ordóñez, en las manchas de su rostro, que delataban un emponzoñamiento de la sangre por la lepra del vicio.
La mirada del viejo Zarzoso iba desde Ordóñez a aquella joven robusta, fresca y alegre, a la que quería por no pertenecer físicamente a la raza aristocrática y degenerada que tales censuras le merecía; y al pensar que iban a unirse en íntimo contacto dos organismos tan distintos, sintió tentaciones de protestar en nombre de la salud y de la naturaleza, amenazando, en caso contrario, con un contagio terrible que desharía rápidamente la lozanía y el vigor de una joven tan sana, fuerte y hermosa.
Pero el doctor se abstuvo de hablar en presencia de toda aquella gente aristocrática, que podía considerarse aludida por sus apreciaciones, y se despidió de todos dando las gracias a María por su amabilidad y a la baronesa por su invitación a que asistiera a la fiesta del día siguiente. Doña Fernanda, en vista de la negativa del doctor y de que ella no se sentía aun muy segura de sus nervios, le arrancó la promesa de que al menos al día siguiente iría a visitarla después que hubiese terminado la ceremonia.
Cuando el viejo Zarzoso salió a la calle iba refunfuñando:
—Ese casamiento es un asesinato que se lleva a cabo en presencia de la sociedad entera y sin que ninguna ley lo castigue. Ni al mismo diablo se le ocurre casar una muchacha sana y robusta con un hombre que en las venas debe tener pus en vez de sangre. ¡Bueno está el tal mocito! De seguro que tiene la tuberculosis y no tardará en contagiar al organismo puro de su mujer. ¡Buenos hijos producirá el tal matrimonio! Las leyes de hoy son una farsa, pues sólo tratan de cosas que únicamente debían ser de la competencia de los médicos alienistas, y en cambio no se preocupan del porvenir de la humanidad. ¡Ni una sola disposición para fomentar el vigor y la salud de las generaciones venideras! Si estos gobiernos tuvieran sentido común, ordenarían el examen médico antes de todo matrimonio; así se evitarían muchas desgracias y podríamos librarnos de que antes de un par de siglos la humanidad sea un vasto hospital y un gigantesco manicomio.
Al día siguiente verificose el acto del que tanto se hablaba en la alta sociedad.
María y Ordóñez se casaron con todas las solemnidades deseadas por doña Fernanda, y después de despedirse de aquel público brillante y privilegiado que había asistido a la ceremonia, salieron para el extranjero.
La baronesa se despidió de ellos en el mismo andén de la estación, y cuando volvió a su casa, recibió al poco rato la visita del doctor Zarzoso.
—¡Ay, querido doctor! —le dijo la baronesa—. ¡Qué sola me encuentro desde que ha partido la niña! Parece como que la casa esté deshabitada. Y sin embargo estoy contenta, sí señor, muy contenta. La ceremonia del matrimonio ha sido una fiesta solemnísima, como en muchos años no se había visto en Madrid. Además, María será muy feliz, tendrá un esposo modelo.
Debió traslucirse en el rostro del doctor el mal efecto que le causaban estas palabras, por cuanto la baronesa se apresuró a añadir:
—¿No piensa usted lo mismo que yo? ¿Cree usted que este matrimonio resultará desgraciado? Vamos a ver, hable usted con entera franqueza. ¿Qué opina usted del casamiento de mi sobrina?
El doctor saludó y dijo con su rudez que no admitía réplica:
—Señora, opino que ese casamiento ha sido un crimen.