En los pasados siglos, París era comparado a un navío, a causa de la forma que afecta la isla de la Cité, pequeño territorio que era lo que abarcaba entonces el perímetro de la ciudad, y que hoy no llega a constituir uno de sus barrios. Este barco simbólico lo adoptó la municipalidad como escudo de la gran villa, y aún sigue siendo París la ciudad del navío, a pesar de que la Babilonia moderna en la actualidad, con su monstruosa grandeza y sus barreras que avanzan cada diez años amenazando tragarse la campiña, no conserva nada de su antigua forma.
Si hoy se tratase de buscar una figura que simbolizase París, únicamente podría buscarse en la sirena, animal fabuloso, compuesto de dos formas tan distintas como son un hermoso busto de mujer junto a una horrible cola de monstruo.
París es hoy un nuevo Jano de doble faz, que ofrece una sonrisa, una caricia, un halago, para cada uno de los gustos.
Una de sus caras tiene la alegre contracción de la sonrisa del vicio voluptuoso y atractivo; la otra cara lleva impresa el gesto sublime del genio en el momento de recibir el beso de la inspiración.
Los dos grandes genios de Francia parecen ser los santos patronos de la gran ciudad; los que se la han repartido amigablemente, organizando cada uno sus dominios con arreglo a su carácter y a sus ideas.
A un lado, Rabelais, con su guasona sonrisa, su panza de vividor y su mirada de escéptico, cantando la vida en lo que tiene de agradable y sensual, idealizando los placeres groseros y diciendo a la humanidad: «Ama, bebe y danza, que ésa es la felicidad». Al otro lado, Víctor Hugo, con su serenidad olímpica y su frente de dios en la que se refleja el iris de la inmortalidad, dejando caer de sus tranquilos labios las perdurables estrofas que hacen tener fe en el porvenir, que elevan el ánimo a las regiones de lo infinito y hacen creer en un más allá que es la regeneración de la humanidad libre y dichosa: y corriendo entre los dos, manso y tranquilo, para marcar y diferenciar los diversos campos, el Sena, el histórico Sena, que divide la ciudad, empujando y aglomerando en su orilla derecha a todo lo que brilla, a todo lo que seduce a Europa y la corrompe al mismo tiempo, y guardando en la orilla izquierda el pensamiento que alumbra al mundo, la gente que estudia, que piensa y que trabaja.
Teniendo en cuenta este doble carácter de la gran ciudad, esta diferencia tan completa en sus gustos y aficiones, es cómo se comprenden los radicales cambios que París sufre en su fisonomía y que lo convierten en una antinomia viviente.
Es la ciudad de los cafés cantantes y de las sublimes discusiones políticas; de los desvergonzados couplets y de la divina marsellesa; baila una danza de monos que llama can-can, y eriza sus calles de barricadas apenas la libertad está en peligro; sostiene unas veces a una raza de aventureros dementes con el nombre de Bonaparte, y otras conmueve al mundo elevando entre general clamoreo la majestuosa imagen de la República; admira lo mismo a la cocotte de gracia felina que en una noche devora una fortuna, que al sabio que, con una teoría, asombra al Universo; y considera tan hijos suyos al patriota como al vividor audaz, al libro como al escándalo, a la nueva forma política que regenera la humanidad como la postrera extravagancia que se llama última moda.
¿En qué consiste esa terrible y continua contradicción? Es que, para producir tan diversos resultados, basta sencillamente que se agite una u otra orilla del Sena.
El aspecto que presentan esos dos trozos de la gran ciudad separados por el río, es lo que manifiesta más claramente su diverso carácter.
En la orilla derecha, los Ministerios, los grandes almacenes, los bulevares, la vida moderna en todo lo que tiene de más atractivo y seductor, y el vicio convertido en primer medio de explotación, casi elevado a la categoría de un culto; y en la orilla izquierda, los grandes centros de enseñanza, los faros que proyectan su luz vivificante sobre el Universo entero, el Instituto, la Sorbona, el Colegio de Francia, la Escuela de Medicina, y una población laboriosa, ilustrada, que vive en perpetuo abrazo con el cuerpo siempre joven y fecundo de la Ciencia, y que piensa y estudia para media Europa.
La orilla derecha del Sena es la cortesana de gastada hermosura que se cubre de afeites y apela a diabólicos excitantes para seducir ruidosamente, la Cleopatra que lleva tras sí un tocador inmenso y cifra su gloria en la fugaz conquista de los más groseros sentidos; la orilla izquierda es la hermosura tranquila y natural, la belleza que brilla por su propia fuerza retirada y oculta como la violeta tras el follaje; la Margarita de Goethe, que pasa los días inclinada sobre el laborioso torno, sin pensar que esto puede ajar su belleza y que vive sin darse cuenta de su valer y sin preguntarse si son ciertos los floreos que le dirigen.
El París de la derecha tiene los más suntuosos edificios, los templos de la burocracia, del dinero y del vicio; pero frente al Pantheón, que se levanta majestuoso en la orilla izquierda, elevando las nubes la gloria de Francia, sólo puede presentar el Folies Bergere, que, en sus salones, resume toda la aspiración, todo el ideal de tal parte de París.
El hombre instruido y serio que no se deja seducir por el falso oropel del vicio, al atravesar el París de la derecha, esplendoroso, retocado y lleno de mejunjes como una cortesana vieja, siente la tentación de gritar, como el dulce poeta François Copée:
—¡Viva la antigua ribera izquierda, en la cual el transeúnte lleva casi siempre un libro debajo del brazo y un pensamiento o un ensueño en la mirada!
La orilla derecha tiene, en sus majestuosas calles, en sus deslumbrantes edificios, algo de la atmósfera de la orgía. Allí se agolpa el bandidaje de frac; el canallesco arte del vividor, elevado a la categoría de ciencia; y precisamente ese París es el que seduce y admira el mundo, el que atrae las miradas de todas las naciones, el que devora a cuantos viajeros penetran en la gran ciudad por los cuatro puntos cardinales. Es como el espejuelo giratorio que atrae las alondras de todas partes, y en sus tiendas de lujo, santuarios elevados a la divinidad del dinero, y que sobrepujan en fausto y majestad a los más grandiosos templos de todas las religiones, se agita un confuso cosmopolitismo y allí se codea el ruso con el brasileño y el árabe con el yanki.
Ése es el París de los cafés, el París de los teatrillos desvergonzados, de las bandadas de cocottes, de los restaurants que admirarían a Gargantúa; el París que dice al mundo entero con acento dictatorial cómo ha de ser la forma de los sombreros y los trajes, y que en el último arrebato de su extravagancia ha puesto en moda la danza del vientre.
La mayor parte de los viajeros que llegan a París desde los más apartados rincones del mundo, no pasan nunca el Sena, desconocen por completo la orilla izquierda, y al volver a su país, viviendo tal vez en la opulencia, recuerdan con fruición la gran ciudad, con su restaurante, en que les envenenaban lentamente, y sus mujeres embadurnadas de blanquete que adoran por una noche al mejor postor, a tanto la caricia.
La orilla izquierda del Sena, tal vez porque no es frecuentada por esa horda de viajeros con el bolsillo repleto y el apetito hambriento de toda clase de pasiones, es lo más notable que tiene París, lo que guarda mejor el carácter de esa primacía intelectual que distinguió a la gran ciudad en los pasados siglos y aún la distingue hoy.
En esa orilla izquierda, el centro, el corazón, lo más selecto y atrayente es el Barrio Latino, nombre que hace palpitar de emoción el pecho de toda persona que haya visitado la metrópoli francesa con el deseo de estudiar.
Ese barrio es la representación del gran París antiguo; el París que guarda la Sorbona, antorcha de la ciencia, que disipaba las tinieblas universales de la Edad Media y atraía a los hombres eminentes de todo el mundo, los cuales, al abandonar la Universidad madre, volvían a sus respectivas naciones a difundir los conocimientos que habían adquirido.
Las calles que componen este barrio de París son, sin disputa, las más importantes del mundo, pues en ellas han vivido y viven los primeros genios de Francia, juntos con hombres eminentes de todas las naciones que fueron a establecerse en el distrito de la ciencia, empujados por persecuciones políticas o por el deseo de estudiar.
El viajero ilustrado, al transitar por las calles del Barrio Latino, no puede impedir el sentirse dominado por espontánea emoción. En los sitios que le sirven de paseo, en los cafés donde descansa, y tal vez en el mismo hotel que le alberga, han vivido los grandes hombres, cuyas obras son el encanto de la generación presente.
Si todavía quedan en las viejas casas del barrio recuerdos de la juventud de Voltaire y Crebillon cuando eran pasantes de un curial, mejor se conserva aún la memoria de personajes contemporáneos que asombran al mundo con su gloria, y que en la pobre pero brillante cuna del cuartel Latino, nacieron y crecieron. Aún quedan en él viejos dueños de hotel o encargados de restaurante que recuerdan cómo alborotaba durante el imperio de Napoleón III los cafés del barrio, con sus discursos republicanos dichos con voz de trueno, un estudiantote tuerto y de figura atlética, gran perseguidor de caras bonitas, y que llevaba el nombre entonces desconocido de León Gambetta; aún se conserva fresca en la memoria de algunos la imagen de un muchacho tímido y enteco, con melenas merovingias y las manos ocupadas siempre por paquetes de libros, el cual respondía al nombre de Alfonso Daudet; conocido fue también en el bulevar Saint-Michel, principal arteria del Barrio Latino, un tal Emilio Zola, que era entonces dependiente en una librería; y remontándose a muchos años antes, queda memoria de que en un mal figón inmediato a la Sorbona, comía a franco el cubierto un joven pequeñito, de raída levita, cuyos bolsillos estaban atestados de libros y notas, y el cual tenía de apellido Thiers.
En ese barrio han llorado y han reído, cuando muchachos, todos los hombres que estaban destinados a dar a Francia esa hegemonía intelectual que tiene sobre el resto del mundo; en él han sufrido hambre y frío, solos y desconocidos, los que después han ganado millones con su pluma o han ascendido a la primera magistratura del país, y en él también han tenido sus primeros amores los genios a quienes la admiración universal ha colocado en la categoría de semidioses.
Muchachas del Barrio Latino, pizpiretas, sonrientes, maliciosas como duendes y aturdidas como chorlitos, eran las Zoraidas y las Fátimas para quienes escribía sus primeras Orientales, allá por 1825, un jovenzuelo melancólico y pobre que se llamaba Víctor Hugo.
Y así como se encuentran en tal barrio los vestigios que han dejado de su paso hombres eminentísimos, se halla también el café donde lucía su imaginación inmensa y su fatuidad innata un joven mulato llamado Alejandro Dumas, que era entonces empleado en la administración del duque de Orleáns, y no pensaba todavía en escribir novelas; la cervecería donde Alfredo de Musset recitaba sus escépticas poesías a una turba de admirados estudiantes, que inocentemente hacían gala de un cinismo afectado; la taberna donde Enrique Murger, ahumando a todos con su pipa, predicaba con el ejemplo las dulzuras de aquella vida bohemia que después imitó la juventud literaria e ilusa de todos los países; y la tasca miserable del tío Anteojos, donde se reunían los principales ladrones y asesinos de París, y a la cual asistió muchas noches Eugenio Sue, con el príncipe heredero de Suecia, disfrazados ambos de granujas; el uno para estudiar del natural los tipos de Los Misterios de París, y el otro en busca de sensaciones fuertes.
Así como de la orilla izquierda del Sena han salido todos los grandes hombres de Francia, en ella han vivido los políticos extranjeros en sus épocas de emigración, atraídos por la vecindad de las mejores bibliotecas del mundo, y de las cátedras, donde dejan oír su voz los sabios que forman en la vanguardia del ejército de la ciencia.
El aspecto que presenta el Barrio Latino es el más propio del lugar donde tiene su nido la ciencia y la ilustración.
En cualquiera de sus grandes calles hay más estatuas que en uno de los barrios de la orilla derecha, con la diferencia de que estos monumentos no están destinados, como los que existen en el resto de París, a inmortalizar guerreros más o menos heroicos o políticos mejor o peor reputados, sino a eternizar la memoria de grandes hombres en ciencia y literatura, que han influido notablemente en el progreso humano. Homero, con la frente arrugada por la contracción del pensamiento gigantesco, pulsa su lira de mármol en el peristilo de la nueva Sorbona; y Dante y Claudio Bernard, los dos grandes descriptores del infierno y del cuerpo humano, yerguen su figura de bronce en el centro de un jardincillo a las puertas del Colegio de Francia. Esteban Dolet, el librero y filósofo del siglo XVI, eleva al cielo, sobre grandioso pedestal, su frente de mártir en el mismo lugar donde se encendió, para consumirle, la hoguera inquisitorial; a corta distancia, Broca, el padre de la antropología, aparece con un cráneo en la mano, libro infalible, en el que fundó toda su doctrina; y, a pocos pasos, como un inmenso bloque de bronce, fundido por la tempestad y cincelado por los rayos, remóntase en el espacio la figura del gran Danton, en el momento que con su voz de trueno gritaba a la Francia amenazada por toda la Europa monárquica: «¡Audacia, audacia, siempre audacia, y salvaremos la República!».
En el Luxemburgo, a la fresca sombra de árboles seculares, alinéanse innumerables filas de estatuas de mármol, y el gran pintor Delacroix, al susurro de los surtidores de artística fuente, muestra al porvenir su rostro de bronce, aplaudido por Apolo, y sintiendo cerca de su frente los laureles con que va a coronarle la Fama, levantada por los brazos del Tiempo.
En el Barrio Latino agólpanse todos los célebres establecimientos de enseñanza, a los que no sólo acude la juventud francesa, sino los estudiantes de todas las naciones. La Sorbona es el centro; y a mayor o menor distancia de ella, álzanse los suntuosos edificios de las Escuelas de Derecho, Medicina, Ingeniería, Química, Politécnica, Bellas Artes, y además, la Biblioteca de Santa Genoveva, soberbio palacio atestado de miles de libros escritos en todos los idiomas.
Como si Francia concediera al barrio que ha sido el alma mater de su ciencia, el honroso encargo de velar el eterno sueño de sus hijos ilustres, en el centro de él, sobre el lugar más eminente, hundiendo sus cimientos en la antigua colina de Santa Genoveva, álzase el Pantheón, en cuyo frontispicio, cincelado por David D’Angers, brilla en letras de oro el reconocimiento de la patria, y cuya gigantesca cúpula, apoyándose en aérea columnata, escala el cielo hasta hundir en las nubes su cruz, en torno de la cual revolotean las aves, reinas del espacio. En lo profundo de este grandioso edificio, que, con la monotonía colosal de sus paredes de sillares no rasgadas por ventana alguna, y su ambiente misterioso recuerda las faraónicas pirámides, duermen envueltos en la oscuridad de la sepulcral cripta Voltaire y Rousseau, campeones de la libertad teórica, junto a los paladines de la República Marceau y Latour d’Auvergne, que dieron su sangre por implantar las doctrinas de aquéllos; y encerrado en su féretro de metal cuajado de estrellas, bajo un monte de flores y laureles, descansa Víctor Hugo, quien, como si adivinara el sitio donde sus huesos irían a reposar, al escribir su Oda a los muertos en la revolución de Julio, dedicaba a ese mismo Pantheón una estrofa grandiosa:
¡Para estas caras sombras lanza y sube,
Hasta la parda nube,
El Pantheón su columnata bella:
Y cada día al asomar la aurora,
Nuevamente la dora,
Y el gran París corónase con ella!
En el lugar más visible del Barrio Latino, a la orilla del bulevar San Miguel, álzase, entre ruinosas arcadas mordidas por la dentellada del tiempo y bóvedas que se sostienen milagrosamente, el Museo de Cluny, viviente recuerdo de aquel París, que se llamaba Lutecia en remotos siglos, y que comenzó como edificio por servir de Thermas y palacio a Juliano el apóstata.
Todas las épocas han venido a depositar su gusto artístico, sus caprichos arquitectónicos en este edificio de corte extraño y original. Los sólidos muros de argamasa romana, agujereados por esbeltas ojivas góticas de afiligranados remates, vístense con lápidas de inscripciones en idiomas casi desconocidos, o se erizan, lanzando en el espacio gesticulantes gimios o mascarones de piedra, tan horribles y epilépticos como los podían concebir las extraviadas imaginaciones de los artistas de la Edad Media; y los tonos sombríos y negruzcos del viejo edificio, alégranse y cobran un agradable claro oscuro, con las verdes culebras de hiedra, que, enroscándose a los salientes, suben hasta lo más alto de almenas y torrecillas. En el interior del histórico edificio agólpase la historia de la humanidad descrita por los mismos productos de los pueblos. Allí figura desde el hacha de piedra de los tiempos prehistóricos hasta el sutil espadín del pasado siglo; lo mismo el extravagante zapato de la castellana medievica, que el microscópico chapín de la incroyable: en una misma estancia amontónanse armaduras de todos los tiempos, trajes de todas las épocas y carruajes de todas formas, desde el trineo del esquimal a las casas con ruedas que llamaban carrozas; y sólo algunos metros separan el yatagán del sarraceno del lecho del rey gótico; la férrea corona del duque feudal, de la diadema de un emperador romano; y un primoroso cincelado de Benvenutto Cellini, del férreo cinturón de castidad que el señor feudal cerraba sobre las caderas de su esposa antes de partir a las guerras de las Cruzadas.
El jardín que rodea al edificio es tan notable por su carácter romántico, que podría servir de decoración para el cuadro fantástico de Roberto il Diabolo.
Entre los altos árboles, álzanse fragmentos de arcadas góticas y ásperas piedras sepulcrales, con borrosas inscripciones; estatuas de obispos lacios consumidos, en actitud de bendecir; grifos quiméricos y bustos griegos, todo ello roído por los dientes del tiempo, gastado por los vientos y las lluvias, devorado por las plantas trepadoras que se empeñan en encerrarlo en un estuche de hojas, pero en pie, a pesar de tales enemigos, y pareciendo entonar, en nombre de los siglos pasados, un himno mudo de interminable protesta contra los faros de luz eléctrica que por la noche envían sus rayos desde el vecino bulevar; contra el vapor que brama en los barcos del cercano Sena; y contra el Gobierno, que les hace permanecer en una gran ciudad moderna, al lado de una calle populosa, y en un jardín donde muchas veces sirven de ridícula diversión a imbéciles y a niños.
Este jardín guarda todo un mundo de recuerdos. En él fue proclamado Juliano el apóstata emperador de los romanos por los legionarios de las Galias, y a la sombra de sus árboles paseó en otro tiempo un monje alemán llamado Hildebrando, que después debía tomar el nombre de Gregorio VII, para asombrar al mundo con su audaz tentativa de monarquía universal en favor del Papado; y este escenario de tantas grandezas y tan gigantescas y prematuras ambiciones, ¡oh poder del tiempo!, hoy sólo se ve frecuentado por unas cuantas viejas, que, sentadas en los verdes bancos, hacen calceta hablando de los tiempos en que ellas eran jóvenes y había reyes en Francia, o por turbas de chiquillos que se meten en la yerba, para contemplar de cerca, y con cierto temor, al dragón de piedra que tiene eternamente abiertas sus amenazantes fauces, o hacerle muecas a la estatua de algún preste barbudo, que envuelto en su capa pluvial, mira al cielo desesperadamente con sus huecos ojos.
Tan notable y original como el Barrio Latino resultan sus habitantes. Es el único punto de París donde, en el tropel de los transeúntes, se puede ver una cara dos veces en un mismo día, pues su población está alejada del contacto de los grandes bulevares y no se mezcla en ella ese incesante torrente de gente que Europa entera hace desfilar por las grandes arterias del París lujoso.
En las calles del Barrio Latino se ven siempre los mismos rostros e idénticos tipos, a causa de que tiene una población propia que no se renueva más que muy de tarde en tarde.
Los estudiantes, que constituyen su vecindario, guardan aún cierto espíritu de clase y se agrupan para hacer la vida en común, y resistirse contra la tendencia igualitaria que reina en la sociedad presente y que destruye todas las asociaciones tradicionales.
En París, como en Alemania e Inglaterra, la clase escolar se resiste al nivelador rasero de los tiempos presentes, y si no conserva todas sus costumbres antiguas goza aún de existencia especial que la distingue. Alemania tiene sus masonerías escolares con sus grotescas y muchas veces terribles ceremonias; Inglaterra conserva sus universidades rivales de Oxford y Cambridge con sus eternas y originales luchas; y Francia posee el Barrio Latino con sus costumbres extravagantes y su aspecto cosmopolita.
El distrito parisiense, que tiene por corazón la Sorbona, es en realidad una aglomeración de representantes de todos los pueblos. En sus calles suenan las voces de todos los idiomas conocidos, pues a más de una verdadera nube de estudiantes negros, americanos y rusos, los hay chinos, japoneses, egipcios y árabes.
En el reducido espacio de un café del Barrio Latino, suenan confundidos los más raros y difíciles idiomas. En cada mesilla se habla una lengua diferente y muchas veces estudiantes de la misma nación se separan para charlar en el dialecto de su provincia.
La misma confusión que reina en el Barrio Latino, en cuanto a idiomas, impera también en cuestión de trajes. El centro de la orilla izquierda del Sena vive en perpetuo carnaval, y de seguro que los vestidos que allí pasan sin extrañeza provocarían una carcajada al exhibirse en la orilla opuesta.
Confundidos con los alumnos de la escuela de Derecho o de la de Ingenieros, que van siempre correctamente vestidos con arreglo a la última novedad, lo que les vale cierto desprecio de los otros compañeros, pululan los estudiantes de Medicina con sus descomunales boinas de terciopelo negro o sus chisteras de alas planas, que sirven de coronamiento a unas hirsutas melenas que siempre rebasan los hombros; los cursantes de Bellas Artes, imitando en sus trajes las modas de pasadas épocas, con su capa española o italiana y un chambergo romántico que pide a voces una tiesa pluma de gallo; las estudiantes, en su mayoría procedentes de Rusia, feas como muchachos, con el pelo cortado, unas gafas sobre la chata nariz, y por toda indumentaria un largo pardesú, una gorra de astracán y una descomunal cartera de cuero para meter los libros y papeles; y los alumnos de la escuela Politécnica con su vistoso uniforme negro y dorado, su airoso sombrero de picos, su ferreruelo impermeable y su espada rabitiesa, atalaje que visto de lejos, les da el aspecto de pájaros exóticos.
Singular vida la de los estudiantes de París. Entre ellos es rara la desaplicación, y son muy contados los que pierden los cursos, pero a pesar de esto, se les ve de continuo en las calles con una muchacha del brazo, alborotando como energúmenos, o dedicándose a ejercicios de fuerza o de destreza.
Como aquella juventud española de los pasados siglos que se agrupaba en las aulas de la inmortal universidad de Salamanca, y que se hizo célebre por su carácter bullicioso y audaz, la juventud escolar francesa es enérgica y aventurera; animada por su notable robustez, ama la esgrima y la gimnasia, y en sus clubs de recreo, se fortalece los brazos levantando pesos enormes, o pasa horas enteras tirando a la espada y contándose los botones a estocadas, cual aquellos licenciados de Salamanca de que hablaba Cervantes.
El Barrio Latino, a principios de siglo, cuando sus principales vías eran míseras callejuelas, cometía tan estupendas extravagancias que forzosamente la policía había de intervenir en ellas; hoy no conserva del pasado tormentoso más que una orgía anual, que consiste en el baile que dan a sus compañeros los estudiantes que terminan su carrera.
Confundidos con esa población joven, bulliciosa e ilustrada, que es el porvenir de Francia, figuran los hombres graves del barrio, los escritores que viven en él, y los catedráticos, graves, melenudos y distraídos como el célebre doctor Miravel, que salen por la mañana de la Sorbona o del Colegio de Francia después de haber explicado su lección, puestos de frac y corbata blanca, traje oficial de los profesores franceses, y marchan por la calle tan abstraídos con la lectura de una revista científica, que se meten en el arroyo o están próximos a ser aplastados por un carruaje.
La orilla izquierda del Sena tiene tal atractivo para la juventud estudiosa y al mismo tiempo tan alegre, que ésta vive siempre encerrada en los límites del Barrio Latino, bastándose a sí misma, y encontrando vulgar y burgués, como ella dice en su jerga, todo lo que ocurre en la orilla opuesta.
Como dice Julio Simón, el estudiante del Barrio Latino, sólo cuando se siente empujado de esa fiebre por lo desconocido que acometen los más heroicos viajeros, es cuando se atreve a pasar el Sena, y así y todo, a costa de un esfuerzo supremo, llega hasta la calle de Rívoli.
El escolar que esto hace, es un Stanley que pronto se arrepiente de su heroicidad, y fastidiado por el París comercial y elegante de la ribera derecha, vuelve a su querido Barrio Latino en el que no hay fábricas ruidosas, sino silenciosas bibliotecas; en el que la amistad y el compañerismo son algo más que palabras, en el que las mujeres se entregan por amor, y pudiendo hacer fortuna a la otra parte del río, prefieren compartir el mísero cuarto y la menguada comida con el estudiante que habla de cosas que ellas no entienden y que en un rapto de locura amorosa, no contento con dar su juventud vigorosa e incansable, llega a regalarles un ramo de violetas de a cinco céntimos.
A este distrito de París, al célebre Barrio Latino, fue a establecerse Juanito Zarzoso, apenas llegó a la gran metrópoli.
Alquiló el joven médico un cuarto en el segundo piso de un hotel de estudiantes de la plaza del Pantheón.
Conocía, por referencias de algunos de sus condiscípulos de Madrid, la vida del estudiante parisiense en el Barrio Latino. Se abonó por meses en un restaurante de los más concurridos, adonde acudían las notabilidades del porvenir a nutrirse con elementos tan problemáticos que, según afirmaban los estudiantes, las chuletas eran de caballo enfermo y las tortillas se componían de los más absurdos ingredientes.
El doctor Zarzoso, que era espléndido por carácter, y más aún tratándose de su sobrino, no quería que éste hiciese en París una vida miserable, y le había dado letra abierta para el banquero a quien iba recomendado; pero el muchacho, acostumbrado a una existencia modesta y con poca afición al lujo y los placeres, no pensaba abusar de la magnanimidad de su tío, y se proponía seguir las costumbres de un estudiante pobre.
Al día siguiente de su llegada, se apresuró a presentarse a los célebres profesores a quienes iba recomendado y que le recibieron muy bien, e inmediatamente entró como alumno en aquellas famosas clínicas de las que salen los más portentosos descubrimientos de la ciencia médica.
Zarzoso oyó con profundo respeto, como si se hallase en presencia de seres sobrenaturales, las profundas observaciones de Charcot y las elocuentes explicaciones de Tillot en el anfiteatro de la Escuela de Medicina; asistió con fruición sin límites a las operaciones de Pean y del modesto Championet, y estos espectáculos científicos, reavivando su amor a la ciencia, le hicieron entregarse de nuevo en cuerpo y alma al estudio.
Esto le hizo experimentar un gran consuelo. El panorama grandioso que desarrolla París a los ojos del viajero que le visita por primera vez, sólo llegó a distraer a Zarzoso por muy pocos días.
Así que se desvaneció la primera impresión de sorpresa, el recuerdo de María, de aquella mujer adorada de la que ahora estaba separado por tantas leguas de distancia, volvió a obsesionarle, ocupando por completo su imaginación.
No podía admirar cualquiera de las cosas sorprendentes que encierra la gran ciudad, sin que al momento dejase de ocurrírsele la misma idea:
—¡Oh, si se hallase aquí María! ¡Cómo se alegraría de ver esto!
Por otra parte, causábale cruel martirio el ver continuamente en el Barrio Latino amorosas parejas que, acariciándose con sus miradas casi tanto como con sus palabras, iban por las aceras cogidas del brazo haciendo descarado alarde de su juventud y su dicha. Pocos eran los estudiantes que no tenían por compañera una cabeza picaresca coronada de cabellos rubios.
Este continuo alarde de amor en las calles, esta felicidad juvenil que no cabía en las estudiantiles buhardillas y se esparcía por las aceras, irritaba a Zarzoso al par que le hacía sentir amarga envidia.
La soledad en que vivía agravaba aún más su situación. Nunca se había agitado en un vacío tan absoluto. Primero con su madre, después con su tío, siempre había vivido en familia; y ahora, al encerrarse en su cuarto y pasar la noche completamente solo, al pasear por las calles sin encontrar una cara amiga, parecíale que le habían arrancado de la tierra donde tenía sus afecciones, para arrojarle en un mundo desconocido y extraño.
En las clínicas, donde asistía diariamente, habíase formado amistades con otros médicos extranjeros que estaban en París para estudiar una especialidad; pero estas relaciones no tenían otro carácter que el de compañerismo, y Zarzoso no quería intimar con aquellos hombres austeros, dedicados de lleno a la ciencia, y en los que no adivinaba afecto alguno.
El primer mes de su estancia en París, lo pasó Zarzoso en la más absoluta soledad. Por las mañanas asistía a las clínicas; por las tardes, después del almuerzo, paseaba por el Luxemburgo, el gran pulmón del Barrio Latino, o visitaba los Museos, y la noche pasábala en su cuarto, si es que no se sentía con fuerzas para atravesar los puentes y entrar en un gran teatro.
Detestaba los cafés ruidosos del bulevar Saint-Michel con sus orquestas ratoneras y sus pendencias de estudiantes, y se aburría en el tempestuoso baile de Bullier, donde solía ver a alguno de sus compañeros valsando con la misma muchacha a la que meses antes había hecho el diagnóstico en el hospital.
Su único placer en tal época de aislamiento era escribir a María, y permanecía horas enteras trazando largas cartas, en las que amontonaba las exclamaciones propias de una pasión excitada por la ausencia y la distancia.
En aquella vida de aislamiento y de continua monotonía que obligaba al joven a refugiarse en el estudio como único medio de olvido, también experimentaba inquietudes y alegrías producidas por las cartas de María, que doña Esperanza se encargaba de remitirle desde Madrid.
Bastaba que se retrasase unos cuantos días la contestación de la joven a cualquiera de sus cartas, para que inmediatamente Zarzoso se mostrase inquieto, y una triste y continua preocupación le embargase aun en los momentos que dedicaba al estudio.
Su imaginación, alarmada por tal silencio, volaba hasta Madrid, forjándose las más absurdas suposiciones; en la clínica se distraía y cometía torpezas, inexplicables en un alumno de tan reconocida aplicación, y se mostraba meditabundo y como obsesionado por aquella carta que tanto esperaba, sin llegar nunca.
Todo lo más extraño, novelesco y excepcional que pueda existir en el mundo, lo imaginaba Zarzoso, antes que pensar en explicarse la tardanza por una circunstancia tan sencilla como era la de no haber podido María entregar su carta a la viuda de López, a causa de la vigilancia de su tía.
Por las noches, cuando el joven médico se retiraba a su casa, pensando en la posibilidad de encontrar en ella la ansiada carta, andaba lentamente, como si temiese llegar demasiado pronto y que una cruel desilusión viniera a desvanecer la vaga esperanza que le alentaba.
Con tardo paso, como si quisiera prolongar aquella dulce ilusión, subía Zarzoso la ancha calle de Soufilot, y al entrar en la plaza del Pantheón, iba a detenerse al pie de la estatua de Juan Jacobo, donde permanecía algunos minutos calculando mentalmente, y por centésima vez en aquel día, el tiempo que había transcurrido desde que María recibió su última carta, y lo extraño que resultaba el que no le hubiese contestado.
Por fin, en un rapto de heroica resolución, se decidía a entrar en el hotel, y temblando de incertidumbre acercábase al casillero de madera que había en la portería, donde colgaban las llaves de los diferentes cuartos y dejaba el conserje la correspondencia de cada huésped. Si Zarzoso contemplaba negra y vacía la casilla marcada con el número de su cuarto, inclinaba la cabeza con desaliento, y encendiendo su bujía en el mechero de gas, subía la escalera con la resignación del reo a quien llevan al cadalso, y en toda la noche no lograba conciliar el sueño; pero si veía blanquear la esperada carta junto a la colgante llave, experimentaba un sacudimiento de pies a cabeza, salvaba los peldaños con loca precipitación, y allá arriba, en la soledad de su cuarto, gozaba una felicidad sin límites, leyendo y releyendo la esperada carta. Todas las sospechas y las suposiciones trágicas que le habían estado agitando durante algunos días, desvanecíanse inmediatamente a la vista de aquella letrita angulosa y elegante que evocaba en su imaginación el recuerdo de los finos dedos y los graciosos hoyuelos de la mano que la había trazado; y cuando se cansaba de leer, besaba con pasión aquellos períodos más apasionados de la carta, y al dormirse, estrujaba aún amorosamente entre sus manos el papel que de tan lejos le traía la felicidad, y en el que percibía el mismo perfume que le había acariciado cuando se hallaba cerca de la mujer amada.
De este modo transcurrió para Zarzoso el primer mes de su estancia en París; siempre solo, unas veces agitado por la duda y la incertidumbre, otras poseído por una vaga felicidad, y siempre con el pensamiento fijo en Madrid, donde se hallaba aquella mujer, cuyo recuerdo le hacía encontrar horribles a todas las muchachas parisienses que encontraba a su paso.
El joven médico entraba y salía como un autómata en su restaurante del bulevar Saint-Michel, sin fijarse en ninguno de aquellos rostros alegres y vivarachos que se le aparecían en la nube formada por el vaho de los calientes platos, y el humo de las pipas.
Comía el joven español con silencioso recogimiento, con la cabeza baja, sin fijarse en nada de lo que ocurría a su alrededor. Fastidiábanle los desplantes graciosos de muchos de los parroquianos; entristecíale el aspecto de todas aquellas muchachuelas de cabello rubio, que solas o acompañadas comían apresuradamente para comenzar cuanto antes su noche de aventuras; y sentía una sorda irritación contra las risotadas brutales y los cínicos chistes que se cruzaban de una a otra mesa.
Zarzoso era para todas las gentes que se veían diariamente en aquel lugar casi a la misma hora, un parroquiano insignificante, que al entrar y al salir les arrancaba un ceremonioso saludo; y únicamente le merecía cierta estimación cariñosa a la gruesa señora encargada del mostrador, la cual simpatizaba con el joven español por su seriedad y buen porte.
Una tarde, a la hora de la comida, Zarzoso tuvo un encuentro en dicho restaurante. Ocupó al entrar una pequeña mesa que vio desierta, y cuando acababa de comer su sopa, entró otro joven, que vino a sentarse frente a él, y que le saludó con un desenfadado movimiento de cabeza.
Zarzoso contestó fríamente al saludo, y como al mismo tiempo estallase un concierto de chillidos al extremo del comedor en una gran mesa ocupada por varias parejas de las más revoltosas del barrio, el recién venido volvió la cabeza, y con sorpresa para Zarzoso, murmuró en español, con acentuación muy marcada:
—¡Rediós! ¡Cómo escandalizan esos marranos!
Era un compatriota, y esta circunstancia hizo que Zarzoso, siempre tan retraído y ensimismado, fijase en él la atención con curiosidad, y lo encontrara muy simpático desde el primer momento.
Aparentaba tener la misma edad que el joven médico, y era robusto y sonrosado como un tudesco, luciendo en su rostro una barba tan espesa y peinada melodramáticamente, que se le comía más de la mitad de la cara. Su cabeza greñuda y cierto desaliño en el vestir, delataban el afectado empeño de adquirir un aspecto terrorífico y siniestro, que era contradecido inmediatamente por la expresión atrayente de sus miradas dulces y cándidas. Adivinábase en él al buen muchacho de simpático carácter, sencillos sentimientos y entusiasmos ruidosos, empeñado en falsificarse, fingiéndose peligroso y terrible. Era, en una palabra, uno de esos ilusos agitados por el amor al renombre y capaces de arrancarse la existencia con tal de llamar la atención. Su levita raída, brillante por los codos, y con el galón deshilachado, formaba un rudo contraste con un gran chambergo blanco que se echaba sobre las cejas, adquiriendo con esto el aire de uno de esos terribles dinamiteros que tanto pasto dan a la caricatura.
Sin fijarse gran cosa en la curiosidad que su presencia había despertado en el compañero de mesa, comenzó a examinar la carta del restaurante frunciendo el ceño y murmurando con enfado:
—Siempre dan los mismos platos. Esta cocina es insufrible. Me…
Y acompañó sus quejas con una serie de votos y blasfemias que soltaba con la mayor facilidad, como si la costumbre no le permitiese apreciar el valor de las palabras.
Zarzoso se sentía atraído por aquel individuo que le resultaba original en extremo, y sin proponérselo, como si una fuerza oculta le impulsase, le dirigió la palabra en castellano.
—¿Es usted español?
El interrogado levantó con viveza la frente, y un flujo de palabras desbordose ante aquella pregunta. ¡Vaya si era español!, y por añadidura catalán, de la misma Barcelona; y después de decir su nombre, que era el de José Agramunt, comenzó con el mayor desenfado a moler a preguntas a su interlocutor, enterándose a los pocos minutos de quién era, cómo le llamaban, dónde había nacido, a qué familia pertenecía y qué era lo que iba a hacer en París.
El catalán, animado por aquel encuentro que parecía encantarle, dejaba suelta su locuacidad a toda prueba.
Mientras el camarero le iba sirviendo, él preguntaba a Zarzoso, y cuando se creyó ya bien enterado de quién era, entonces comenzó a hablar de sí mismo, con un descuido tal, con una franqueza tan absoluta, que al mismo tiempo que se hacía simpático ponía toda su existencia de cuerpo presente.
Era hijo de un fabricante arruinado de Sabadell; huérfano desde su infancia, había estado al cuidado de unos tíos que ejercían una pequeña industria en Barcelona. A causa de su precoz inteligencia, de su vivacidad de carácter y de aquella audacia infortunada que había adquirido de su difunto padre, en vez de ser dedicado al comercio, sus parientes le hicieron entrar en la Universidad, donde cursó la carrera de leyes, adquiriendo el título de abogado; un papelote, según él decía, que para nada podía servirle.
Odiaba a la monarquía como puede odiarla un muchacho que se dormía todas las noches teniendo a la cabecera de la cama los libros más populares sobre la Revolución Francesa, soñaba en la grandeza de los héroes republicanos y en su sublime austeridad, como apasionado lector de Los Girondinos de Lamartine y sabía de memoria cuantos apóstrofes elocuentes y períodos de oratoria tempestuosa se habían pronunciado en la Convención. Para él, Danton era el primer hombre del mundo, y al tratar de la política española, creía en que Ruiz Zorrilla era el llamado a representar idéntico papel en nuestra patria.
Había sido periodista en Cataluña; orador de plantilla en cuantas manifestaciones republicanas se organizaban; peatón encargado de dar recados insignificantes en varias conspiraciones fracasadas; y tanto empeño puso en el ejercicio de estos cargos, que haciéndose sospechoso unas veces a la policía y procesado otras muchas, a causa de las embestidas de su entusiasmo, que no respetaba cosa alguna, y lo mismo atacaba en un meeting a la persona del rey que en un artículo se burlaba graciosamente de la Santísima Trinidad, llegó a excitar tantas iras con su conducta y a atraerse tan enconada persecución, que al fin, para no ingresar en presidio, tuvo que pasar de ocultis la frontera, estableciéndose en París, donde estaba a las órdenes del que él llamaba siempre don Manuel, o el hombre, con una expresión de familiaridad respetuosa y admirativa.
Zarzoso escuchaba con mucho agrado la interminable relación de aquel locuaz compatriota y lo encontraba cada vez más simpático.
Aquel fanatismo político rudamente intransigente que demostraba; aquella fe en el éxito de la revolución y en el ídolo a quien seguía, hacíale gracia al joven médico, quien, por otra parte, sentía hacia el nuevo amigo la atracción que produce la comunidad de doctrinas.
—¡Usted también será republicano! —decía sonriendo el simpático catalán.
Zarzoso hacía signos afirmativos.
—Indudablemente también querrá poco a los curas, o de lo contrario no sería sobrino del eminente doctor Zarzoso.
El médico volvía a contestar afirmativamente y el joven revolucionario seguía preguntando:
—¿Y no ha sido usted en España republicano militante?
—¡Oh!, no, señor —contestó con modestia Zarzoso—. Yo, hasta ahora, sólo me he dedicado a la ciencia y no he tenido tiempo para meterme en belenes políticos.
—Eso es cuestión de carácter —declaró Agramunt con expresión doctoral—. El ser revolucionario está en la masa de la sangre.
Y con un salto inesperado e incoherente propio de una imaginación sobradamente viva, el joven catalán pasó de repente a hablar de su vida en París. Vivía en un sucio hotel de la calle de las Escuelas, en el último piso, y no contaba con otros medios de subsistencia que el producto de ciertas crónicas de París que enviaba a los principales periódicos de Cataluña y el jornal de tres francos que le daban en una gran casa editorial del barrio por traducir, en compañía de otros españoles emigrados, un gran Diccionario enciclopédico destinado a las naciones de la América latina.
En la actualidad vivía contento y satisfecho y únicamente amargaba su existencia lo mucho que don Manuel tardaba en hacer la revolución, y las innumerables porquerías que se cometían en el hotel de la calle de las Escuelas.
Zarzoso sonreía encantado, al escuchar la relación que hacía el joven emigrado de las angustias e irritaciones que todas las noches había de sufrir en su casa. Era aquél un hotel de mala fama, una hospedería sospechosa, un edificio de entrada lóbrega y disimulada, que por esto mismo era el escenario de todos los rendez vous que se daban en el barrio las personas que por su posición tenían interés en ocultar sus amoríos.
Eran muchos los vecinos de la casa que no vivían solos; las paredes parecían de papel, según la facilidad con que dejaban pasar los sonidos; y Agramunt no podía dormir por las noches, ni escribir de día, pues le distraían de un modo horrible todos aquellos roces sospechosos.
—Le aseguro a usted, paisano —decía a Zarzoso—, que aquello es el acabóse. Las paredes son horriblemente indiscretas y dicen todo cuanto presencian; las camas chillan y crujen como una locomotora vieja a la que se hace andar demasiado aprisa: en fin, que aquello es un burdel; que ya me voy cansando de tales serenatas, y que el mejor día agarro mi busto de la República y me mudo de casa.
Y el muchacho daba otro salto en su conversación y se ponía a describir, con caluroso entusiasmo, el tesoro que poseía, consistente en un busto de la República hecho en yeso, que había comprado por tres francos a un saboyano que colocaba su museo barato sobre el pretil del puente del Chatelet.
Aquel busto tenía una historia bastante accidentada, pues le había ocasionado al joven más de un disgusto. Por él había reñido con una muchacha del barrio, que iba a hacerle compañía, por las tardes, mientras escribía, y que, furibunda realista como la mayor parte de las señoritas de vida aventurera, tenía la costumbre de colocar su sombrero de vistosas flores sobre el gorro simbólico de la severa matrona, desacato que la rigidez republicana del joven no podía consentir.
Y Zarzoso seguía riendo, al decirle Agramunt que era ya popular en casi todos los hoteles baratos del barrio a causa de que cada dos meses mudaba de habitación, y al hacer el traslado dejaba que el mozo de cuerda se encargase del equipaje, presentándose él después, abrazando amorosamente el busto, con el mismo cuidado de un sacerdote que no quiere dejar la sagrada imagen confiada a manos sacrílegas.
Agramunt enterábase de las condiciones del hotel de la plaza del Pantheón, que habitaba Zarzoso; preguntaba si el servicio era bueno, si el garçón charolaba bien las botas que se dejaban por la noche a las puertas de los cuartos, y comenzaba ya a sentir la comezón de la novedad, que le obligaba cada dos meses a mudar de casa.
—Nada, paisano; que cualquier día le doy una sorpresa mudándome a su casa. Estoy ya harto de las cochinadas de mi hotel.
Zarzoso no experimentaba ninguna sorpresa con la familiaridad insinuante de aquel joven que aún no hacía media hora le había conocido y ya hablaba de irse a vivir con él. Había algo en su persona que inspiraba completa confianza, y por otra parte su buen humor, su natural franqueza, le recomendaban como a buen compañero.
Terminaron la comida los dos jóvenes con tanta familiaridad y confianza como si se hubiesen conocido toda la vida. Zarzoso comprendía que al lado de aquel nuevo amigo no podría experimentar las largas horas de cruel nostalgia, de las que era la principal causa la absoluta soledad en que vivía, y tal satisfacción experimentaba por el hallazgo de este compañero, que en vez de retirarse inmediatamente a casa, como lo hacía siempre, le propuso acabar la noche en el teatro.
Agramunt aceptó con verdadero entusiasmo, pero con una desenvoltura adorable puso la condición de que fuese Zarzoso quien pagase, pues él se hallaba en aquellos días en las últimas, esperando que llegara el primer día del próximo mes para cobrar en la casa editorial.
Por exigencias de él, la noche se pasó en la Ópera cómica, único teatro que, con la Grande Ópera, merecía la aprobación de Agramunt, furibundo filarmónico como buen catalán, y muy versado, según él mismo afirmaba inmodestamente, en toda clase de asuntos musicales.
De sus aficiones artísticas podían hablar, mejor que nadie, los habitantes de su hotel, pues continuamente les aturdía los oídos cantando a toda voz los motivos más principales de todas las óperas conocidas.
A la salida del teatro, Agramunt se empeñó en acompañar a su nuevo amigo hasta la puerta de su casa, y a la una de la madrugada aún estaban los dos jóvenes a un extremo de la desierta plaza del Pantheón, al pie de la estatua de Juan Jacobo, hablando con entusiasmo y cambiando con la mayor facilidad de tema en su conversación.
Aquel mes de aislamiento y de continua soledad en que había vivido Zarzoso, parecía haber amontonado en su interior un inmenso caudal de palabras, que ahora salían atropelladamente de sus labios, compitiendo en locuacidad con el verboso Agramunt.
Los dos jóvenes, poseídos de una confianza sin límites, se tuteaban ya, y al despedirse Agramunt lanzó una mirada escudriñadora al silencioso hotel.
—¡Chico, no tiene mal aspecto tu casa! ¿Hay en ella cuartos baratos? ¿Me dejarían estar en el último piso por veinte francos al mes?… ¿Sí? Pues me parece que mañana mismo te doy una sorpresa.
Y, efectivamente, al día siguiente, cerrada ya la noche, cuando Zarzoso bajaba la escalera dirigiéndose al restaurante, tuvo que apartarse para dejar franco el paso a un mozo de cuerda, cargado con un enorme cofre.
Detrás vio aparecer la greñuda cabeza de Agramunt, quien en una mano llevaba su tesoro, su sagrado busto de la República, y en la otra un quinqué encendido. A la luz de éste había hecho todos los preparativos de mudanza en la calle de las Escuelas, y por no tomarse el trabajo de apagarlo, lo habría llevado encendido por todo el bulevar Saint-Michel sin producir movimiento alguno de extrañeza, en aquella población de muchachuelos y estudiantes habituada a las más estupendas extravagancias.
Los dos jóvenes españoles vivían en el hotel del Pantheón, con la más amigable familiaridad.
Agramunt se mostraba encantado por la mudanza, tachándose a sí mismo de estúpido por no habérsele ocurrido hasta entonces trasladarse a una plaza donde, según él decía, se gozaba el honor de tener tan ilustres vecinos.
Todas las mañanas, al levantarse, abría su ventana del último piso y, mirando la inmensa mole del Pantheón, que extendía su cruz de ciclópeos muros en el centro de la gigantesca plaza, saludábala moviendo sus manos, y como si le pudieran oír en el fondo de la cripta del monumento, gritaba:
—¡Buenos días, Voltaire!
Otras veces el saludado era Rousseau, o cualquiera de los demás hombres ilustres, que tenían sus huesos en las entrañas del grandioso monumento.
El hotel estaba algo movido por la aparición de aquel nuevo huésped, que en pocos días se habla hecho amigo de todos los jóvenes que en él vivían, y que eran estudiantes procedentes de los más distintos países. No había en la casa un solo huésped francés; en cambio sus cuartos eran un viviente cosmopolitismo, pues se albergaban en ellos lo mismo griegos que yanquis, e ingleses que árabes.
En la tablilla indicadora de los vecinos, que figuraba en la portería, veíanse confundidos los nombres más extravagantes, los apellidos más impronunciables, y en los pasillos sonaba tal confusión de lenguas extrañas que, según afirmaba Agramunt, aquella casa era una verdadera pajarera.
A pesar de esta confusión de lenguas, con todos se entendía él y entablaba largas conversaciones, valiéndose del francés, que conocía muy a fondo, pero que destrozaba al hablar, con su pronunciación marcada, que hacía sufrir igual suerte al castellano.
Cuando él se levantaba por las mañanas, Zarzoso ya había marchado a la clínica, y para pasar el tiempo, si es que no tenía que hacer algún trabajo urgente para su editor, canturreaba sus fragmentos de ópera favoritos por los pasillos del hotel, o entraba en el cuarto de alguno de sus nuevos amigotes, para preguntar a un griego o a un rumano, si en su país había muchos republicanos, y enterarse del carácter que allí tenía la Prensa.
Bromeaba campechanamente con los garçones del hotel, llevándolos en sus días de opulencia a la taberna vecina para tomar la absenta, o salía a dar una vuelta por el bulevar hasta la hora del almuerzo, en que se reunía con Zarzoso, el cual, según la expresión del periodista, entraba en el restaurante oliendo todavía el ácido fénico de la clínica.
Por las tardes iban los dos amigos al café de Cluny, que era el establecimiento que gozaba en el barrio de mayor fama de seriedad, por no permitirse en él la entrada a las alegres muchachuelas que pululaban por el vecino bulevar.
Zarzoso veía siempre en dicho café el mismo público: burgueses de la vecindad, graves y sesudos, que leían los más antiguos periódicos de París; señoras viejas que escribían cartas, y algún par de profesores que, tomando su taza de café, discutían pausadamente sobre los sistemas de enseñanza.
Los dos jóvenes no acudían a dicho establecimiento por su carácter serio y tranquilo, sino porque en él tenía Agramunt antiguos amigos que acudían diariamente al café de Cluny, desde puntos muy lejanos.
A un extremo del café, entre aquel público silencioso, mesurado y prudente, agrupábanse unos cuantos parroquianos que no hablaban en francés, que no sabían decir nada en voz baja, y que sus ruidosas palabras las acompañaban siempre con fuertes puñetazos sobre el mármol de las mesas: eran españoles, procedentes de las emigraciones republicana y carlista, los cuales, a pesar de su radical divergencia en punto a doctrina, reuníanse amigablemente sintiéndose atraídos por ese espíritu de nacionalidad que tan imperiosamente se experimenta cuando se está fuera de la patria.
La tertulia era, por lo general, pacífica, pero muchas veces, olvidando la mutua conveniencia y reapareciendo antiguos odios, salían a plaza las ideas políticas de cada uno, y entonces eran de ver los rostros escandalizados de los tranquilos parroquianos del café, ante aquellas discusiones tormentosas, en las que se sucedían sin interrupción los puñetazos sobre la mesa, y las vociferaciones matizadas por palabras tan enérgicas como poco cultas.
Zarzoso, a pesar de aquellas disputas que diariamente surgían, encontraba muy agradable la tertulia porque en ella podía hablar la lengua de su patria, y, además, reía con las ocurrencias ingeniosas de algunos de aquellos desgraciados que paseaban su hambre y su levita raída por todo París, con una altivez digna del carácter español.
El joven médico tenía grandes deseos de conocer al que era como el jefe de aquel ruidoso cenáculo, personaje de importancia, del que le hablaba Agramunt con mucho respeto.
—Ya verás cuando venga don Esteban —decía Agramunt—, cómo te resultará muy simpático. Es todo un hombre, y yo estoy seguro de que si en su esfuerzo consistiera, hace ya tiempo que habríamos triunfado. Tiene una historia heroica; se ha batido un sinnúmero de veces en favor de la República, y en el año 73, si no hubiese sido tan modesto, hubiese llegado a hacer grandes cosas. En fin, tú ya conoces de nombre a don Esteban Álvarez. Aquí lo pasa bastante estrechamente; trabaja para el mismo editor que yo, y ahora está en Caen, a donde le ha enviado la casa para ciertos asuntos, pues tiene en él absoluta confianza. Lo que yo más siento es que goza de poca salud y cualquier día nos va a dar un disgusto.
Zarzoso, que continuamente oía hablar de aquel señor, tanto a su amigo como a los demás emigrados que acudían al café, sentía grandes deseos de conocerle.
Por fin, una tarde logró ver en el café de Cluny a aquel hombre que por su historia política tan accidentada y aventurera le había resultado siempre interesante.
Al entrar él con Agramunt, fijáronse en las mesas que solía ocupar la reunión de emigrados.
La tarde era muy desapacible. Caía una de esas lluvias torrenciales propias del otoño parisiense y tal vez por esto la concurrencia era escasa, pues muchos de los emigrados vivían en barrios que estaban a algunos kilómetros de distancia.
Sólo dos hombres ocupaban las mesas de la tertulia, y Zarzoso se fijó inmediatamente en uno de ellos, al mismo tiempo que Agramunt, tocándole con el codo, murmuraba:
—¡Mírale! ¡Allí está!
Zarzoso había visto muchas veces en periódicos republicanos el retrato de Esteban Álvarez, tal como era en el año 73, pero esto sólo le sirvió para experimentar una gran extrañeza, al ver los estragos que una vejez prematura había hecho en el famoso revolucionario.
De su época pasada de juventud, bríos y marcial presencia, sólo le quedaba su bigote, aquel hermoso bigote que era el encanto de todo el regimiento en sus tiempos de militar, y que ahora caía lacio, desmayado y horriblemente canoso sobre unos labios contraídos por amarga expresión de desaliento y de dolor.
Álvarez había engordado mucho al hallarse cercano a la vejez, pero su obesidad era floja y malsana; era la transformación en grasa de aquellos músculos de acero.
Su rostro abotagado y de una palidez verdosa estaba surcado por arrugas profundas, y lo único que en él quedaba de su antiguo esplendor eran los ojos, que, bajo unas espesas y salientes cejas grises, brillaban con todo el fuego y la audacia de la juventud.
Acercáronse los dos jóvenes a la mesa que ocupaba Álvarez, e inmediatamente Agramunt hizo la presentación de su amigo.
El revolucionario sonrió con amabilidad, y tendiendo su mano amigablemente a Zarzoso, le hizo tomar asiento a su lado. Él conocía el nombre de su tío, el célebre doctor, y se enteraba con mucho interés del objeto que había llevado al joven a París.
—Celebro mucho —decía con su voz cansada— que un joven como usted venga aquí a ser de los nuestros. Seremos amigos; aunque esto, bien mirado, poco puede halagarle a usted, que es joven y tiene ante su paso un brillante porvenir. Yo, hijo mío, ya no soy más que una ruina, un andrajo que para nada sirve. Mi misión ha terminado ya en el mundo y ahora sólo me queda el morir aquí olvidado de todos.
Y bajaba tristemente la cabeza, como un reo que está seguro de su próximo fin.
Zarzoso se sentía conmovido por la expresión desalentada de aquel hombre, en otros tiempos todo vigor y energía y que ahora, con las fuerzas agotadas por una vida de infortunios, aventuras y terribles agitaciones, hacía recordar al limón mustio, blanducho y despanzurrado después que le han exprimido todo el jugo.
Mientras tanto, Agramunt daba palmaditas amistosas en la espalda a un sujeto morenote, forrado, con la cara afeitada a excepción de unas patillejas y que de vez en cuando lanzaba a don Esteban miradas cariñosas como las de un perro fiel.
El joven catalán le preguntaba cómo iban sus asuntos, pues hacía ya algún tiempo que no le había visto.
—Van bien, no puedo quejarme —contestaba aquel hombre que no era otro que Perico, el antiguo asistente de Álvarez—. En el almacén me tratan con bastante consideración, sólo que el trabajo es mucho y no puedo venir por aquí con tanta frecuencia como deseo. La dirección de la casa es muy rígida en cuanto a las obligaciones. Hoy he logrado alcanzar un permiso para ir a recibir a mi amo a la estación, y por eso puedo estar en el café. ¿No es verdad que don Esteban ha venido más fuerte de Caen? Le han probado los aires de por allá; lo que siento es lo mucho que habrá sufrido al no tenerme por la noche cerca de él para que le cuidase.
Y el fiel criado a quien el tiempo y los infortunios habían elevado a la categoría de compañero y primer amigo de su señor, le dirigía miradas que demostraban la faena de aquel cariño indestructible que tanto tiempo existía entre el comandante y su asistente.
Álvarez, entretanto, como si le molestasen las muestras de mudo cariño que le daba su criado, aparentaba no fijarse en ellas y hablaba a Zarzoso de su viaje a Caen.
Había ido allá con el único objeto de arreglar ciertos asuntos de su editor, que le apreciaba mucho y tenía en él una completa confianza. Y hablando de esto el revolucionario pasó insensiblemente a tratar de su situación.
No se quejaba de la suerte. La casa editorial pagaba de un modo harto modesto, pero al fin le distinguía retribuyendo sus trabajos mejor que a los otros emigrados que para ella traducían.
Su tarea no era para matarse de fatiga.
Traducía cuentecillos de los más célebres escritores franceses, y, cuando no, escribía libros de texto para la niñez; obrillas insustanciales formadas por retazos que tomaba aquí y allá, y que el editor enviaba a miles al otro continente para que sirviesen de pasto intelectual a la juventud de las escuelas americanas.
El emigrado, al dar cuenta de sus trabajos a su nuevo amigo, sonreía amargamente como si todavía no se hubiese desvanecido el asombro que le causaba el verse, en su vejez, dedicado a tan nimias tareas después de haber sido un verdadero héroe revolucionario y haber gozado de poder suficiente para trastornar a cualquier hora el orden de su país.
Aquella tarde la pasaron por completo en el café los dos jóvenes, hablando con don Esteban y su criado sobre la política española, las costumbres de la patria que tan hermosas resultan cuando se vive en extranjero suelo, y las probabilidades de éxito que podía tener en aquellos instantes una intentona revolucionaria. Hablando acaloradamente, forjándose ilusiones y demostrando a ratos gran confianza en el porvenir, transcurrieron las horas de la tarde para aquellos hombres agrupados en un rincón del café, mientras fuera seguía lloviendo cada vez con más fuerza, y por encima de las blancas cortinillas de las vidrieras desfilaba un inacabable ejército de paraguas, goteando por todas sus varillas.
La sombra del crepúsculo comenzaba ya a invadir las calles, en las que brillaban los primeros reverberos, pero el grupo de emigrados, animado por el recuerdo de la patria y fiando cándidamente en el porvenir, parecía como que recibía en sus ardientes cerebros un cálido rayo del sol de España.
Llegó la hora de retirarse y entonces don Esteban, levantándose trabajosamente de su banqueta, tendió la mano a Zarzoso.
—Seremos grandes amigos —dijo con su voz que revelaba franqueza—. Yo tengo mucho gusto en tratarme con la juventud ilustrada y valerosa, que es la que ha de regenerar a España. Venga usted a verme cuando tenga un rato libre. Vivo en la calle del Sena; cerca de aquí. Ya le acompañará Agramunt cuando usted se digne visitarme.
Los dos jóvenes fuéronse al restaurante, y allí, mientras comían, Agramunt fue relatando a Zarzoso todo cuanto sabía de la vida de don Esteban Álvarez.
Después de la caída de la República española, el famoso revolucionario había huido de España, a la que ya no debía volver más.
Había sido sentenciado a muchos años de presidio por varios procesos que se le habían formado a consecuencia de ciertos actos violentos, pero propios de las circunstancias, que había llevado a cabo en tiempos de don Amadeo de Saboya, cuando mandaba partidas republicanas.
En opinión de Agramunt, debía existir algún poder oculto que trabajaba ferozmente contra don Esteban, pues las sentencias habían caído sobre éste, por actos que a otros no les habían causado la menor inquietud.
No había esperanza de que ningún indulto le permitiese regresar a España, donde sin duda estorbaba su presencia, y, don Esteban, por otra parte, no mostraba el menor deseo de volver a la patria, si esto había de costarle alguna humillación, pues aun en los momentos de mayor desgracia, seguía mostrando su intransigencia sin límites contra aquellos enemigos políticos a los que tantas veces había combatido.
Agramunt explicaba así la vida de Álvarez, desde que dejamos a éste, en el momento que abandonó Valencia, después de su dramática visita al colegio de Nuestra Señora de la Saletta.
Se había establecido en París en compañía de Perico, su antiguo asistente y fiel acompañante, que no le abandonaba aun en las circunstancias más difíciles.
La primera época de su estancia en la gran ciudad fue terrible y penosa, pues Álvarez, a pesar de haber desempeñado grandes cargos durante el período de la República, se hallaba tan falto de recursos como antes. Por otra parte, el estado de la emigración había variado mucho.
Ya no ocurría como antes del 68, en aquella época en que era capitaneado por un Prim el grupo de la emigración, en el cual figuraban los hombres más ilustres de España. Entonces la revolución tenía dinero, y ayudándose unos a otros con fraternal compañerismo, la vida resultaba fácil; pero ahora veíase Álvarez casi solo en París y sin otros medios de subsistencia que los que él mismo pudiera proporcionarse.
Buscó trabajo como escritor, y los principios fueron dificilísimos, pues sólo encontraba traducciones baratas y esto con poca frecuencia.
En un período tal de miseria y horrible penuria, fue cuando se reveló en toda su sublime grandeza el carácter de Perico, aquel servidor fiel que consideraba a su señor como un padre y un hermano. Sin que don Esteban llegase a enterarse, hizo los mayores sacrificios para que nunca faltase la comida a su mesa, ni el portero pudiera ponerlos en la calle por falta de pago.
Fue toda una epopeya de sufrimientos, de titánicos esfuerzos de recursos heroicos para la conquista de un franco, la vida que arrastró el fiel aragonés durante el primer año de estancia en París. Conocedor de las costumbres de la gran ciudad por la vida que en ella hizo durante la primera emigración, encontró el medio de dedicarse a un sinnúmero de bajas ocupaciones, mientras buscaba trabajo más lucrativo. Fue mozo de cuerda, revendedor de contraseñas en los teatros, cargador en los muelles, y hasta pidió limosna en las calles más concurridas, exponiéndose a ser arrestado por la policía; todo para ganar dos o tres francos diarios que entregaba a su señor, el cual estaba desesperado por la inercia forzosa a que le obligaba su falta de ocupación.
Afortunadamente, la vida de los dos desgraciados varió por completo así que hubo transcurrido un año.
El aragonés logró una colocación de mozo en uno de los grandes almacenes de novedades, con cuatro francos diarios, y casi al mismo tiempo don Esteban entró en relaciones con la casa editorial, para la cual trabajaba actualmente, y que le proporcionó un trabajo medianamente retribuido, pero continuo.
Entonces fue cuando se trasladaron a la calle del Sena, a una casa vieja y sombría, pero de desahogadas piezas, y cuando normalizaron su vida azarosa y llena de privaciones.
Perico permanecía en el almacén desde las siete de la mañana hasta igual hora de la tarde; pero apenas quedaba libre de sus ocupaciones, corría a reunirse con su amo, el cual permanecía trabajando casi todo el día en su casa, a excepción de las pocas horas que pasaba en el café de Cluny para leer los periódicos españoles y charlar con los otros emigrados, única distracción que gozaba en su existencia de continuo trabajo.
La vieja portera de su casa era la encargada de guisarles, y por la noche, amo y criado, sentábanse amigablemente a la mesa; distinción que enorgullecía a Perico, y al mismo tiempo le hacía comer con escasa tranquilidad, pues bastaba que don Esteban hiciese el menor movimiento buscando algo, para que inmediatamente se pusiera él en pie, ansioso de servirle.
Los domingos paseaban los dos por algún bosque de las inmediaciones de París, y este día de descanso y holganza les ponía alegres para toda la semana, como colegiales que se desquitan en alegre gira del quietismo y de la falta de luz que sufren en su vivienda.
Agramunt le estaba muy agradecido a Álvarez y hablaba de él siempre, tributándole los mayores elogios.
Solamente en un punto se mostraba contrario a don Esteban, y era en la frialdad que éste demostraba por su ídolo.
Álvarez, a pesar de su carácter de emigrado y de su historia política, iba poco a casa de don Manuel, como le llamaba por antonomasia Agramunt, y sonreía con cierta frialdad siempre que oía hablar de aquel hombre ilustre.
Subsistía aún en don Esteban su antiguo fanatismo federal, que le hacía intransigente dentro del republicanismo, y esta conducta excitaba la indignación del catalán, que no consentía en nadie la frialdad y la indiferencia al tratarse del que él titulaba el Danton español.
Variando Agramunt su conversación sobre Álvarez, con uno de aquellos saltos de imaginación que tan característicos le eran, hablaba de su vida privada con el respeto instintivo y la admiración que todo joven siente ante un hombre afortunado en materia de amores.
Él no conocía a fondo la vida privada de Álvarez, pero había oído en el grupo de los emigrados y la misma vaguedad de sus noticias contribuía a agrandar en su imaginación la figura de don Esteban, al que consideraba ya como un antiguo Tenorio de irresistible seducción.
—Tú no puedes imaginarte —decía a Zarzoso— lo que ese hombre ha sido de joven. Yo no sé ni la mitad de sus aventuras, pero lo cierto es que, ahí donde lo ves ahora, con su facha de desaliento y su triste sonrisa, ha sido en su juventud un conquistador terrible que ha rendido a docenas las mujeres, sin pararse a distinguir en punto a condición social. Cuando era militar tenía fama de guapo mozo, y mira si picaba alto que, según me han dicho, estuvo próximo a casarse con una condesa muy guapa. La cosa tuvo consecuencias, pues según mis noticias hay en el mundo una hija como resultado de aquellos amoríos.
Todas las mañanas, al levantarse de su cama, Agramunt alzaba la blanca cortina de su ventana y, mirando el vasto horizonte que dejaba visible la anchura de la plaza del Pantheón, murmuraba con desaliento:
—Definitivamente, el sol ha muerto.
Había cerrado ya el invierno; una luz mortecina y sucia se filtraba por los vidrios, entristeciéndolo todo, y dando al modesto cuarto del periodista un tinte fúnebre. París hacía cerca de un mes que tenía sobre sus tejados un cielo ceniciento, monótono y tétrico, y si alguna vez por casualidad el sol, con un coletazo de su flamígero manto desgarraba las plomizas nubes, asomaba tan sólo un rostro pálido que daba lástima, y se retiraba inmediatamente, dejando que las nubes descargasen torrenciales chaparrones sobre la gran ciudad, acostumbrada a sufrir estas injurias del cielo.
Zarzoso, criado en el templado clima de Valencia, y poco acostumbrado al invierno de Madrid, aún encontraba más intolerable el frío parisiense, y muchas mañanas, al levantarse y ver las calles cubiertas de nieve, sentíase acobardado, y en vez de ir a la clínica, subíase al último piso del hotel y entraba en el cuarto de Agramunt, para hablar con él, junto a la chimenea recién encendida que les halagaba con su cálida caricia.
Agramunt hablaba del invierno parisiense como si fuese un personaje que seis meses al año abandonaba su veraniega mansión del Polo y venía a establecerse en París, envuelta la plomiza cara en un cuello de diluviadoras nubes, y con unas patas de hielo que enfriaban la tierra hasta cubrirla de escarcha congelada.
Aquella estación, que venía a aumentar su presupuesto de gastos con el combustible que consumía en la chimenea, y que le causaba mil molestias por no estar muy sobrado de ropa de abrigo, le tenía furioso, y frotándose las manos para hacerlas entrar en reacción, prorrumpía en invectivas contra el invierno.
—Aborrezco a ese canalla —decía a Zarzoso con tono melodramático—; tiene instintos de bandido y gustos de niño mal criado. Se pasea por esas calles con aire de señor absoluto, y mientras que al banquero o a la gran dama que van reclinados en el fondo de su acolchado carruaje sólo les envía un helado suspirillo a través de los vidrios de las portezuelas que aún les da placer y les hace gozar con más delicia del calor que les rodea, tiene la cruel satisfacción de helarle las piernas al albañil, que por dar sustento a su familia trabaja en el alto andamio, y aún le empuja con su aliento huracanado, por ver si cae y se rompe la cabeza contra los adoquines; cubre de sabañones las manos de la pobre obrerita que llena su estómago en relación con la prontitud con que maneja su aguja; sopla en la boca de la infeliz mujer que, metida en el Sena hasta las rodillas, lava la ropa de su familia, y, el ¡gran canalla!, desliza la pulmonía al fondo de su pecho; regala con horrible esplendidez a su querida, que es la Muerte, cuantos desgraciados encuentra debilitados por el hambre o corroídos por las enfermedades de la miseria, y si en sus paseos nocturnos pilla dormido en los muelles del río a alguno de esos muchachuelos, que parecen hijos del barro de París y que están lejos de creer que alguna vez han tenido madre…, ¡paf!, de una patada lo deja yerto, da a su cuerpo la frialdad de la nieve y, metiéndose la inocente alma bajo el brazo, la lleva a la eternidad, muy satisfecho de haber dado materia a los periódicos, para que al día siguiente publiquen una triste gacetilla.
Zarzoso miraba fijamente a Agramunt, que se paseaba de un extremo a otro del cuarto gesticulando y adoptando aires de orador, como si se hallara en uno de los meetings que le habían llevado a la emigración, y como si aquel invierno odiado fuese la monarquía.
El joven médico encontraba a su extravagante amigo poseído de la fiebre de la elocuencia y le oía con gusto; así es que se alegró cuando Agramunt volvió a reanudar la apasionada peroración que parecía dirigir a la revuelta cama, las cuatro sillas desvencijadas, el estante de libros y el mármol de la chimenea, sobre el cual se erguía el severo busto de la República, entre dos pastorcillos italianos de barro cocido, el uno manco y el otro falto de narices.
—Cuando ese gran ladrón no se siente poseído por tan crueles instintos, se divierte con bromas pesadas, propias de un muchacho que falta a la escuela. ¡Ah, cochino invierno! Así que hiciste tu aparición en París, te dio la manía por subirte a los árboles y robarles las hojas, despojando de toda belleza al campo y a los paseos. Los árboles se han dejado arrebatar la vestimenta, sin otra protesta que su acompasado balanceo, y hoy presentan el aspecto ridículo y triste del hombre que, a las dos de la mañana, se ve asaltado por audaces ladrones en cualquier calle de París, y se presenta sin pantalones, y en camisa, en el primer puesto de policía. ¿Cómo has dejado el Bosque de Bolonia? ¿Y el de Saint Cloud? Da lástima verlos. Los poéticos lugares cubiertos por bóvedas de verdura han desaparecido con la misma facilidad que se desvanecen las aéreas ojivas y las fantásticas arcadas que traza en el espacio el humo del cigarro: no has dejado en los bosques ni un mal rincón discretamente cubierto por una cortina de matorrales, donde puedan darse cita la modistilla, que para llevar un traje a dos pasos de su taller emplea toda una tarde, y el muchacho a quien el severo papá haciendo cuentas tras el mostrador, supone a tales horas enterándose en el aula de las profundidades jurídicas de Justiniano, o revolviendo humanos despojos en el anfiteatro anatómico.
Detúvose el declamador y, pasándose la mano por la frente con expresión trágica, añadió con el mismo acento del poeta que llora la ruina de bellezas muertas ya:
—En aquellos lugares de delicia en el verano, donde la vista se ahitaba en una orgía de verde y el oído se complacía con un interminable gorjeo, no quedan ahora otras cosas que una gruesa alfombra de hojas secas y millares de colosales escobas que con los rabos hincados en la tierra y chorreando humedad elevan su ramaje al cielo, suplicando al sol que les haga una visita de atención, a lo menos dos veces por semana, y que empeñe su valiosa influencia con la lluvia para que no sea tan inoportuna… La belleza ha muerto por unos cuantos meses y tú eres su asesino, cruel invierno.
Zarzoso seguía mirando con creciente extrañeza a su amigo. ¿Se había vuelto loco aquel muchacho?
Pero pronto comprendió la verdadera causa de tales lirismos.
Agramunt iba a verse obligado en adelante a salir de casa todos los días para ganarse el pan. Su editor, ocupado siempre en el profundo estudio de adquirir la mayor cantidad posible de cuartillas, dando poco dinero, y encontrando que la traducción española de su famoso Diccionario le resultaba cara, se había decidido por el trabajo en comunidad y obligado a todos los que trabajaban en la citada obra a que acudiesen a su casa donde, en una gran sala y bajo la vigilancia de un dependiente antiguo, habían de trabajar por horas.
Le era forzoso, pues, acudir diariamente a la oficina como un empleadillo, abdicar por completo de aquella libertad que le permitía fijar a su gusto las horas de trabajo, escribir bajo la vigilancia del perro de presa del amo, como si fuese un muchacho en la escuela, e ir en aquellas crudas mañanas de invierno pisando la nieve de las calles.
¡Oh! Aquello era cosa de desesperar y de maldecir al invierno, al editor que planteaba tan peregrinas ocurrencias y a la picara necesidad que le obligaba a sufrir tantas molestias, todo para ganar cuatro o cinco francos traduciendo barbaridades, según él decía.
Aquella misma mañana iba a comenzar la traducción en comunidad y Agramunt se desesperaba pensando que en adelante tendría que levantarse puntualmente como un colegial y permanecer encerrado hasta el anochecer, almorzando en la misma casa del editor. Tan continua reclusión ¡a él!, que era un bohemio por vocación y que encontraba agradable la vida de París por lo libre que resultaba.
Desde aquel día los amigos, a excepción de los domingos, sólo pudieron verse al anochecer, cuando se reunían en el restaurante a la hora de la comida.
Pasaban alegremente la noche, eso sí, y se resarcían de aquella separación que les resultaba violenta después de tres meses de amistad, en que sus respectivos caracteres se habían compenetrado de un modo absoluto.
Zarzoso fue quien más sufrió, en los primeros días, por la ausencia de su amigo. Las mañanas pasábalas bastante distraído en la clínica, estudiando ese inmenso caudal de enfermedades y de casos curiosos que únicamente se presentan en los hospitales de París, pero por las tardes, así que quedaba libre, acometíale un fastidio sin límites.
Algunas veces se entretenía escribiendo a María o releyendo sus cartas, pero esto, a lo más, le ocupaba un par de horas e inmediatamente el fastidio volvía a aparecer.
Sentía nuevamente en su existencia aquel vacío del primer mes de estancia en París y era que el maldito catalán le había acostumbrado de tal modo a sus genialidades y a su movediza actividad, que no podía vivir apartado de él. Su carácter, reposado y grave, necesitaba por la ley del contraste el tener cerca aquella imaginación exaltada y extravagante que empollaba a centenares las más atrevidas paradojas.
Por las noches, después de comer, los dos, agarrados del brazo, conversaban amigablemente paseando por el bulevar, iban a la Ópera o se metían en Bullier, el tradicional lugar de la borrascosa alegría del Barrio Latino, y allí veían bailar el can-can por todo lo alto y convidaban a cerveza a unas cuantas señoritas, sin querer llegar hasta las últimas consecuencias de tales encuentros. Agramunt era despreocupado en materia amorosa, y su compañero hacía la vista gorda cuando le veía arrastrar tras sí a alguna antigua amiga a altas horas de la noche, invitándola a que subiera a ver su nuevo cuarto. En cuanto a Zarzoso era inflexible en esta cuestión y Agramunt nada le decía, pues tenía noticias de los amores con aquella joven de Madrid cuyas cartas recibía, y él, además, no gustaba de desempeñar el papel de tentador.
Pero todas las diversiones nocturnas no impedían que Zarzoso se fastidiase horriblemente por las tardes.
Gustaba de entregarse a una profunda meditación, recordando sus entrevistas con María, aquellos paseos por el Prado y las calles de Madrid; pero esto no siempre conseguía endulzar sus horas de tedio.
La vida de París había penetrado insensiblemente en sus costumbres; sentía esa atracción que por el bulevar experimentan los parisienses, y en vez de permanecer como antes encerrado en su cuarto, tomaba el sombrero y, pretextándose a sí mismo la necesidad de hacer una compra cualquiera al otro lado del Sena pasaba los puentes e iba a callejear en los grandes bulevares centrales, cuyo ruido y animación le encantaban.
En las tardes que hacía buen tiempo paseaba por el Luxemburgo, alrededor del kiosko de la música, y cuando no se sentía con ánimo para ir hasta el centro de París entraba en el café de Cluny para charlar un rato con el grupo de emigrados, que había disminuido considerablemente, tanto porque la mayoría de ellos trabajaba a aquellas horas con Agramunt en la casa editorial, como porque don Esteban Álvarez prefería quedarse en casa escribiendo a salir a la calle, donde las nieves o las lluvias eran casi continuas en tal época.
Una tarde, a las cinco, cuando ya comenzaba a anochecer, Zarzoso, cansado de hojear libros nuevos en los puestos de venta establecidos en las galerías del Odeón, dirigiose al bulevar Saint Germain con la intención de bajar por tan largo paseo hasta la plaza de la Concordia. Acababa de entrar en la citada calle, cuando las nubes comenzaron a descargar un fuerte chaparrón. Zarzoso no llevaba paraguas y se refugió en un portal, donde ya se habían agolpado algunas gentes.
El bulevar, casi desierto por aquella brusca acometida del cielo, dejaba barrer sus anchas aceras por los turbiones de agua al mismo tiempo que sus árboles se inclinaban a impulsos del huracán.
Zarzoso veía frente a él extenderse la recta calle del Sena, e inmediatamente pensó en su viejo amigo que vivía en ella. Aquélla era la ocasión más apropiada para hacerle una visita, y apenas formuló tal pensamiento, sosteniéndose con ambas manos el sombrero de copa que quería arrebatarle el viento, atravesó corriendo el bulevar y, mojado de cabeza a pies, se metió en la calle del Sena.
Sabía dónde estaba la casa de Álvarez, por habérsela mostrado Agramunt un día que pasaron por dicha calle. Se entraba por un pasillo estrecho, húmedo y tenebroso, que se abría entre una rotissene y una tienda de libros viejos, y que al final se ensanchaba formando un patio cuadrado, con una bomba de agua en el centro, y un pavimento mugroso y húmedo al cual nunca había bajado un rayo de sol.
La portera estaba encendiendo el farolucho que alumbraba el estrecho pasillo, cuando entró Zarzoso sacudiéndose el agua como un perro recién salido del baño.
—¿El señor Álvarez? —preguntó a la mujer del conserje.
—Primera escalera, piso segundo, segunda puerta —contestó con laconismo la vieja.
El joven médico comenzó a subir los peldaños de madera, fijándose en los rótulos que tenían las puertas de las habitaciones, y en los cuales se marcaba el nombre del inquilino y su profesión.
En el piso segundo detúvose ante una puerta que ostentaba una pequeña tarjeta de visita clavada con cuatro tachuelas y en la que se leía el nombre del que buscaba.
Llamó y vino a abrir el mismo Álvarez, que parecía haber sido interrumpido en su trabajo, pues aún conservaba la pluma en la mano.
—Siento haber venido a incomodarlo a usted. Es mala hora ésta para visitas.
—¡Ah! ¿Es usted, joven? Hace tiempo que deseaba esta visita. El otro día pensaba en usted. Adelante, pase usted adelante sin cumplimientos.
Y Álvarez, con su simpática franqueza de viejo militar, empujaba a su joven amigo hacia el salón en el que ardía un gran fuego en espaciosa chimenea.
Aquella habitación tenía mejor aspecto que la casa vista desde la calle. Constaba de un pequeño comedor, un gran salón y dos dormitorios, todo esto con proporciones desahogadas, techos altos y sin ese raquitismo de las modernas construcciones en que se utiliza hasta el más pequeño rincón.
Zarzoso, cariñosamente empujado por Álvarez, tuvo que ir a sentarse ante el gran fuego que ardía en la chimenea del salón, y allí estuvo secándose, mientras que el dueño de la casa permanecía en pie junto a él sonriendo paternalmente.
El joven mientras se calentaba lanzó una mirada curiosa a todo el salón, que aparecía iluminado por el rojizo reflejo de la chimenea y la luz de una gran lámpara puesta sobre una mesa escritorio, entre un revuelto montón de libros y cuartillas.
Estaba amueblada aquella vasta pieza con modestia no exenta de comodidad, y sus sillones panzudos, sus sillas de estilo Imperio y su alfombra con una escena mitológica ya casi borrada, daban a entender que procedían del Hotel de Ventas, siendo su adquisición en alguna subasta del mobiliario del antiguo palacio. Las paredes cubiertas de oscuro papel estaban adornadas a trechos por algunos cuadros, uno de los cuales era una litografía que representaba al general Prim en su traje de campaña de la guerra de África, y que tenía al pie una larga dedicatoria. Los demás cuadros eran cromos baratos, láminas de periódicos ilustrados, a excepción de uno al óleo que ocupaba el puesto preferente sobre la chimenea. El rojizo vaho de ésta dando de lleno en la pintura parecía animar con palpitaciones de vida aquel retrato de mujer.
Zarzoso, para disimular su atención, lo miraba con el rabillo del ojo, al mismo tiempo que se imaginaba toda una novela sobre aquel retrato. La mujer que el cuadro representaba debía ser una de las conquistas que le había relatado Agramunt; tal vez aquella condesa que tan enamorada había estado del célebre revolucionario.
Este curioso examen que el joven hizo del salón, sólo duró algunos instantes, pues comprendía que era forzoso entablar conversación con su viejo amigo.
—¿Se trabaja mucho? —dijo el joven, no encontrando otra palabra vulgar para comenzar su conversación.
Inmediatamente comenzó ésta, pues Álvarez púsose a lamentarse de aquella necesidad imperiosa en que se veía de trabajar todos los días para ganarse la subsistencia. Y cuando se hubo quejado bastante de su situación preguntó con interés al joven sobre sus ocupaciones actuales y los progresos que hacía en la vida de París.
Álvarez volvía a sus lamentaciones de hombre desalentado al hablar de los placeres y distracciones que proporciona la gran ciudad.
—Yo soy aquí un hurón —decía sonriendo con amargura—. Me siento viejo y cansado, y vivo en París como podría vivir en Alcobendas; metido en mi casa sin ver apenas a nadie, ni tener otra distracción que mis conversaciones con Perico y con esos buenos compañeros que se reúnen en el café de Cluny. En otros tiempos le hubiera podido ser a usted de alguna utilidad en esta Babilonia, acompañándole a todas partes; pero hoy soy viejo, y ya que no puedo entretener mis horas de fastidio rezando el rosario como los imbéciles, me distraigo dando vueltas a esa noria literaria a la que estoy amarrado. Mi vida es escribir cuartillas y más cuartillas y hablar con mi fiel compañero sobre cosas que estén al alcance de su pobre imaginación. Es un porvenir bien triste, pero hay que resignarse a él… ¡Y pensar que hubo una época en mi juventud en que yo imaginé llegar a ser célebre y alcanzar una vejez hermoseada por los laureles de la gloria!
Y Álvarez decía estas palabras con expresión tan amarga, que el mismo Zarzoso se sentía conmovido.
Miraba el viejo al suelo, y al joven médico le parecía ver sobre la desteñida alfombra, despedazadas y muertas, todas las ilusiones de aquel hombre que había sido famoso durante unos pocos años, para caer después en el más absoluto olvido y vegetar lejos de la patria. ¡Si la fatalidad le reservara igual suerte a él, que también se forjaba ilusiones sobre el porvenir y pensaba en la celebridad!
—Hoy —continuó el emigrado— no tengo más esperanza de dicha que la que me proporcione el inalterable descanso de la tumba. No puedo siquiera volver a ver el sol de España, aquel cielo hermoso que aún me parece más esplendente cuando el cruel invierno cae sobre Paris. En mi primera emigración todo me resultaba fácil y hermoso; el suelo extranjero me parecía igual al de la patria. Era joven, sentía entusiasmo, tenía fe en el porvenir y con estas condiciones se está bien en todas partes. Pero hoy que soy viejo y que no me quedan en el mundo seres que me aman a excepción de ese pobre muchacho que es el fiel compañero de mi existencia, me parece la vida tan aborrecible que de buena gana me libraría de ella en algunos instantes. ¡Ah! ¡Soy un cobarde! A mí me sucede como a un buen anciano que conocí en cierto momento de mi vida y el cual confesaba que si permanecía en el mundo era por falta de valor.
Se detuvo Álvarez algunos instantes mirando con extraña fijeza a Zarzoso, y por fin, dijo haciendo con su cabeza un movimiento de decisión:
—A usted se lo digo todo. Es usted más serio que ese aturdido de Agramunt, y además, hay en este mundo ciertas caras que basta verlas una sola vez para que inspiren inmediatamente confianza. Sépalo usted, joven. Siento un violento deseo de acabar con mi existencia, y parece que hay algo dentro de mí que me insulta porque no me meto inmediatamente entre los bastidores de la muerte y permanezco en escena haciendo reír al mundo. Varias veces he tenido el revólver en la sien, pero siempre me ha hecho bajar la mano la maldita idea que me recordaba el profundo pesar, la desesperación que este acto causaría a ese pobre muchacho, a ese Perico que es toda mi familia. Sería un crimen, una infamia incalificable el que yo pagase con un disgusto desesperante toda una vida de abnegación y de inmensos sacrificios. Y esto es lo que me detiene, esto es lo que me hace subsistir sufriendo a todas horas pues no hay nada tan horrible como vivir desesperado, sin ilusiones y convencido hasta la saciedad de que en la vida el mal es lo seguro, lo generalizado, lo vulgar; mientras que el bien y la virtud son raras excepciones, fenómenos que únicamente se presentan por una equivocación de la naturaleza. Hoy soy un escéptico; no creo ni aun en la República, que en mi juventud me merecía una adoración fanática.
Sólo esos muchachos de la emigración pueden tener fe en el triunfo de la libertad y de la justicia. Locos como Agramunt son los que sirven para el caso; yo soy demasiado viejo, y estoy convencido de que el país, que después de lo del 68 y del 73 admite y sostiene la restauración de los Borbones, es una nación perdida, un pueblo que no merece que nadie se sacrifique por él.
Zarzoso escuchaba con asombro al viejo revolucionario que se expresaba con un escepticismo tan desconsolador, y su sorpresa aún fue en aumento cuando le oyó decir con una frialdad que espantaba:
—Lo único que me consuela es que la muerte viéndome tan cobarde viene en mi auxilio. No tengo valor para acabar con mi vida, pero llevo dentro de mí el medio que ha de librarme de esta existencia que me pesa. Los médicos dicen que tengo un aneurisma, regalo que me han proporcionado los muchos sustos y zozobras que he sufrido en esta vida, por cosas que miro ahora con la mayor frialdad. Usted, como médico, sabe mejor que yo lo que es eso. El mejor día… ¡crac!, estalla algo aquí dentro del pecho y me retiro discretamente de la vida sin que nadie pueda motejarme de suicida, ni me maldiga por mi desesperada resolución. Crea usted que estoy muy agradecido a la naturaleza por haber inventado enfermedades tan cómodas que le permiten a uno retirarse a la nada sin escándalo y sin convulsiones que afean y atormentan.
Zarzoso, a pesar de estar junto al fuego, sentía escalofríos al oír hablar a aquel hombre con tal naturalidad sobre el próximo fin que tanto deseaba y debió ser visible su inquietud por cuanto Álvarez cambió inmediatamente la expresión de su rostro y sonriendo con amabilidad exclamó:
—¡Pero bravas cosas le estoy diciendo a usted para entretenerle! ¡Vaya un modo de recibir las visitas! Dispense usted a la vejez, amigo Zarzoso, que siempre tiene rarezas. Ya procuraré otra vez no dejarme llevar por tan tristes pensamientos, y ahora voy a ver si ese muchacho ha dejado por ahí algo que sirva para hacer a usted los honores de la casa.
Y Álvarez se levantó y con expresión alegre, como si él no fuese el mismo que había hablado momentos antes, dirigiose al comedor y momentos después volvió a entrar llevando sobre una bandeja una botella de coñac y dos copitas azules.
—Bebamos un poco —dijo dejando la bandeja sobre un velador—. Se ha secado usted ya, pero no le vendrá mal una copita después de la mojadura que ha sufrido para llegar aquí. En la campaña de África el coñac era muchas veces el capote impermeable que nos servía para defendernos de las inclemencias del tiempo.
Los dos bebieron y encendiendo sus cigarros tomaron la actitud de dos amigos que se disponen a conversar familiarmente.
Álvarez, como si tuviera empeño en alegrarse y olvidar sus melancólicas ideas de momentos antes, parecía un muchacho con su rostro animado y los ojos brillantes que miraban a Zarzoso con simpatía.
—Vamos a ver, amigo mío, con franqueza —le preguntó—. ¿Cómo vamos de conquistas en París? Usted debe ser muy afortunado con las bellezas del Barrio Latino.
Zarzoso protestó ruborizándose ante tan inesperada pregunta. No, él no; eso de las conquistas quedaba para el buena pieza de Agramunt que se trataba con casi todas las muchachas del barrio y las hacía desfilar por su nuevo cuarto, procurando que no se enfriasen antiguas relaciones.
Zarzoso manifestaba su situación a su viejo amigo con entera franqueza.
No es que él sintiese la aspiración de ser un asceta, ni que se considerase más virtuoso que los demás, él era un hombre como todos, pero resultaba que en más de cuatro meses de residencia que llevaba en París, no se le había ocurrido tener relaciones con aquellas mundanas callejeras que continuamente le codeaban en el bulevar y en los bailes, que alguna conversación alegre en torno de los bocks de cerveza a que las habían convidado Agramunt o él.
Álvarez hizo un guiño malicioso al escuchar estas explicaciones.
—Vamos, ya comprendo. Usted tiene sus amores en España. Ha dejado allá en Madrid alguna cara bonita, cuyo recuerdo le obsesiona y hace que le parezcan horribles todas las mujeres de por aquí. Es usted un enamorado que vive de ilusión.
—Efectivamente, algo hay de eso —contestó sonriendo Zarzoso, que veía de este modo descubierto su secreto.
—¡Oh! Yo conozco perfectamente esas cosas. Aunque ahora soy viejo, también he tenido mi época, pero sería una enorme mentira el querer hacerme pasar por calavera. He hecho lo que todos; he tenido mis trapicheos y sobre todo un amor serio, que como a usted me hacía mirar a las demás mujeres con indiferencia.
Zarzoso, cediendo a un movimiento instintivo y sin considerar que cometía una inconveniencia, fijó su mirada en el gran retrato que estaba sobre la chimenea.
Entonces fue Álvarez quien se inmutó, ruborizándose un poco.
—Ha adivinado usted. Ese fue mi amor serio, lo que llenó mi existencia y por esto ese cuadro me acompaña y me da cierta alegría, aunque en realidad sólo despierta en mí recuerdos tristes. Como obra artística el cuadro es malo, pero lo aprecio porque el parecido es exacto. Lo hizo un pintor español que vivía en el barrio, copiándolo de una fotografía que yo conservaba.
Y Álvarez, como si sintiera arrepentimiento por haber entrado a hablar de tal asunto, callose y permaneció algunos minutos con la frente inclinada.
Zarzoso no sabía qué decir y la situación iba haciéndose violenta; pero su viejo amigo volvió a hablar, pues sentía un vehemente deseo de comunicarle sus penas como poco antes.
—Le deseo a usted, querido amigo, que no sea en cuestión de amor tan desgraciado como yo. Amé a una mujer, fue mía y, sin embargo, no pude hacerla mi esposa, porque parece que me persigue la fatalidad en todos los actos de mi vida. ¡Oh! He sido muy desgraciado, créalo usted, Zarzoso. Mi vida ha sido semejante a la de esos personajes fantásticos de las leyendas sobre los que pesa una maldición y que no pueden hacer nada sin tropezar al momento con la desgracia.
Quedó silencioso y absorto, pero a los pocos instantes, como cediendo a una necesidad imperiosa de hablar, murmuró con la vista en el suelo, vagamente, como un sonámbulo:
—Y la verdad es que fui amado de veras. Una mujer que por su nacimiento había sido colocada por la sociedad a más altura que yo descendió hasta mí, endulzando mi existencia con su amor espontáneo y desinteresado. ¿Pero a qué recordar tales cosas? Aquello fue un chispazo fugaz de felicidad; un momento de dicha que pasó muy pronto, dejando tras sí como maldecida estela, un sinnúmero de desgracias… ¡Cuánto he sufrido! Usted, amigo mío, es muy joven, entra ahora en la vida y no puede comprender ciertas cosas. Pero el día en que usted sea padre apreciará en toda su horrible grandeza el pesar que experimenta un hombre al tener una hija, que es sangre de su sangre y que sin embargo desconoce al que le dio el ser y le odia como a un monstruo. Hay para desesperarse, para adoptar esa resolución de la que hablaba antes y de la cual no me siento capaz. Vivir solo, aislado, con la muerte en perspectiva, y saber sin embargo que tengo en el mundo una hija que ignora mi existencia, que no sabe el derecho que sobre ella poseo y que no acude a velar por mí en los pocos años que me quedan de vida, es el más horroroso de los tormentos.
—¡Tiene usted una hija! —exclamó Zarzoso deseoso de desviar la conversación para evitar a su viejo amigo que volviese a caer en aquella melancolía que le hacía pensar en el suicidio—. ¿Y no la ha visto usted nunca?
—De pequeña, cuando aún estaba en la lactancia, la vi varias veces, siempre ocultándome como hombre que comete una acción ilegal y teme dejarse llevar por sus sentimientos más íntimos. Ella llevaba el apellido de otro y yo no tenía derecho alguno a los ojos de la sociedad. Después la vi una vez… ¡pero, en qué circunstancias! Más me hubiera convenido no verla, pues así me habría evitado un doloroso recuerdo que aún hoy, después de muchos años, renace en mi memoria y me hace derramar lágrimas de desesperación… Pero no pensemos en el pasado.
Y Álvarez volvió a sumirse en el silencio.
El joven médico se sentía molesto y no sabía ya de qué hablar para que aquel hombre, desesperado de la vida y con la memoria acribillada de dolorosos recuerdos, no volviese a recaer en su negra melancolía.
Creía importunar a don Esteban con su presencia y por esto pensaba en retirarse, no atreviéndose a hacerlo por no encontrar ocasión oportuna para ello.
Tardó poco Álvarez en volver a reanudar su conversación. Era en punto a su triste pasado, como esos enamorados que sufren con resignación los desdenes de la mujer amada y gozan cierto doloroso placer al recordarlos y por esto, a pesar de la pena que lo afligía, volvió a hablar de su hija.
—Crea usted, joven, que lo único que me falta para morir tranquilo es volver a ver mi hija. Si ella me reconociese por padre, si se convenciera de que me debe el ser y que yo fui el verdadero esposo de su infeliz madre, entonces moriría de felicidad. A mí me falta para expirar con la sonrisa en los labios un solo beso de María.
—¡Ah! ¡Se llama María! —exclamó Zarzoso apenas oyó las últimas palabras de su amigo.
—Sí, ése es su nombre. Hace ya muchos años que no la he visto pero según los informes que han dado varios amigos que la vieron en Madrid, es tan hermosa y agraciada como su difunta madre. Y eso que la pobre Enriqueta era bella como pocas. Mire usted bien el retrato de la mujer que amé.
Y don Esteban fue a su mesa de trabajo, cogió la lámpara y levantándola más arriba de su cabeza hizo que su luz diese de lleno en el retrato que estaba sobre la chimenea.
Aquel busto de beldad sólo lo había entrevisto Zarzoso en la penumbra rojiza que antes lo bañaba y que aunque pareciera comunicarle vitales palpitaciones confundía su contorno y sus rasgos más característicos. Ahora, con aquella clara luz, pudo apreciarlo detenidamente, pero al primer golpe de vista no pudo evitar un rudo movimiento de sorpresa.
Creía tener delante el retrato de María; pero algo había en aquella mujer sonriente y púdicamente escotada que la diferenciaba de la sobrina de la baronesa de Carrillo.
La mujer del retrato era más distinguida, más espiritual, como dicen en la jerga de los salones; notábase en ella cierta anemia aristocrática y la ausencia de aquella robustez sanguínea que a María había dado el oculto entroncamiento con la sana raza plebeya; pero en lo demás la semejanza era exacta: las mismas facciones, idéntico aire de familia y los mismos ojos que miraban con graciosa e intensa dulzura.
A Zarzoso le pareció, ante aquel retrato, ver a su novia asomada a una ventana, de dorado marco y engalanada con las modas de veinte años antes.
Su movimiento de sorpresa no pasó desapercibido para Álvarez.
—¡Eh! ¿Qué es eso, amigo Zarzoso? ¿Es que acaso la conoció usted?… No puede ser, es usted demasiado joven. Su tío, el doctor, sí que la conocería, pues en cierta ocasión visitó al padre de Enriqueta.
Zarzoso no contestaba, pues la sorpresa parecía haberle paralizado. Seguía mirando con ávidos ojos el retrato y su estupefacción no le dejaba razonar sobre tan inesperada sorpresa. Lo único que se le ocurría era que aquella escena resultaba dramática; una casualidad de esas que sólo se encuentran en las novelas de interés y que algunas veces se reproducen en la vulgaridad de la vida.
Álvarez se alarmaba ante la sorpresa de su joven amigo y no sabía cómo explicársela.
—Pero, vamos a ver, amigo Zarzoso; ¿es que acaso la ha conocido? Vaya, no permanezca usted de ese modo, explíquese con mil demonios.
Don Esteban había perdido la paciencia, pues deseaba que cuanto antes se explicase el joven, comprendiendo que en su extrañeza se ocultaba algo interesante.
Zarzoso salió de su estupefacción.
—Señor Álvarez, ¿dice usted que esa señora se llamaba Enriqueta?
—Sí, amigo mío.
—¿Y cuál era su apellido?
—Baselga. Era la hija del conde de Baselga a quien su tío conoció en circunstancias bien críticas.
—¿Y la hija de esa señora lo es de usted?…
El joven hizo de un modo esta pregunta que Álvarez sintió en su cerebro como un rayo de luz que aclaraba todo el misterio.
—De modo que mi hija, que mi María es…
Y no dijo más, pero Zarzoso habla hecho con su cabeza una señal afirmativa.
Entonces fue a Álvarez a quien le tocó sorprenderse.
¡Oh, poder de la casualidad! El novio de su hija era aquel muchacho que tanto amaba, pues momentos antes había manifestado, como bajo la influencia de su recuerdo, se mantenía puro en el lodazal vicioso de París.
No se dieron cuenta de cómo fue aquello, pero los dos hombres se encontraron abrazados y casi próximos a llorar.
—¡Ah, hijo mío! —dijo Álvarez con voz temblorosa por la emoción—. El corazón habla muchas veces, aunque los materialistas no quieran creerlo, y por eso me fue usted tan simpático desde el primer día en que le vi. Algo encontraba en usted que me atraía y me inspiraba confianza, hasta el punto de que hace pocos instantes me impulsaba a decirle cosas que jamás he revelado ni aun al más amigo.
Los dos hombres, pasado aquel primer momento de emoción y ya más tranquilos, volvieron a ocupar sus asientos.
—¡Oh! Hablemos, hablemos —dijo con expresión de felicidad el viejo revolucionario—. Crea usted que este momento no lo cambio yo por el placer más grande que un hombre pueda experimentar. Esto alarga mi vida unos cuantos años… Diga usted, ¿cómo es mi hija? ¿Cómo comenzaron sus amores? ¿Qué vida hace ahora María? Hable usted con entera franqueza, no escasee detalles. Las cosas más insignificantes resultan de gran interés cuando se trata de un ser querido.
Y Zarzoso animado por la viva mirada de aquel hombre envejecido, que le escuchaba con un interés que emocionaba al par que producía lástima, fue relatando toda la historia de sus amores con María desde que la conoció en el colegio de Valencia, hasta que la vio por última vez en el Retiro, pocos días antes de marchar a París.
Las travesuras de María alegrábanle tanto como le indignaban las imposiciones tiránicas de la baronesa.
¡Oh!, aquel vejestorio de devota tenía una perversidad sin límites y bastante le había hecho sufrir a él en esta vida. Ella y sus amigotes, los padres jesuitas, eran los autores de todas las desgracias que habían afligido al pobre Álvarez, y de ellos forzosamente había de proceder cuanto de malo ocurría a la familia Baselga.
—¿No es verdad, hijo mío —decía don Esteban—, que usted nota en la familia de María un poder oculto que se parece a la mano de la fatalidad? Pues yo creo que esa maldición que sobre ella parece pesar existe únicamente por la baronesa y sus amigos los jesuitas, que deben tener cierto oculto interés en mezclarse en los asuntos de la familia. Los millones a que asciende su fortuna son un cebo más que suficiente para atraer a todos esos monstruos de sotana negra que no reparan en los medios para cumplir su fin. A todos nos han ido devorando. Primero al conde de Baselga, de cuya trágica muerte estoy seguro que ellos fueron los autores, después a la pobre Enriqueta y a mí, cuyos amores voy a relatarle; y últimamente a ese infeliz Ricardo, el fanático hermano de mi amada, al que enviaron a morir al Japón, después de robarle la fortuna. Ahora conviene que esté usted en guardia y no se deje sorprender, pues le perseguirán, ya que la respetable fortuna que aún posee María es más que suficiente para tentar su codicia de bandidos. ¿Duda usted de lo que le digo? ¿Cree usted que estas persecuciones de que hablo son simplemente manías nacidas de la imaginación de un viejo? Si su tío, el doctor, estuviese aquí, él afirmaría, seguramente, lo que yo le digo; pero para que se convenza, basta que yo le cuente la historia de mis amores con mi Enriqueta.
Y don Esteban comenzó a relatar al joven la dramática historia de sus amores, que parecía toda una novela y que causó honda sorpresa en Zarzoso. La figura de Enriqueta, que veía surgir de la relación, dulce e interesante, perseguida y esclavizada siempre por su hermanastra la baronesa, resultábale muy simpática, y sentía por ella un espontáneo afecto, tanto por las penas que había sufrido como por ser la madre de María.
Cerca de una hora duró la relación de Álvarez, y a pesar de esto a Zarzoso le pareció que sólo habían transcurrido algunos minutos, pues escuchaba con tanta atención al padre de María que sus sentidos estaban muertos para todo cuanto le rodeaba.
Al terminar, daban las siete en un antiguo reloj de tallada caja, que ocupaba un ángulo del salón.
A Zarzoso no le cabía ya la menor duda de que don Esteban Álvarez era el padre de María. Lo que sí le causaba profunda extrañeza era que su novia ignorase que existía en el mundo el ser que le había dado la vida y siguiese creyéndose hija de aquel hombre indigno cuyo apellido llevaba.
Ahora recordaba Zarzoso, con la vaguedad del que piensa en un ensueño, que María le había hablado de un hombre que fue a buscarla al colegio y que, en su concepto, era el perseguidor de la familia.
Esto coincidía con las revelaciones de don Esteban Álvarez y sublevaba el ánimo de Zarzoso, que no podía transigir con una infamia tan grande, como era ignorar una hija la existencia de su padre y vivir éste devorado por el vehemente deseo de conocerla.
—¡Oh! Es una feliz casualidad que nos hayamos conocido —dijo Zarzoso—. Siento indignación ante esa trama oculta que ha hecho que una hija desconozca a su padre, y he de procurar por todos los medios hacer que María sepa su origen. Esta noche misma le escribiré todo cuanto ocurre, y ella me creerá, pues tiene en mí la inmensa confianza que proporciona el amor. Ánimo, don Esteban; tal vez no muera usted ya sin recibir ese beso de su hija que tanto anhela.
Álvarez hizo un gesto negativo, como dando a entender que no creía en que un desgraciado como él, perseguido por la fatalidad, pudiese llegar a sentir tan inmensa dicha.
—¡Oh, sí!, dijo con entusiasmo—. Escríbale usted. Dígale que yo soy su padre, que bastará que me oiga para convencerse de ello; pero no tarde usted en hacer tales revelaciones, pues a pesar de que he esperado tanto tiempo me parece que me faltará ahora para experimentar tanta felicidad y que voy a morir antes de sentir tan inmensa dicha.
Después añadió con el acento del que advierte una cosa importante:
—Sobre todo que la baronesa no se aperciba de nada de esto. Ese vejestorio podría estorbar la santa obra de reconciliación que va usted a emprender.
—No se apercibirá de nada, yo se lo aseguro. Tengo el medio de comunicarme directamente con María sin que se aperciba la baronesa. Hay una buena persona que se encarga de proteger nuestra correspondencia.
Álvarez, dominado por aquella emoción que humedecía sus ojos, hacía signos afirmativos con su cabeza, sin saber por qué.
—También le ruego —dijo— que no comunique nada de lo que hemos hablado a ese loco de Agramunt. Para él conviene que sigamos siendo dos buenos amigos y nada más. Es un atolondrado que si llegara a saber que mi hija es la misma mujer a quien usted ama, encontraría el caso muy novelesco y no contento con relatarlo a todos los emigrados, sería capaz de repetirlo en alta voz, en pleno bulevar, para que lo supiera París entero.
Zarzoso sonrió ante aquella exageración.
—No es charlatán hasta ese punto —dijo—, pero hace usted bien en no tener gran confianza en su lengua. Nada le diré.
—Haremos una excepción en favor de Perico. Ese muchacho, a fuerza de sacrificarse por mí, ha llegado a serme tan indispensable que no puedo guardar con él el menor secreto.
—Sin embargo, no creo que usted le haya hecho saber esa tendencia al suicidio que tanto le agitaba.
Álvarez contestó con un gesto de alegre extrañeza:
—¡Eh! ¿Quién piensa en eso? Esas ideas fúnebres eran las de un padre que se veía alejado para siempre de su hija; pero ahora la cosa ha variado por completo y me siento feliz. Sí, señor, estoy contento como si hubiese encontrado a mi hija después de tenerla perdida cerca de veinte años.
La campanilla de la puerta, que sonó discretamente por tres veces, dio fin a la conversación.
—Es Perico que vuelve del almacén —dijo don Esteban—. De seguro que antes de subir ha conferenciado con la mujer del conserje para enterarse de cómo andaba la comida.
Álvarez fue a abrir y momentos después entró en el salón, mientras que su fiel criado iba y venía por el comedor, dando a entender, con el choque de platos y el retintín de cristales, que se ocupaba en poner la mesa.
Zarzoso se levantó para irse. Quiso detenerlo Álvarez invitándole a que comiese con él para solemnizar su extraño reconocimiento, pero el joven se excusó alegando que Agramunt le esperaba ya a aquellas horas a la puerta del restaurante, y que era hombre capaz de no entrar a comer mientras él no llegase.
Por fin el joven salió de la casa acompañándole hasta la escalera el mismo Álvarez, que parecía remozado con su brillante mirada y su apostura marcial de otros tiempo.
Al pasar por el comedor pellizcó alegremente en un brazo a su criado, diciéndole al oído con risueño misterio:
—¡Ah, Perico! ¡Si supieras!… ¡Si supieras!…
En el rellano de la escalera se despidió de Zarzoso con un fuerte abrazo, y por fin lo dejó ir con la condición de que al día siguiente vendría a comer con él y de que no faltaría ninguna tarde para charlar una horita sobre un tema tan grato como era María; aquella joven en la que se confundían los cariños de los dos: el del padre y el del novio,
En la misma noche, mientras Agramunt se iba a bailar a Bullier, Zarzoso se encerró en su cuarto y escribió a María una abultada carta de ocho pliegos, en la cual, con todas las salvedades que deben emplearse al hacer ciertas revelaciones a una joven soltera, le relataba por completo la historia de su madre, los amores de que ella era hija, y al mismo tiempo hacía una pintura conmovedora del estado de abandono y desesperación en que vivía su verdadero padre, héroe caído, patriota infeliz que languidecía en extranjero suelo, agobiado por la desesperación de tener una hija que no le reconocía, y antes bien le consideraba como a un monstruo.
El joven quedó satisfecho de su obra y al poner su firma murmuró con convicción:
—Seguramente que María dará crédito a cuanto le digo y reconocerá a su padre como a tal. Sería necesario tener un corazón tan duro como el de la fanática baronesa de Carrillo, para no conmoverse ante el espectáculo que ofrece ese hombre infeliz, solo en el mundo y desconocido por el único ser al cual tiene derecho a exigir un poco de cariño. María contestará inmediatamente a esta carta, y tal vez pueda dar al pobre don Esteban un motivo de verdadera satisfacción, una alegría suprema.
Zarzoso fue a comer al día siguiente con Álvarez y desde entonces no dejó de ir todas las tardes a hacerle la visita, en la cual la conversación versaba siempre sobre el mismo sujeto, o sea sobre María.
—¿No ha contestado todavía a su carta? —preguntaba con avidez el infeliz padre.
—Pero ¡por Cristo! Si anteayer salió la carta y aún tal vez no la haya leído María. No sea usted impudente, y ya que tantos años ha esperado, tenga calma por unos cuantos días.
Álvarez bajaba la cabeza con resignación. Era verdad. Su cariño de padre, su ansia por saber el concepto que merecía a su hija, hacíale ser impaciente y ridículo.
De los tres hombres que se reunían en aquella habitación de la calle del Sena, Perico era el único a quien no entusiasmaba gran cosa la joven de la que tanto hablaban el amo y su joven amigo.
Él respetaba mucho a aquella señorita María, a la que nunca había visto. Bastaba para ello que fuese hija del hombre al que adoraba como a un ídolo; pero le profesaba poca simpatía por el hecho de pertenecer a una familia de aristócratas que parecía maldita, pues acarreaba desgracias a todos cuantos la trataban.
Por culpa de aquellos Baselgas había muerto su tía en la cárcel; por ellos también su señorito había pasado por apurados trances y se veía ahora fuera de la patria, y como si no hubiera bastante, ahora salía a plaza aquella María, otra Baselga que renegaba de su padre y le sorbía los sesos a un buen muchacho que prometía ser un gran médico.
Y el rudo ex-asistente, al hablar así, miraba con expresión de lástima a Zarzoso.
¡Pobrete! También sacaría su astilla de mal, ya que había cometido la torpeza de enamorarse de una mujer perteneciente a aquella familia santurrona que parecía dada al diablo, según la facilidad con que sembraba la desgracia a su alrededor.
Empiezan a hacerse más densas y oscuras las sombrías gasas que el crepúsculo extiende sobre las calles de París; comienzan a brillar inquietas las lenguas de fuego del gas, dentro de los faroles o a centellear los blancos focos eléctricos, semejantes a las pupilas de un albino; termina en los cafés la hora de la absenta; empieza el trabajo en los restaurantes, y apenas tal sucede, sobre el asfalto de los bulevares, sentadas a las mesas de los comedores públicos o contemplando con fingido interés los escaparates, mientras miran al mismo tiempo con el rabillo del ojo a los que están detrás aparecen un sinnúmero de mujeres que van solas o formando parejas, mujeres que tienen una existencia particular y rara, a quienes jamás se ve durante el día y que semejantes a las aves nocturnas, como si el sol les incomodara, aguardan las primeras sombras para salir de su madriguera.
París, en las primeras horas de la noche, parece una ciudad invadida por inmenso ejército femenino. Doquiera se dirigen los pasos se encuentran siempre los mismos tipos, aunque presentados en diversas formas. Unas, las de clase más modesta, vestidas extravagantemente con ropa que a la legua delata su procedencia de desecho, se paran en las esquinas devorando el pedazo de pan y de carne que acaban de comprar en la cremerie y que tal vez constituye su única comida diaria; otras que apenas si parecen llegadas a la pubertad, pequeñas, entecas y vistiendo todavía como niñas, saltan y corren por las aceras con grande algazara, gozando en empujar rudamente al pacífico transeúnte que nada les dice; muchas pasan andando con gravedad soberana, vestidas con arreglo al último figurín y dejando tras sí una estela de punzantes perfumes; pero todas ellas miran de igual modo y llevan idéntica expresión en el rostro, lo mismo la que viste de negro con cierto aire monjil y lleva la cabeza descubierta, que la que ostenta el ancho sombrero de alas serpenteadas y ondulantes plumas.
La virtuosa madre de familia, la joven honrada, no se atreven a salir así que cierra la noche, sino del brazo del esposo o del hermano, porque muchas veces las identidades en el vestir producen gran confusión y tremendas equivocaciones.
Esa invasión que nocturnamente sufre la gran ciudad es lo que la deshonra a los ojos del mundo; es la que hace aparecer como centro, únicamente de placeres y vicios, a una población cuyo vecindario en su gran mayoría es honrado, trabajador y virtuoso.
Pero el inmenso número de seres que alberga París, pertenecientes a la clase antes descrita, es suficiente para dar a una capital un carácter poco honroso, que realmente no tiene.
¿Cuántas son las mujeres que en las primeras horas de la noche salen a las calles de París a buscar el sustento a cambio del honor?
Primeramente se imagina que son algunos miles, pero cuando se acaba por ver que apenas hay calle ni establecimiento de recreo de la inmensa ciudad donde ellas no envíen su representación, no se puede menos de creer que, semejantes a los descendientes de Abraham, su número es tan inmenso como las estrellas del cielo o las arenas del mar.
Su cifra espanta y hace pensar con tristeza en que otras tantas son las madres honradas que ha perdido la sociedad.
Este inmenso ejército del vicio se ve diariamente combatido con gran rudeza por la miseria y las enfermedades; en él, la muerte se ceba con una insistencia feroz que no guarda para otras clases, y a pesar de esto, sus filas no se aclaran y en el hueco que deja una que cae para siempre aparece inmediatamente otra que trae todavía en las mejillas el color de melocotón sazonado, signo de salud y robustez que no tardará mucho en perder
Para que tan incesante reemplazo se verifique en su ejército, el vicio tiene especiales y activos reclutadores, y el más principal de éstos es la atmósfera de corrupción de las grandes ciudades.
Según las observaciones de uno de esos sabios parisienses que se dedican a estudios en la apariencia algo fútiles, pero que en el fondo tienen trascendencia social, de cada diez mil muchachas que anualmente llegan del fondo de los departamentos a la gran ciudad para dedicarse al servicio doméstico, mil vuelven a sus pueblos a los pocos meses por no ser aptas para tal profesión o sentir demasiado la nostalgia de la patria; otras tantas consiguen a fuerza de sisas y economías, por espacio de cuatro o cinco años, reunir tres mil francos con los que compran un marido, garçon de hotel o simplemente visitante de tabernas; unas diez o doce se arrojan al Sena, pues cometen —como diría un parisiense— la insigne tontería de tomar el amor en serio; y las restantes, maleadas por el ambiente de la ciudad, con la conciencia corrompida por los ejemplos que continuamente se presentan a sus ojos, desesperadas de poder reunir la cantidad de dinero que necesita en Francia una mujer para casarse, y seducidas por el espectáculo de algunas que, meses anta, fregaban platos como ellas y en la actualidad visten mejor que sus antiguas señoritas y gastan a todas horas traje de alquiler, se deciden a hacer un cambio radical en su vida y conducta, pasan el Rubicón, que en estas circunstancias representa el honor, y van a engrosar aquellas mesnadas femeninas que atraen la presencia en París de toda la gente rica y corrompida de las cinco partes del mundo.
¡Qué triste historia sintetiza cada una de esas infelices que pasa la vida riendo por las calles y cafés de París! Muchas veces la más descocada e insolente que remedando los ademanes que veía hacer a sus antiguas señoritas ha conseguido darse cierto aire de distinción, y hace creer a sus imbéciles amigos que es hija de un banquero arruinado, de un general perdido por la política, etcétera, es causa de que dos pobres ancianos, allá en lo más ignorado del último departamento y en su miserable choza, lloren noche y día creyendo muerta la hija que salió del pueblo cuando muchacha para ir a servir a París, con las mejillas rojas por el rubor, los ojos bajos y el aire tímido e inocente. Los infelices padres recibían antes todos los meses una carta garrapateada, en la que la niña les decía que su salud era buena y les contaba las cosas de sus amos; pero llegó un mes en que la carta faltó, al siguiente tampoco vino y así fue sucediendo durante mucho tiempo, hasta que al fin los dos viejos fueron a París a buscar a su única hija; pero su intento resultó vano y a los pocos días, asustados del ruido de la gran ciudad, se volvieron a casa para llorar a la muchacha que, según sus deducciones, habría sido aplastada por un coche o se habría ahogado en el Sena. Aquellos infelices lloran sin tregua… y con motivo, pues se conduelen de la muerte de la hija honrada e inocente, y ésta no existe puesto que los virtuosos ancianos nunca querrían reconocer a su hija de ayer en la mundana desenvuelta de hoy.
Historias como éstas hay muchas en la gran ciudad, pues se encargan de formarlas la mayor parte de esas jóvenes que llegan a París cubiertas con ridículas cofias y mirando a todos con aire cerril y salvaje, para al cabo de un año ir por las calles llevándose tras sí centenares de miradas, cubiertas de las más costosas galas que constituyen la última moda y muchas veces salpicando de barro, con las ruedas de su carruaje, a las mismas familias a quienes meses antes les servían la sopa todas las tardes a las seis en punto.
Muchas veces esas mujeres que tal salto han dado en su existencia, rodando de brazo en brazo, encuentran algún poeta que les cante, porque la lira de la juventud, que sólo quiere entonar himnos a la belleza, es poco escrupulosa en cuanto a moralidad, e indudablemente entre las Ninon, las Ninettes y las Lilis a quienes dedicaba sus originales sonetos Alfredo de Musset, el poeta más dulce y más cínico a la par que ha tenido Francia; entre aquellas mujeres que merecían tan hermosas frases y tan aéreos conceptos, las había que poco tiempo antes barrían las escaleras, se llamaban Paulas o Mauricias y no conocían más versos que los estúpidos de los couplets populares.
¡Es triste cosa que un par de trajes elegantes y cuatro ademanes imitados basten para trastornar el seso de un gran poeta, y que su lira rompa deshonrosamente a cantar el vicio y la corrupción!
Pero no es solamente la clase antes indicada la que contribuye a que el vicio tenga siempre un sacerdocio en París, pues éste se ve también engrosado por otros elementos.
Acuden a la gran ciudad, como mariposas atraídas por fuerte luz, desdichadas de todos los países; lo mismo de las risueñas campiñas andaluzas que de los campamentos cosacos; igual de las Repúblicas americanas que de las posesiones europeas de África, y ellas hacen desfilar por frente a esos millonarios que durante el invierno sientan sus reales en los bulevares, todos los tipos, colores y configuraciones de los diversos pueblos de la tierra.
Junto a todas éstas, descuella y se da inmediatamente a conocer la indígena o propiamente parisiense, la que si ha salido más allá de las barreras sólo ha sido para llegar hasta Versalles o Suressnes, y que cree que el centro del universo, a cuyo alrededor giran el sol y todos los planetas, es el bulevar de los Italianos; mujer original y rara a quien gusta todo lo extravagante y que tiene la ágil perversidad del mono, la fatuidad y los discordes chillidos del pavo real y las marrullerías y malas intenciones de un gato viejo.
El tipo de la alegre parisiense es un ejemplar repetido hasta lo infinito, pero siempre con el mismo texto. Su historia es siempre idéntica. Nacen y crecen en una portería o en un sotabanco. La madre vende flores o frutas en un carretoncillo por las calles, el padre trabaja tres días a la semana y en la noche del sábado, después de andar a puñetazos con su mujer por cuestión de mejor derecho para guardar los ochavos, se mete en la taberna, de donde sale el miércoles casi a gatas. La niña, como ya es grande, trabaja en un taller tranquilamente hasta que un día la compañera la tienta a ir por la noche a un baile cualquiera, y allí con un muchacho que empieza su conquista regalándole un ramo de violetas de cinco céntimos y convidándola a un bock, y acaba por enamorarse de aquel tipo delicioso que sabe ponerse el sombrero de canto sobre la nariz, que imita el canto del gallo con exactitud sorprendente, que baila la cuadrilla haciendo el pajarito y que tiene un sinfín de hermosas habilidades, aunque desconoce la más principal, o sea, la del trabajo, pues no falta quien le asegura a ella que el tal ente vive de poner contribución a los afectos de sus enamoradas.
Desde aquel día la muchacha no vuelve a su casa; el padre, entre vaso de vino y copa de kirskic, jura a sus compañeros de la taberna que donde la pille la va a matar; la madre llora y cuenta sus penas a la vecina, y así pasan los meses, hasta que un día la encuentran en el bulevar los autores de sus días, elegantemente vestida, del brazo de un caballero, y… no sucede absolutamente nada, pues al marido le parece muy agradable tener una hija que siempre que le encuentra le da un par de francos para beber y la mujer casi se alegra de que la niña no haya venido a casarse al fin con cualquier muchacho del barrio, que la haga desfallecer de hambre y le administre una paliza semanal.
¡Especial modo de ser el de gran parte de las familias parisienses! Las honradas familias españolas jamás podrán comprender, para fortuna nuestra y de la moral, esa indiferencia afrentosa que se manifiesta aquí entre ciertas clases ante la pérdida del honor.
El espectáculo que ofrecen esas infelices jóvenes, entregadas a una incesante crápula, en la edad de los ensueños y de las ilusiones, no puede ser más triste y desconsolador. Se ven entre ellas rostros francos y hermosos que a primera vista parecen frescos e inocentes, pero que mirados con más detención delatan una fatiga inmensa propia del abuso de la vida; y aquellas bocas, muchas veces plegadas por angelicales sonrisas, se abren para dejar oír voces roncas por el alcohol, que profieren las más soeces frases o los más tremendos juramentos, con una naturalidad abrumadora.
La vida nocturna de esas infelices está de continuo llena de sobresaltos y peligros, pues cuando no las incomoda el vicio con sus más hediondas formas, las persigue la sociedad, que tiene más cuidado en sacar provecho de los seres que viven fuera del mundo de la moral, que en redimirlos de tan degradante esclavitud.
Muchas veces, el transeúnte, de rostro bondadoso, que pasea su bonhomía por las calles durante la noche, se ve de repente agarrado del brazo por una mujer que empieza a marchar junto a él con naturalidad de antiguos amigos. Él, sorprendido, intenta preguntar, pero ella hace que calle, y así andan un poco, hasta que al llegar a cualquier esquina el hombre, que ya empieza a interesarse por adivinar en qué parará aquello, ve que su pareja le abandona y desaparece.
Es que aquella infeliz va perseguida por la policía, que siempre se muestra cruel con el vicio que no da parte de sus rendimientos al Estado, y para salvarse se agarra al brazo del primer hombre que encuentra, lo que la pone a cubierto.
Tan inmensa falange de víctimas de la concupiscencia de una gran ciudad aumenta todos los días. Raro es aquél en que las oficinas de la policía no reciben reclamaciones de dos o tres familias para que busquen otras tantas jóvenes fugitivas del hogar doméstico; pero como no andaría muy medrada la institución que vela por la seguridad pública si tuviera que atender a tan continuas demandas, son pocas las diligencias que se hacen para buscarlas, y a las muchachas emancipadas de la tutela paternal para ser víctimas de las pasiones, les basta mudarse a un barrio de París, algo distante del que ocupan sus parientes, para que éstos no las encuentren en años.
El antimoral ejército que pulula por París tiene dos tremendos enemigos que ametrallan de continuo sus filas, causando muchas bajas: el hambre y las enfermedades.
Cuando el vicio forma las legiones que sostienen su bandera y pasa revista, encuentra muchos huecos en aquéllas. ¿Qué se ha hecho de Tilín, Odilia, Shara, Iseult y Mimí?
Que se lo pregunten al Hospital o al Sena. Las más han perecido a manos de la miseria y sus cuerpos figuran en las mesas de disección de la Escuela de Medicina, y las otras se han suicidado arrojándose al río, porque estaban cansadas de vivir… a los veinte años.
Seguía Zarzoso el bulevar Saint-Germain en dirección contraria al Sena a la hora en que los reverberos de las calles acababan de encenderse y en que las tiendas comenzaban a iluminar sus escaparates ante los cuales se detenían los curiosos.
El cielo ceniciento, que como sucia cortina se extendía sobre los tejados, estaba empapado aún con el último y moribundo reflejo del crepúsculo.
El joven médico parecía muy preocupado. Hacía un frío molesto por lo punzante; soplaba un cierzo que parecía herir el cutis como sutil cuchilla; todos los transeúntes andaban apresuradamente con las manos metidas en los bolsillos y arrebujados en sus abrigos y a pesar de esto Zarzoso, como si fuera insensible a los rigores de la estación, caminaba con lentitud, con el gabán desabrochado, el cuello bajo, los brazos cruzados sobre la espalda sosteniendo con desmayo el bastón y la cabeza inclinada, cual si no pudiera resistir la pesadumbre de la inmensa balumba de pensamientos que se agitaba en su cerebro.
Acababa de salir de la calle del Sena, donde había pasado una hora en conversación con Álvarez, si es que conversación podía llamarse a la repetición infinita de una misma pregunta, bajo diferentes formas.
—¿Todavía nada? —preguntaba con ansiedad el infeliz padre.
—Nada —contestaba con lacónico desaliento el novio de María.
Y los dos hombres quedaban silenciosos, mirándose con expresión dolorosa, combatidos por diversos pensamientos, hasta que transcurridos muchos minutos se atrevían a volver a hablar:
—Es extraño ese silencio, hijo mío. —Realmente es muy extraño, don Esteban.
Y así seguía la conferencia de los dos hombres todas las tardes, hasta que por fin, Zarzoso, cansado de la incertidumbre de Álvarez que aumentaba la suya propia, le daba las buenas noches y lo abandonaba.
El joven médico, al salir aquella tarde de la calle del Sena y remontar con aspecto desalentado el bulevar Saint-Germain, iba pensando en que justamente aquel mismo día hacía un mes que había escrito a María la carta en que le notificaba el encuentro casual con el que era su verdadero padre.
Esperó seis días confiando en que, transcurrido este plazo, que era el que necesitaban sus cartas para alcanzar contestación, María le escribiría como siempre; pero pasó el tiempo y la carta no llegó.
Zarzoso sospechaba de la Administración de Correos; creía ocurridos los más absurdos incidentes en el viaje de la correspondencia para explicarse de este modo la desaparición de su carta; de todos pensaba mal menos de María, y volvió a escribir y a esperar otros seis días mortales, siendo acogida esta segunda tentativa con el mismo absoluto silencio.
Aquello era absurdo, le resultaba imposible, y tanta fe tenía en María, que hasta en algunos instantes creyó que soñaba.
La sospecha de que sus cartas se hubiesen perdido resultaba inadmisible, pues en tal caso María, alarmada por este silencio, se hubiese apresurado a escribirle pidiéndole explicaciones.
Fue aquel mes la época más terrible que en su vida tuvo Zarzoso. Acosó a preguntas al conserje de su hotel y casi lo sometió a un interrogatorio, como si temiera que ocultase las cartas recibidas, bajó al portal a las horas en que solía llegar el cartero para hostigarle con reclamaciones que estaban próximas a originar una pendencia, hasta llegó a ir con Agramunt a la Administración Central de Correos para enterarse de las probabilidades de extravío que tenía una carta de Madrid a París; pero toda su nerviosa inquietud, toda su irritada movilidad, no le sirvió más que para convencerse de que nadie le escribía y que aquel silencio postal tenía su principal motivo en Madrid y no en los encargados de transmitir la correspondencia.
Zarzoso presentía en este silencio un hostil misterio, un poder oculto que había descubierto su amor y trabajaba contra él; pero estaba lejos de adivinar su verdadero significado y de dónde procedía.
El joven, desesperado ya, en vez de dirigirse a su novia, escribió a doña Esperanza, la viuda de López, que era a quien enviaba siempre las cartas. Pidiole explicaciones sobre aquel silencio inesperado, pero éste continuó y su novia no le escribía, tampoco la viuda se dignó darle contestación.
Entonces Zarzoso llegó a desesperarse de un modo que inspiró inquietudes a Agramunt.
Roído por la incertidumbre y agitado por las sospechas, Zarzoso, a los veinte días de aquel silencio, apeló a los medios más extremos.
Con la desesperación del náufrago que se agarra al más insignificante objeto confiando que va a salvarle, creyó que apelando al telégrafo adquiriría mejor resultado que valiéndose del correo, y envió telegramas urgentes, con la contestación pagada, a la viuda de López, sin que por esto lograse romper aquel silencio absoluto y desesperante que le salía al paso apenas intentaba comunicarse con Madrid.
Zarzoso no sabía ya qué hacer para explicarse la causa de aquel silencio.
No había que pensar en la posibilidad de que María no contestase por hallarse enferma. En un número de La Época que leyó en el café de Cluny, encontrose con una reseña de un gran baile, en la que se dirigían elogios a la sobrina de la baronesa de Carrillo, haciendo una descripción dulzona de su hermosura, su gracia y su elegancia.
Además, Zarzoso había pedido noticias a un amigo de Madrid, antiguo condiscípulo de la escuela de San Carlos, en el que tenía absoluta confianza, y éste, que contestó inmediatamente, le dijo haber visto a María en los paseos con el aspecto de siempre, y que en cuanto a la viuda López estaba bien de salud y habitaba la misma casa, que era donde Zarzoso dirigía toda su correspondencia amorosa.
Esta noticia hizo llegar al período álgido el asombro y la desesperación del joven.
No estaban enfermas María y su acompañante doña Esperanza; no había ocurrido nada de particular en su existencia, ¿por qué guardaban, pues, tan inexplicable silencio?
Zarzoso, del abatimiento y de la tristeza comenzó a pasar a la violencia. Escribió cartas en estilo amargo, irónico, casi insultante y las envió a Madrid, sin ser por esto más afortunado ni lograr romper aquel silencio.
Hubo momentos en que acarició la idea de abandonar París y presentarse en Madrid inesperadamente, con el propósito de pedir cuentas a María de su inexplicable conducta; pero el joven experimentaba un pavor infantil al pensar en su tío, y la consideración de que éste podría enterarse de tan extraño viaje era más que suficiente para hacerle desistir.
Enclavado en París, y en aquel aislamiento desesperante en que le dejaba la mujer querida, Zarzoso permaneció un mes entero, experimentando en los últimos días una gran indignación que trocaba su antiguo amor en irritación sorda y terrible contra María.
El joven creía ya haber encontrado, en los últimos días de aquel mes de espera e incertidumbre, la clave que explicaba tan misterioso silencio.
¡Ah, la miserable! ¡La orgullosa aristócrata! La extensa carta que le había enviado su novio dándole cuenta del encuentro con el que resultaba su verdadero padre era el único motivo de aquel silencio absurdo. La condesita se avergonzaba sin duda de su origen; irritábase indudablemente contra su adorador, por haber éste descubierto el misterio de su nacimiento y a ello era debido que, deseando romper unas relaciones que le resultaban ya molestas, se negara a contestar a las cartas de Zarzoso, acabando los amores con tan villano procedimiento.
Así se explicaba Zarzoso el silencio de María, y como cada vez se sentía más atraído por esta solución que había imaginado, comenzaba a considerar con cierto desprecio a su antigua novia, teniéndola por una mujer vulgar, fatua y preocupada por las ideas rancias de su clase.
En esto iba pensando aquella tarde al salir de la casa de la calle del Sena, y se ratificaba cada vez más en sus ideas al notar que don Esteban participaba de ellas, aunque no se atrevía a manifestarlo por miedo a aumentar el desaliento que experimentaba el joven médico.
Cuando éste, dejando el bulevar Saint-Germain, entró en el de Saint-Michel, iba tan preocupado con sus pensamientos que monologaba en voz baja, gesticulando hasta el punto de llamar la atención de los transeúntes más próximos.
—¡Qué engañado estaba! Quien mejor conoce a esa familia es Perico, el antiguo criado de don Esteban. ¡Raza de orgullosos, en la que sólo se encuentran amores nocivos! Ahora veo claro: María es igual a todas las mujeres de su familia, tan orgullosa y falta de sentimientos como su tía la baronesa, sólo que con su carita de ángel y su aparente bondad sabe engañar mejor y ocultar la ruindad de su fondo. ¡Vive Dios! ¡Y que no pueda yo dejar de amarla!… ¡Que no tenga yo la fuerza suficiente para olvidar y permanecer indiferente ante ese silencio abrumador!
Y el joven, a pesar de sus quejas, de sus recriminaciones contra María, reconocíase impotente para combatir aquel amor, que según su expresión había penetrado en él hasta los tuétanos, y tanta necesidad sentía de ser correspondido, que cual el desesperado que no pierde la esperanza de salvarse hasta en los últimos instantes, en su cerebro acababa de surgir la halagadora idea de que María tal vez le habría contestado y a aquellas horas la carta estaba esperándole en el casillero de la portería de su hotel.
Cuando Zarzoso formuló este pensamiento, se encontraba casi a la puerta de su restaurante, situado frente al Luxemburgo.
Dudó algunos instantes. ¿Qué hacer?
Era absurda la esperanza de que le aguardase en el hotel la anhelada contestación de María. En las horas que había permanecido fuera de casa sólo había un reparto de cartas, y en éste rara vez entraba la correspondencia española; por esta misma inverosimilitud de su esperanza el joven se sentía atraído por ella, y al fin se decidió a remontar la calle Soufflot y entrar en su hotel para convencerse de si había adivinado la llegada de la carta. No quería comer agitado por la incertidumbre o halagado por absurdas esperanzas.
Cuando el joven; atravesando la plaza del Pantheón fue a entrar en su hotel, apenas si se fijó en una mujer joven, vestida con bastante elegancia y que estaba parada cerca de la puerta, al pie de un reverbero, y teniendo a pocos pasos un perrillo lanudo y feo que jugueteaba con un pedazo de periódico.
Zarzoso penetró en la portería y lanzó al casillero una ansiosa mirada. La mayor parte de las casillas de los otros huéspedes tenían cartas o periódicos con fajas selladas que demostraban su lejana procedencia; pero en la suya nada absolutamente, la llave nada más colgando con tristeza del clavo, como si sintiera desaliento al verse en tal soledad.
Haciendo un gesto de resignación salió de la portería y al volverse de espaldas para cerrar la mampara de cristales, tropezó con una mujer que entraba resueltamente en el portal. El joven la miró, balbuceando una excusa y llevándose la mano al sombrero.
La reconoció inmediatamente. Era la joven que momentos antes se hallaba al pie del farol de gas y su perro estaba ahora allí, junto a ella, apretándose contra sus faldas como si sintiera temor al penetrar en una casa desconocida.
Era de mediana estatura, de un cutis blanco de transparencia lechosa y lo que en ella llamaba la atención, más que las facciones y las formas de su cuerpo erguido con petulancia, eran los cabellos y los ojos ofreciendo un rudo contraste que inmediatamente saltaba a la vista. La cabellera era rubia, pero de un rubio dorado, oscuro, brillante, que parecía irradiar luz; y los ojos, por un contrasentido de la naturaleza, aparecían negros, rasgados, agrandados aún más por ciertas líneas y sombras del lápiz de tocador, y haciendo recordar los de las circasianas encerradas en el fondo del harem, adivinábase una inmensa malicia: lo mismo sabrían fingir la cándida mirada de la inocencia y del asombro, que animarse y chispear con la excitación brutal de la orgía.
En toda su persona perfumada, que esparcía un ambiente de dulce olor de violeta, notábase algo de original, cierto corte bohemio que la elevaba sobre la vulgaridad de la cocotte.
Vestía con elegancia y, sin embargo, en toda su persona, que respiraba originalidad, notábase la tendencia a huir de la última moda vulgar, de combatir el último figurín, que es siempre artículo de fe para las mujeres parisienses. Su traje de raso, de color malva, transigía un poco con la moda; pero en la cabeza llevaba un artístico chambergo erizado de ondulantes y largas plumas, y los hombros estaban cubiertos por una capa de seda negra que le bajaba hasta los pies en pliegues estatuarios. Adivinábase en aquella mujer, con su aspecto ligero y un tanto fatuo, el fanatismo del arte que absorbe todos los sentimientos y comprendíase que el modelo de sus trajes, en vez de copiarlo de los periódicos de modas, los sacaba de los hermosos retratos de marquesas y duquesas del pasado siglo, que existían en el museo del Louvre.
Como para completar aquel atavío artístico, que resultaba algo extravagante, su cabellera luminosa caía suelta en bucles sobre el cuello de su capa y en la mano llevaba un latiguillo de correa que le servía algunas veces para atar a su perro, pero que casi siempre empuñaba, chasqueándolo con aire de amazona.
Zarzoso, a pesar de su preocupación, no pudo menos de quedarse sorprendido, mirando a aquella mujer tan extraña y hermosa que resultaba original aun en el Barrio Latino, cuna de tanta extravagancia.
—Señora, dispense usted —dijo llevándose la mano al sombrero.
—Gracias, señor —dijo con una voz que por su timbre grave desdecía algo de su tipo de belleza—. Es usted muy amable.
Y la hermosa rubia, sin moverse de la pared, parecía sentir deseos de entablar conversación; pero Zarzoso, poco acostumbrado a tratarse con las mujeres del barrio, seguía sintiendo miedo y por esto se apresuró a saludar, saliendo inmediatamente del hotel.
Estaba el joven a la mitad de la calle Soufflot cuando ya había olvidado a la gentil rubia. La inquietud producida por el silencio de María había vuelto a reaparecer y el joven pensaba nuevamente en su novia, sintiéndose desalentado.
Cuando llegó al restaurante encontró a Agramunt sentado ya a la mesa y hablando amigablemente con un grupo de estudiantes que comían en la mesa inmediata.
—Oye, Juanillo —dijo el catalán cuando el joven médico se sentó a su lado—. Esta noche hay baile de moda en Bullier. Ya sabes, concurrencia distinguidísima. Las cocottes con más chic del otro lado del río pasarán esta noche los puentes para asistir a la fiesta y bailar la cuadrilla. Además se dispararán fuegos de artificio, habrá sorpresas; en fin, un gran programa, según me acaban de decir esos chicos que están en la mesa de al lado. El placer armonizado con la economía; entrada, dos francos para los caballeros y gratis para las señoras. ¿Vienes?
—No voy —contestó Zarzoso con mal humor.
—Pues harás mal. Necesitas divertirte para que se te vaya esa melancolía cruel que te devora por momentos. Tampoco hoy hemos recibido carta, ¿eh?… Me lo figuraba; ni al mismo diablo se le ocurre enamorarse de una condesita orgullosa que te ha hecho caso mientras estuviste en Madrid y la divertías con tus miradas lánguidas y tus suspiros, pero que te ha olvidado apenas has vivido algunos meses lejos de ella. Dios sabe cuántos novios tendrá a estas horas la niña. Debes creerme a mí y dejarte guiar por mis consejos, pues aunque no soy viejo tengo experiencia. Diviértete, goza todo lo que puedas y piensa como lo que eres; como un joven de talento que tiene muchos años de vida por delante, y no como un viejo que anhela casarse y constituir una familia. ¿A quién diablos se le ocurre a tu edad tener novias en serio y tomarse tantos disgustos por si ha venido o no una carta de Madrid? ¿Quién te ha de escribir esa carta? ¿Una mujer hermosa? Pues aquí, sin salir del barrio, las encontrarás a docenas y de seguro mejores que aquellas sosas de allá; pues yo, querido, aunque pase por mal patriota, prefiero la mujer francesa. Además, los amores de aquí son algo más sustanciosos y divertidos que los noviazgos de allá, limitados siempre a palabritas dulces, miraditas tiernas y un sinnúmero de señas con las manos desde el balcón a la calle. Créeme, Juanillo, no seas inocente; ven esta noche a Bullier y yo me comprometo a buscarte media docena de novias, superiores a esa que tienes en Madrid y que tan mal se porta contigo.
Zarzoso comía con la cabeza baja, ocultando la sorda irritación que le producían las atrevidas comparaciones de Agramunt, el cual no cesaba de animarle a su modo, intentando decidirle a que fuese al baile de Bullier.
De este modo transcurrió la comida y cuando los dos jóvenes se levantaron de la mesa, Agramunt, con expresión marrullera de cariño, cuyo verdadero significado adivinaba Zarzoso, enlazó su brazo con el de éste y le dijo, con expresión fraternal:
—Vamos, Juanillo, decídete… ¿vienes?
—No, no voy. No seas pesado —dijo Zarzoso con voz en que se notaba la ira.
—Bueno, pues no reñiremos por eso. Te acompañaré a dar unas cuantas vueltas por el bulevar y a las diez te dejaré para que te vayas a casa, a llorar tus desdichas. Yo me iré al baile… ¡Ah!, y ahora recuerdo. Harás el favor de prestarme diez francos por si tengo algún compromiso en el baile. Ya ves, siempre saltan al paso antiguos conocimientos.
Zarzoso sonrió a pesar de la irritación que sentía. Ya había salido al exterior la verdadera causa de aquella expresión cariñosa que momentos antes había mostrado Agramunt. Siempre que su amigo le hablaba en aquel tono era signo de próximo sablazo, cuyo importe le era después devuelto con más o menos retraso cuando el escritor cobraba en la casa editorial.
Zarzoso dio a su amigo medio luis y ambos, encendiendo sus cigarros en el mechero del mostrador, salieron del restaurante.
Bajaron por la ancha acera del bulevar para ir, como de costumbre, a tomar café a Cluny y a los pocos pasos, ante un gran escaparate de camisas y corbatas, vieron a una mujer que parecía mirar con gran atención los géneros expuestos, pero que al hallarse próximos los dos jóvenes, volvió rápidamente la cabeza y se quedó con los ojos fijos en ellos.
Zarzoso hizo un movimiento de sorpresa, sin poderse explicar la causa de ello.
Era la misma mujer de poco antes, la hermosa rubia que había encontrado en el portal de su hotel.
Agramunt tardó más en apercibirse y cuando ya estaba junto a ella fue cuando se fijó, haciendo también un movimiento de sorpresa.
—¡Calla!… ¡Es Judith la rubia!
La joven sonreía como encantada por aquella sorpresa, y al mismo tiempo movía con mano varonil su latiguillo.
—Si, soy yo, ya hace tiempo que no nos veíamos.
Y luego, tendiendo su mano con cierto aire soldadesco, dijo al escritor:
—¿Cómo estás tú, buena pieza?
El reconocimiento fue afectuosísimo. Judith parecía encantada por aquel encuentro, y hasta su perrucho, como si participase de la alegría de su ama, rabitieso y con las orejas rectas, hacía la rosca en torno de los dos jóvenes.
¡Vaya un encuentro!
—¿Y qué es de ti ahora? —preguntaba con curiosidad Agramunt—. ¿Cómo has estado tanto tiempo alejada del barrio?
Y Judith, con su voz hombruna, dando palmadas de compañero en los hombros del escritor y hurgándole en el vientre con el puño de su látigo, siempre que se permitía alguna observación subida de color, iba relatando, con frases incoherentes cortadas por ruidosas carcajadas, la historia de su desaparición del barrio.
—El amor, chico, el amor: esa maldita afición a los artistas pobres y de talento que ha de ser mi perdición, y no me deja hacer carrera como a otras.
Y matizando su puro lenguaje francés con palabras sacadas del caló del Barrio Latino y del de los arrabales, fue relatando su viaje por Bélgica e Inglaterra, que había durado más de ocho meses.
Se había ido de París con un dibujante de Le Monde Ilustré que emprendió una excursión artística por orden de sus editores. El viaje había sido feliz, se arrullaban como dos tórtolas, se amaban con el fuego indestructible de las grandes pasiones, llamaban la atención en los hoteles y hasta en los trenes por aquel amor público que no se recataba y que iban paseando de país en país; pero en Londres surgió la primera nubecilla con motivo de ciertas sospechas de infidelidad que Judith inspiró a su amante con su ligero carácter. Aquella escena de celos fue decisiva.
Chico, aquello fue todo un quinto acto de los melodramas que representan en la Port Saint-Martin. Yo, cansada de sus lamentaciones, le di con este látigo; él me tiró su caja de dibujo a la cabeza; estuvimos pegándonos hasta que entraron a separarnos los criados del hotel, y avergonzada de aquella escena, porque ya sabes que yo soy muy señora y no me gustan los escándalos como a ciertas mujercillas, pasé el canal, y al día siguiente estaba ya en París, con mi Nemo, el fiel amigo de Judith.
El perro, al ser aludido, ladró alegremente, poniendo las patas en las faldas de su ama, la que le contestó con un latigazo.
Zarzoso, a pesar de sus preocupaciones, miraba con creciente curiosidad a aquella mujer original, extraña e incoherente, que interpolaba los más sucios y canallescos vocablos en un elegante lenguaje que parecía de una actriz de la Comedia Francesa, y que, estrambótica en todo, ponía a su perro el nombre del misterioso personaje submarino imaginado por Julio Verne.
Judith afectaba no fijarse en Zarzoso y continuaba su conversación con Agramunt, el cual, dominado por cierta curiosidad, seguía preguntándole:
—Y ahora, ¿estás con Luigi, el modelo italiano?
Esta pregunta pareció contrariar a la joven; pero se repuso y contestó con resolución:
—Con ése siempre. Es otra de mis debilidades. Cuando nadie me quiere voy a buscarle. Pero ahora no estoy con él.
—¿Y qué hacías ante ese escaparate?
—Nada, me distraía. No sé dónde ir: te digo que empiezo a encontrar ya insulso este barrio y si supiera dónde existe una población en que pueda una divertirse más que en París, allá me iría inmediatamente. Estoy aburrida de la vida y el día menos pensado me arrojo al Sena.
—¿Por tercera vez? —dijo con acento burlesco Agramunt
—No, por cuarta —contestó con gravedad Judith—. Figuro ya por tres veces en el registro de la policía, como salvada por esos cochinos que se arrojan al río para ganar la prima de veinticinco francos e impedir que una mujer se ahogue cuando le dé la gana… Sólo que entonces —añadió con expresión melancólica— era yo tan imbécil que intentaba suicidarme por amor, enloquecida con las perrerías que hacían mis amantes. ¡Qué tiempo aquél, tan feliz y tan estúpido! Ahora que voy siendo vieja, pues tengo veintidós años, mi paladar está tan gastado que ya no encuentro nada que me interese. Podría rodar de brazo en brazo por entre todos los muchachos del barrio, sin encontrar uno que lograse conmoverme.
—¿Y yo? —dijo enfáticamente Agramunt, estirándose el chaleco.
—¡Bah!… ¡Tú! Ni me acuerdo de cómo te conocí. Eres un buen muchacho, pero todos sois iguales. Adoráis por egoísmo una sola noche y después… muchas gracias si os dignáis conocerla a una en la calle. Yo no soy de las que me hago ilusiones ni creo en la felicidad del porvenir. He tenido amantes a docenas; he perdido la cuenta de las camas en que he dormido; en casi todos los hoteles del barrio he dispuesto de un adorador; he tenido a la otra orilla del río hotel y criados; por mí se batieron dos imbéciles americanos que no llegaron a comprender que de ambos me reía; ahí enfrente, en el Luxemburgo, en las tardes de concierto, le han hecho estruendosas ovaciones a Judith la rubia, faltando poco para que la llevasen en triunfo; sé cómo hacen el amor los hombres de casi todos los países; tuve un amante negro que era príncipe heredero en África; en cierta época un vizconde me ponía las medias por las mañanas y un duque viejo me pagaba una suntuosa habitación, con doncella de servicio y groom, sólo porque le consintiera ciertas porquerías que me hacían reír; han hablado de mí los periódicos, y hay un libro muy leído que trata de mujeres galantes y que lleva mi retrato y mi biografía; y sin embargo tengo la seguridad de que el día en que sea vieja, dentro de unos cuantos años, y tenga que vender periódicos en el bulevar, como otras muchas que en su juventud fueron tanto o más que yo, ninguno de vosotros vendrá a darme un sueldo, y hasta tal vez os deis el gusto de saludarme con la punta del pie, como a un perro sarnoso. ¡Ah, cochina vida! ¡Qué harta estoy de ti! Antes que se acabe mi belleza y se vuelvan blancos estos cabellos rubios a los cuales les han dedicado resmas de sonetos los muchachos del barrio, le doy vuelta a la llave de la estufa de mi casa, tapo bien las rendijas de la puerta y muero por asfixia. Lo único que me detiene es que así mueren la mayor parte de las heroínas de folletín y a mí me parece muy burgués eso de insultar a los demás.
Zarzoso oía con asombro a aquella joven hermosa y en apariencia feliz, que hablaba con tanta tranquilidad de su sombrío porvenir y demostraba conocer exactamente su actual situación. Oír a Judith era ser arrastrado por un torbellino loco e ir saltando de sorpresa en sorpresa.
Agramunt no se inmutaba y seguía contemplando a la rubia con cínica sonrisa.
—Estás esta noche muy fúnebre —dijo a la joven—. ¿Es que acaso sientes próximo uno de esos ataques de nervios que te convierten en una loca?
—¡Bah! Déjate de tonterías. Estoy triste y nada más. Esta mañana me he peleado con Luigi y aún me dura la excitación. Pero bien mirado soy una tonta al decir todas estas cosas, pues a nadie le importan mis penas.
Y cambiando rápidamente, su fisonomía volvió a adquirir su sonrisa petulante, insolente y protectora.
—¡Qué!, ¿adónde vais esta noche?
—Yo a Bullier, hija mía. Creo que tú también irás al baile.
—¿Y este señor que tan silencioso está?
Y al decir esto la hermosa rubia se fijó en Zarzoso, al cual hasta entonces había afectado no ver.
—¡Calla! ¡Yo creo haber visto a este caballero alguna vez! ¡Ah, sí! Fue hace poco rato, en el hotel de la plaza del Pantheón, donde entré a hacer una pregunta. Di tú, furibundo descamisado, ¿este señor es amigo tuyo? ¿Es español también?
Agramunt, aludido de este modo, creyó del caso dar a conocer a su amigo, y con exagerada y cómica expresión de gravedad, presentó a Judith al joven doctor Zarzoso, lumbrera científica de la escuela de Madrid y que en la actualidad vivía en París para perfeccionar sus estudios al lado de los más famosos sabios.
Judith, mientras escuchaba las hipérboles de aquel tronera de Agramunt, sonreía a Zarzoso, envolviéndole en una mirada protectora que tenía una expresión casi maternal.
—¡Ah! ¡El señor es médico! Lo celebro mucho. A mí me han gustado bastante los médicos: tuve un amante que lo era.
—Sí, conozco la historia —dijo Agramunt—, aquel que conociste en el Hotel Dieu, cuando intentaste envenenarte.
—¡Bah! No hablemos de cosas tristes. ¿Ibais a alguna parte?… ¿Dices que al café de Cluny? Pues vamos allá. Es un café que no me place, pues sólo van a él burgueses y viejos imbéciles. No es chic el tal establecimiento; pero en fin, nunca viene mal, en medio de las locuras del barrio, darse cierto barniz de seriedad.
Los tres emprendieron la marcha bulevar abajo; pero a los pocos pasos se detuvo ella y dijo con gravedad, afectando los ademanes de una persona sesuda:
—Mirad, hijos míos. Pasaremos la noche juntos hasta la hora de retirarse; pero nada de locuras, ¿eh? Mucha seriedad que es lo que da distinción a una persona. Iremos al café y después al baile con toda la prosopopeya y la sensatez de una familia burguesa. Yo seré la mamá y vosotros los niños. Andad pues, hijos míos.
Agramunt reía como un loco. ¡Oh! ¡Oué gracia tenía aquello!
—¡Mamá! ¡Mamá mía! —dijo dando saltos como un niño en torno de la hermosa rubia y le plantó un sonoro beso en los labios enrojecidos por el bermellón.
Judith, afectando cómica indignación, le contestó con un latigazo en las piernas y los transeúntes se detuvieron riéndose y encontrando que aquella rubia tenía mucho chic.
—Vamos, hijos míos: adelante y cuidado con hacer otra travesura, porque la mamá es muy mala cuando se lo propone. Con este descamisado es imposible la seriedad. Vamos, doctor, usted que es más formal, deme usted el brazo.
Los tres bajaron al bulevar sin que ocurriera ya ningún incidente.
Agramunt abría la marcha moviendo su bastón para hacer saltar al lanudo Nemo y detrás marchaban Zarzoso y Judith sin cambiar una sola palabra. La rubia, erguida, insolente, lanzando a todos lados miradas de soberana, y el joven cohibido, casi avergonzado por aquel encuentro que le obligaba a pasear por el bulevar a una mujer tan llamativa, y asustado por las demostraciones que ésta arrancaba al pasar frente a las puertas de los cafés o junto a las cuadrillas de estudiantes que se paseaban cogidos del brazo.
A los oídos de Zarzoso llegaban un sinnúmero de exclamaciones, que sonaban a sus espaldas, producidas por el paso de la pareja.
—¡Mira, es Judith!
—¡Judith la rubia!
—¿De dónde habrá salido ésa?
—¿Será ése su nuevo arreglo?
—Debe haber pillado algún marqués español.
Y algunos, al verla pasar, canturreaban una canción de indecentes elogios que un coupletista del barrio había compuesto en honor de Judith la rubia.
Esta explosión de popularidad parecía satisfacer mucho a la joven, la cual miraba a todas partes con el aire de una soberana que se pasea entre sus vasallos.
El Barrio Latino era su reino. Allí la conocían todos; la apreciaban, pues raro era el que no había sido agraciado con sus favores, y la joven tenía derecho a exigir aquel homenaje del distrito literario, pues le había sido siempre fiel, negándose a pasar al otro lado del río, donde encontraba siempre la fortuna.
Entraron los tres en el café de Cluny y apenas hubieron tomado asiento en una mesa, Judith se levantó dejando su látigo en el asiento.
—Vuelvo en seguida, hijos míos. Tú, Nemo, quédate aquí.
Y mientras el perro, como si comprendiese su lenguaje, saltaba sobre la banqueta de terciopelo, quedándose en actitud correcta y mirando con gravedad a sus dos nuevos amigos, la joven, dejando flotar su capa de seda y sus cabellos rubios en el aire que producía su ligero paso, salió del café, contenta y sonriente, como satisfecha del asombro que producía en los tranquilos parroquianos de las vecinas mesas, los cuales la miraban escandalizados.
—¿Adónde va ésa? —preguntó Zarzoso, que aún parecía no haber salido del asombro que le produjo aquel encuentro, y de la mala impresión causada por los comentarios que Judith había producido a su paso por el bulevar.
—No lo sé ciertamente —contestó Agramunt—. Pero apostaría cualquier cosa a que se ha metido en ese kiosko de gabinetes de necesidad que existe a pocos pasos de aquí, en el bulevar Saint-Germain. Es una de las rarezas más características de Judith. Pero no vayas por esto a hacer comentarios desfavorables para la chica; no creas que está atacada de continua disentería. Es que en esos kioskos hay siempre un tocadorcillo donde por veinticinco céntimos se encuentran polvos, bermellón y demás artículos de embellecimiento, y Judith es una persona que no puede pasar cinco minutos sin contemplarse a sí misma, para reparar el menor desorden en su belleza. No existe en el mundo idolatría más fanática que la que esa chica se profesa a sí misma. Es un Narciso con faldas; está enamorada de su cuerpo tan por completo que si pudiera les levantaría un altar a sus pechos o a sus muslos. Y se comprende ese cariño, ese amor vehemente a sus propias formas, porque has de saber, querido, que de ellas come en la temporada que está aburrida de los hombres, y no quiere comprometerse con ningún amante, pues entonces se la disputan los pintores y los escultores, que la consideran como la primera modelo de París. ¡Oh! ¡Qué muchacha ésa! ¡Qué Judith! Estoy seguro de que la Saffo que describe Daudet, no era tan notable como ésta.
—Pero ¿quién es ella? —preguntó Zarzoso con curiosidad que pretendía ocultar—. ¿Conoces tú algo de su vida?
Agramunt hizo un gesto de asombro.
¿Quién no sabía en el Barrio Latino la biografía de Judith la rubia? ¡Si hasta figuraba en ciertos libros! Ante todo, había que advertir que la muchacha era judía, como lo indicaba su nombre, y que no había nacido en Francia, pues sus padres eran unos judíos húngaros que habían venido a París a probar fortuna, trayendo consigo a la niña, que tenía entonces seis años. Los padres murieron a los pocos meses de su llegada a la gran ciudad, y la pequeña Judith fue recogida por un matrimonio de obreros que aún vivían en Batignolles y a los cuales iba a ver ahora de vez en cuando aquella bohemia extravagante, pues al encontrarse cansada, tras algunos meses de existencia aventurera, sentía renacer en su pecho un fugaz chispazo de cariño filial.
La muchacha creció terca, voluntariosa y con caprichos que demostraban una imaginación fantástica y desordenada. En cuanto a diversiones, gustaba únicamente de los violentos juegos de los muchachos; odiaba todas las labores femeniles, fueron vanos los esfuerzos de sus padres adoptivos para hacerle aprender un oficio, y a los catorce años, formada, desarrollada y hermosa, con esa precocidad propia de su raza, apareció en el Circo Hipódromo, como ecuyere de última fila en las pantomimas ecuestres.
Pronto su luminosa cabellera flotante al viento, sus hermosas piernas que oprimían nerviosamente el vientre del caballo y sus temeridades propias de muchacho travieso, despertaron una tempestad de hambrientos deseos en los abonados de primera fila, y a la puerta del zaquizamí donde ella se vestía, alineáronse los nuevos fracs, esperando permiso para entrar y ofrecer a la figuranta costosos bouquets de rosas acompañados de proposiciones deslumbrantes.
Los elegantes lobos del Hipódromo, entre el montón de carne gastada del grupo de figurantas habían olido la carne fresca, la virginidad bravía y al mismo tiempo maliciosa de aquel gracioso diablejo de rubia cabellera, y la subasta se acaloraba, los postones empeñábanse en una batalla en que los ofrecimientos subían rápidamente empujados por la competencia, hasta que por fin, una noche, después de una cena en la Maisson Doré, en la que el champaña corrió a torrentes, Judith cayó en brazos de un conde ruso millonario y gastado.
Ya no volvió más al Hipódromo; tuvo un piso en la calzada de Autin, con la servidumbre correspondiente; pero al mes se aburría en aquel gabinete acolchado y mono como una bombonera, y una tarde se fue al Barrio Latino para no volver a salir más de él. Allí estaba en su elemento. Iba a empujones con la juventud vigorosa, brutal e insaciable, que no retrocedía ante las más estrambóticas locuras, y además, en aquella atmósfera de continua crápula al aire libre, se encontraba algo del ambiente científico y artístico que traía consigo la juventud escolar, y que agradecía mucho a la imaginación ardiente de Judith y a su inteligencia de una precocidad asombrosa.
En aquel barrio, haciendo locuras en la calle, rompiendo servicios en los cafés y siendo conducida casi todas las semanas a los cuartelillos de la policía por haberse mezclado, a puñetazo limpio, en las peleas de los estudiantes, Judith fue bien pronto celebre, gozando de una popularidad que la convertía en la primera mujer del barrio, y que hizo que en varias ocasiones de jarana estudiantil la muchedumbre escolar la llevase en triunfo sobre sus hombros por el bulevar Saint-Michel.
Al mismo tiempo que de tal modo labraba su reputación tormentosa en el barrio, adquiría una ilustración tan incoherente como enciclopédica, oyéndosela hablar de los misterios más recónditos de una ciencia, al mismo tiempo que daba a entender que desconocía lo más rudimentario y vulgar de ella. Contábase que cuando cualquiera de sus amantes permanecía en casa estudiando, por hallarse próxima la época de los exámenes, ella le acompañaba, entreteniéndose con gran ahinco en la lectura de los libros de texto, que muchas veces no entendía.
A fuerza de acostarse con los estudiantes de Derecho, hablaba de Justiniano y Papiniano con la misma franqueza que si se tratara de algunos señores que la habían convidado a un bock en el café Vachette; de los estudiantes de Medicina había sacado un incompleto conocimiento del cuerpo humano, que la autorizaba a hablar con tono doctoral sobre las más difíciles enfermedades; mezclaba en su conversación citas históricas, problemas matemáticos y términos de ingeniería; pero su afición predominante, su cuerda sensible, su capricho de todas horas eran los artistas, el arte, y aquella Ecole de Beaux-Art, de la que hablaba con respetuosa admiración.
En este centro de enseñanza, adonde acudían los pintores y escultores del porvenir, Judith era popular, pues no había uno solo de aquellos muchachos melenudos y audaces que no tuviera derecho a su intimidad.
Desde el principio de su estancia en el barrio, le habían enamorado los alumnos de Bellas Artes por su existencia aventurera y su carácter extravagante que tanto armonizaba con el suyo, y esta continua intimidad con pintores y escultores, la habían llevado insensiblemente a convertirse en modelo, profesión que aunque incómoda le gustaba, pues era como un homenaje tributado a su cuerpo, que ella misma tanto idolatraba. Además, necesitaba los quince francos que le daban por sesión, pues una de las rarezas más notables de aquella mujer tan extraordinaria era no admitir de sus amantes otra cosa que el cuarto y la comida.
Recibía como una ofensa el dinero de sus amigos, pues ella se entregaba siempre por amor, y miraba con mayor simpatía a los más pobres entre sus allegados.
Sus caprichos de mujer histérica hacían furor en el barrio.
En una ocasión se enamoró de la antigua estatua del Gladiador que existe en el jardín de Luxemburgo, y pasaba las horas enteras sentada ante ella, contemplando con mirada extraviada por el deseo la potente y armoniosa musculatura.
Un día que en casa de un ropavejero encontró una hermosa copia en yeso de la célebre estatua, la compró por treinta francos y la metió en su cama, pasando la noche entre espantosas convulsiones y rugidos, que asustaron a los vecinos e hicieron que al día siguiente los amigos de Judith rompiesen a patadas el insensible cuerpo del infeliz Gladiador.
Aquella brutal afición al arte, aquella adoración al desnudo y a las correctas y armoniosas líneas del cuerpo humano fueron siempre la perdición de Judith. Pasaba indiferente de unos brazos a otros, sin llegar a preguntarse nunca si estaba realmente enamorada de alguno; se entregaba a todos, porque esto le daba ocasión para lucir la esplendidez de su cuerpo, para enorgullecerse con la admiración que inspiraba y los elogios que le dirigían, y justamente por esto prefería a los pintores, que eran los que mejor sabían apreciar las ondulantes líneas de sus formas.
Rodando de estudio en estudio, conoció al signor Luigi, modelo italiano, avariento, villano y rufián, que se hacía pagar muy bien las sesiones en que mostraba ante el artista su musculatura, que parecía modelada sobre una de las estatuas sublimes de la Grecia clásica.
Aquel bandido napolitano, con su pelo a la romana y su sombrerito calabrés graciosamente abollado, a pesar de que gozaba fama de corresponder a la pasión de las mujeres, sacándoles el dinero y golpeándolas, fue quien logró interesar el corazón de Judith que se fue a vivir con él, y le perseguía agitada por celos furiosos, recibiendo todos sus desdenes y sus injurias brutales con la pasividad que el esclavo demuestra ante el señor absoluto.
La misma mujer, que de vez en cuando, al sentirse aburrida por las agitaciones del Barrio Latino, pasaba al otro lado del Sena para distraerse con la vida elegante, y era la querida desdeñosa de millonarios y altos personajes, tenía su corazón a merced de un tipo despreciable, que con sus golpes, sus latrocinios y sus desprecios vengaba sin saberlo los disgustos que Judith causaba a sus adoradores más distinguidos.
Transcurría a veces un año sin que la joven volviera a juntarse con el modelo italiano, pero siempre le amaba y le buscaba, solicitándolo con aquella loca pasión de la forma artística que en ella era ya una manía. Acogía los desdenes de Luigi con una resignación sin limites; una mirada benévola de él la hacía sonreír, y la menor de sus palabras era para ella como una orden imperiosa.
Agramunt, después de relatar estos amores de Judith con el italiano, se reconocía ya impotente para reseñar lo restante de su vida.
—Mira, chico —decía a Zarzoso—. Yo creo que ni ella misma sabe el número de amantes que ha tenido en esta vida. Muchos la han poseído sin que ella, en la loca prodigalidad de su cuerpo llegara a apercibirse. Yo mismo la tuve en mis brazos después de una noche en que paseamos por el barrio con el estruendo propio de una tempestad, y de seguro que si se lo pregunto dirá que no se acuerda de nada. Ha tenido amores, creo que en todos los distritos de París, y lo más notable, lo sorprendente, es que no obstante siete años de una vida tan agitada y de continuas caricias, su cuerpo está tan fresco como cuando era ecuyere en el Hipódromo; sus formas artísticas de Venus clásica consérvanse intactas a pesar de la continua caricia del vicio, y no parece sino que ese cuerpo de juventud milagrosamente eterna, ha sido bañado en la Estigia para permanecer insensible a las injurias del tiempo y a los contagios de la crápula… ¡Ah, querido! —continuó Agramunt—, si ese perro que está ahí sentado con la gravedad de un senador pudiera hablar, de seguro que nos contaría cosas muy lindas.
Zarzoso escuchaba con atención aquella historia aventurera que le relataba su amigo, y experimentaba tan pronto una impresión de asombro como de asco.
¡Vaya un pingajo la tal Judith, pasada de mano en mano, como un objeto de risa, a lo largo de una cadena de hombres que se perdía en el infinito!
Pero al mismo tiempo causábale cierta impresión atractiva aquella existencia bohemia, y especialmente la extraña dignidad que la obligaba a no recibir dinero de sus amantes.
A pesar de todo esto, Zarzoso no parecía sentir la admiración que demostraba Agramunt al hablar de aquella aventurera.
Él la tenía por un tipo algo interesante, por una mujer estrambótica que únicamente podía vivir tranquila en medio de las locuras del Barrio Latino pero cuya amistad debía evitarse por toda persona seria que deseara entregarse al estudio.
Él tenía ya formado su plan para aquella noche. Permanecería con Agramunt y Judith hasta media hora después, que era cuando comenzaba el baile, y entonces los dejaría, yéndose rápidamente a su casa para entregarse a la lectura de un libro recién publicado.
¡Bien estaría que él pasase la noche haciendo locuras, justamente cuando estaba furioso por aquel silencio incomprensible que guardaba María! No quería exponerse otra vez a la molesta atención de todos, pasando con Judith del brazo por el bulevar Saint-Michel.
Zarzoso reflexionaba, y Agramunt entreteníase en hacer cosquillas a Nemo para obligarle a gruñir, cuando en la puerta del café apareció la ondulante capa de seda y la suelta cabellera de Judith, provocando un nuevo movimiento de curiosidad en los escandalizados parroquianos y furibundas miradas en la empleada que ocupaba el mostrador.
A las diez salieron del café, Judith en medio de los dos amigos y el perro abriendo la marcha.
Zarzoso estaba decidido a despedirse así que llegasen a la esquina de la calle de Souflot y, mientras tanto, marchando a paso lento, escuchaba a la rubia, que con entonación juiciosa y aire tranquilo hablaba de las grandezas del arte, de los pintores Carolus Durán y Bonnat, del escultor Falguieres y de otras eminencias del arte, a los que conocía por su oficio de modelo.
Al llegar frente a la calle que conducía a la plaza del Pantheón, Zarzoso intentó despedirse, provocando con esto un estallido de protestas en sus dos acompañantes.
—¿Eh? ¿Qué es esto? —le dijo Agramunt en español—. ¿Quieres burlarte de nosotros? ¿Te parece que podemos consentir que vayas a aburrirte en el hotel mientras nosotros nos divertimos? Vente a Bullier. Me parece que este encuentro que hemos tenido bien vale la pena de que hagas este sacrificio.
Y al decir esto, agarraba a Zarzoso de un brazo, mientras éste intentaba desasirse, sonriendo ante aquella importunidad.
Judith intervino con la mayor finura:
—Caballero, sea usted amable y acceda a los deseos de su amigo; acompáñenos usted, yo se lo ruego. —Y al decir esto ponía su manecita enguantada en un hombro de Zarzoso y se acercaba tanto a él que le rozaba el chaleco con su pecho recto, firme y turgente, que no llevaba encerrado en las ballenas del corsé, pues ella, satisfecha de su belleza, no usaba nunca esta prenda por estar convencida de que deformaba el cuerpo.
Zarzoso se estremeció de pies a cabera con aquel contacto; pero a pesar de esto volvió a negarse a ir al baile.
—Pues al menos —dijo la joven—, ya que es usted tan testarudo que no quiere entrar en Bullier, acompáñenos hasta la puerta y allí le dejaremos. Vamos; en marcha.
Y enlazando su brazo con el del médico, le empujó con una rudeza que demostraba la fuerza de una antigua ecuyere.
Zarzoso se dejó llevar por Judith, andando ambos con lento paso, mientras que Agramunt iba delante, echando ojeadas a todas las muchachas que pasaban solas, con el deseo de formar una pareja que armonizase con la que marchaba detrás de él.
El escritor no se hacía ilusiones aquella noche acerca de Judith.
Adivinaba que ésta sentía cierto interés por Zarzoso, y él se proponía dejar el campo libre. Le halagaba la idea de que su amigo, a pesar de toda su gravedad, fuese también de los que aquella muchacha arrastrase en su torbellino. ¡Tendría gracia ver a un chico tan preocupado por el silencio que guardaba su novia de Madrid, enamorarse de aquella carne milagrosamente intacta, a pesar del tiempo y del continuo roce y que ningún hombre podía mirar sin sentirse brutalmente atraído!
Él no haría nada por su parte para que Zarzoso cayera en la tentación; pero… ¡allá él!, si es que era débil y la caprichosa Judith tenía deseo de saber cómo resultaba en la intimidad un muchacho austero, casi virgen, dedicado por completo al estudio, con rostro de persona grave y gafas de sabio.
Cuando llegaron a la terminación de la avenida del Observatorio, vieron que la concurrencia en el bulevar iba engrosando y que todos marchaban en la misma dirección.
Al volver un ángulo, apareció Bullier, con su fachada árabe alumbrada por hileras de llameante gas, encerrado en vasos de colores que afectaban la forma de flores exóticas.
Los carruajes de alquiler llegando en veloz carrera deteníanse ante el dentado arco de la puerta, donde la policía iba de un lado a otro para impedir la aglomeración de gente. La turba de ramilleteras y de pequeños vendedores de toda clase de artículos pululaban en torno de la estatua del bravo mariscal Ney, deteniendo a los transeúntes para ofrecer su género.
Zarzoso, al verse junto a la puerta del baile y confundido ya en aquella multitud que pugnaba por entrar, hizo un movimiento de retroceso e intentó desasir su brazo del de Judith, interrumpiendo a ésta en lo mejor de su conversación seria y elevada sobre el arte.
—¡Cómo! ¿Se va usted?
—Sí, señorita. Sólo he prometido acompañarla hasta el baile, y ahora permítame que me retire.
—¡Qué desgraciada soy! —murmuró la rubia—. A mí me gusta mucho el conversar con un señor serio e instruido como usted lo es, y a usted por lo visto no le resulta muy simpático mi trato.
Zarzoso se hacía el sordo y miraba a todas partes, buscando con los ojos a Agramunt, pero no lograba verlo entre aquella multitud. Sin duda el escritor, para complicar más la situación de su amigo, se había escabullido voluntariamente.
—Pero ¿dónde estará ese pillo? —murmuraba Zarzoso.
—¡Oh! Adivino la causa de su desaparición. Sin duda habrá encontrado alguna antigua amiga, y confiando en que usted me serviría de caballero esta noche, nos ha dejado plantados. Esto está muy mal hecho, sí, señor, muy mal hecho; es dejar a una mujer en un compromiso que avergüenza. ¿Cómo voy a entrar en el baile, sola, con aspecto de abandonada y sin un amigo que me dé el brazo?
Lanzó al joven una mirada, de aquellas que se habían hecho célebres en el barrio, por su voluptuosidad irresistible, y con acento mimoso de niña mal criada, murmuró junto a su oído:
—¡Ah! ¡Si usted fuese tan amable que se prestara a ser mi caballero, aunque sólo fuera para entrar en el salón!… ¡Si llevase su condescendencia hasta ese punto!…
Zarzoso intentó resistirse, pero aquel diablejo dorado, que parecía adivinar el punto vulnerable en su armadura de castidad, suplicándole con los ojos, se rozaba marrulleramente contra el chaleco del joven y éste, al sentir el contacto de aquellos pechos duros y vírgenes, iba debilitando su tenaz negativa.
Le pareció que Judith le miraba con cierto desprecio, como si se hallara en presencia de un tacaño que por no gastar dinero en el baile se negaba a acompañarla. Esto dio al traste con toda su austeridad. ¡Qué diablo! Él no era ninguna doncellita pudorosa que por entrar en Bullier perdería su prestigio virtuoso, y además, bien podía meterse llevando una mujer del brazo, pues otros lo hacían valiendo tanto como él.
Estaba decidido, adentro pues; al fin y al cabo aquella noche de loca diversión le serviría para olvidar el silencio de su novia, que tan apenado lo tenía.
Remolcando a Judith, la cual, por su parte, se abría paso con sus puños de acero, atravesaron la muchedumbre que se agolpaba en el despacho de billetes y en el guardarropa, y bajaron la ancha escalinata que conducía al gigantesco salón de baile.
La bulliciosa juventud del barrio se había posesionado de aquel encerado pavimento, obligando a refugiarse en las tribunas a gran parte del elemento elegante y correcto que había venido de la otra orilla del Sena.
Lo que se había anunciado como una fiesta chic, a la que concurrirían los elegantes del centro de París y las princesas de los grandes bulevares, iba a terminar en una fiesta de estudiantes, con todas sus locuras y sus grotescos desvaríos.
El salón de baile, al entrar Zarzoso, presentaba un aspecto grotesco y casi infernal. Aquello era un sábado de la Edad Media, con sus danzas diabólicas y su música discordante. La orquesta sólo tocaba cuadrillas, con gran acompañamiento de timbales y platillos, y un inmenso pataleo conmovía el pavimento y hacía trepidar el techo, hasta el punto de que oscilasen los faros de luz eléctrica.
La danza Macabra resultaba tranquila en comparación con la de aquella masa de estudiantes y muchachas, que se agitaban con el deseo de producir un escándalo mayúsculo que espantase a las gentes correctas del otro lado de París que habían acudido a invadir el barrio. Bailaban sin ajustarse a reglas de ninguna clase. Hombres y mujeres se agarraban del brazo y, formando corro, pateaban como locos y echaban las piernas al aire, hasta que por fin llegaba el monomio, nombre que los estudiantes dan a la serpenteante fila que forman agarrándose unos a otros de los hombros, y con sus vertiginosas evoluciones barría el salón hasta en sus últimos extremos, arrojando al suelo a los danzarines.
Zarzoso se detuvo indeciso al pie de la escalinata mirando con cierta inquietud aquel ruidoso aquelarre, mientras que Judith sonreía encantada por aquel desorden para ella embriagador, y dilataba ansiosamente las alillas de su nariz aspirando placenteramente la pesada atmósfera que levantaba el gigantesco pataleo.
A pesar de esto, no tardó en sentir alguna inquietud al ver que muchos de aquellos alborotadores fijaban en ella su mirada de antiguos amigos, y deseosa de no ser arrastrada por el bullicioso torrente y para evitar una ovación de aquella masa que la desconceptuara a los ojos de Zarzoso, le dijo a éste:
—Vamos a las tribunas. Esos locos me conocen y si me ven son capaces de cometer una tontería.
Ya eran varias las muchachas que sobresalían en aquel mar de cabezas y que pasaban de hombro en hombro empujadas por rudas manos, entre ruidosas carcajadas, y mostrando en el aire desnudeces que provocaban comentarios cínicos. Zarzoso reconoció también en el tumulto el blanco chambergo y las melenas de Agramunt, que en aquel oleaje de cabezas iban de un punto a otro. El escándalo y el estruendo eran los elementos favoritos de aquel mala cabeza.
Judith y Zarzoso ocuparon un velador en una de las tribunas y, bebiendo cerveza tranquilamente, vieron cómo entraba un pelotón de guardia republicana, llamado por los inspectores del baile, que se reconocían impotentes para restablecer el orden.
Los alborotadores fueron expulsados, disolvióse el tempestuoso grupo y media hora después se había restablecido la calma y bajaban a danzar o a pasearse sobre el encerado pavimento las cocottes del barrio de Europa o del de Nuestra Señora de Loreto, con los gomosos flamantes, de camelia en el ojal y monóculo en el ojo.
El joven médico bajó también llevando del brazo a su compañera.
La atmósfera voluptuosa del baile se había apoderado de Zarzoso, que estaba completamente aturdido, hasta el punto de no pensar en nada. Judith le hablaba al oído, mareándole con su perfume y diciéndole cosas picantes que le hacían sonreír con expresión de estúpida bondad, y por otra parte aquella orquesta ruidosa, infernal, atronadora, tocando siempre aires canallescos, le atontaba y producía en su cuerpo un deseo de movimiento, de agitación y de escándalo.
Dos horas pasaron vagando por aquel salón que parecía un mundo.
A instigación de Judith, paráronse ante todos los puestos de venta de champaña, donde unas cuantas cocottes retiradas despachaban sus botellas a fuerza de sonrisas, de miradas y de besos, y en cada una de las mesillas apuraron unas cuantas copas de ese vino enloquecedor, suave y fantástico, que es el principal adorno del vicio.
Zarzoso estaba alegre a los pocos paseos por el salón; Judith reía a carcajadas como una loca y únicamente conservaba su serenidad para evitar las miradas y los saludos de los muchos amigos que tenía en el baile.
Preludió la orquesta un vals de Metra, de esos que hacen que los pies se muevan instintivamente, y Zarzoso no supo cómo pasó aquello, pero lo cierto fue que él, que no había bailado nunca, se encontró de repente dando vertiginosas vueltas sobre aquel resbaladizo pavimento y llevando cogida por la cintura a Judith, que era la que, más diestra en la danza, le remolcaba a él.
El joven pensaba, a pesar de las espesas sombras que comenzaban a envolver su cerebro, en que Bullier era un punto bastante divertido y que había sido antes un imbécil al negarse a entrar con tanta tenacidad.
Tenía entre sus brazos aquel cuerpo joven, fresco y erguido que esparcía en torno al ambiente propio de la hermosura, y a pesar de que el champaña embotaba algo sus sentidos, estremecíase al contacto de aquella cintura cimbreante y libre de ballenas que abarcaba con el brazo, y de aquella carne que aplastaba su dureza elástica sobre su chaleco.
Dieron vueltas vertiginosas mientras duró el vals, sin fijarse en que Agramunt, ocultándose tras las columnas, y esquivando su encuentro, reía ruidosamente con la estúpida carcajada de la embriaguez de vino y escándalo, al ver a su amigo el doctor, siempre tan grave y austero, dando vueltas como una peonza, arrastrado por los forzudos brazos de Judith.
Ésta sentíase acometida de todos los caprichos, y llevaba tras sí a Zarzoso, que mareado por el champaña y por el contacto de aquella carne que a tanta gente había enloquecido, la obedecía como un colegial.
Al terminar el vals, la rubia compró cuantas chucherías se vendían en el baile, jugó en el billar romano y en cuantos aparatos se habían colocado en el salón para arrancar el dinero a los concurrentes, y Zarzoso a cada punto tenía que sacar su portamonedas sosteniendo verdaderas batallas con Judith, que ya le tuteaba y se empeñaba en pagar ella misma, siempre fiel a su decisión de no tomar el dinero de sus amantes.
La orquesta preludió la última cuadrilla del baile, que es siempre la más tempestuosa, y Zarzoso, llevando agarrada de la cintura a su compañera, colocose en un corro en el centro del cual iban a bailar las cuatro cancanistas más famosas en la opuesta orilla del Sena. Eran muchachas de aspecto agranujado, que parecían conservar aún en sus personas el ambiente de los mercados o de la portería donde habían pasado su niñez, pero que se presentaban con costosos sombreros, cubiertas de seda y haciendo centellear a cada uno de sus movimientos el irisado reflejo de numerosos brillantes.
Nunca había visto Zarzoso bailar la cuadrilla con tanto cinismo, con tan tranquila desvergüenza. A los pocos compases, de entre las blancas nubes de almidonadas enaguas, surgían las veloces pantorrillas cubiertas con medias negras cuya seda marcaba el suave y abultado contorno de los músculos de las bailarinas: pero aquello fue sólo el preludio, pues conforme la atropellada música aumentaba en viveza extremábanse las actitudes del baile, hacíanse más cínicos y descocados los movimientos y las faldas moviéndose de un lado para otro, arremolinándose como el empuje del torbellino de aquella tempestad musical, dejaban al descubierto los pantalones de encaje de traidora sutilidad, mil veces más inmoral que el franco desnudo, pues aumentaban la excitación y el deseo, con la rosada carne que transparentaban y las sombras que dejaban entrever.
Aquel descocado espectáculo era para Zarzoso como la chispa que hacía estallar la mina de su continencia. Los deseos, dormidos durante tanto tiempo dedicado a la ciencia y a un amor puro y espiritual, despertaban ahora hambrientos y poseídos de salvaje furia, reclamando su parte por el tiempo que habían permanecido inactivos y como muertos. Experimentaba el joven escalofríos extraños y oprimía convulsamente la cintura de Judith, crispando su mano sobre la tela, como si pretendiera rasgarla para llegar a la carne anhelada.
La rubia le miraba fijamente, sonriendo con malicia, y fingiendo cómica extrañeza, exclamaba:
—Pero ¿qué es eso, niño? ¿Qué atrevimientos son éstos? ¿No hemos quedado antes en que yo era la mamá?
—¡Vámonos! ¡Vámonos pronto de aquí! —contestaba Zarzoso con acento de ardiente súplica y con una voz que apenas se le oía, pues tenía la boca seca y parecía que la lengua iba a pegársele al paladar.
Terminó el baile y la gente comenzó a salir del salón. En el guardarropa, mientras Zarzoso se ponía su gabán y ayudaba a Judith a colocarse la capa de seda, apareció Agramunt, que se mostraba furioso por habérsele escapado una conquista que creía ya realizada.
Los tres salieron a la calle y allí no tardó en reunírseles Nemo, perro discreto y bien educado, que de antiguo tenía la costumbre de esperar a su ama a la puerta de Bullier en las noches de baile.
El fresco de la noche pareció disipar un tanto la embriaguez de los tres; pero esto no les impidió seguir haciendo locuras, pues la fiesta iniciada en Bullier continuaba sobre las aceras del bulevar. Los grupos de hombres y mujeres cogidos del brazo y en fila, andaban a saltos, cantando a grito pelado a pesar de las reconvenciones de las parejas de policía, y de una a otra acera cruzábase un tiroteo de chistes y de insultos, dichos sin dejar de reírse y con voz atronadora que despertaba a los vecinos pacíficos.
Judith estaba encantada por aquella noche que le resultaba muy divertida. Reía, cantaba couplets y lanzaba el grito de moda en el barrio a los que iban por la acera opuesta; pero no soltaba el brazo de Zarzoso, al que dirigía voluptuosas miradas, y dos o tres veces que Agramunt se atrevió a pellizcarla con disimulo, le contestó con un latigazo.
Al llegar a la entrada de la calle Soufflot, reuniéronse los tres para celebrar consejo. Judith hablaba de irse sola a su casa para dormir, pero lo decía de un modo tan débil y vago que daba a entender que en lo que menos pensaba era en esto.
Agramunt, que tratándose de fiestas y de jolgorio era un atroz e incansable apuracabos, habló de comprar una botella de un Marssala notable que vendían en una taberna del barrio y algunos pasteles, para ir a acabar la jornada en el hotel de la plaza del Pantheón.
Judith, que hablaba de retirarse, aceptó inmediatamente.
—Bueno, hijos míos, iremos a vuestra casa; pero por una hora nada más. Así que toquen las dos me voy a mi casa. Hay que tener buena conducta, pues esto da distinción… ¡Tú, descamisado! —continuó dirigiéndose a Agramunt—. No me pellizques las piernas o de lo contrario te cruzo la cara con el látigo.
Agramunt se fue a comprar la botella y los pasteles, diciendo que ya los alcanzaría a los dos, y la pareja, precedida por el perro, comenzó a subir con lento paso la calle Soufflot.
Zarzoso parecía un imbécil, pues demostraba no darse cuenta de lo que le sucedía. Caminaba al lado de Judith llevándola siempre agarrada por la cintura, y el perfume de la hermosa rubia y sus miradas de fuego parecían aumentar la ebullición del champaña que tenía en el estómago, y cuyo humo se le subía a la cabeza.
En aquella embriaguez de deseo, apenas si se había enterado del plan propuesto por Agramunt, y lo único que sabía es que iban al hotel. Esto le hacía reflexionar en su excepcional estado, mientras que Judith caminaba canturreando, apoyada la cabeza en su hombro y rozándole la nariz con las plumas de su sombrero.
¿Iban al hotel? No tenía inconveniente en ello; pero la fiesta no sería en su cuarto, sino en el de Agramunt. Sobrevivía en el joven, a pesar de su embriaguez, un resto de pudor, de consideración para sus antiguos amores y no quería que sirviese para una escena de crápula aquel cuarto donde tan puramente había soñado y donde gozó inefable placer escribiendo a María y leyendo las cartas de ésta.
Pasaron la parte de la calle de Soufflot ocupada por los ruidosos cafés estudiantiles, y al llegar a aquella donde los gigantescos y cerrados edificios oficiales proyectaban densa sombra, Judith inclinose con mayor desmayo sobre el hombro de su joven acompañante, esperando que la oscuridad alentara a éste para un atrevimiento cualquiera.
Zarzoso seguía caminando como un sonámbulo y, obsesionado por la misma idea fija, con la tenacidad de un beodo.
No, aquella fiesta de última hora no sería en su cuarto. Ya que Agramunt era quien la había propuesto debían reunirse en su habitación, en aquella buhardilla donde no existían recuerdos sagrados y por donde había desfilado toda la carne femenil, gastada y en venta, que existía en el barrio.
Pero sintió en sus labios un suave roce que le hizo volver en sí, abandonando sus pensamientos. Era que Judith, cansada de esperar un beso que no llegaba, había tomado la ofensiva y removía la sangre de aquel pazguato con sus caricias de fuego, que parecía imposible fuesen fingidas.
Zarzoso sintió, como si en su interior se rompiera algo y un torrente de lava inundara sus venas, y trémulo por la pasión buscó entonces la boca de Judith.
Fue aquello como un tiroteo de besos. Se olvidaron de que estaban en la calle, y que aún había en ella transeúntes, y con las bocas pegadas como si no pudieran separarse, pasaron ante el cuartelillo de policía, sin fijarse en las risas de los agentes, y cruzaron la plaza del Pantheón sin mirar la estatua de Juan Jacobo el filósofo que en su juventud había tenido muchas escenas semejantes a aquélla.
En la puerta del hotel se les reunió Agramunt, que llegaba apresuradamente con la botella y los pasteles. Hubo discusión entre los dos amigos sobre el cuarto donde sería la fiesta, y Agramunt, apoyado por Judith, y fundándose en que la habitación de Zarzoso era más grande y confortable, decidió no pasar del segundo piso.
Subieron la escalera cautelosamente, con paso de ladrón, para no despertar a los vecinos, pues Zarzoso, en un resto de su austera dignidad, no quería que en el hotel se apercibiesen de que por la noche tenía mujeres en su cuarto.
Al entrar en éste, Judith arrojó su sombrero sobre la cama, y Nemo, con impasibilidad filosófica, se introdujo bajo de ella, como perro de pocos escrúpulos y acostumbrado a tales escenas.
Agramunt colocó sus provisiones sobre la mesa, y, mientras tanto, la rubia curioseaba, mirándolo y tocándolo todo, y buscando sorpresas hasta en el último de los rincones.
Después se sentó entre los dos amigos, y atacó un pastel con la furia de una niña golosa, tomando cuantas copas le ofrecían sus compañeros. Zarzoso, por espíritu de imitación o instintivamente, buscaba también a cada momento la botella, y de esto resultaba que el más sereno de los tres era Agramunt, quien, por su parte, no se sentía muy seguro sobre los pies.
Judith sonreía con aire bondadoso, y hablaba del amor y de la amistad, conmoviéndose a sí misma hasta el punto de que los ojos se le empañaban de lágrimas.
A cada instante decía que iba a irse, pero no se movía del asiento; antes bien, aseguraba que en aquel cuarto se estaba perfectamente y avanzaba su cabeza hacia Zarzoso, con aire de gata enamorada, para que continuase la, interrumpida serie de besos.
De pronto se levantó de un salto y fue a colocarse ante la clara luna del armario-espejo, encendiendo las dos bujías de sus ángulos y acercando el quinqué para que su luz diese de lleno.
Parecía abstraída, ensimismada en su propia contemplación; no oía lo que le decían, y se fijaba en sus facciones con tenacidad, como si pretendiera encontrar en ellas un nuevo encanto. Se arreglaba los rizos de su cabellera, cruzaba los brazos sobre su nuca desperezándose y tomando graciosas actitudes de estatua, e iba ensayando todos sus gestos de modelo, sonriendo una veces maliciosamente, como un tipo de elegante acuarela, y mirando otras al cielo con la mística expresión de un personaje de pintura sagrada.
Agramunt reía por lo bajo, sabiendo por experiencia lo que iba a ocurrir, y tocando con su codo a Zarzoso, que estaba abstraído en la contemplación de aquel hermoso cuerpo, en tan diversas actitudes, le dijo por lo bajo:
—Pronto vendrá lo bueno. Esa chica, con su manía de contemplarse y adorarse a sí misma, no puede ver un espejo sin que se plante inmediatamente ante él. Ahora ensaya los gestos y las actitudes, pero antes de cinco minutos ya se habrá desnudado para contemplarse las carnes.
Y así ocurrió efectivamente. Judith, sin dejar de mirar el espejo, como si estuviera hipnotizada por aquella luna brillante con el reflejo de tanta luz, comenzó a desabrochar su corpiño con cierta inconsciencia, cual si cediera a la fuerza de un deseo supremo.
La chaqueta y la chambra cayeron al suelo; desabrochó las hombreras de su camisa, aflojáronse las ataduras de su talle, y de repente, con un movimiento instintivo, como una náyade que al alcanzar la playa se sacude el manto de espumas y de algas, todas aquellas ropas se deslizaron a lo largo de sus piernas, deteniéndose en las rodillas, y salió a la luz aquella carne maciza, viciosa y que sin embargo suavizada por las líneas de correcta ondulación y por las tintas lechosas y sonrosadas, despertaba más la adoración artística que el vehemente deseo sensual.
Un bucle de sus cabellos, semejante a una serpiente de oro, saltaba sobre los hombros para descansar sobre aquellos pechos turgentes y reducidos que se erguían con cierta fiereza; la espalda sólo se veía a trechos, cubierta en parte por la revuelta madeja de brillantes cabellos, y el vientre, pequeño y deslumbrante por su blancura, lucía como una luna de hermosura, surgiendo sobre una mancha de sombra y las revueltas nubes de tela que envolvían las piernas de la modelo.
La luz, corriendo a torrentes sobre aquella piel de raso, daba al cuerpo de Judith todas las entonaciones del blanco; desde el blanco lechoso y sólido de la flor de almendro, hasta el blanco dorado de la camelia.
Judith parecía embriagada en su contemplación y por sus labios entreabiertos vagaba una sonrisa de triunfo, de orgullo y de majestad.
Se creía Venus surgiendo de las espumas del Océano, y el satén de su cutis erizábase con ligeros escalofríos, como si sintiera la fría caricia de las gotas del agua salada.
Era aquello una borrachera de orgullo al verse tan hermosa; una profunda satisfacción al pensar en las miradas ávidas que tenía a sus espaldas, contemplándola con apetito salvaje, y, al mismo tiempo, como todo era extraño en aquella extravagante criatura, a su fatuidad de cocotte, uníase el entusiasmo artístico, la ansia vehemente de ser útil al genio; y contemplando con mirada amorosa sus pechos semejantes a cerradas magnolias, su vientre de suave curva y el hermoso rubio de su pelo que brillaba con más intenso fulgor entre tanta blancura, murmuraba melancólicamente:
—¡Rubens! ¡Oh Rubens!… ¡Si me hubieses conocido!
Pero la cruel realidad vino a sacarla muy pronto de su entusiasmo artístico.
Agramunt la pellizcó suavemente más abajo de la espalda y ella se volvió sonriente, creyendo encontrarse con la mano de Zarzoso; pero al ver que era el periodista el autor de la broma, púsose furiosa y le gritó:
—¡Tú, pequeño Marat! Márchate a dormir a tu cuarto. Aquí estorbas. No permito bromas esta noche más que a ése, que es para quien me desnudo. ¡Largo! ¡A la calle en seguida!
Agramunt acogía con risotadas la indignación de aquella muchacha que, desnuda, iba de un lado a otro buscando el látigo para despedirle a golpes; pero comprendiendo que era muy cierto aquello de que estorbaba, cogió su palmatoria, y después de dar una vuelta por el cuarto canturreando la marcha nupcial del tercer acto de Lohengrin y de desear a los dos muy felices noches, salió al pasillo y emprendió su ascensión al último piso, mientras que Judith, abalanzándose a la puerta, corría el cerrojillo.
Zarzoso no se había movido de su asiento; estaba asombrado, con la mirada vaga, como si todo aquello fuese un sueño que se desvanecería apenas despertase.
Cuando los relojes de la quinta Alcaldía de París y de la iglesia de San Esteban del Monte lanzaron en el ancho espacio de la plaza del Pantheón las campanadas que anunciaban las ocho de la mañana, Zarzoso, que no estaba ni dormido ni despierto, pues se hallaba bajo la influencia de una pesada modorra, se incorporó con violento impulso, y una vez sentado en la cama, lanzó una mirada de asombro a su cuarto, que no le parecía ya el mismo.
Sentía un violento dolor de cabeza, como si sobre su cerebro gravitase la gigantesca masa del vecino Pantheón, notaba cierta torpeza en los ojos, viéndolo todo turbio, y su lengua, inflamada y pastosa, parecía estorbarle dentro de la boca, seca a consecuencia de lo mucho que había bebido la noche anterior.
Tardó bastante tiempo en darse cuenta del lugar donde estaba, pues su cerebro, entorpecido por los excesos, discurría con dificultad.
Parecíale al joven que acababa de despertar de un sueño cataléptico que había durado algunos meses a juzgar por la dificultad que encontraba en ir recordando lo ocurrido antes de acostarse.
Un ruido que sonó dentro del cuarto le trajo a la realidad.
Junto a la ventana, por entre cuyas cortinas se filtraba el sol trazando arabescos de oro sobre la charolada madera del pavimento, un perro feo y lanudo jugueteaba con un zapato. La vista de aquel animal trajo rápidamente a Zarzoso a la realidad. Entonces fue cuando se dio cuenta de que sus piernas, bajo las revueltas sábanas, rozaban algo que despedía suave calor, y volviéndose contempló la misma cabeza que creía haber visto en sueños, y que estaba allí, sobre la almohada, menos hermosa que la noche anterior; con el cabello en enmarañada madeja, las correctas facciones contraídas por el estertor de un brutal ronquido, los polvos de arroz apegotados en un extremo de sus mejillas, y el bermellón de sus labios extendiéndose más allá de las comisuras de su boca.
Zarzoso experimentó una inmensa decepción. Parecíale que desde muy alto caía y caía hasta hundirse en el cieno de un charco sin fondo, y sintió tentaciones de llorar como una virgen deshonrada, al ver que de un modo tan estúpido, en una noche de embriaguez, había perdido su prestigio de amante casto y de joven de costumbres austeras, encanallándose con aquel pingajo de carne hermosa, que había rodado durante siete años por todas las camas del Barrio Latino.
Sintió rabia contra su propia debilidad, indignose por lo fácilmente que había caído y murmuró, bajando su frente, en la que se extendía el rubor al pensar en Madrid y en aquella mujer sencilla y pura, a la que todavía amaba:
—¡Muy bien, señor Zarzoso! Puede usted estar satisfecho de su conducta. En vez de estar triste y desalentado por el silencio de María, pasa usted la noche emborrachándose como un pillete, y por añadidura se entrega en brazos de la primera perdida que le sale al encuentro.
Y como si le produjera inmenso asco el contacto de aquel cuerpo de raso que calentaba toda la cama, saltó inmediatamente de ésta y resumió todo el furor que sentía contra sí mismo, con estas amargas palabras:
—Ya no eres el mismo de ayer. Ahora eres un canalla.
El despertar de aquella noche de amor fue terrible. Entre los dos amantes existía un visible despego, una falta de franqueza que hacía la situación pesadamente embarazosa
Judith, después de saltar de la cama, iba de un punto a otro del cuarto, canturreando y afectando alegría, mientras hacía su toilette.
El joven, molestado por la presencia de aquella mujer, que evocaba en él impulsos brutales, y a la que hubiese dado golpes de muy buena gana por vengarse de la caída que le había hecho sufrir, fumaba en un rincón del cuarto, acogiendo con sonrisas que daban miedo cada una de las caricias y los mimos que Judith pretendía hacerle.
Ésta se vistió con gran prontitud, pues, según manifestaba, la estaría esperando un artista, con el que se había comprometido a servirle de modelo en un cuadro que representaba a Clemencia Isaura, en su poética corte de amor; pero no debía tener gran prisa en acudir a la cita, por cuanto rogó a Zarzoso que la convidase a almorzar.
El joven accedió de mala gana, pues le resultaba pesada en extremo aquella aventura y deseaba separarse de Judith cuanto antes.
Salieron del hotel cogidos del brazo, y las miradas de asombro de la dueña del establecimiento, que estaba en su despacho en la portería, atormentaron a Zarzoso que veía en una noche destruida su fama de hombre serio y de costumbres arregladas.
Al atravesar la plaza del Pantheón, los carruajes engalanados de un cortejo nupcial deteníanse ante el palacio de la Alcaldía del quinto distrito.
Judith sonrió maliciosamente, y haciendo un gesto de asombro afectado, exclamó:
—¿Y aún hay quien se casa?… ¡Qué asco!
Estas palabras aún la hicieron más antipática a los ojos de Zarzoso.
El almuerzo resultó muy violento para el joven. Entraron en el mejor restaurante del bulevar Saint-Michel; un establecimiento serio, en el que no dejó de causar cierto escándalo el subversivo aspecto de Judith, la cual, sin fijarse en el efecto que causaba, hizo toda clase de habilidades para llamar la atención de los parroquianos y de la servidumbre.
Zarzoso estaba avergonzado por una compañía tan ruidosa, así es que vio el cielo abierto cuando llegó la hora de pagar y de despedirse sobre la acera del bulevar.
Judith se alejó de él enviándole besos con sus dedos, lo que hacía detener a los transeúntes, y aun retrocedió varias veces para rogarle que no faltase aquella tarde, a las seis, en el café Vachette, donde volverían a reunirse para pasar una noche tan alegre como la anterior.
—Puedes esperarme sentada —decía Zarzoso al alejarse—. Una vez y no más. Bastante siento la infame caída de esta noche.
Zarzoso pasó todo el día melancólico, malhumorado y sin saber qué hacer, pues no se sentía con la suficiente fuerza para ir a la clínica. Paseó en el Luxemburgo hasta las cinco, y como ya anochecía, viendo que en el vecino bulevar los cafés comenzaban a poblarse de gente que tomaba la absenta, temió que Judith surgiera a su paso para atraparle, y se dirigió a casa de Álvarez con el intento de pasar allí unas cuantas horas, proponiéndose después el ir a comer y acabar la noche al otro lado del río, donde tenía la certeza de no encontrar a aquella sirena del vicio.
Zarzoso, desde su caída, parecía que llevaba dentro de sí un principio fatal que envenenaba su existencia, le hacía estar violento en todas partes y no le permitía hablar con la misma franqueza e ingenuidad de antes.
Su visita a don Esteban resultó muy dolorosa para el joven.
Estremecíase de miedo y sentía inmensa vergüenza al pensar lo que diría aquel hombre envejecido, si supiera que un joven que parecía tan enamorado de su hija María, pasaba la noche como un libertino y metía en su mismo cuarto una mujer que escandalizaba el barrio.
Por una coincidencia, pero que hizo aumentar más aún la turbación de Zarzoso, Álvarez, que estaba apenado por el silencio de su hija, comenzó a hablar mal de ésta, al mismo tiempo que hacía la apología de su joven amigo.
—Sí, señor. Es una infamia eso de dejar sin respuesta las cartas de usted, rompiendo de un modo tan villano unas relaciones de amor que parecían tan fuertes. ¿Quién podía esperar tal cosa de mi hija? ¡Cuán pronto olvidan las mujeres sus juramentos de amor! Por eso exclama con razón Shakespeare: «¡Fragilidad!, tú tienes nombre de mujer». ¡Abandonarlo a usted, de ese modo; a usted, que es un joven honrado, probo y de costumbres puras, condición que hoy es casi ya imposible de encontrar!…
Zarzoso, alarmado por estas palabras que resultaban un sarcasmo en tal situación, miraba fijamente al padre de María, sospechando si éste se burlaba de él. Pero no tardó en convencerse de que Álvarez hablaba con franqueza, pues siguió diciendo así, con acento de desesperación:
—Y lo más triste es que yo soy el autor de ese infortunio que usted sufre. ¡Qué mala idea tuve yo al rogarle que manifestase a María su origen y quién era su padre! De seguro que su silencio no reconoce otra causa que esta indiscreción. ¡Oh! Es muy amargo el decirlo; pero para las jóvenes que al tener uso de razón se encuentran en alta esfera, resulta muy difícil el reconocer su verdadero origen y al que les dio el ser, si es que éstos son humildes. Tales descubrimientos, que hieren su amor propio, las sublevan, las indignan y son más que suficientes para que el cariño se trueque en odio. Sí, vuelvo a repetirlo: María le ha abandonado a usted por haberle dicho que yo soy su padre, y que usted es amigo mío. Hay para desesperarse al considerar que uno hace el mal sin saberlo, y que, viejo ya, solo e inútil, todavía sirve para matar la felicidad de un joven como usted, para labrar su infortunio.
Álvarez demostraba tal sentimiento por la culpabilidad de que se hallaba convencido; era tan vehemente su desesperación que conmovido Zarzoso, estuvo varias veces próximo a interrumpirle, para contarle todo lo que ocurría.
El autor del rompimiento amoroso era ahora él mismo. Ya no podía exigir explicaciones a María por su conducta, pues se sentía manchado y tenía, en su conciencia de hombre puro, un remordimiento que le hacía reconocerse como indigno para aspirar a la mano de una señorita honrada.
Pero Zarzoso no se sentía capaz de tan suprema franqueza y calló, dejando que Álvarez se sumergiera en la desesperación que le causaba el haber intervenido indirectamente en los amoríos de los dos jóvenes.
Cada uno de los elogios que don Esteban hacía de su joven amigo era para éste como una puñalada en la conciencia, y por esto, no pudiendo sufrir tan incesantes tormentos, se apresuró a despedirse, y marchando a la casa editorial donde trabajaba Agramunt pasaron ambos amigos el río y fueron a terminar la noche en la Grande Ópera.
El catalán se reía del temor que Zarzoso mostraba al pensar que podían encontrarse con Judith, y con su ductibilidad de buen amigo se prestaba a encargarse de romper aquellas relaciones de una sola noche.
Transcurrieron cuatro días sin que el joven médico, que no salió del Barrio Latino, viera por parte alguna la rubia cabellera de Judith. Esta ausencia le tranquilizaba: Judith no era importuna, y además debía haber comprendido que no tenía en él un adorador loco, y tal vez por estas mismas consideraciones, por la seguridad que comenzaba a abrigar de que la rubia no iría en su persecución, pensaba en ella más de lo que le convenía, y a pesar de todos sus esfuerzos mentales, no podía desechar de su memoria el recuerdo de aquella noche tormentosa, con sus placeres delirantes que recordaba con la misma vaguedad que las escenas de un ensueño.
Aquel encuentro vicioso había dejado en él una levadura de brutalidad lasciva, y a esto atribuía Zarzoso el raro fenómeno que experimentaba, pues a pesar de odiar a la hermosa rubia y de estremecerse al pensar que ésta podía volver a su cuarto, complacíase sin embargo en ir recordando las escenas de tal noche, y su carne se estremecía de placer al pensar que podía repetirse la embriaguez amorosa.
Estaba Zarzoso ocupado en leer un libro nuevo que le había prestado un compañero y distraído pensaba al mismo tiempo, con una confusión de recuerdo que le avergonzaba, en su antigua novia que no le escribía, y en Judith, cuyo recuerdo le obsesionaba, cuando sonaron algunos leves golpes en la entreabierta puerta de la habitación.
—Soy yo —dijo una voz que hizo estremecer a Zarzoso.
E inmediatamente entró en la habitación, sonriendo y con paso ligero, la rubia Judith, que no conservaba de su aspecto de algunas noches antes más que el látigo de cuero y Nemo, que marchaba siempre pegado a sus faldas, como si fuese un adorno de éstas.
Llevaba un traje de la misma pana con que los artistas se hacían sus chaquetones para trabajar en el taller e ir por el barrio, y la rubia cabellera, arreglada ahora en forma de peinado griego, cubríala con una gorrita cosaca de velludo astracán, de la que caía un blanco velillo sobre el rostro.
El joven médico, a pesar de que momentos antes pensaba involuntariamente en ella, al verla no pudo reprimir un movimiento de contrariedad.
Judith, afectando no ver aquel gesto, tomó asiento y comenzó a hablar con tranquilidad.
No había venido a estorbarle. La visita era casual; pasaba por allí de vuelta de un taller, donde había estado todo el día sirviendo de modelo, y se decidió a subir en confianza, sin ir antes a su casita de la calle Monge, a quitarse aquel traje que era el del trabajo.
Judith hablaba con naturalidad, sin afectación alguna, como si estuviera en presencia de una amiga de confianza, y sin hacer la menor alusión a aquella cita en el café Vachette, a la que había faltado Zarzoso.
Éste, en vista de la tranquilidad y prudencia que demostraba la joven, había vuelto a recobrar su confianza, y alegremente se afirmaba en su idea de que todo había terminado entre los dos y que las escenas de aquella noche eran locuras sin consecuencias que ya no volverían a repetirse.
Judith había tomado un cigarrillo de encima de la mesa, y con una pierna montada en el brazo del sillón, hablaba calmosamente, mirando las aéreas espirales de humo que bogaban tranquilamente hacia la abierta ventana donde el viento iba arremolinándolas.
Zarzoso, ante la cordura de la joven, se espontaneaba como con un compañero, y hablaba con el mismo abandono que si su interlocutor fuese Agramunt.
¿Cómo fue aquella segunda caída? Zarzoso no pudo darse cuenta de ella; obró más instintivamente y ciegamente que la primera vez, con el agravante de que en esta ocasión la caída fue fría, sin arrebatos de pasión, como si se sintiera empalado por una ruda e irresistible fatalidad.
A las siete, hora de la comida, salieron los dos del hotel cogidos del brazo. Zarzoso demostraba la mayor indiferencia ¿Qué le importaba ya que le vieran en tal compañía? ¿A que fingir hipócritamente una virtud que estaba lejos de tener? Era un miserable, un cobarde, sin energía ni dignidad, que se sentía enloquecido ante una corrupción porque era hermosa, y que no tenía voluntad para resistir la más leve de las pérfidas insinuaciones de aquella mujer que llevaba al lado.
Judith le había aprisionado, le había convertido en un esclavo de su lascivia, y él se resignaba al considerar que eran de rosas las cadenas que le aprisionaban.
Agramunt quedó asombrado al ver de qué modo se había apoderado Judith del ánimo de Zarzoso, el cual, después de su segunda caída, estaba desalentado y se mostraba impotente para luchar.
El escritor había tenido siempre a Judith en concepto de mujer terrible, pero no creía a Zarzoso capaz de rendirse con tanta facilidad; su asombro se trocó en temor cuando aquella noche les oyó hablar a los dos amantes de su futura vida, arreglando la existencia que llevarían desde aquella noche.
Ella se mostraría seria, evitaría el trato con sus antiguos amigos del barrio y vivirían con la tranquilidad de burgueses unidos por el lazo del matrimonio. Judith miraba con ojos de ternura a Zarzoso y aseguraba a Agramunt único espectador de la escena, que jamás había amado a ningún hombre como a aquel pequeño doctor.
Ella no abandonaría su linda habitación de la calle Monge, que jamás había dejado a pesar de todos sus galanteos y en la que nunca permitió la entrada a sus amigos. Allí tendría su vestuarios sus secretos, los objetos de su intimidad, pero aparte de esto, dormiría en el hotel de la plaza del Pantheón, comería con Zarzoso.
Pasearía con él y mientras éste estuviera en las clínicas, ella se ocuparía en sus visitas y quehaceres.
Habló de seguir sirviendo de modelo para ayudar a los gastos de la nueva existencia, pero Zarzoso protestó con una energía tan rotunda que en ella se notaba un principio de celos.
Agramunt estaba admirado. ¿Qué le había dado la gran perdida a aquel muchacho tan sensato para volverle de tal modo el juicio y convertirlo en un estúpido?
A medianoche, mientras Judith, con aire de señora absoluta, se acostaba en la cama de Zarzoso, éste y Agramunt tuvieron una explicación en los pasillos del hotel.
—Pero, hombre —decía el periodista—. ¿Te parece sensato eso que haces? Yo quería que te divirtieras, que no vivieras como un topo melancólico metido entre estas paredes; pero de eso a que te líes seriamente con una mujerzuela como Judith hay una distancia inmensa. Esto que haces me repugna. No puedo ver con calma que estés tan encaprichado por una perdida que es popular en todo el barrio. ¿Has pensado bien el papel ridículo que vas a hacer? Y lo que más me indigna es que parece que estás enamorado de ese harapo. Antes, en el café, me deban ganas de reír, y al mismo tiempo sentía deseos de llorar de rabia al ver con qué energía de hombre celoso te oponías a que Judith siguiera visitando los estudios como modelo. ¡Celoso tú! ¿Celoso de una mujer que hasta ha dormido con los garçons de los hoteles?
Zarzoso parecía muy contrariado por la justa reprimenda de su amigo, pero aún tuvo energía para contestar:
—Su pasado nada importa para el presente. El que antes haya sido de todos no impedirá que ahora sea únicamente mía. Ya que estoy loco, ya que por ella me encanallo y me pierdo, quiero ser el único dueño de su cuerpo.
—¡Pero si es un pingajo que se ha tendido sobre todas las camas del barrio!
—Sí, pero es muy hermosa —contestó Zarzoso con acento que demostraba una estúpida testarudez—. Una copa de oro cincelada por Benvenuto Cellini, aunque en ella hayan puesto los labios un sinnúmero de generaciones, no por esto resulta menos hermosa.
Agramunt lanzó una sonora carcajada, y tan grande fue su acceso de risa, que sofocado y jadeante se hundía los puños en el vientre, haciendo ridículas contorsiones.
—¡Oh!…, ¡famoso!, ¡divino! —balbuceaba entre carcajadas—. Ya se te va pegando algo de ella. Ya la imitas en lo de sentencias artísticas, y sabes de memoria sus frasecillas aprendidas en el taller.
Zarzoso mostrábase hosco y malhumorado con su amigo, y afortunadamente hizo terminar la conferencia la voz de Judith que le llamaba impaciente desde su cuarto.
Así comenzó la falsa vida marital; aquel amancebamiento repugnante y penoso que fue una mancha en la existencia del joven médico.
Éste parecía más absorbido cada vez por el carácter dominador, caprichoso y fantástico de Judith.
Faltaba Zarzoso muchos días a la clínica, por estar hasta muy tarde en la cama fumando cigarrillos y disputando con Judith sobre cuestiones sin importancia; hacía una vida imbécil que transcurría por las tardes en el Luxemburgo y por las noches en los cafés y en los bailes; y tan grande era el aislamiento a que le sometía tal amor que muchos días sólo veía a Agramunt durante algunos minutos, cambiando con él insignificantes palabras. Parecía estorbarle la presencia del joven escritor, como si éste, mudamente, le echase en cara su envilecimiento; y en cuanto a don Esteban Álvarez, hacía ya más de dos semanas que no le había visto, tanto porque las exigencias de Judith no le dejaban un momento libre, como porque temía hallarse en presencia de aquel infeliz señor que le abrumaba con los elogios a su virtud.
Todo lo que le recordaba su pasado lo avergonzaba, y cuando surgía en su memoria algún recuerdo de su amores con María, el joven estremecíase con instintivo terror y se ruborizaba intensamente.
Judith, para atraer mejor a su nuevo amante, y demostrar las ventajas del amancebamiento, dábase aires de mujer hacendosa, y al mismo tiempo que reñía al garçon del hotel porque según ella, no hacía dignamente el arreglo del cuarto, andaba siempre a vueltas con la ropa blanca de Zarzoso, y armada de dedal y aguja pretendía hacer zurcidos, con puntarracos disformes que demostraban que nunca habían sido su fuerte las labores femeniles.
Justamente en el armario-espejo, que era donde estaba la ropa blanca, tenía oculta Zarzoso una cajita de laca que contenía las cartas escritas por María, y un sinnúmero de objetos insignificantes, pero queridos, que le recordaban aquella pasión terminada de tan inexplicable modo.
La cajita estaba oculta bajo un montón de ropa blanca que no parecía había sido tocada por Judith, pero a pesar de esto el joven temblaba cada vez que la rubia metía sus manos revolvedoras en el armario.
Una tarde en que Zarzoso estaba solo, se resolvió a sacar de allí la cajita para ponerla en punto más seguro, como era el cajón de la mesa de escribir, cuya llave llevaba siempre consigo.
Sería para él un tormento horrible que Judith, con sus manos pecadoras, cogiera tales recuerdos de su amor, y que les dirigiera alguno de aquellos chistes cínicos que constituían su repertorio gracioso, burlándose de María, de la mujer dulce y virtuosa, cuya imagen, a pesar de todos sus encanallamientos, estaba en pie en lo más íntimo de su ser, como la imagen en el fondo del sagrado santuario.
Él quería evitar tan terrible escena, porque si Judith, al descubrir algún día sus antiguos amores, era capaz de burlarse de la mujer amada como si se tratase de una compañera, sería posible que él, cegado por la rabia, estrangulase a su querida.
Sacó la cajita del armario, y con temblorosa emoción, como si llevase en sus manos un objeto sagrado, la dejó sobre la mesa y permaneció mucho tiempo con los ojos fijos en la charolada tapa. ¡Qué de recuerdos acudían a su memoria!
Un deseo vehemente se apoderó de él. Parecíale que dentro de aquella caja se agitaba comprimida una atmósfera de casta pasión, un ambiente de virtud, y el desgraciado sentía deseos de abrirla, como si de ella fuese a surgir un purificante Jordán en el que podría lavar las suciedades de su degradación y su encanallamiento.
Con mano trémula e instintivamente abrió la caja y lo primero con que tropezaron sus ojos fue con el rostro hermoso, tranquilo y feliz de María, que sonreía desde el fondo de la caja, sobre un lecho formado por el paquete de antiguas cartas.
Aquella aparición pareció romper el encanto fatal y corruptor a que estaba sometido Zarzoso desde que conoció a Judith. Ésta le parecía ahora un monstruo repugnante, un amasijo de corrupción y de vicios, modelado artísticamente por la experta mano del diablo, y contemplando el sereno rostro de María dábase cuenta exacta de su situación, y lloraba desconsolado, como pudiera hacerlo el doctor Fausto cuando, después de dormir con Elena, la prostituta de los siglos, pensara en la dulce y sencilla Margarita.
Permaneció mucho tiempo el joven inclinado sobre aquella caja de la que parecían salir efluvios consoladores que refrescaban su espíritu angustiado. Las campanadas de los relojes de la vecina plaza le volvieron a la realidad. No tardaría en llegar Judith, y el joven se apresuró a esconder la cajita en su mesa, con la misma zozobra del ladrón que teme ser sorprendido en su infame tarea.
Pero antes de ocultarla quiso apreciar por última vez, en todos sus detalles, aquel tesoro amoroso, y hundió sus dedos en la cajita.
Allí estaban sus cartas, tal como él las había atado, con una cinta de color rosa; allí el retrato de María, y debajo un pañuelo de mano, que cariñosamente le había arrebatado una mañana que paseaban por el Retiro… Pero ¡Dios mío! ¡Algo faltaba allí!… ¿Qué era? ¡Qué era!… Y el pensamiento del joven, con la velocidad de un relámpago, recordó cuanto le había entregado María como prueba de amor.
¡Ah!, ya sabía lo que faltaba allí. El recuerdo de María más íntimo y más personal: un rizo de sus cabellos que le había entregado, en presencia de doña Esperanza, la víspera de su partida a París.
El joven lo había sacado de su cajita muchas veces, en aquellas noches de insomnio y de desesperación que le causaba el silencio de María, y recordaba cómo aquel rizo estaba envuelto en un papel finísimo, sobre el cual la adorable mano de la joven había escrito con su correcta letra inglesa, y algunas adorables faltas de ortografía: A mi Juan: en prueba del eterno amor de su María.
Aquella falta, tan repentinamente notada, aturdió al joven, sumiéndolo en una confusión enloquecedora.
Con mano ansiosa revolvió la cajita, buscó hasta en el interior del paquete de cartas y… nada, el rizo con el papel que lo envolvía no aparecía en parte alguna.
Aquel recuerdo resultaba el más querido para Zarzoso, pues era la primera y única concesión que María había hecho a su amor, ya que a fuerza de ruegos había conseguido que la joven le diese un rizo de su cabellera. Además ¡qué de recuerdos tenía para él esta prenda de amor!, ¡cuántas noches había pasado besando y suspirando, con aquel recuerdo de la mujer amada junto a sus labios!
En el aturdido cerebro de Zarzoso, surgía un mundo de atropellados y contradictorios pensamientos.
La posibilidad de que en una de aquellas noches de desesperación amorosa hubiese dejado olvidado sobre la mesa el recuerdo de María, y a la mañana siguiente el criado del hotel lo hubiese hecho desaparecer en su indiferente limpieza, lo desesperaba; pero esta explicación no le parecía convincente y acariciaba con mayor predilección una sospecha, que poco a poco iba agrandándose en su pensamiento.
¿Sería Judith quien, aprovechando una de sus ausencias, le arrebató aquella prenda de amor, por lo que de íntima tenía, para hacer burla después con sus amigas de aquella pura pasión? No resultaba muy verosímil esta sospecha, pues parecía que Judith no se había apercibido de la existencia de la caja; pero por otra parte el joven desconfiaba de su querida, cuyo carácter astuto y maligno le era bien conocido.
Sí, ella debía ser la autora de la sustracción, y Zarzoso, enfurecido por el fatal descubrimiento, se proponía interrogarla apenas se presentase, y se sentía capaz de todas las brutalidades, si es que llegaba a convencerse de la culpabilidad de su querida.
Acababa de ocultar la cajita en el cajón de su mesa, cuando entró Judith vestida con un traje de colores llamativos y demostrando mayor descoco que de costumbre. Ya no era la muchacha hábil que sabía fingir ternura y apasionamiento, era algo más que la cocotte cínica y descocada, era la loca del barrio, la muchacha excéntrica y depravada que no tenía noción alguna de la moral, que pisoteaba las más rudimentarias conveniencias sociales y que creía que la virtud, el amor y la decencia, eran defectos que afeaban a las personas honradas y tranquilas, que ella desdeñosamente llamaba burgueses.
Zarzoso quedó frío ante aquella ruidosa entrada. Entre la Judith que él momentos antes, allá en su imaginación, se proponía interrogar, y la Judith que ahora tenía delante, existía una inmensa diferencia.
¿Cómo iba a hablar a aquella perdida de su antigua pasión y de sus recuerdos de amor tan sagrados? ¿Y si ella no era la autora de la sustracción, ni se había apercibido de nada, y resultaba que él le abría los ojos, facilitándole el que se burlara de su antiguo amor?
Zarzoso decidióse repentinamente a no decir nada, proponiéndose obrar con cautela y espiar a su querida, para de este modo convencerse de si era cierta su culpabilidad.
Además Judith lo aturdió con sus palabras, pues riendo ruidosamente, comenzó a relatarle una aventura muy chistosa que le había ocurrido a una de sus amigas.
El único rastro aparente que dejó tras sí el penoso descubrimiento hecho por el joven fue la melancolía y la irascibilidad que parecía dominar al joven.
Así vivieron tres semanas más, completamente aislados hasta que Agramunt, que según él manifestaba, no quería entrar en el cuarto de los amantes, pues al verlos le deban tentaciones de empezar a bofetadas con los dos; a él por bruto, y a ella por… (y aquí el republicano, encajaba un calificativo tan franco como genuinamente español).
Algunas veces Agramunt, al encontrar a Zarzoso en la escalera del hotel o en el restaurante, lo detenía para decirle con hostil seriedad:
—El pobre don Esteban está muy desmejorado; me pregunta por ti siempre que le veo y yo le digo que no vas a visitarle porque estás muy ocupado en tus clínicas. Esta mentira es lo mejor que puedo decirle al pobre señor.
Zarzoso experimentaba honda pena cada vez que le recordaban de este modo al infeliz Álvarez. ¡Pobre señor! Grande sería su decepción si llegaba a enterarse del género de vida que hacía el joven amigo, al que consideraba como un modelo de constancia amorosa y de buenas costumbres.
Conforme transcurría el tiempo, Zarzoso encontraba que iban haciéndose pesadas sus relaciones con Judith.
Había pasado ya el primer arrebato de pasión; estaba desvanecida la embriaguez artística que causaba en Zarzoso la contemplación de aquel lindo cuerpo de estatua, y en cambio la intimidad, el trato continuo y franco, ponían al descubierto la mala educación de Judith, sus groserías aprendidas en el taller y sus costumbres incoherentes y extrañas de muchacha aventurera, que con la misma indiferencia había dormido en un gabinete lujoso que en una zahurda.
La mala educación de la rubia, sus groserías a todo pasto y sus respuestas insolentes, eran motivos de continua querella entre los dos amantes, y Zarzoso sentía tal aburrimiento cuando pasaba solo con Judith algunas horas; se hartaba de tal modo de aquella atmósfera canallesca que parecía flotar en torno de ella, que acogía hasta con gusto las visitas que venían a turbar una conversación monótona, que siempre versaba sobre el mismo tema: los vestidos con chic artístico, los pintores, sus bromas pesadas y toda la chismografía que se aprende en los talleres.
Como Judith, con su carácter imperioso, dominaba a su amante, y en el hotel, como en todas partes, dábase aires de señora absoluta, sus amistades femeninas iban a visitarla, y por las tardes, en aquella habitación antes tan tranquila, reuníase una alborotada tertulia de muchachuelas insignificantes, viciosas, que giraban atraídas en torno de Judith como astros menores de la sensualidad y que adoraban a ésta cual una mujer superior.
Zarzoso, el sabio, la esperanza legítima de la ciencia médica, se agarraba a aquellas chicuelas como a una tabla de salvación contra el fastidio, y conversaba con ellas horas enteras, sin notar que poco a poco se hundía en una intimidad viciosa. Aquel trato con Judith y su corte le hizo adivinar terribles monstruosidades. Sospechó de la intimidad de la rubia y sus amigas, de sus explosiones de celo y del afán con que se disputaban la predilección de la diosa; adivinó cosas ocultas y asquerosas, locuras de organismos gastados y ahítos de vicio; pero cerró los ojos voluntariamente, y prefirió no ver para evitarse la náusea de lo repugnante.
El joven, dominado por Judith, se agitaba como un sonámbulo en aquella atmósfera fétida; había perdido por completo su voluntad, y obedecía en todo a los caprichos de su querida, sin permitirse la menor observación.
Él, que al principio de su nueva vida tenía reparo y mostraba cierto rubor en acompañar a Judith por la calle, salía ahora con la mayor impasibilidad al lado de su querida y dos o tres de aquellas amigas a las que conocía el barrio entero, y algunas de las cuales, por sus embriagueces y sus escándalos en la vía pública, habían visitado más de una vez la comisaría de policía del barrio.
Zarzoso, con su aspecto de hombre de ciencia, con aquellas gafas que le daban un aire de profesor de la Sorbona, marchaba erguido e impávido en el centro del revoltoso grupo formado por tales mujerzuelas que dejaban tras sí una atmósfera de escándalo y de indignados comentarios.
El infeliz Zarzoso nunca llegó a apercibirse del concepto en que le tenían en el barrio y de las apreciaciones que sobre él hacían, cuando en tal compañía pasaba ante alguno de los cafés del bulevar Saint-Michel.
Había quien, a pesar de su aspecto honrado, le creía un ser envilecido que comía de las más inmundas mujeres, a cambio de servirles de caballero acompañante. Agramunt, que sabía toda la verdad y conocía los comentarios del barrio, estaba furioso contra su amigo por su estúpida pasividad, y llegaba hasta evitar su saludo.
Fue una tarde a las siete cuando ocurrió el encuentro que tanto temía Zarzoso.
El joven había ido a la otra orilla del Sena, acompañando a Judith y a dos amigas para hacer unas compras en los almacenes del Louvre, y después había entrado en la cervecería de La Paleta de Oro, en la calle de Rívoli, pues la rubia era muy pródiga con sus amigas y siempre que salían las convidaba con el dinero de su amante.
Al regreso, cuando ya los reverberos de las calles estaban encendidos, subía el alegre grupo por el bulevar Saint-Michel, demostrando con sus carcajadas, sus saltos y las insolentes palabras que dirigían a los transeúntes, la fuerza alcohólica de la buena cerveza negra de Estrasburgo.
Fue cerca de la esquina del Café de Cluny, donde Judith, con su voz de carretero y ademanes de cargador borracho, tuvo un altercado con una mujer que pasaba y que en su concepto había hecho burla de ella.
La proximidad de una pareja de guardias de la Paz, hizo terminar el conflicto, pero no impidió que los transeúntes se detuvieran, fijándose en el grupo que formaban las tres mujeres y Zarzoso.
Éste, avergonzado por el incidente, pugnaba por llevarse a Judith, y por eso no se fijó en un hombre que acababa de salir del café y que se acercó al grupo, demostrando primero una fría curiosidad y después profundo asombro.
Era don Esteban Álvarez, que en unas cuantas semanas se había aviejado de un modo alarmante y que tenía un aspecto tal de decaimiento, que inspiraba compasión.
Al reconocer a Zarzoso en el acompañante de las tres perdidas y ver la intimidad casi desdeñosa con que éstas le trataban, el pobre enfermo experimentó una ruda impresión.
Por fortuna para el joven médico, estaba de espaldas y no pudo ver el triste gesto de dolorosa sorpresa que hizo su viejo amigo.
Cuando el grupo se alejó, Álvarez estuvo aún algunos minutos inmóvil en la acera, como si todavía no hubiese vuelto en sí después de la sorpresa experimentada.
¡Oh! ¡Qué frío sentía en el corazón! Su culpabilidad, aquella culpabilidad imaginaria con la que se atormentaba, volvía a atenazar su conciencia.
Se alejó lentamente con dirección a la calle del Sena, marchando con paso inseguro, al mismo tiempo que murmuraba:
—¡Esto me mata! Yo soy el autor del infortunio de ese joven. Queriendo acercarme a mi hija, hice sin saberlo, que él fuera abandonado por su novia, y ahora ese joven bueno, sencillo y virtuoso, se ha perdido… ¡se ha perdido por mi culpa! ¡Qué terrible remordimiento!… Desesperado de reconquistar un amor puro, se ha entregado en brazos del vicio para olvidar. ¡Y yo tengo la culpa de todo! Esto me mata; hoy termina mi vida: como si lo viera. ¿Qué fatalidad arrastró a ese muchacho hasta hacerle mi amigo? ¿Qué fatalidad hay en mí que hiere a cuantos seres se me aproximan y me aman?…
Estaba Zarzoso leyendo la sección de noticias de un periódico de la noche, y se disponía ya a acostarse, en vista de que los relojes de la plaza del Pantheón acababan de dar la una de la madrugada.
Las caídas cortinas del lecho ocultaban a Judith, que roncaba con bastante estrépito y la luz del quinqué crepitaba de un modo alarmante, dando a entender que estaba próxima a apagarse por falta de petróleo que alimentase su llama.
Sonaron atropellados pasos en el pasadizo que conducía a la habitación y Zarzoso, sin poder explicarse el motivo, sintió cierto sobresalto, pues sus nervios se hallaban muy excitados a causa de una reyerta que había tenido con la hermosa rubia antes de acostarse ésta.
Llamaron a la puerta con dos suaves golpes, y el joven se apresuró a abrir, presintiendo que algo grave ocurría. En la penumbra del pasillo percibió a Agramunt, que parecía haberse vestido apresuradamente momentos antes, pues todavía se estaba abrochando el chaleco, y llevaba la corbata sin anudar. Tras él aparecía un viejo de aspecto ordinario, que mostraba ser por su aire un portero de casa pobre.
Agramunt hablaba con voz queda y acento misterioso.
—¿Estás solo, Juanito? —preguntó—. ¿Duerme Judith?
Zarzoso contestó con un gesto afirmativo, y entonces su amigo se apresuró a decir:
—Toma el sombrero y vámonos inmediatamente. Ocurre una cosa grave, una desgracia.
—¿Qué es? —se apresuró a preguntar Zarzoso.
—Vámonos en seguida, ya te lo contaré por el camino.
Y mientras Zarzoso, de puntillas para no despertar a su querida, buscaba el sombrero y el gabán, Agramunt le decía en voz baja:
—Acaba de venir a buscarme este buen hombre, el portero de la calle del Sena. Don Esteban está gravísimo: una dolencia mortal. Creo que ya debe haber expirado hace rato.
Y el joven escritor decía esto convencido de que su viejo amigo hacía ya mucho tiempo que había muerto, pues conocía el carácter de Perico, su antiguo criado, y comprendía que muy terrible debía ser el suceso para que se decidiera a avisar a los amigos.
Zarzoso acabó de arreglarse y de puntillas salió de la habitación, sin que se apercibiera de su marcha Judith, que seguía roncando.
Los tres hombres, al estar en la calle, apresuraron la marcha como si alguien les persiguiera, y jadeantes y sudorosos llegaron a la casa de la calle del Sena, en la que reinaba gran agitación.
En la escalera tropezaron con el comisario de policía del distrito y sus empleados, a los que había ido a llamar la mujer del conserje en vista de lo repentino de aquel fallecimiento.
Perico estaba desolado, y con ese gesto de estupidez que proporciona una desgracia tan abrumadora como inesperada, iba de un lado a otro, con la inconsciencia del loco, por todas las habitaciones de la casa, dando de vez en cuando lastimeros mugidos para desahogar su pecho de hércules, agitado por torrentes de llanto que pugnaban por salir y no podían.
Casi en el centro del salón, frente a la chimenea donde humeaban algunos tizones y de aquel retrato de la mujer adorada, yacía el cadáver de Álvarez como enorme masa, que sólo alumbraba en parte la luz del quinqué puesto sobre la mesa de trabajo.
Estaba tendido de espaldas, con los brazos casi en cruz, y en su rostro, que rápidamente iba adquiriendo un tono violáceo, brillaban sus ojos, desmesuradamente abiertos, como si aún persistiera en el cadáver la sorpresa que le causó sentir una muerte que llegaba rápida e instantánea como el rayo.
Perico, que se había colocado junto a los dos amigos, hablaba lentamente, cortando sus palabras con suspiros penosos, y rehuía la vista del cuerpo de su señor como si temiera caer en un nuevo acceso de desesperación a la vista de aquel cadáver que en vida fue lo que él más quiso.
¿Quién iba a esperar aquello? El señor, antes de comer, había ido al café de Cluny a pasar un rato y volvió cerca de las ocho, cuando él ya estaba arreglando la mesa.
Parecía más decaído y triste que de costumbre; comió silenciosamente, dando de vez en cuando suspiros que alarmaban a Perico, y después de levantado el mantel, comenzó a hablar del pasado a su sirviente y de la posibilidad de que él muriera en plazo breve y cuando menos lo esperase.
Recordó con dolorosa amargura a la hija que tenía en Madrid; habló de su ingratitud, a pesar de la cual la amaba cada vez más, y como consecuencia de todo lo que habló, le dijo así a su antiguo asistente:
—Mira, muchacho; mi hija me odia, buena prueba de ello es que ha roto sus relaciones con ese buen chico de Zarzoso, sólo por saber que es amigo mío; pero al fin y al cabo es mi hija y no puedo dejarla desamparada, pues sé que a pesar de que tiene familia, se halla rodeada de enemigos que conspiran contra ella. Si yo pudiera volver a España, velaría por María, aunque ella me pagase con la más repugnante ingratitud; pero si yo muero y tú quedas libre para volver a la patria, has de jurarme que vivirás cerca de ella, que velarás por su tranquilidad y que la defenderás en cuantos peligros pueda correr. ¿Lo juras así?
Perico prometió todo cuanto su amo quiso exigirle. Él estaba dispuesto a obedecer a don Esteban más allá de la tumba, y muerto su señor quedaba libre y podía abandonar París para cumplir esta última voluntad; pero lo que él no sospechaba es que el fin de la existencia de su amo estuviera tan próximo como éste lo presentía.
Don Esteban tuvo frío y se sentó junto a la chimenea, permaneciendo allí hasta cerca de medianoche. Su criado, que estaba en el comedor, le oyó varias veces suspirar, murmurando palabras que él no comprendía.
—¡Yo soy el responsable de ese rompimiento! —decía con acento quejumbroso—. ¡Yo soy el autor de la degradación de ese joven!
Era ya cerca de medianoche, cuando sonó en el salón un suspiro sordo, pero tan angustioso, que a Perico, según propia expresión, le puso los cabellos de punta.
Entró apresuradamente en la gran sala, y aún pudo ver a su señor que acababa de levantarse del sillón y que, tambaleándose, con las manos puestas en el pecho como si pretendiera abrírselo en un fiero arranque de angustia, anduvo dos o tres pasos para caer después desplomado.
Cuando Perico, a pesar de su dolorosa sorpresa, se convenció de que su señor había muerto, pidió socorro a los porteros; y mientras el marido iba en busca de los dos amigos del difunto que vivían más próximos, la mujer se dirigió a la Comisaria del barrio, para que se instruyeran las diligencias propias del caso. El médico oficial, que debía volver al día siguiente a practicar la autopsia, manifestó que don Esteban había muerto a consecuencia de la ruptura de un aneurisma que se le había formado hacía ya mucho tiempo.
Los dos amigos, en vista del aturdimiento de Perico, se encargaron de todas las gestiones que era necesario hacer en tales circunstancias.
Agramunt redactó unas cuantas líneas para los periódicos de la mañana, anunciando la muerte de aquel emigrado que había perecido en la oscuridad, a pesar de haber desempeñado altos cargos; y mientras el portero iba a llevarlas a las redacciones, él impulsado por su actividad de buen muchacho servicial, salió para ir a una agencia de pompas fúnebres a arreglar lo concerniente al entierro, que se había de verificar al día siguiente a las tres de la tarde.
Zarzoso se quedó solo en el salón, frente al abandonado cadáver de Álvarez, mientras Perico, fuera, en el comedor, disputaba con la vieja portera, que en vista de su angustia quería hacerle tragar algunas tisanas para calmarle.
El médico miraba con terror el cadáver de su viejo amigo.
Aquellas frases incoherentes que Álvarez había pronunciado antes de morir y que resultaban ininteligibles para su criado, las comprendía él fácilmente, y sentía por ello intenso remordimiento.
Aquel hombre desgraciado había fallecido víctima de la preocupación dolorosa que en él produjo la creencia de que involuntariamente había sido la causa del rompimiento de relaciones entre Zarzoso y María.
Lo que más entristecía al joven y le avergonzaba era la injusta opinión de virtud en que le tenía Álvarez; y al mismo tiempo, le aterraba la sospecha de que éste, antes de morir, podía haberse convencido casualmente de la degradación en que estaba el mismo a quien él creía un joven de buenas costumbres.
Cuando volvió Agramunt, después de cumplidas sus comisiones, los dos jóvenes, ayudados por Perico, levantaron de la alfombra el cadáver de don Esteban, y a fuerza de puños lo llevaron hasta la cama, donde cayó sordamente, con el peso abrumador de la muerte, y haciendo rechinar los hierros del lecho.
La mañana siguiente la pasó Agramunt corriendo París, para avisar a todos los compañeros de emigración y a cuantos españoles conocía, y ultimar los preparativos del entierro, que había de ser lo que la gente llama bastante correcto, pues el editor para el que trabajaban los emigrados se había brindado a pagar todos los gastos.
Zarzoso tuvo que sostener una ruda pelea con Judith, que por uno de los caprichos de su extraño carácter se empeñaba en ir a ver al muerto, proposición absurda para el joven, que pensaba que aquello equivaldría a un insulto póstumo.
Zarzoso y Agramunt juntaron sus ahorros para comprar una corona, y el primero, vestido correctamente de luto, llegaba a la calle del Sena poco antes de las tres.
Un coche fúnebre, de buen aspecto, estaba parado junto a la casa mortuoria, y su presencia había hecho salir a las puertas, impulsados por la curiosidad, a todos los industriales, porteros y comadres de las casas inmediatas.
En el portal estaban agrupados unos cuantos españoles, demostrando con sus diversos trajes y sus gestos más o menos tranquilos, las veleidades de la fortuna, que mientras acaricia a unos trata a otros a bofetadas.
Llegaban de los extremos de París los náufragos de las borrascas revolucionarias que la persecución había barrido más allá de los Pirineos, todos con el gesto avinagrado, la mirada altiva, el traje raído y un mundo de absurdas esperanzas en la imaginación.
Aquel suceso servía para agrupar a la desbandada colonia de emigrados que, esparcidos por los cuatro extremos de París y entregados a diversas ocupaciones, pasaban meses enteros sin verse, y aprovechaban la ocasión para estrecharse la mano y hablarse amigablemente como compañeros de desgracia, esto sin perjuicio de separarse de allí a dos horas, para no volver a encontrarse hasta de allí a medio año.
Parecían muy impresionados por la muerte de Álvarez y sentían una espontánea emoción; pero a pesar de esto, reunidos en grupos en aquel portal, departían sobre su tema favorito y fundándose en el triste fin del difunto que había muerto pobre, abandonado y lejos de la patria, cosa que les podía ocurrir muy bien a ellos, hablaban egoístamente de la necesidad de hacer la revolución cuanto antes, para que terminase su violenta situación de emigrados.
Bajaron el cadáver encerrado en un sencillo y elegante féretro, sobre el cual se amontonaban más de una docena de coronas, dos o tres de artísticas flores, y las demás de perlas de vidrio, formando inscripciones de pacotilla, de esas que tienen preparadas en todos los almacenes de París.
El cortejo se puso en marcha, y el cielo, que estaba todo el día encapotado y amenazante, comenzó a despedir entonces una lluvia sutil y fría.
Iba delante el coche fúnebre, con su féretro y sus coronas, llevando al lado al triste Perico, que marchaba encorvado como un viejo, con los ojos enrojecidos, recibiendo las salpicaduras de barro de las ruedas, y atento, con estúpida fijeza, a que no cayera ninguno de aquellos adornos del ataúd. Detrás marchaba el cortejo fúnebre: los dos amigos, sombrero en mano, presidían el duelo, llevando en medio al editor, un viejo de cabeza cuadrada y mirada sórdida, que había llegado a París con zuecos, vendiendo coplas, y que ahora tenía más de cincuenta millones; y seguían todos los invitados, aquel rebaño de la emigración, siempre guiado por el resplandor de las ilusiones, que marchaba en grupos, dividido por el recelo y la envidia, y resguardándose de la lluvia con paraguas abierto, aquel que lo tenía. Cerraban la marcha el coche del editor, y dos ómnibus del servicio fúnebre.
Aquel entierro produjo bastante impresión en la calle del Sena. Álvarez era muy apreciado por los vecinos, aunque no tuviera con ellos trato alguno, y además su entierro puramente civil, causaba bastante impresión en las porteras, gente beata abonada a diario a los sermones en San Sulpicio o a las fiestas con orquesta en San Germán de los Prados.
Cuando el entierro salió de la calle del Sena, ya no recibió más homenaje que esa compasión oficial de la educación francesa, que consiste en quitarse el sombrero ante el primer muerto que pasa.
La lluvia arreciaba, el coche fúnebre iba acelerando su marcha, y el cortejo caminaba con paso apresurado, a pesar de lo cual eran muchos los que se rezagaban y no pocos los que escurrían el bulto, huyendo disimuladamente por la primera callejuela que encontraban.
Tardó cerca de media hora en salir el cortejo del recinto de París, y al llegar a las barreras, cuando la lluvia arreciaba más, se detuvo para continuar el viaje con mayor comodidad hasta el cementerio de Bagniores.
El editor, hablando de sus numerosas ocupaciones, se despidió cediendo su carruaje a los dos jóvenes, y en cuanto a los invitados, quedaban tan pocos que cupieron desahogadamente en los dos ómnibus.
El cortejo emprendió la marcha por un camino que la lluvia convertía en barrizal casi intransitable, y el coche fúnebre, dando tumbos a cada bache, caminaba rozando las tapias de ambos lados que cercaban grandes solares.
Perico no quiso acceder a los ruegos de los dos jóvenes, y como si tuviera por una infidelidad el abandonar el cadáver un solo instante, marchaba agarrado al carro fúnebre, exponiéndose muchas veces a ser aplastado por las ruedas.
Zarzoso y Agramunt iban en la berlina del editor, tristes, silenciosos y como sumidos en tétricos pensamientos.
La pobreza de aquel entierro, la falta de verdaderos afectos que en él se notaba y el desorden y la deserción que la lluvia había producido en él, les impresionaba de un modo desconsolador, y al mismo tiempo aquel cielo plomizo, sucio y diluviador, influía en ellos dando un carácter tétrico a sus ideas.
Zarzoso, mirando la caja que contenía el cadáver de aquel amigo que tanto le amaba y que iba saltando violentamente dentro del carruaje cada vez que éste se inclinaba en un bache, sentíase atenazado por un vivo dolor y los remordimientos de la noche anterior volvían a asaltarle.
En cuanto a Agramunt evitaba el fijarse en aquel féretro, como si quisiera rehuir las tétricas ideas que le inspiraba, y dejando vagar sus ojos por aquella campiña triste y desolada, en la que sólo se veían yermos solares, negruzcos hornos de cal y alguno que otro hotel cerrado y de aspecto fúnebre, preguntábase si valía la pena ser patriota, revolucionario, mártir de una idea, aspirar a la gloria y al aplauso popular, sacrificarse por la libertad de los demás, para venir al fin de la jornada a morir desconocido y casi solo, en una ciudad indiferente y ser conducido a la tumba seguido de dos docenas de amigos, de los cuales apenas si más de tres lloraban verdaderamente su muerte.
El joven revolucionario sentíase dominado por un cruel escepticismo. La realidad había venido a rasgar la venda de sus ilusiones e inexorable, con sonrisa cruel, le mostraba el porvenir.
A la media hora de marcha comenzaron a surgir casas de aspecto mísero a ambos lados del camino. Eran tabernas y almacenes de objetos fúnebres, industrias nacidas en torno del cementerio, como los hongos en el tronco del árbol viejo y carcomido, y que vivían del dolor más o menos fingido de los numerosos cortejos que diariamente pasaban por allí.
Entraron en el cementerio casi al mismo tiempo que por distinto camino llegaba otro convoy fúnebre, con gran aparato de coches enlutados, en el primero de los cuales iba un cura con sus monaguillos para rezar las últimas preces.
Echaron pie a tierra los invitados de ambos cortejos, y aquella gente desconocida, enguantada, correcta y elegante lanzó miradas de desprecio al raído grupo de emigrados, demostrando que las preocupaciones sociales llegan hasta la tumba.
El cura y sus acólitos miraron con hostilidad aquel entierro puramente civil, que además tenía la agravante de ser pobre.
El editor había comprado para el cadáver de don Esteban una sepultura en el suelo por cinco años, y el féretro, en hombros de los sepultureros, comenzó a avanzar por las espaciosas y frías avenidas hacia el extremo donde descansaban los cadáveres ambiguos, de los que, por su posición social, si tenían dinero para librarse de ir a la fosa común, no poseían el suficiente para dormir eternamente en las sepulturas a perpetuidad, reservadas a la gente rica.
El cementerio de Bagnoires es un cementerio moderno, democrático, con las avenidas tiradas a cordel, una vegetación raquítica y enana, y todo el aspecto de un horrible tablero de ajedrez. No hay panteones, mármoles artísticos, ni umbrías solitarias y románticas como las de las tumbas descritas en las novelas. Es el cementerio moderno de la gran ciudad, e imita por completo las costumbres de ese París cuyos hijos se traga.
En él se duerme el sueño de la muerte tan aprisa como se vive en la metrópoli; las tumbas, en su mayoría, sólo son compradas por cierto número de años no muy grande; el tiempo necesario para que la carne se disuelva, los huesos queden pelados y blancos y la tierra se beba los jugos de la vida, e inmediatamente las tumbas son removidas, los despojos van a un rincón, el terreno alisado y arreglado y… ¡venga más gente!
El féretro de Álvarez tenía que atravesar todo el cementerio, y mientras el pequeño cortejo le seguía por aquellas avenidas de acacias raquíticas y enfermizos rosales que apenas levantaban un palmo del suelo, Agramunt iba fijándose en los campos plantados de cruces y cubiertos de coronas, que en su mayoría eran de perlas de vidrio, género de pacotilla que por su baratura es de moda en París, para los desahogos fúnebres de dolor más o menos auténtico.
Por todas partes se veían coronas y a la luz gris e indecisa de aquel crepúsculo lluvioso, parecía el fúnebre campo cubierto por cristalizado rocío.
Detúvose el cortejo ante una gran fosa abierta en un espacio libre de cruces y de coronas.
Aquellas dos docenas de hombres se detuvieron y agruparon en torno del féretro que estaba ya en tierra, mirándose con cierta complacencia y como satisfechos de que la ceremonia fuera a terminar.
Les resultaba ya pesado aquel entierro, que duraba más de una hora y les obligaba a ir pisando barro, recibiendo en sus espaldas una lluvia sutil y traidora que le empapaba las ropas.
Agramunt, al borde de la abierta fosa, experimentaba una tristeza inmensa.
¿Iba a salir del mundo de los vivos tan fría e indiferentemente aquel amigo a quien consideraba como un héroe?
El joven sintió en su interior aquella emoción nerviosa que le hacía perorar en los meetings de España y ser aplaudido; experimentó la necesidad de hablar, de decir algo, sin fijarse en lo reducido del auditorio, pues de estar solo lo mismo hubiese hablado dirigiéndose a los árboles, a las cruces y a los sepultureros.
Ya que en la muerte de aquel héroe desgraciado, de aquel caído campeón de una causa que era la del porvenir, no había descargas de honor, ni músicas ni cantos, al menos que sobre su féretro sonaran algunas palabras españolas pronunciadas por una voz amiga, y que hiciesen justicia al mérito del difunto, despidiéndole al borde de la tumba, con la seguridad de que el porvenir le haría justicia y de que sus esfuerzos no serían infructuosos, a pesar de que ahora parecían caídos en el vacío.
El joven, ensimismado, dominado por los pensamientos que fluían a su cerebro, con la impasibilidad de un sonámbulo, subió sobre un montón de tierra, en la que asomaban algunos huesos su blanca desnudez, y con la cabeza descubierta, sin fijarse en la lluvia que le empapaba, pronunció un corto discurso, con una elocuencia espontánea y conmovedora que salía del alma. Al principio le oyeron con extrañeza aquellos hombres que se agrupaban en torno del féretro; pero poco a poco les impresionó la temblorosa voz del joven, y a los ojos de algunos hasta asomaron las lágrimas.
Agramunt hablaba a un público que era el único que podía realmente comprenderle; cada una de sus palabras causaba hondo eco en aquellos corazones, y al describir la ingratitud de la patria, la cruel indiferencia del pueblo español que dejaba morir en oscura y mísera emigración a los que habían expuesto su vida y sacrificado su reposo por defender la dignidad nacional, la libertad y la moralidad política, todos ellos se agitaron con nervioso movimiento y con sus gestos parecían decir:
—Es verdad, moriremos aquí porque el pueblo es un ingrato y olvida a los que le han defendido.
Y después, cuando Agramunt trazó con arrebatada palabra el cuadro del porvenir; cuando habló de la revolución que se acercaba a pasos de gigante, del próximo triunfo y del esplendor de la futura República, todos los rostros se animaron, las ilusiones, aquellas malditas ilusiones que los habían arrastrado a la desgracia y la miseria en extranjero suelo, volvieron a renacer más fuertes y vigorosas que nunca, y todos miraban ya el triunfo como un suceso del día siguiente, como cosa segura, que famosamente había de ocurrir en plazo breve, aunque los hombres no quisieran y por una ley fatal de la historia.
Aquel grupo de infortunados llenos de fe y de esperanza estaba entusiasmado al pronunciar Agramunt las últimas palabras, y cuando éste terminó, despidiéndose del campeón caído que estaba en el féretro, con un ¡viva la República!, todos contestaron al unísono, con voz que era grave y sombría, en atención al lugar donde se hallaban.
El ataúd fue descendido a la fosa y uno tras otro fueron todos los acompañantes arrojando sobre él una paletada de tierra, y estrechando la mano de Perico, que lloraba al despedirse definitivamente de su amo, y que estaba conmovido por el discurso de Agramunt.
El regreso a París fue más triste aún que la marcha al cementerio.
Los individuos del cortejo, una vez desvanecida la impresión que les había causado el discurso, entablaron en el interior de los dos ómnibus violentas discusiones sobre el porvenir, o se enzarzaron en la apreciación de hechos pasados, hasta el punto de levantar la voz, no importándoles dejar al descubierto sus malas pasiones y mostrando sus envidias o sus rencores, sin acordarse de que habían ido a enterrar a un amigo, y que demostraban haberlo ya olvidado. En cuanto entraron en la gran ciudad se separaron casi sin saludarse, y cada uno se fue por su lado, para no verse más hasta que la muerte de cualquiera de ellos volviera a reunirles.
Zarzoso y Agramunt hicieron subir en su berlina al desconsolado Perico y fueron todo el camino sin despegar los labios.
Una vez enterrado el pobre don Esteban, cuya muerte había aproximado a los dos huéspedes del hotel de la plaza del Pantheón, la antigua frialdad había vuelto a separarles. Existía entre los dos el vicioso cuerpo de Judith, que impedía el renacimiento de aquella franca amistad que tan felices les había hecho.
Al llegar el carruaje al bulevar Saint-Germain, era ya de noche. Agramunt iba a la calle del Sena con Perico, para hablar los dos solos sobre el porvenir de éste, y hacer un inventario de lo que dejaba don Esteban.
Zarzoso, comprendiendo que estorbaba con su presencia a aquellos dos hombres y ofendido por la frialdad que le mostraba Agramunt, se apresuró a echar pie a tierra, y abriendo su paraguas, pues la lluvia arreciaba conforme iba avanzando la noche, se metió por la calle de la Escuela de Medicina, con dirección a su hotel donde ya Judith le estaba aguardando impaciente.
Al entrar Zarzoso en su hotel y pasar frente a la portería, lanzó una mirada distraída al casillero donde se depositaba la correspondencia para los huéspedes, e inmediatamente experimentó una ruda impresión de sorpresa.
En la casilla marcada con el número de su cuarto, sobre la oscura madera, destacábase el blanco sobre de una carta que inmediatamente hirió los ojos del joven médico.
El portero, que lo había visto a través de los cristales, salió apresuradamente y entregó la carta a Zarzoso, que permanecía sorprendido al pie de la escalera.
—Carta de España —dijo sonriendo intencionadamente el conserje, pues sabía la gran impaciencia que por más de dos meses había devorado al joven, esperando una carta que nunca llegaba.
El asombro de Zarzoso fue en aumento, cuando al mirar el sobre reconoció la letra fina y elegante de María.
Aquella carta, por tanto tiempo esperada y que llegaba cuando menos podía aguardarla el joven, causábale cierto terror, y por esto la revolvía entre sus manos, sin atreverse a abrirla.
¿Por qué había callado María mientras él fue un amante consecuente y puro? ¿Por qué le escribía ahora que se hallaba sumido en la mayor de las degradaciones?
Zarzoso no sabía contestar a ninguna de las preguntas que mentalmente se hacía, pero continuaba impresionado por aquella carta que no se atrevía a abrir, presintiendo tal vez que en su interior se encerraba algo que forzosamente había de serle fatal.
En aquella situación degradante a que le había arrastrado un amor impuro, la carta de María equivalía un remordimiento que surgía ante su vista.
Subió la escalera lentamente, mirando con fijeza estúpida la cerrada carta que tenía en sus manos, y al llegar al rellano del piso en que vivía y detenerse bajo un mechero de gas, no pudo contener un instintivo impulso y rasgó el sobre para enterarse inmediatamente del contenido.
A pocos pasos de allí, en su cuarto, le aguardaba Judith, la mujer aborrecida, a la que sin embargo estaba encadenado por la pasión carnal, y hubiese resultado un sacrilegio el ir a abrir la carta en presencia de aquel ser impúdico que aprovechaba todas las ocasiones para fisgarse de las mujeres honradas.
Sacó del abierto sobre un pliego de papel de cartas, dentro del cual se notaba la presencia de otro papel.
Zarzoso leyó apresuradamente las pocas lineas que contenía, y tuvo que volver a releerlas varias veces, para darse cuenta exacta de su contenido, pues la sorpresa parecía haberle arrojado en un estado de imbecilidad.
La carta decía así:
«Le devuelvo este recuerdo de un amor que ha muerto, segura de que si usted conserva su antigua dignidad, la vista de ese papel le producirá eterno remordimiento. No me creía merecedora de que usted olvidase sus antiguos juramentos uniéndose a esa mujer perdida, con quien vive.
»En el primer momento me hizo mucho daño el saber su degradación; pero hoy, afortunadamente, estoy ya curada de tales impresiones. Todo ha concluido entre nosotros. Cuando usted lea esta carta, tal vez seré ya la esposa de otro».
Aquí terminaba lo escrito en el pliego. No había firma al pie ni signo de clase alguna; pero Zarzoso no dudaba, pues conocía bien aquella letra fina, y que en algunas palabras aparecía temblorosa y exageradamente rasgada, como obra de una mano agitada por la indignación o por el dolor.
Zarzoso, temblando y como asustado al ver que su situación era conocida por María, y que todo el edificio de su antigua dicha caía estrepitosamente al suelo, se apresuró a sacar del interior del pliego aquel papel oculto que sentía al tacto y que era una finísima hoja arrugada y amarillenta, en la que también había algo escrito.
Zarzoso, conmovido, con la vista turbia por la emoción, fue leyendo con lentitud:
«A mi Juan: En prueba del eterno amor que…».
El joven no quiso leer más. Con terror reconoció que aquel papel era el mismo que le había dado María, envolviendo un bucle de su cabellera, y cuya desaparición había notado dos semanas antes al examinar la cajita que guardaba sus recuerdos de amor.
Por si podía ocurrirle aún alguna duda, encontró todavía pegados al papel dos o tres cabellos sutiles como la seda, que habían quedado allí adheridos al retirar los restantes.
Aquella sorpresa dejó absorto y como aplastado al joven médico. Únicamente tenía presencia de ánimo para hacerse mentalmente una pregunta: ¡Gran Dios! ¿Cómo podía haber llegado aquel objeto a manos de María? ¿Quién se había encargado de robarle tal recuerdo de amor?
No había acabado de leer aquella inscripción trazada por la mano de María, pues sabía de memoria su contenido; pero le llamó la atención algunas palabras que vio de repente, escritas más abajo con una letra irregular, caprichosa y de contorno dentellado, que también le era conocida.
Aquellas pocas palabras eran un alarde de cínico imputar, un comentario sucio y canallesco sobre la procedencia de los cabellos que envolvía el papel, y más abajo, con un descoco repugnante, figuraba la firma de Judith suscribiendo tan villano insulto.
Zarzoso miró aquello fijamente, como si no se atreviera a dar crédito a una revelación tan repentina que ponía en claro la misteriosa desaparición de su recuerdo de amor; pero, de repente, como si despertara de un sueño, exhaló un sordo rugido, y ciego e impetuoso como una bomba, se arrojó en el pasadizo, abriendo con una furiosa patada la entornada puerta de su cuarto.
Judith, que estaba leyendo a la luz del quinqué el último número del Diario Alegre, levantó sorprendida la cabeza ante aquella entrada tempestuosa de su amante, el cual, poniéndole el papel delator ante los ojos, rugió, mezclando en su furia palabras españolas con las francesas:
—¡Ah, grandísima zorra! ¡Miserable ladrona! ¿Conoces esto?
Y le metía el papel por los ojos, mientras levantaba la diestra amenazante.
Judith estaba asustada ante la cólera de aquél, a quien ella tenía por un tímido gozquecillo; pero en un arranque de su fiero carácter, intentó la resistencia y, saltando de su silla, agarró el látigo de cuero que estaba sobre la repisa de la chimenea y púsose bravamente a la defensiva, insultando con su insolente mirada al indignado joven. Esta actitud de Judith acabó de excitar al enfurecido Zarzoso. Así la quería ver para desahogar su rabia. Era villano pegar a una mujer débil e indefensa; pero con un marimacho así, que tenía músculos de acero y que se había mezclado en todas las peleas estudiantiles, bien podía medirse un hombre como con uno de su sexo.
Al avanzar sobre ella, recibió un latigazo en el cuello que acabó de cegarle, y embistiendo a la amazona le arrancó la fusta de la mano, la tiró a un rincón y de la primera bofetada la hizo caer de rodillas.
Fue aquello una escena violenta, repugnante y breve. Nadie oía el ruido de aquella lucha, pues como era la hora de comer, los cuartos inmediatos estaban vacíos.
Zarzoso pegaba sin consideración a aquella mujer que tenía bajo sus rodillas, y sus puños ciegos e inflexibles martilleaban el hermoso rostro y las blancas desnudeces que habían quedado al descubierto, amoratándolas a cada golpe. En su furor acompañaba los puñetazos con injurias e insultos, y su boca parecía la abierta y negra garganta de un retrete, rebosando la inmundicia del lenguaje.
Judith, que había recibido los primeros golpes con protestas y chillidos, callaba ahora y ofrecía con tranquila pasividad su bello cuerpo a los furores de aquel energúmeno, y mirando amorosamente a Zarzoso agitábase con voluptuosidad a cada uno de sus golpes.
Aquella loca, en su depravación, gustaba de que sus amantes la vapuleasen, y ésta era la causa principal de que estuviera tan enamorada del modelo italiano a quien obedecía.
Cansose antes Zarzoso de pegar que ella de recibir los golpes, y cuando el joven se incorporó, sudoroso y jadeante, ella, sin levantarse del suelo, sonriendo insolentemente como de costumbre, y echándose atrás su cabellera de leona, exclamó:
—Y bien: ¿ya estás satisfecho? Podías pegarme un rato más. A mí me ha gustado siempre que los hombres me zurrasen, pues esto es una prueba de amor. Antes no te quería, te miraba como un ser insignificante y ridículo; pero ahora empiezo a tenerte cariño en vista de que son fuertes tus puños.
Zarzoso pareció no oír estas cínicas declaraciones, y señalando el delator papel que estaba sobre la mesa, le dijo con entonación de juez que interroga:
—¿Por qué has hecho eso? ¡Habla pronto o te mato!
Judith contestó con una alegre carcajada:
—Mira, voy a serte franca, ya que ha llegado la hora de decírtelo todo. Yo soy una buena muchacha, tengo un gran corazón, y me gusta hacer favores cuando se trata del reposo y de la felicidad de las familias.
Zarzoso creyó que Judith se burlaba otra vez de él y estuvo a punto de emprenderla a golpes, pero ella explicó sus palabras haciendo una revelación importantísima.
Antes de que conociera a Zarzoso, cuando ella acababa de llegar a París, reciente su rompimiento con aquel dibujante que la llevó hasta Londres, le rogaron que prestase el gran favor de enamorar a Zarzoso, diciéndole que éste estaba encaprichado con una chiquilla de Madrid, una cualquiera, sin fortuna y sin nombre, que no convenía a la familia del joven, por lo que era preciso impedir su casamiento haciéndole contraer otro tipo de relaciones. Judith intentó resistirse, encontrando que el papel que iba a desempeñar no era muy agradable; pero la persona que le encomendaba el servicio tenía gran poder sobre ella, disponía de muy contundentes medios para convencerla y al fin aceptó, marchando a la noche siguiente al encuentro de Zarzoso, para hacerse su querida, empleando todos los medios de seducción.
—Lo que pasó después —añadió Judith— lo sabes tú perfectamente.
—¿Pero quién fue el hombre que te indujo a tomar parte en tan repugnante intriga?
La joven intentó resistirse a contestar; pero cuando Zarzoso nombró al modelo italiano, ella, turbada por las amenazas de muerte, contestó con un signo afirmativo.
—Ya le ajustaré yo las cuentas a ese bandido napolitano. ¿Pero qué interés puede tener ese hombre que no me conoce en labrar mi perdición?
—Eso es lo que yo me he preguntado muchas veces, sin poder darme una contestación definitiva. Él no te conoce, es verdad, y por esto mismo no he podido nunca comprender por qué trabajaba contra ti.
La modelo quedó silenciosa por algunos instantes y después añadió con tono sentencioso:
—Mira, querido; tú por algún oculto motivo debes serle odioso a los curas de tu país.
—¿Por qué dices eso?
—Porque Luigi es protegido desde su niñez por los padres jesuitas, a quienes servía ya cuando estaba en Nápoles. Ellos fueron los que le salvaron cuando le iban buscando por dos o tres puñaladas que dio allá, y los que le trajeron a París poniéndole en camino para que fuese un buen modelo. Es el perro de los jesuitas; hace cuanto le dicen, y si le mandan morder, muerde. En este asunto deben tener mucha participación los protectores de Luigi: esto es lo que yo he creído siempre.
Zarzoso hizo un gesto que indicaba su inmensa sorpresa y quedó pensativo, mientras que Judith seguía hablando, deseosa de sincerarse ante aquel muchacho, al que había cobrado cariño desde que apreció la fuerza de sus puños.
Al faltar Zarzoso a la primera cita que le dio Judith, recomendáronla a ésta que fuese a encontrarle, y cuando hacía ya con él vida marital, le ordenaron que buscara entre los efectos de su nuevo amante una cajita en que guardaba todos los recuerdos de su antiguo amor. Judith debía robar uno de éstos, que, según le decía Luigi, era para enviarlo a Madrid, con el propósito de que la novia de Zarzoso se convenciera de que éste ya no la amaba y romper de este modo completamente unas relaciones que estorbaban a la familia.
La rubia, al revolver aquella caja de recuerdos, escogió el papel con el rizo que contenía, y por indicación del mismo modelo italiano puso allí la primera grosería que se le ocurrió para desesperar a la desconocida muchacha de Madrid.
—Ahí tienes cuanto ha ocurrido, vida mía —decía la rubia fijando una mirada amorosa en el indignado Zarzoso—. He sido ligera, lo sé: he obrado como siempre, con aturdimiento; pero al fin y al cabo lo hacía por tu bien, creyendo librarte de un matrimonio que no te convenía, y espero que me perdonarás. Además, te quiero mucho, te amo desde que me he convencido que eres todo un hombre.
Y ya levantada del suelo, avanzaba con los brazos abiertos hacia Zarzoso para darle un estrecho abrazo.
El joven la rechazó con un violento empujón que la hizo chocar las espaldas contra la pared, y señalando la puerta dijo con acento imperioso:
—¡Márchate en seguida, perra inmunda! Me has hecho mucho daño, y si no te vas pronto tal vez me acometa el furor y sea capaz de convertirme en asesino.
Y diciendo esto, contemplaba con torva mirada un cajón de su mesa de escribir, en el que tenía una gran navaja jerezana, comprada en París, más por españolismo que porque necesitase de ella.
Aquella mirada dejó fría a Judith y le produjo mayor terror que los golpes de antes. Como la mayoría de las mujeres de su clase, tenía un miedo casi supersticioso a las armas blancas, y siempre lanzaba exclamaciones de terror cuando Zarzoso, al revolver sus papeles, se le ocurría abrir la navaja.
La posibilidad de que el joven sacase del cajón la terrible arma la impresionó de tal modo que, pálida, silenciosa y con actitud sumisa, púsose su sombrero y su abrigo y llamó a Nemo, perro discreto y bien educado, que había presenciado filosóficamente desde un rincón la anterior paliza, como acostumbrado a que a su ama le hiciesen tal clase de caricias.
Cuando Judith, siempre bajo la amenazante mirada de Zarzoso, hubo acabado de arreglarse y salió del cuarto, se detuvo en el pasillo, pensando que una mujer como ella no podía retirarse así, sumisa y atemorizada como una cualquiera. Llamó en su auxilio a su bravía altivez, hizo asomar a sus labios la sonrisa cínica que la caracterizaba y, con voz irónica, que parecía el silbido de una víbora, dijo, inclinando el cuerpo como dispuesta a huir:
—Mira, niño; si no me despacharas, yo te hubiera dado pelo igual al que tenías de esa muchacha. ¡Pobre chica, ir a darse un tijeretazo tan lejos de la cabeza! Lo que yo he escrito en ese papel es la pura verdad.
Aún quiso Judith desahogar su despecho con mayores indecencias, pero el latigazo que aquella perdida descargaba sobre la honra de María enfureció nuevamente a Zarzoso, el cual se abalanzó al pasillo con propósito de estrangular a la infame; pero cuando llegó allí, ya la rubia, seguida de su perro, bajaba apresuradamente la escalera del hotel.
En el portal tropezó violentamente con un hombre que entraba sacudiéndose la lluvia.
Era Agramunt, que acababa de dejar, en la calle del Sena, al desconsolado criado de don Esteban y que volvía al hotel a despojarse de su traje negro de ceremonia antes de ir al restaurante.
Fijose en Judith, que pasó lanzándole iracundas miradas. En su rostro desordenado y marcado por las huellas de los golpes adivinó que había pasado algo grave entre los dos amantes, y vio cómo la rubia, andando con paso inseguro y sin hacer caso de la lluvia, se hundía en la húmeda oscuridad de la plaza, cuyos reverberos alumbraban inciertamente a causa de las ráfagas del huracán.
Agramunt, alarmado por aquel encuentro, subió rápidamente al segundo piso.
Al entrar en el cuarto de Zarzoso vio algunas sillas voleadas, una cortina rota y una porción de desperfectos que indicaban una reciente lucha. Zarzoso estaba doblado al borde de la cama con la cabeza entre las manos.
—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? —gritó asustado el buen muchacho.
Zarzoso levantó su cabeza, en la que se retrataba el más terrible asombro, y se abalanzó a su amigo, exclamando con voz conmovida por penoso estertor:
—¡Ay Pepe! ¡Pepe mío! Soy muy desgraciado.
Y como el niño enfermo que cree huir del dolor arrojándose en brazos de su madre, Juanito Zarzoso dejó caer su cabeza sobre un hombro de Agramunt, y después de agitarse su pecho con un supremo estertor, rompió a llorar copiosamente.