Al sentirse María tocada por la mano de la Naturaleza fue cuando cambió por completo de carácter.
La pubertad parecía haber limpiado obstruidos canales de su organismo por donde ahora circulaban nuevos torrentes de vital energía, y se despertaban en ella sensibilidades desconocidas que le hacían percibir cosas hasta entonces nunca imaginadas. Parecía que su piel se había adelgazado para ser más sensible a todas las impresiones externas; que sus ojos habían estado empañados hasta entonces y ahora lo veían todo en un nuevo aspecto y con asombrosa claridad; y que sus miembros, antes enjutos, ágiles y nerviosos como los tentáculos de un insecto, al henchirse en el presente con esa fuerza vital que hace estallar el capullo y esparce en el espacio un tropel de colores y perfumes, adquirían nueva fuerza, y lo que perdían en ligereza ganábanlo en solidez siendo como raíces que la unían a la vida.
Aquella revelación de la pubertad que tanto alarmó su ignorancia, cambió por completo sus gustos y aficiones.
Huyó de las diversiones ruidosas; en el patio del recreo miró con gesto desdeñoso los juegos inocentes a que se entregaban sus compañeras menores; acogió con la irritación del que le proponen una cosa indigna, las excitaciones de su banda para que volviese a reanudar las antiguas diabluras; y gustó de permanecer en las horas de apuramiento, sentada en un rincón del patio, con el aire enfurruñado del que está descontento de sí mismo, y mirando a todas partes con ojos interrogadores, como si quisiera encontrar el poder que la había herido en su organismo produciendo aquel cambio que en ciertos momentos la irritaba.
A pesar de aquellas fieras melancolías y de los vagos deseos de venganza sin objeto, su varonil carácter iba cediendo el paso a nuevas aficiones y desaparecían en ella rápidamente todos los gustos que le hacían semejante a un muchacho con faldas.
Ella, tan rebelde siempre a toda clase de labores femeniles, se aficionó de repente a los trabajos delicados y aunque era visible su torpeza para esta clase de faenas, pues únicamente tenía facilidad asombrosa para el estudio, llegó a ser una de las mejores alumnas de la subdirectora, si no por su habilidad, por su tenaz perseverancia.
En las horas de recreo, colocábase en el banco del patio al lado de algunas señoritas mayores que ella, que llamaban la atención por su exaltada sensatez, y allí permanecía mucho tiempo entregada de lleno a sus labores de punto, con los ojos bajos y fijos tenazmente en sus móviles dedos y sin dar otras señales de vida que las oleadas de sangre comprimida y violentada por tal quietismo que, subiendo atropelladamente a su cabeza, la inundaban de púrpura el semblante.
Pero aquel carácter, que a pesar del cambio experimentado conservaba movible e inquieto, no podía ceñirse mucho tiempo a una vida de continua inmovilidad y fijeza.
Su cuerpo no deseaba el movimiento, pero en cambio, el espíritu, que había permanecido como muerto durante aquella alborotada niñez, reclamaba ahora su parte de agitación y esparcimiento y se desesperaba aturdido por la monotonía de las laboriosas distracciones a que se entregaba la joven.
De repente dejó de bajar al patio a las horas de recreo, y cuando las buenas madres, alarmadas por las desapariciones de aquella niña terrible que las tenía en perpetua alarma, fueron en su busca, encontrábanla siempre en la azotea del colegio, vasta planicie de ladrillo que, por su altura, permitía gozar de un magnífico panorama y que estaba cubierta por una celosía de alambre a la cual se enroscaban centenares de plantas trepadoras formando una hermosa bóveda de verdura.
Como María era siempre sorprendida por las religiosas, inmóvil en la azotea, mirando con soñolienta vaguedad a lo lejos, y no se notaba el menor desperfecto en las plantas, las buenas madres prefirieron dejarla allí a que siguiese bajando al patio, donde un día u otro podrían volver a despertarse sus instintos varoniles y perturbar de nuevo la quietud del colegio. María se consideró feliz con aquella tolerancia que le permitía permanecer en la azotea hasta la hora en que la campana del colegio, con sus repiqueteos, le indicaban que era llegado el momento de volver al trabajo.
El espectáculo que desde allí se gozaba, llenaba por completo la aspiración que sentía su alma, por todo lo grande, lo inmenso. Además, en aquel ambiente de libertad, limitado por el infinito, se respiraba mejor que en el interior del colegio, entre las oscuras paredes, desnudas y frías, con el efecto mercenario de las buenas madres.
¡Dios mío! ¡Qué hermoso era aquello! María nunca se cansaba de contemplarlo y el panorama producíale una dulce somnolencia en la cual transcurrían las horas con vertiginosa rapidez.
Lo primero con que tropezaban sus ojos al subir, era con la imponente torre del Miguelete, que parecía abrumar el espacio con su pesada masa octogonal y que remontaba sus ocho caras de piedra tostada, compacta y desnuda de todo adorno; para coronarse al final con una cabellera incompleta de floridos adornos góticos, a los que sirve, como de sombrero, el feo remate postizo que remedia el defecto de la obra sin terminar.
El coloso de piedra hundía su base en la vieja catedral erizada de pequeñas cúpulas, entre las que campea la gótica linterna; y a su alrededor, como las escamas de una inmensa concha de galápago, extendíanse un mar de tejados, rojizos o negruzcos, empavesados por las ristras de blanca y flotante ropa puesta a secar y cortados a trechos por las moles pesadas e imponentes de los edificios públicos o por los innumerables campanarios, esbeltos, casi aéreos, remontándose en el espacio con la graciosa audacia de los minaretes de las mezquitas.
Y cuando la niña cansábase de mirar a la ciudad, sumida en la modorra propia de las primeras horas de la tarde bajo un sol siempre ardiente; cuando se sentía aturdida por el cachazudo y discreto campaneo que llamaba a los canónigos al coro, o por el zumbido de colmena que salía de las calles ocultas a su vista pero marcadas por las desigualdades de los tejados y por los trozos de fachada que quedaban al descubierto con sus alegres balcones cargados de plantas y sus cortinas listadas flotantes a la brisa, no tenía más que girar sobre sus talones, para sumergirse en una contemplación de distinto carácter y sentirse envuelta en esa somnolencia ideal que produce la naturaleza exuberante, envuelta en esos esplendores que son la desesperación del arte y que el hombre no llegará nunca a reproducir.
Delante, casi a sus pies, el río con su gigantesco cauce seco y pedregoso, bateado aquí y allí por corrientes de agua mansa, que se deslizaban indecisas y formando grandes curvas como para llegar más tarde al mar que ha de tragarlas; las lavanderas tendiendo sus montones de ropa entre los altos olmos, alineados a lo largo de los pretiles y con sus raíces hundidas en el fango de las avenidas; los antiguos puentes de roja piedra, albergando bajo sus chatos ojos tribus enteras de gitanos con su acompañamiento de niños sucios, voceadores y en camisa, revueltos con asnos consumidos por el hambre, y adornándose en su parte superior con santos berroqueños, mancos, sin narices y picados por las irreverentes pedradas de innumerables generaciones de muchachos; y, juntos a los más apartados riachuelos, las manadas de toros destinados a la matanza, paseando su gravedad de raza y su aplomada estampa, y mirando con expresión de hartura los bullones de hierba fresca arreglados por el pastor.
Más allá del río, el espectáculo se agrandaba, se extendía hasta el infinito, con interminable variedad de colores y de luces.
El Hospital Militar con sus cuadradas torres; las grandes fábricas con sus chimeneas humosas; las frondosidades de la alameda en las que lucía el tono verde con todas sus infinitas variedades y sobre las cuales se elevaban como dos toscos ídolos chinos, las torrecillas de los guardias vestidas con pétreos escudos y cubiertas con caperuzas de barnizadas tejas; todo esto formaba el marco de la opuesta orilla del río, y tras aquella línea extensa y profunda de edificios y vegetación, esparcíase la huerta, perdiéndose por un lado en el lejano horizonte y muriendo al pie de las montañas.
Aquel espectáculo causaba a la vista el efecto de un licor fuerte, pues los ojos se embriagaban y aturdían, al abarcar de un golpe el desordenado tropel de colores.
Era aquello como un mosaico caprichoso, como un chal indio de extraños y vistosos colores tendido desde la ciudad al mar.
La nota verde predominaba en aquella grandiosa sinfonía de colores; era la nota obligada, el eterno tema, sólo que subía y bajaba, se adelgazaba como un suspiro o se abría como una frase grave, tomando todas las gradaciones y tonalidades de que es susceptible un color.
El verde oscuro de las arboledas resaltaba sobre el blanquecino de los campos de hortalizas; el amarillento de los trigos hacía contraste con el lustroso y barnizado de los naranjos y los pinares, allá, en último término, destacaban las negruzcas curvas de sus copas, sobre el fondo que formaban las primeras colinas rojizas, que acariciadas por el sol, tomaban un tinte violeta.
Y aparte de los colores ¡cuán bellos aspectos presentaban vistas desde aquella altura, todas las obras del hombre, todos los signos de vida que se destacaban sobre aquella naturaleza esplendente!
Como los caprichosos veteados de un inmenso bloque de mármol, extendíanse tortuosas fajas rojizas y blanquecinas, que eran otros tantos caminos, formando intrincada red, y perdiéndose a lo lejos, matizados por puntos negros en los que apenas si por el tamaño se adivinaban a hombres y vehículos. Las innumerables acequias, recuerdo fiel de la civilización sarracena, confundíanse y se enmarañaban en intrincadas revueltas, como montón de plateadas anguilas sobre un lecho de verdes hojas, y por todas partes donde se dirigía la mirada, confundidos hasta el punto de parecer que sólo mediaban algunos pasos de unos a otros, veíanse pequeños pueblecitos, grupos de casas, grandiosas alquerías; manchas, en fin, de esplendorosa blancura, que bien podían ser comparadas por un poeta con un tropel de gaviotas descansando sobre un mar de esmeraldas.
La vega tenía sus límites.
A un extremo, cerrando el horizonte y recortando sobre él su desdentada crestería, surgía la audaz cordillera que iba a hundirse en el Mediterráneo en rápido descenso de cumbres, sustentando en la última de éstas el histórico castillo de Sagunto, cuyas largas cortinas e innumerables baluartes, parecían vistos desde Valencia, las revueltas de una sierpecilla cenicienta, encogida y dormitando al cariño del sol; y a partir de tal punto, el mar, orlando toda la huerta a lo largo con su recta y azulada faja, llanura inmensa en la que blancas velas se movían como triscadores corderillos.
Todo era animación allá donde se fijaban los ojos. La vida se desbordaba lo mismo en las obras de la naturaleza que en las del hombre, y como manadas de oscuros pulgones, veíanse esparcidos por los campos centenares de puntos negros, sobre los cuales una vista poderosa distinguía el brillo de veloces relámpagos. Las herramientas agrícolas volteando sobre la cabeza del jornalero, caían y arañaban las entrañas de la tierra, removiéndolas sin piedad para acelerar el parto de su producción preciosa. La madre común era forzada brutalmente a crear, para dar el sustento a sus hijos que no le permitían el menor descanso.
Pero aquel detalle de fatiga y laboriosidad humana pasaba casi desaparecido para la soñadora niña y desaparecía absorbido por el imponente espectáculo que presentaba el conjunto
María, acostumbrada a ver todos los días y a las mismas horas aquel paisaje encantador, estaba familiarizada con él, y a pesar de esto nunca se cansaba de admirarlo, ni lo encontraba monótono.
Se sentía feliz allí. Era un atracón de libertad y de espacio infinito que se daba la púber al mismo tiempo que sentía correr por sus venas torrentes de sangre ardiente y atropellada, comparables a las impetuosas corrientes de savia que animaban aquel mar de verdura; era una borrachera de luz y color que reanimaba a la fogosa niña y le daba fuerzas y resignación para resistir el monótono y frío interior del colegio, con las austeridades de su educación monjil.
La niña, obsesionada por aquel espectáculo, tenía ideas muy extrañas. Primero creyó ver en aquel dilatado panorama las más estrambóticas imágenes; algo semejante a un aquelarre de figuras monstruosas, esbozos grotescos y formas de embrión. Había oscuros cañares que, moviendo los blancos plumajes de sus alturas, parecíanle negruzcos dragones tendidos y agitando con nerviosos estremecimientos su manchado dorso; hablaba y hacía muecas a su chino, que era una torrecilla lejana cuyas dos ventanas le parecían ojos desmesuradamente abiertos, bajo la puntiaguda techumbre de tejas que tenía gran semejanza con la montera de un mandarín del celeste Imperio; y las lejanas montañas, se presentaban a su vista revistiendo las más extrañas formas animadas: unas eran cúpulas de catedral, otras sombreros de ridículas formas, y hasta en un pico lejano de perfil encorvado y en las grandes manchas formadas por hondonadas y barrancos, parecía encontrar cierto parecido con el rostro del hermano José, el portero del colegio, con su picuda nariz y su mirada maliciosa.
Pronto su imaginación soñadora, abismándose en la contemplación diaria de un panorama al que amaba con creciente cariño, cansose de buscar en él extravagantes semejanzas y de adivinar fantásticas formas. Familiarizándose cada vez más con el paisaje, encontraba una sorprendente novedad que al principio le hizo sonreír.
¡Qué locura! ¿Pues no le parecía que cantaba aquella vasta y deslumbrante llanura, entonando un himno vago que no producía en sus oídos conmoción alguna, pero que veía vibrar en el espacio?
Era aquello un terrible despropósito; mas no por esto resultaba menos cierto que la risueña vega, con sus azuladas montañas de tonos violáceos y su mar que se confundía con el azul del cielo, entonaba una sinfonía muda, una música de la que gozaban los ojos en vez de los oídos y en la cual cada color representaba una nota, un instrumento que interpretaba su parte con nimia exactitud, sin desentonar en el armonioso conjunto.
María recordaba las fiestas del colegio, aquellas representaciones teatrales en honor de la santa patrona del establecimiento; la comedia mística desempeñada por las más avispadas colegialas y en la que ella, por su desenvoltura, se encargaba siempre del papel de graciosa: entonces, durante los entreactos, alegraba con sus risueños sones las desiertas salas del edificio, una orquesta formada por los músicos más viejos de la ciudad, que asistían a los entierros y a las funciones religiosas.
La joven había oído en tales ocasiones interminables sinfonías de carácter clásico y ahora encontraba que era muy semejante aquella maravillosa sucesión de colores, con el engarce de notas de las grandes piezas musicales.
Dudó al principio; pero al fin se dio por convencida. ¡Oh…! ¡Maravilloso…! ¡Divino! El campo entonaba su sinfonía ni más ni menos que como salía de los instrumentos de todos aquellos profesores viejos, la mayor parte con peluca, que alegraban el colegio en la fiesta anual.
Primero, las notas aisladas e incoherentes de la introducción eran aquellas manchas verdes y aisladas de los árboles del río, las masas rojizas de los puentes y edificios, las mil formas que se veían recortadas, separadas e individuales a causa de su proximidad; y tras esta incoherencia de colores, que por estar próximos al espectador no podían confundirse y armonizarse, tras esta breve y fugaz introducción, entraba la sinfonía, brillante, deslumbradora, atronándolo todo con su grandiosidad de conjunto, sin perder por esto el gracioso contorno de los detalles.
Los cabrilleos de las temblonas aguas de acequias y riachuelos heridas por la luz, eran el trino dulce y tímido de los melancólicos violones destacándose sobre la masa de los demás tonos; los campos de verde apagado, hacían valer su color, como suspiros tiernos de clarinetes, esos instrumentos que según Berlioz «son las mujeres amadas»; los agitados cañares con sus amarillentas entonaciones esparcidos a trechos, parecían formar el acompañamiento; los trozos de frescas hortalizas, con sus tonos claros y esplendentes, como charcos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto cual apasionados quejidos de la viola de amor o románticas frases de violoncelo; y en el fondo, aquella inmensa faja de mar con su tono azul espumado, semejaba la nota prolongada del metal que a la sordina lanzaba un suspiro sin límites.
Sí; María se afirmaba cada vez más en su idea. Era aquello una sintonía clásica, en la que el tema fundamental se repetía hasta lo infinito.
El tema era la nota verde, que tan pronto se abría esparciéndose para tomar un tono blanquecino, como se condensaba y oscurecía hasta convertirse en azul violáceo.
Semejante al pasaje fundamental, que salía de un atril a otro, para ser repetido por los diversos instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en el paisaje, subía y bajaba perdiendo o ganando en intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los quejidos de la cuerda; se tendía sobre los campos desperezándose con movimientos voluptuosos y dulzones como las melodías de los instrumentos de madera; se extendía azulándose sobre el mar con prolongación indefinida, como el soberbio bramido del metal; y para completar más el conjunto, cual el vibrante ronquido de los timbales matiza los pasajes más interesantes de una obra, el sol arrojaba brutalmente a puñados sus tesoros de luz sobre aquella inmensidad, haciendo resaltar con la brillantez del oro unas partes, y dejando envueltas otras en la penumbra del claro oscuro.
Y la soñadora niña, con su exaltada fantasía, seguía la marcha de aquella sintonía muda, que por partes iba desarrollando ante sus ojos, sus sublimes grandiosidades.
La blancura de los caminos eran cortos intervalos de silencio en aquel gigantesco concierto, el cual, una vez salvados tales obstáculos, seguía desarrollándose con todas las reglas de la sublimidad artística. El tema crecía en intensidad y brillantez conforme iba alejándose y adquiriendo un tono oscuro; en las orillas del mar llegaba al período esplendente, a la cúspide de la sinfonía y desde allí comenzaba a descender, buscando el final, las postreras notas. Corría así el colorido del tema sobre el mar, esfumándose en el horizonte y adquiriendo la suavidad indecisa de las medias tintas; encaramábase por las lejanas montañas, cuya pálida silueta casi confundía sus contornos con el espacio; y desde aquellas alturas, arrojábase en pleno cielo y marchaba velozmente hacia el final, como los instrumentos que entran ya en los últimos compases de la sinfonía. Una vez allí, lo que en el suelo y a corta distancia era verde brillante, se difuminaba en tonos débilmente azules hasta ser blanquecinos, como el tema sinfónico que después de ser brillante y ensordecedor, al ser repetido por última vez, adquiere la vaguedad indecisa del sueño; y al fin se confundía en el horizonte, indeterminable, pálido, extinguido, sin extremo visible, como el último quejido de los violones que se prolonga mientras queda una pulgada de arco y que adelgazándose hasta ser un hilillo tenue, una imperceptible vibración, no puede darse cuenta el que escucha de en qué instante cesa realmente de sonar.
Podía ser aquello una locura, pero María oía cantar a los campos y al espacio, y gozaba en la muda sinfonía de la Naturaleza, en aquella obra musical silenciosa y extraña, que comenzaba con lentas palpitaciones de tintas campestres; que se iba agrandando hasta el punto de que las diversas tonalidades de color se sofocasen entre sí, como el canto de las sirenas, imperioso, enervante y desordenado, sofoca las solemnes preces de los peregrinos en la obertura del Tannhauser, y que terminaba por fin, perdiendo su intensidad, palideciendo, como debilitada por aquella orgía de tintas y esparciéndose en el infinito espacio cual el fatigado espíritu que en loca aspiración intenta en vano sorprender el misterio de la inmensidad.
Todas las tardes, apenas la campana del colegio daba el toque del recreo, la niña, cada vez más soñadora, se lanzaba a subir a la azotea, con todo el apresuramiento febril de la joven que se dispone a ir al teatro, donde sus padres sólo la llevan de tarde en tarde.
Ella llamaba su palco a aquella azotea, y el espectáculo que desde allí gozaba, parecíale de inacabable novedad, pues nunca llegaba a fastidiarse dejándose absorber por la grandiosa monotonía de la Naturaleza.
Tan atraída se sentía por la azotea del colegio, que muchas tardes, a la hora en que repasaba su lecciones de solfeo, pretextaba necesidades apremiantes o burlaba la vigilancia de la madre inspectora, para subir a aquel punto del edificio, alcázar dorado de sus ensueños, donde hubiera querido vivir a todas horas.
Las puestas de sol la conmovían hasta el punto de arrancarle gritos y contraer su rostro con un gesto de estupidez contemplativa.
Aquel espectáculo era aún más hermoso que la sinfonía de color, y cada día se presentaba bajo una nueva forma, prolongándose sus radicales variedades hasta lo infinito.
¡Cuán hermosa resultaba la agonía de la tarde!
En los días tranquilos, el cielo era una inmensa pieza de seda azul, por la que rodaba lentamente, sin quemarla, el sol, como una bola de fuego, y cuando en su descenso majestuoso se acercaba al límite del horizonte, formábase como un lago de sangre, en el cual se sumergía el astro, tomando un tinte violáceo.
Otras veces, en las tardes nubladas, la apoteosis final del día verificábase en medio de un tropel de vapores, y entonces el espectáculo adquiría imponente grandiosidad. Parecía el horizonte maravillosa decoración de melodrama mágico, sometido a rápidas mutaciones. Las nubes, que momentos antes semejaban gigantescos copos de blanco algodón, heridos ahora por los últimos rayos de luz, chisporroteaban como un mar de azufre; veíanse allí formas extrañas, cambiando al menor soplo del viento; lo que parecía una torre, adquiría de pronto el perfil de una roca batida por olas de fuego; las siluetas de monstruo, trocábanse en flotantes vestiduras de ángel, y muchas veces el sol en sus últimos estremecimientos, rompía el murallón de cárdenas nubes, y a través de tal brecha, lanzaba horizontalmente sus postreros rayos, como una lluvia de flechas de oro que cruzando veloces el espacio venían a herir la retina del espectador.
Cuando caía el crepúsculo y tenues gasas parecían arrollarse lentamente a todos los objetos, María, con los ojos todavía deslumbrados y suspirando con inexplicable melancolía descendía al interior del edificio más feo y triste que de costumbre.
Sus ojos, conmovidos aún por aquella borrachera de luz y de color, no podían habituarse a la negra y desierta sombra que iba apoderándose de aquellas habitaciones.
En su cerebro iba germinando una idea que se imponía con la fuerza irresistible del deseo. Salir de allí cuanto antes, vivir envuelta en aquellos esplendores que la deslumbraban; ser libre, completamente libre, como las brisas, como los colores que ella veía con un anhelo inexplicable que la conmovía hasta en lo más íntimo.
La continua contemplación de la Naturaleza despertaba en ella un anhelo inexplicable que la conmovía hasta en lo más íntimo.
Deseaba algo que no podía determinar. Ansiaba salir de allí, para vivir sola y libre como un pajarillo, de los que ella veía saltar en los árboles; como una de las flores que matizaban la sinfonía de colores; pero… no estaba muy segura de si esto le bastaría.
Un suceso inesperado revolucionó su existencia y vino a arrancarla de sus fantásticas contemplaciones.
Una tarde, estaba tendida sobre el vientre y con la barba apoyada en las manos, soñolienta y amodorrada por los golpes de sol que pasaban a través de la bóveda de enredaderas.
Había llegado la primavera; el vivificante abril abría los pétalos de la flor del naranjo, impregnando la atmósfera con el punzante perfume del azahar, y al respirar, aspirábanse esos efluvios de amor y de bellos sueños que trae consigo la más hermosa de las estaciones.
María no se abismaba, como de costumbre, en la contemplación del paisaje. Tenía sus asuntos serios en que pensar y que por cierto le preocupaban bastante.
En primer lugar, sólo faltaban dos meses para los exámenes y el reparto de premios que se verificaban en el colegio al llegar el verano, y aunque ella por ser con el consentimiento general, una de las más desaplicadas, estaba exenta de aspirar a los honores destinados a la laboriosidad, habíasele metido en la cabeza el conseguir lo que alcanzaban aquellas compañeras remilgadas e hipócritas. Hasta entonces sólo había alcanzado premios en la clase de gimnasia, donde brillaba acometiendo las más audaces diabluras; pero aquella mañana había tenido una pelea con una burguesilla pedante, que hablaba de gramática y aritmética a las que sólo se ocupaban de vestidos; la sabidilla la había llamado ignorante, y este insulto había hecho germinar en ella el deseo de disputarla uno de los premios literarios. En verdad que nada sabía, que sus libros rotos y manchados a fuerza de arrojarlos al suelo, estaban olvidados en el fondo del pupitre; pero esto no doblegaba su firme voluntad, ni la hacía retroceder en el propósito de alcanzar el premio anhelado.
Otro asunto aún más importante ocupaba su pensamiento.
Su tía, la baronesa de Carrillo, no tardaría en sacarla de allí. También en aquella misma mañana lo había oído de labios de la subdirectora, sorprendiendo su conversación con otra religiosa.
La baronesa, desde que había sabido que su sobrina no era ya tan traviesa y que en vez de alborotar el colegio, se mostraba formal como una mujercita, sentía deseos de tenerla a su lado, y había escrito en este sentido a la directora, prometiendo que sacaría a María del colegio apenas sus ocupaciones le permitieran abandonar Madrid por unos días, lo que ocurriría indefectiblemente a principios del verano.
La joven a pesar de sus deseos de libertad, estaba acostumbrada a la vida del colegio, y tan extraña a su persona le resultaba ahora doña Fernanda, a la que había visto pocas veces desde que estaba allí, que no sabía si alegrarse o entristecerse por la nueva existencia que llevaría en Madrid.
Seducíala la perspectiva de brillar en un mundo de elegancia y riqueza, que sólo de oídas conocía; pero al mismo tiempo, desde que tenía la certeza de abandonar en breve aquel edificio, escenario de su niñez, presentábasele con cierto encanto y se sentía como atraída por sus paredes.
Entregada a estas reflexiones, y sin saber cómo acoger la idea de su próxima marcha, permaneció María por mucho tiempo tendida sobre el embaldosado de la azotea que la comunicaba grata frescura.
De pronto se incorporó, avanzando la cabeza como para oír mejor.
Sobre el ruido que producían los carruajes pasando por las cercanas calles y por la avenida existente entre el colegio y el pretil del río, destacábase un sonido agradable y continuo, que por su novedad alarmó a la niña.
¿De dónde procedía aquello? Era la primera vez que escuchaba aquel sonido que a ella le parecía dulcísimo, y que cesaba de vez en cuando para volver a reanudarse con mayor fuerza.
María se levantó, poniendo en el oído toda su voluntad, para que el ruido de las calles no sofocara tales armonías.
Era el sonido de un violín: pero lo notable consistía en que las armonías no subían de la calle, sino que parecían salir a través de la pared que María tenía a su derecha.
Aquel pequeño muro, blanqueado y cubierto de enredaderas, había sido levantado para aislar la azotea del colegio de una casita pequeña y humilde, pegada como una molesta verruga, al grandioso edificio que ocupaba el resto de la manzana.
María sintió el impulso de una curiosidad irresistible, y pensando en qué medio emplearía para ver quién tocaba el violín al otro lado de la pared, quedó extática y meditabunda escuchando las melodías del instrumento.
Aquella música le parecía deliciosa a la joven; lo que no impedía que fuese obra de una mano inexperta y torpe que cometía un desacierto a cada compás.
El tema de El Carnaval de Venecia, esa cancioncilla insufrible por lo vulgar, que repiten desde los profesores de café hasta los clowns en el circo, era lo que tocaba aquel violín, con la desesperante monotonía del principiante tenaz. El arco, en algunos pasajes, arrancaba a las cuerdas sonidos bastante limpios y agradables; pero de vez en cuando, se le iba la mano al ejecutante, y el aire se poblaba de estridentes chirridos, como si un nido de ratas acabase de caer bajo la zarpa del gato.
Con aquella musiquilla de principiante había suficiente para crispar los nervios del más pacienzudo; pero a María, influenciada por el ambiente poético en que se sumía apenas entraba en la azotea, parecíale la cancioncilla una fantástica serenata que un genio misterioso, oculto tras aquella pared, daba en su honor.
Ella sentía vehementes deseos de enterarse de aquel misterio, de conocer al incógnito artista, y se arrancó de su expectación extática para escalar la pared, a cuyo borde casi llegaba con las puntas de sus dedos.
Amontonó algunos tiestos de flores sobre un fuerte banquillo de madera, y así logró encaramarse con relativa comodidad, hasta asomar su despeinada cabeza al borde del muro.
Ansiosa por satisfacer su curiosidad, miró abajo, y vio como a unos tres metros, un tejado mohoso, antiguo y con la mayor parte de sus tejas rotas, y en el centro de su declive, una pequeña azotea que tenía a uno de sus extremos una garita casi derruida por donde desembocaba la escalera. Además, entre la azotea y la parte más alta del tejado que daba a la calle, levantábase una casucha de yeso y madera, agrietada por sus cuatro caras, que parecía haber servido de palomar o conejera en otros tiempos.
De allí salían los sonidos del violín. La puerta, construida con maderas de cajón que aún llevaban la marca de fábrica, estaba abierta, dejando al descubierto el interior de aquella construcción rara. Algunos libros estaban esparcidos por el suelo o amontonados sobre una tabla sin cepillar, pendiente del techo con cordeles. No se veía al que tocaba el violín… pero ¡detalle horrible!, sobre aquella tabla que servía de biblioteca, vio un cráneo, limpio, lustroso, con ese color amarillento de mármol viejo que el tiempo da a los huesos humanos.
Aquel cráneo era grotesco hasta lo horrible. Una mano irrespetuosa lo había cubierto con una gorrita vieja, y en sus cuencas negruzcas y vacías parecía brillar una imaginaria mirada de terrorífica malicia; así como en su mandíbula superior, desdentada a trechos, vagaba una sonrisa que daba frío.
María, aterrorizada, estuvo a punto de dejarse caer, y hasta le pareció que la musiquilla producíala algún fúnebre compañero del sardónico cráneo que la espantaba con su sonrisa; pero la curiosidad pudo en ella más que el terror y permaneció inmóvil con la esperanza de conocer al artista.
Permaneció mucho tiempo en su incómoda atalaya, escuchando con algunos intervalos de silencio y repeticiones hijas de la torpeza, aquellas interminables variaciones sobre el tema de El Carnaval de Venecia, que parecían constituir todo el repertorio del artista.
Por fin cesó la musiquilla y entonces María vio asomarse a alguien a aquella puerta, a la que no miraba ya, por miedo de que sus ojos tropezasen con la burlona calavera.
Primero asomó una cabeza de muchacho, pálida, con el cabello al rape, orejas algo salientes y las mejillas sombreadas por esa pelusa de membrillo que enorgullece a la pubertad como aviso de próxima barba; después fue apareciendo el resto del cuerpo, delgaducho, pero con cierta gallardía y cubierto con un traje que resultaba corto y ridículo a causa del rápido crecimiento de su dueño.
Aquel muchacho parecía tener unos quince años, y en su rostro descolorido se estaba verificando esa revolución de facciones que se experimenta al salir de la pubertad y que fija para siempre los rasgos típicos de cada hombre. Estaba algo feo y ridículo, con su cabeza redonda y rapada, sus orejas salientes que clareaban al sol cual si fuesen de cera y sus pómulos pronunciados; pero en su rostro quedaban rasgos permanentes que anunciaban una futura distinción, y además sus ojos tenían una luz dulce y tranquila que parecía derramar un ambiente simpático sobre toda la cara.
Llevaba en sus manos el violín y el arco, y jugueteando con ellos mientras descansaba, mostraba intención de entrar pronto en la casilla a continuar su cencerrada de aprendiz.
Como María estaba tan alta y el muchacho miraba a lo lejos, no pudo conocer inmediatamente que era espiado; pero por ese desconocido fenómeno que hace que las personas nerviosas se inquieten y aperciban, así que otra persona fija en ellas sus ojos, el violinista sintió como el peso de las miradas que desde lo alto le lanzaba la colegiala, y levantando su cabeza, vio a la curiosa.
Fijose en la cabeza maliciosilla y hermosa, coronada por una diadema de desordenados y rizosos cabellos, y por algunos instantes no pudo apartar su vista de aquellos ojos insolentes que se clavaban en él con una expresión mezclada de insolencia y afecto.
El muchacho enrojeció como una doncella sorprendida en un baño por la ardiente mirada de la curiosidad lúbrica; sintió, al par que el rubor, una impresión de ridículo y de vergüenza, y rápidamente se refugió en el fondo de su madriguera.
La niña quedó asombrada por esta brusca desaparición.
—¡Pero, Dios mío! ¡Cuán tonto es ese muchacho!
A pesar de toda su tontería, María encontrábalo altamente simpático, y en medio de su despecho, congratulábase de que el colegio tuviese tales vecinos.
Deseosa de verlo otra vez, y como retenida por una fuerza superior a su voluntad, permaneció en su observatorio esperando otra aparición del violinista. La asquerosa calavera ya no le causaba tanto pavor desde que conocía a su simpático compañero de habitación.
Varias veces le pareció ver a través de una ancha grieta de la pared, el brillo de unos ojos fijos en ella: sin duda el tímido muchacho la espiaba, deseando que ella se ausentase para volver a ensayar en el violín.
María, comprendiéndolo así, se agachó tras el muro y esperó.
A los pocos instantes volvieron a sonar las tan sobadas notas de El Carnaval de Venecia, y cuando ya María iba a hacer de nuevo su aparición sobre el muro, repiqueteó la campana del colegio, indicando que la hora de recreo había concluido, y la niña, contrariada, tuvo que abandonar su observatorio.
Al día siguiente apenas sonó la hora del recreo, ya estaba María en la terraza del colegio, y colocando de nuevo todos aquellos tiestos que le servían de escalera, se encaramaba sobre el muro.
El descubrimiento del día anterior había causado tal impresión en su vida monótona de colegiala, que turbó su sueño, y durante toda la noche estuvo sonando en su oído el chillón violín. Además, varias veces vio en sueños a aquel muchacho con sus claras orejas, su cabeza pelada, sus ojos hermosos y dulces y aquel rubor de señorita que le resultaba tan chusco a la traviesa María.
Cuando ésta se asomó a su atalaya vio la puerta del casucho abierta y el horripilante cráneo sobre su pedestal libro. El muchacho debía haber subido ya a su tugurio, pues ella, por ciertos ruidos que sonaban en su interior, adivinaba la presencia del violinista.
Temerosa de espantar con su presencia al tímido aficionado, se ocultó en el mismo instante que el muchacho asomaba la cabeza por la puerta del tugurio.
Bien fuese que hubiera reflexionado sobre su timidez del día anterior y se sintiera avergonzado, o que le diese ánimos el ver cómo se ocultaba la niña, lo cierto es que no mostró su acostumbrada cortedad ni se ruborizó, y agarrando su violín púsose a tocar la eterna canción sin retirarse al fondo de la casucha.
María le oyó, al principio agachada y oculta tras el muro; pero aquellos chillidos de las cuerdas que la conmovían profundamente, parecían atraerla con fuerza irresistible, y poco a poco fue irguiéndose hasta apoyar sus codos en el borde de la pared, como si fuese el antepecho de un palco.
El muchacho, de pie, en el centro de la puerta, tocaba su violín adoptando una actitud artística, y en sus gestos se notaba el convencimiento de que estaba haciendo una gran cosa y que para él eran prodigios de arte los discordantes chillidos del instrumento.
Cuando cesó de mover el arco, dejando a la mitad la variación mil y tantas, María palmoteó, moviendo como una loca su rizada cabecita, y dijo con entusiasmo:
—¡Bravo! Muy bien. Toca usted de un modo admirable.
Y así lo creía ella con toda su alma.
El muchacho parecía muy satisfecho por tales palabras, y se excusó con la modestia de un gran artista que desfallece bajo el peso de los laureles.
—¡Oh! Es usted muy amable. Toco por afición, y todavía sé poquito.
Con esto se agotó todo su caudal de palabras, y ambos muchachos se quedaron mirándose fijamente y sin hacer otra cosa que sonreír estúpidamente.
Transcurrió mucho tiempo sin que se atrevieran a romper el silencio. María en lo alto, con cierto aire de superioridad varonil y con expresión maligna y sonriente; el muchacho abajo, confuso, aunque muy contento por la amistad que comenzaba a contraer, y haciendo esfuerzos por manifestarse tranquilo y no ser huraño como en el día anterior.
Como María era la que conservaba su serenidad, ella fue la que reanudó la conversación.
—¿Y no toca usted otras cosas? Vamos, sea usted amable; hágame oír otra canción. Yo toco el piano aunque poquito, y tengo afición a la música.
Aquel diablillo malicioso sonreía de un modo tan encantador, que el muchacho se sintió subyugado, y aunque confusamente, conoció que acababa de encontrar un ser con tal imperio sobre él que era muy capaz, si quería, de hacerle cometer las mayores locuras.
El joven obedeció, y henchido de satisfacción por tales deferencias, al mismo tiempo que deseoso de demostrar su superioridad, agotó todo su repertorio: cuatro valsecillos ligeros con una interpretación de aficionado tan detestable como la de El Carnaval.
María le escuchó encantada, y tan feliz se sintió oyendo la musiquilla y contemplando de cerca y fijamente la cabeza del artista, que cuando sonó la campana del colegio, parecióle que el tiempo había transcurrido con mágica rapidez.
Pesarosa y con el aspecto de quien acaba de ser despertado en lo mejor de un hermoso sueño, hizo, con su mano, una señal de despedida al músico, y desapareció.
La colegiala pasó todo el resto del día como una sonámbula, abstraída por sus pensamientos y sin poder fijar la atención en sus ocupaciones.
Aquel musiquillo llenaba por completo su imaginación y sentía hacia él un afecto mayor que el que la habían inspirado sus famosas compañeras que, en tiempos anteriores, habían constituido la banda alborotadora del colegio.
Después de conocerlo, de hablar con él, sentía una viva ansiedad por enterarse de su historia, de su familia y de su clase de vida, reprochándose su descuido al no acordarse de preguntarle cuál era su nombre.
Toda la noche la pasó soñando en el tocador de violín, oyendo vagamente sus incorrectas armonías y las palabras que le había dirigido, y a la mañana siguiente levantose febril e impaciente, deseando que las horas transcurrieran veloces y que llegase pronto el anhelado momento del recreo para dirigirse a la azotea.
Cuando María, tras largas crisis de impaciencia y después de mostrarse en el comedor, contra su costumbre, completamente inapetente, vio llegado el momento de subir a la azotea, corrió a ella y se encaramó en su observatorio, encontrando que el joven la esperaba ya, aunque afectando una profunda distracción y apoyado en la puerta de la casucha con estudiada postura.
María, al dirigir la primera ojeada, notó en su indumentaria grandes cambios. ¡Ah, el grandísimo coquetón! Como tenía la seguridad de que ella subiría a verlo, se había puesto la ropa de los domingos, un chaqué pelado que sin duda su mamá había sacado a luz reduciendo una pieza mayor, y además el nudo de su corbatita azul, con su seductora cuquería, delataba por lo menos media hora pasada ante el espejo, desechando formas incorrectas y buscando una nueva que fuese el desideratum de la sencillez y la elegancia.
Aquellas novedades, que demostraban claramente el deseo de agradar, enorgullecieron a la maliciosa coquetuela que ahora comprendía su importancia.
El muchacho, al ver a María, la saludó con una sonrisa ingenua, y a pesar de que se proponía ser fuerte y mostrarse impasible, no pudo menos de ruborizarse.
—¡Buenas tardes! —dijo María con su hermosa voz de contralto—. ¿Es que hoy no está usted por hacer música?
—No, señorita —contestó el muchacho con acento algo temblón—. El violín lo tengo ahí dentro y yo no me siento con ganas de tocarlo.
Se detuvo algunos instantes y después haciendo un esfuerzo como para tragar algo que le obstruía la garganta; añadió con voz que apenas si el temblor dejaban oír:
—Me gusta más hablar con usted que tocar el violín.
María prorrumpió en alegres carcajadas y batió palmas. Le resultaban muy graciosas las palabras del muchacho. Ella también gustaba mucho de hablar con él, y por esto, con acento de ingenuidad, exclamó:
—¡Oh!, sí; tiene usted razón, hablemos. Esto es más divertido.
Y añadió inmediatamente con marcado apresuramiento, como si le quemase la lengua una pensada pregunta que deseara arrojar lejos de sí:
—Ante todo, yo me llamo María Quirós de Baselga, y según dicen las buenas madres, soy condesa: ¿cuáles el nombre de usted?
El muchacho quedó como espantado al saber que aquella linda cabecita erizada de desordenados bucles era la de una condesa. Por esto manifestó cierto reparo en contestar, y fue preciso que María le volviera a repetir con impaciencia:
—¿Cuál es el nombre de usted?
—Me llamo Juan.
—Me gusta el nombre: Juanito.
Y quedó silenciosa como paladeando aquel nombre que decía gustarle. —¿Juanito a secas?— añadió con curiosidad creciente.
—Juanito Zarzoso.
—¿Es usted de Valencia?
—Sí, señora. Vivo en esta casa con mi mamá.
—¡Ah! ¡Tiene usted madre! —dijo María con la dolorosa extrañeza del que carece de una cosa que poseen la generalidad de los que le rodean.
—Sí; tengo mamá. La pobrecita está casi ciega y sólo sale a paseo cuando yo la acompaño. Papá era magistrado y murió siendo yo muy niño.
Estas palabras conmovían a la niña sin que ella pudiera explicarse la causa. Aquella señora casi ciega, que salía a paseo apoyada en su hijo, a pesar de que era para ella un ser desconocido, casi le hacía llorar.
Parecíale más interesante el muchacho desde el momento que había comenzado a decir quién era.
María, cada vez más animada por la curiosidad, esforzábase en recitar la charla del muchacho para de ese modo conocer por completo su historia.
Juanito hablaba con ingenua franqueza. El papá, hombre modesto y muy pobre de espíritu, había encanecido en la judicatura; había sido durante muchos años una rueda inconsciente y metódica de la administración de justicia, y su amor a la imparcialidad, así como su repugnancia por la política, sólo le habían servido para hacer una carrera lenta y penosa y luchar continuamente con las estrecheces de una posición social en la que los gastos eran tan grandes e imprescindibles, como exiguos los ingresos.
Hijo de una familia de labriegos y casado con una mujer modesta, hacendosa y sufrida, descendiente de pobres industriales, el juez se consideró feliz cuando ya con su cabeza blanca, consiguió llegar a la magistratura. Pero este bienestar, que él llamaba felicidad, fue muy breve; pues murió casi al año de su ascenso, como si el Estado, al concederle la ambicionada toga, le hubiese regalado la mortaja.
La madre y el hijo habíanse quedado en Valencia; pero abandonaron su antigua habitación por razones de economía, yendo a habitar aquella casa vieja, pegada al colegio y cuyo piso bajo ocupaba un carpintero, antiguo dependiente del abuelo de Juanito y que había conocido desde niña a su madre.
La viuda vivía y educaba a su hijo con la modesta pensión que le daba el Estado, y cuando no encontraba lo suficiente en sus propios recursos, sólo tenía que escribir cuatro letras a Madrid para recibir a vuelta de correo la cantidad necesaria; ventaja preciosa de la que nunca abusó, y que únicamente hacía valer en circunstancias extremas.
Y aquí entraba la parte risueña; el capítulo de esperanzas e ilusiones, en aquella historia vulgar y triste.
La vida actual de Juanito no era muy hermosa; pero ¡qué diablo!, tampoco había para desesperar, pues si el presente estaba negro, el porvenir era rosado como una alborada de abril.
Su miseria actual no era como esos callejones sucios e infectos que hace aún más horrible el no tener salida; él entraba en la vida por una calle estrecha y sin otro adorno que la fría limpieza y la dignidad de la miseria resignada, pero en cambio no encontraba obstáculo alguno ante su paso, y siguiendo tranquilamente y sin impaciencias su camino, estaba seguro de salir en breve tiempo a campo raso, gozando de los horizontes sin límites de una posición social digna y elevada. Todo consistía en ser bueno y aplicado.
Él se veía ahora obligado a distraerse en la azotea como un gato, tomando el sol y tocando el violín, mientras sus compañeros de clase iban a los cafés y se pasaban las horas jugando al billar, había de contentarse con los trajes de su padre, arreglados y reducidos casi a tientas por su habilidosa mamá; no había puesto los pies en el teatro desde que quedó huérfano, y todas sus diversiones estaban reducidas a los paseos que daba en las tardes de los domingos, por los alrededores más solitarios de la ciudad llevando a su madre del brazo; la miseria digna y altiva del pobrecillo de levita había anulado la fresca alegría de su juventud, haciéndole grave y reflexivo como un viejo; pero a cambio de tantas penalidades, poseía la envidiable felicidad de tener en el porvenir una confianza sin límites.
Esta confianza simbolizábase en la persona de un hermano de su padre que vivía en Madrid, y era quien socorría a la viuda en sus apremiantes necesidades de dinero.
¡Qué fervor el de Juanito al hablar de su tío, a quien sólo había visto dos veces! El acento de admiración supersticiosa y de terror con que el fanático habla de milagrosas imágenes, resultaba pálido al lado de la veneración con que se expresaba el muchacho al tratar dicho asunto. Su tío resultaba un personaje dotado de misterioso poder; un semidiós que vivía allá lejos, y parecía envuelto en sagrados velos para no cegar al mundo con el esplendor de su grandeza.
Y el muchacho, al par que hablaba con cierta conmoción de miedo, mostraba también legítimo orgullo por ser pariente de aquel gran hombre que honraba el apellido de familia.
María escuchaba con creciente interés las palabras de su simpático amigo y en su imaginación iba agrandándose la figura del tío de Juanito, tomando los contornos de un gigante. ¡Dios mío! ¿Quién sería aquel hombre del cual su sobrino hablaba con tan religiosa admiración? Por esto su desilusión fue grande, cuando en el curso del relato, el misterioso y colosal personaje, quedó reducido a un médico famoso, a una celebridad en el ramo de enfermedades mentales y nerviosas, del que hablaban con justa admiración todas las publicaciones facultativas.
Sí; el tío de Juanito era don Pedro Zarzoso, el famoso médico alienista, no menos célebre por sus extremadas y revolucionarias teorías científicas y religiosas que levantaban tempestades cada vez que las exponía en la cátedra y en la prensa.
Aquel sabio solterón y de carácter rudo y arisco, sólo había tenido en la vida una pasión que trastornase su carácter férreo e impasible de batallador: el cariño a su hermano. Amaba como a una novia a aquel hermanillo, fino y delicado cual una señorita: le admiraba sin darse cuenta de ello, tal vez; porque encontraba en él facultades que desconocía, cual eran la imaginación y el gusto por las artes, que el rudo doctor miraba sin entenderlas, completamente ciego para todo lo que no fuese raciocinio y experimentos. Él fue quien, con los primeros ahorros de la profesión, hizo seguir una carrera a su hermano, el cual, por su delicadeza física, se había ya arrancado de la vida de los campos, dedicándose desde niño a la existencia oficinesca; y él también, el que violentando su carácter con penosas ductilidades, intrigó y rogó en Madrid en busca del favor oficial para que su niño querido pudiese entrar en la judicatura a ganarse el pan.
Aquel hermano fue la eterna pasión, el constante pensamiento del doctor Zarzoso. Nadie, al ver a aquel gigantazo de la ciencia, rudo y anguloso como una montaña, que acompañaba con puñetazos las explicaciones científicas, y apenas entraba en los hospitales con un bufido de malhumor ponía en conmoción a todo el personal, nadie hubiese sospechado que aquel ogro de la medicina era capaz de dejarse guiar como un niño y de estarse con aire embobado como esperando órdenes, en presencia de un juececillo, falto de salud y pobre de espíritu, que desconocido y mísero administraba justicia allá en un rincón de España, en un apartado distrito de la provincia de Valencia.
Cada vez que el famoso doctor alcanzaba un triunfo, su pensamiento volaba al punto donde se hallaba su hermano. En vez de producirle sus victorias un sentimiento de justa satisfacción, apesadumbrábanle, como si al dejar que su nombre fuese repetido por la publicidad de la fama, cometiese una mala acción contra su hermano. ¡Él, tan célebre mimado por la fortuna, y en cambio el pobre juez olvidado en un mísero distrito y arrastrando una existencia estúpida y monótona! Olvidaba el doctor su talento, sus largos estudios, aquellas interminables bregas a puñetazo limpio con la ciencia, para obligarla a que le mostrase sus más recónditos secretos; hacía caso omiso de lo que valía, y experimentaba remordimientos al contemplarse rodeado de todas las distinciones que constituyen la felicidad de los hombres y ver a su hermano tan humillado.
Sublevábale aquella diferencia y parecíale injusta la sociedad al olvidar a un hermano mientras elevaba a otro.
Al doctor Zarzoso parecíale que el juez tenía más derecho que él a la celebridad. Bastaba que él lo adorase considerándolo superior, para que toda la sociedad tuviese el deber de imitarle en el fraternal culto. Si le hubiesen preguntado al sabio cuáles eran los méritos de su hermano para ser admirado universalmente, seguramente que no habría sabido responder; pero se le había encasquetado la idea de que el juez, por el hecho de ser su hermano, era también un hombre superior, y que ya que de pequeño en la miserable barraca de sus padres había compartido con él, el pan, la cama y hasta el mugriento abecedario en que aprendieron a leer, debía ahora compartir igualmente la gloria; y esta desigualdad de suerte exasperaba muchas veces aquel genio de todos los diablos que usaba el doctor.
La muerte del magistrado fue como un violento mazazo descargado sobre su brava cerviz. Él, que con su genialidad hacía temblar a cuantos le rodeaban, lloró como un niño al saber la fúnebre noticia, maldiciendo a la indecente materia, que no sabía vivir unida formando un ser más que por espacio de algunos años, y que siempre se disgregaba para dejar paso franco a la muerte.
Fue a Valencia para arreglar los intereses de su hermano, y entonces, a la vista del pequeño Juanito, sintió renacer en él, el cariño que había profesado a su difunto padre.
Hubiera sido una gran satisfacción para el doctor poder llevarse el niño a Madrid y gozar las delicias de una paternidad fingida, dedicándose a su educación; pero la madre se opuso, dando esto lugar a algunas disputas entre los dos cuñados.
Ya que la viuda se empeñaba en pasar en Valencia los últimos años de su vida, él se conformaba; pero para que no creyera nadie que olvidaba a su hermano al dejar éste de existir, manifestó repetidas veces a la esposa y al huérfano, que no se privasen de nada y que le pidieran cuanto necesitasen, pues al fin y al cabo él era hombre de pocas necesidades y aunque no buscaba utilidad en la ciencia, ésta hacía entrar el oro a raudales por la puerta de su clínica; tanto que, a pesar de repartir a manos llena entre los necesitados, aún le quedaba lo suficiente para considerarse rico.
La viuda, mujer tan tímida y apocada como su esposo, no abusaba de estos ofrecimientos, y muchas veces había de sufrir las iracundas cartas de su cuñado, indignado por aquella cortedad que se limitaba a pedir en un gran apuro, veinte duros, cuando él estaba dispuesto a enviar miles de pesetas.
El doctor Zarzoso estaba cada vez más entusiasmado con su sobrino, y aunque por carácter se mostraba seco y huraño en las cartas que le escribía, es lo cierto que le proporcionaba una semana de felicidad cada noticia que recibía sobre la aplicación del chico y los premios que alcanzaba en las asignaturas del bachillerato.
Siempre decía lo mismo a su cuñada en sus breves cartas. El muchacho no estaba desamparado; otros querrían llorar con los mismos ojos que él. Que estudiase y fuese un chico de provecho, que allí tenía a su tío para darle la mano y guiar los primeros pasos, que son los más difíciles, por un camino llano y cómodo que a él le había costado muchos esfuerzos el abrir.
Lo que más entusiasmaba al buen doctor, era el entusiasmo que su sobrino manifestaba por la medicina. Bien fuese que en el muchacho hubiesen causado impresión las palabras del padre, que desde su niñez le había repetido que había de ser médico como su tío, o que realmente tuviese afición a esta ciencia, lo cierto es Juanito mostraba gran entusiasmo por la carrera que iba a emprender.
En la actualidad estaba en el último curso del bachillerato y de todas las asignaturas, la Fisiología era la que ejercía sobre él una seducción mágica.
Se había procurado aquel cráneo que tanto horror inspiraba a María, y lo había colocado en el lugar preferente de su casuchita a la que él llamaba pomposamente su cuarto de estudio, pareciéndole que tal adorno daba a la desmantelada pieza el carácter de un gabinete de sabio. Además, su ardor científico era tan intenso, que había esparcido el terror en todos los gatos, ratones y sabandijas de la vecindad, pues no caía bicho de aquellos tejados en sus manos, sin que al momento le abriese las entrañas con un mal cortaplumas, con el intento de ir iniciándose en los misterios de la vivisección.
Aquel muchacho, como aprendiz de médico, era tan terrible como aficionado al violín.
Se sentía dominado por el afán de ser un médico célebre, tanto por no dar un disgusto a su tío, del cual, a pesar de su franca y vehemente bondad, recordaba el terrible ceño y los puños de gigante, como por el deseo de sucederle un día sin visible decadencia, en el servicio de su distinguida clientela y en el cuidado de los manicomios puestos bajo su dirección.
María oía como encantada lo dicho por el muchacho.
Gustábale aquella historia, y además sentía crecer el interés que le inspiraba su nuevo amigo Juanito.
Entonces se enteraba de que al otro extremo de la ciudad había un colegio grande, muy grande, que llamaban el Instituto, al cual acudían centenares de muchachos; y con maligna curiosidad hacía preguntas, para saber si entre la bulliciosa tropa masculina había gentecilla revoltosa y levantisca que diese disgustos a los profesores, como ella se los daba a las buenas madres.
Cada vez más ansiosa de penetrar en la interesante vida íntima del muchacho, molíalo a preguntas, indiscretas unas, inocentes otras, que Juanito recibía con sonrisa de ingenuidad.
—¿Y cuándo estudia usted?
¡Oh! Él estudiaba bastante. Todas las tardes, después de tocar un rato el violín, entregábase al estudio, y además, por las noches, abajo en su habitación, y cerca de la alcoba de su madre, pasaba las horas agarrado a los libros del actual curso, y repasando el texto de las asignaturas anteriores, pues de allí a dos meses, en junio, después de aprobar las últimas asignaturas, iba a hacer los ejercicios del bachillerato, y si no los ganaba con premio, le daría a su tío un serio disgusto. Todo antes que esto… Él gozaba estudiando, pero el caso era… Al llegar aquí el muchacho, se ruborizaba; pero ¡adelante, qué diablo!; el caso era que desde que la había visto se sentía falto de aquel ardor que le permitía pasarse las horas enteras inclinado sobre los libros, y así que ella al oír la campana del colegio, desaparecía, él quedaba muy triste, esperando con ansiedad el día siguiente.
María acogía con sus locas carcajadas estas palabras. ¡Ay, qué chusco era aquello! ¡Qué gracia tenía! Pero a pesar de su ingenuidad salvaje, se guardaba de decir que la gracia para ella consistía en que también experimentaba idéntica ansiedad, y esperaba con igual impaciencia la llegada de la tarde siguiente, con una nueva entrevista.
Los dos jóvenes se sentían atraídos por una espontánea y dulce simpatía.
A la media hora de conversación, hablábanse ya sin rubores ni reservas, como si toda la vida se hubiesen conocido.
Por esto mismo su tristeza fue grande cuando sonó la campana del colegio. Aquel repiqueteo les pareció un toque lúgubre, y los dos se quedaron inmóviles a mitad de la conversación, y sintiendo que aún les quedaban muchas cosas por decir.
—Adiós, Juanito. Me voy antes que vengan a buscarme. Mañana a la misma hora nos veremos y hablaremos más.
Juanito bajó la cabeza como un personaje melodramático que cede a la fatalidad irresistible; pero un débil ruido que le alarmó, hízole levantar prontamente los ojos, para ruborizarse nuevamente como un imbécil.
María, llevándose una mano a la boca, le enviaba un beso con las puntas de los dedos.
Después, al notar el rubor de señorita que invadía el rostro de aquel grandullón, lanzó al viento su carcajada de alegre locuela, y desapareció saludándole.
—¡Ay qué majadero!
Desde entonces ni una sola tarde dejaron de verse los dos jóvenes. A la hora en que la ciudad parecía dormir la siesta al arrullo del ardiente sol, y en que los calientes tonos de luz hacían resaltar los colores del bello paisaje, los dos muchachos subían al tejado para venir a encontrarse en aquella pared que separaba sus respectivas viviendas. María, en lo alto, como una dama feudal asomada al borde de robusto torreón, y Juanito, al pie, con su actitud de trovador enamorado, lanzando a su dama platónicos floreos. Faltaba la dorada guzla y las vestiduras brillantes y caprichosas, para que aquello fuese igual a uno de aquellos paisajes de abanico que tanto gustaban a la niña.
En los dos, aquellas diarias entrevistas, eran ya una necesidad, sufrían un disgusto sin limites, un desaliento mortal, cuando en las tardes lluviosas la colegiala no subía a la azotea, por miedo a excitar las sospechas de las buenas madres.
Poco a poco su amistad se iba estrechando tan íntimamente, que aquel muchacho, antes tan ruboroso y reservado, se abandonaba ahora a la confianza, y le hacía confidencias cariñosas sobre su porvenir y sus propósitos.
María se sentía feliz escuchándole, y únicamente experimentaba cierto malestar, cuando su amigo interrumpíase a lo mejor de una conversación y se ruborizaba, como arrepentido de algún mal pensamiento que repentinamente había surgido en su cerebro.
¡Pero qué tímido era aquel muchacho! Su indecisión irritaba a María, tanto más cuanto que ésta, adivinaba desde mucho tiempo antes lo que su amigo quería decirle y que siempre se le atragantaba, produciéndole palideces de miedo y nerviosos temblores.
Todo cuanto les rodeaba en las vespertinas confidencias, parecía animar a Juanito; y sin embargo, el gran pazguato permanecía indeciso y dominado por la timidez hereditaria, agitado por el deseo de hablar, y sin atreverse nunca a soltar la lengua.
Los cercanos campos, henchidos de la lujuriosa savia de primavera, enviábanles bocanadas de excitantes y voluptuosos perfumes; las blancas campanillas de la azotea del colegio, formando un regio dosel sobre la cabecita de María balanceábanse en brazos del libertino airecillo con amorosos estremecimientos; los palomos de un palomar vecino, venían a arrullarse a pocos pasos de ellos, sobre el borde del tejado, conmoviéndolos con el susurro de un diálogo monótono, eterno y excitante; y a pesar de que lo mismo los campos, que las flores y las aves, entonaban el aleluya del amor, aquel marmolillo permanecía inmóvil y frío como un copo de nieve, sin que pareciera darse cuenta de que en su interior sentía el fuego de la pasión.
Lo que más indignaba a María era que transcurrían los días sin que su amigo dijese lo que ella esperaba y que se exponía a que las conferencias fuesen interrumpidas por la vigilancia de las buenas madres, pues ya la subdirectora había subido varias veces a la azotea, muy intrigada por aquella afición a la soledad que manifestaba la colegiala, aunque ésta había tenido siempre la buena suerte de retirarse a tiempo de su atalaya.
Por el momento nadie sospechaba en el colegio la amistad de María con un vecino; pero la niña se desesperaba, pensando en la posibilidad de que la subdirectora sorprendiera, a lo mejor, sus conferencias.
Y en vano empleaba ella todos los recursos para animar al tímido muchacho. Cuando él, colorado como un pavo, se detenía en el momento mismo que iba a lanzar la anhelada palabra, María intentaba darle nueva fuerza con una benévola sonrisa y tenía especial cuidado en guiar la conversación de modo que fuese a parar siempre al mismo tema. ¡Oh! Debía ser muy hermoso el convertirse en marido y mujercita como las personas mayores… A ella le hubiese gustado mucho transformarse en una paloma, como cualquiera de las que revoloteaban por allí cerca, y pasarse la vida en perpetuo arrullo al borde de un tejado… se encontraba muy mal en el interior del colegio, rodeada de niñas que la querían poco y las monjas que tenían gusto en castigarla; necesitaba de alguien que la quisiese, pero… ¡ira de Dios!, aquel muchacho era un poste; la escuchaba con la mayor complacencia, conmovíase al saber que ella tenía necesidad de amar, pero no se lanzaba nunca a decir esta boca es mía.
Esto desesperaba a María; pero al mismo tiempo producíala cierta complacencia. Le resultaba graciosa la cortedad de aquel muchacho, pues al notar su femenil timidez, ella se engreía con aquel carácter varonil de que tan orgullosa estaba. Aquel trueque de papeles, le recordaba las aleluyas de El mundo al revés, uno de los clásicos ilustrados que con entusiasmo leían las colegialas en las horas de recreo.
Por fin, un día se lanzó el muchacho, y su resolución resultó tan ridícula como todas las que toman los caracteres tímidos después de innumerables vacilaciones.
Fue a la mitad de una conversación interesante, sobre el importantísimo tema de que, en verano hace más calor que en invierno, conversación que María seguía con cierta sorna y no menos despecho, cuando Juanito, comprendiendo que la timidez le hacía decir innumerables necedades, se detuvo en seco, y después, cerrando los ojos como un desesperado que se arroja a un precipicio, dijo con acento imperioso:
—Yo tengo que decir a usted una cosa.
María sonrió picarescamente. ¡Oh! ¡Por fin!…
—Hable usted. Diga cuanto quiera, Juanito.
Y este Juanito fue pronunciado con una ondulante suavidad de terciopelo. Era como una promesa cierta de que la demanda sería fallada favorablemente.
—Es que… francamente; es que no me atrevo a decirlo de palabra. María comenzó a impacientarse. Ya surgía de nuevo aquella maldita timidez que aguaba todas sus alegrías.
—Pero criatura, ¿cómo va usted a decirme esa cosa si no quiere hablar?
—Yo traigo aquí una cartita, que quiero lea usted después que se marche.
Aquel chico no tenía apaño: tarde y mal; pero en fin, más valía la carta que un absoluto silencio.
—A ver; venga ese memorial —dijo la traviesa niña riéndose de aquel modo de declararse, que buscaba los procedimientos más tortuosos, teniendo expeditos los más fáciles.
Juanito sacó de su bolsillo una pequeña carta, obra maestra de su ingenio, para la cual había hecho veinte borradores distintos y roto una docena de pliegos satinados por descuidos caligráficos más o menos importantes.
Tuvo un verdadero disgusto al ver arrugada horriblemente una de las puntas del sobre, pero aún aumentó su pesar, al tropezar con los inconvenientes que se oponían a la transmisión de la carta.
¿Ella no tenía un hilo? Pues él tampoco. Y el desgraciado muchacho, después de algunos cabildeos, se resignó a meter dentro del sobre dos yesones de la pared, y probó a tirarla arriba con tal lastre.
Las tentativas fueron otros tantos fracasos, y María pataleaba de impaciencia, comprendiendo que aquello era ridículo.
—Mire usted, Juanito; guárdese la carta. Es inútil cuanto hace.
—¡Cómo!… ¡Qué! —exclamó con terror el pobrecillo como si oyera su sentencia de muerte—. ¿No quiere usted mi carta?
—No. ¿Para qué? Adivino perfectamente cuanto en ella dice. ¿Por qué no repite usted lo mismo de palabra? ¿Le doy yo miedo?
El muchacho quedó avergonzado y permaneció algunos minutos con la cabeza baja, pero por fin la levantó con repentina resolución. ¿A qué tanto miedo? ¡Adelante!
—Y si usted conoce lo que la carta dice, ¿qué es lo que contesta?
El rostro de María se animó con un rubor ligerísimo, y desde su altura lanzole una mirada de indefinible seducción.
—¿Yo?…, pues que sí.
—¿Que sí?… ¿Qué es a lo que usted dice que sí?
María se indignó ante tal torpeza.
—¡Hombre, no sea usted majadero! Digo que sí le amo, y que quiero que los dos, ya que somos amigos, seamos también iguales a esas palomas que se buscan, se quieren y se arrullan como unos angelitos. Usted será en adelante mi maridito, y yo su mujercita.
En este ideal inocente encerraba la niña todo el concepto que tenía formado del amor.
Juanito vio el cielo abierto, y miró ya aquella linda cabecita como cosa propia, tanto, que cuando la campana del colegio y la niña hubo de retirarse, el muchacho sintió celos como si María le abandonase para acudir al llamamiento de un rival, y de buena gana, a tenerlo a las manos, la hubiese emprendido a puñetazos con aquel impertinente artefacto de cascado bronce.
Desde la famosa tarde de la declaración, comenzó a desarrollarse entre los dos jóvenes la pasión que había de constituir su primera novela amorosa.
María puntualmente subía a la azotea a hablar con su maridito, y el inocente matrimonio, para estar más en contacto, había establecido un sistema de comunicación que consistía en un largo bramante a cuyo extremo iba atada una diminuta cesta. María, al retirarse, escondía tras los tiestos de flora esta prueba de delito con la que hacia subir las flores, las lindas estampas y todos los objetos que la regalaba su apasionado adorador.
¡Cuán veloces transcurrían entonces las horas en que podían verse los pequeños amantes!
Sus conversaciones eran triviales, inocentes, sosas; María, más viva y despierta en materias de amor, reconocía en su novio una candidez que le hacía reír, pero a pesar de esto, tenían gran encanto aquellas pláticas cuyo continuo tema era la promesa de amarse eternamente sin dejar nunca que el olvido o la frialdad se introdujeran en sus relaciones.
—¡Oh!, sí, Marujita mía; te amaré siempre, te seré fiel hasta la muerte como lo son esas palomas que todas las tardes vienen a arrullarse en este tejado.
—¿Que si te quiero? Más que a mi vida. Ahora tengo más ganas que nunca de ser hombre para hacerme rico y célebre y llegar a ser tu maridito de verdad.
Y estas apasionadas expresiones y juramentos de amor, acompañadas con otras cursilerías por el estilo, eran el eterno tema de todas sus conversaciones.
Aquel par de muchachos no se daban nunca por vencidos en punto a decirse ternezas interminables; siempre, al separarse, se encontraban con que no lo habían dicho todo, pero sí que se cansaban de estar siempre separados por aquel muro y además le parecía que era muy breve el tiempo de la entrevista.
Verse de cerca, estrecharse las manos, hablarse con las bocas casi juntas y mirar su propia imagen en los ojos del otro, era un deseo que les roía la imaginación a los dos.
A María fue a quien primero se le ocurrió aquella idea y aunque arriesgada fue muy natural.
Cuando después se le ocurrió a Juanito, desechola inmediatamente, juzgándola como un deseo extravagante.
Pero, como si aquellos dos pensamientos iguales se atrajeran por su misma identidad, el asunto no tardó a surgir en la conversación
Juanito hablaba de verse de noche en aquel mismo sitio, con la misma vaguedad y aire de duda que un visionario habla de un viaje al sol; pero su mujercita seguía encontrando muy natural al proyecto y esto fue suficiente para que el muchacho lo diese por realizable, temiendo atraerse, con una vacilación, las burlas de la chiquilla varonil y audaz.
Con el misterio y la alarma de los conspiradores que fraguan su plan, los dos fueron acordando todos los detalles de aquella entrevista arriesgada.
Ella, a las once en punto, hora en que todo el colegio estaba abismado en el primer sueño abandonaría el dormitorio de las mayores, que estaba en el último piso, cerca de la escalera de la azotea, y se deslizaría hasta el lugar de la cita. Esto tenía la ventaja de no hacer ya necesarias aquellas subidas en plena tarde que habían alarmado el fino olfato de la subdirectora. María había de luchar con el terrible inconveniente que ofrecían los chirridos de los cerrojos de la puerta de la azotea al descorrerse, pero ella contaba con el auxilio del aceite y más aún con su maña.
En cuanto a Juanito, se comprometió a tener, para la noche siguiente, una cuerda con garfio de hierro, que María se encargaría de sujetar a las columnillas de hierro que sostenían la bóveda de enredaderas. La mamá se acostaba invariablemente a las nueve, todas las noches; tenía el sueño pesado y además no era fácil que extrañase su ausencia, pues él, con la cafetera al lado, se pasaba las horas estudiando muchas veces hasta la madrugada. La cuerda necesaria, se la proporcionaría un trapecio que tenía abajo en su cuarto para desempalagarse con algunas volteretas, cuando el continuado estudio venía a fijarle en la frente un clavo de dolor.
Con absoluto misterio fueron forjando su plan los dos muchachos.
A la noche siguiente sería la nocturna cita, y esta proximidad los llenaba a los dos de zozobra e intranquilidad, al par que de alegría. ¡Si aquello llegaba a descubrirse!
Además, sentían ambos un remordimiento, comprendiendo que la nueva clase de entrevistas vendrían a trastornarles más, impidiéndoles el cumplimiento de su deber.
Ella consideraba ya como de imposible realización, sus propósitos de disputar el premio mayor del colegio a aquella marisabidilla a quien odiaba; él pensaba con verdadero dolor que el mes de mayo tocaba ya a su fin, que dentro de pocos días tendría que sufrir el terrible examen y que aún le quedaban algunas lecciones importantes por estudiar.
Pero aquello sólo fue un débil relampagueo del deber; un fugaz remordimiento que pasó sin dejar huella ni aminorar con su roce el deseo vehemente de estar en el silencio de la noche, juntos, hablándose quedo, con ese dulce abandono que proporciona la seguridad de no ser sorprendidos.
Hacía ya más de un mes que eran novios y ¡qué diablo!, ya era hora de verse próximos y no pasar el tiempo en violenta posición con la cabeza inclinada y siempre de pie.
Se buscaban, querían aproximarse arrastrados por el ciego impulso del amor; pero al mismo tiempo, aunque de ello no se daban cuenta, eran impulsados por el egoísmo de la comodidad.
La grave campana de la Catedral dio las once de la noche, con tan calmosa prosopopeya, que parecía que allá, en lo alto, sobre un púlpito de piedra de cincuenta metros, un panzudo canónigo de bronca voz, comenzaba a predicar su sermón.
María se incorporó cuidadosamente en su lecho; oyó cómo por espacio de algunos minutos se iban pasando la hora todos los grandes relojes de la ciudad, poblando con fuertes campanadas el desierto y oscuro espacio, y cuando se restableció en el dormitorio aquel silencio, únicamente turbado por las tranquilas y acompasadas respiraciones de las compañeras que dormían, la colegiala entreabrió las cortinas de su cama y se deslizó sin hacer ruido.
Habíase metido su falda antes de bajar del lecho y el cuerpo lo llevaba encerrado en una chambra que dejaba al descubierto el nacimiento de su cuello virginal, que comenzaba a dibujarse con la seductora y voluptuosa curva de la mujer hermosa.
Cogió sus botas que estaban al pie de la cama; y agachada, en actitud expectante, permaneció algunos minutos para convencerse de que nadie iba a apercibirse de su salida.
Nada; la calma más absoluta reinaba en toda la piara. La velada luz que la alumbraba, en sus continuas palpitaciones, hacia bailotear un sinfín de sombras sobre las colgaduras de los alineados lechos, y en aquella pared de enfrente, desnuda y blanqueada, rota a trechos por la línea de cerradas ventanas, entre las cuales estaban los lavabos de las colegialas con sus toallas, limpias y rígidas por el planchado, que vistas en la movediza penumbra, parecían mortajas de virgen colgadas como exvotos.
Del interior de aquellos lechos, circuidos de blancas cortinas rosadas por la luz, salían las acompasadas respiraciones del sueño. Nadie la vería marchar. Sólo tres camas la separaban de la puerta de salida y en la última dormía la hermana inspectora, encargada de la vigilancia de la pieza.
Lo más importante era pasar ante su lecho sin que se apercibiera la vieja religiosa, que por cierto era enemiga feroz de María, por lo mucho que ésta la había molestado en otro tiempo con sus travesuras.
Apenas avanzó algunos pasos con la silenciosa cautela de un gato en acecho, la joven se tranquilizó oyendo un sordo y estridente ronquido que recorría toda la escala del fagot. En aquel dormitorio de lindas y espirituales señoritas sólo la hermana Circuncisión podía roncar así.
Dormía… pues ¡andante! Y María, con los pies descalzos y las botas en la mano, salió ligeramente de la habitación, hundiéndose en la densa sombra del vecino corredor.
Conocía palmo a palmo todas las revueltas del edificio, así es que aunque cautelosamente y evitando hacer ruido, avanzaba con gran seguridad.
Varias veces se detuvo asustada al escuchar esos pequeños ruidos propios de la noche y que el silencio agranda considerablemente. El débil crujido de una madera, el chasquido de un granito de polvo bajo el peso de sus pies desnudos, y el lejano rumor que producía la respiración de tantos seres encerrados en aquel edificio y entregados al sueño, asustábanla, hacían afluir apresuradamente toda su sangre al corazón y la obligaban a permanecer inmóvil, alarmada y temblorosa durante mucho tiempo.
Nunca había recorrido ella de noche aquel edificio, teatro de sus diabluras, y la novedad de la correría, la oscuridad absoluta y el misterioso silencio, la impresionaban hasta el punto de mostrarse algo arrepentida de su temeridad al arreglar la cita.
Avanzaba lentamente, a tientas, extendiendo sus manos para no tropezar, y la picara imaginación se divertía con ella, agrandando las más horribles visiones, conforme María sentía decaer su valor.
La memoria le jugó una mala partida, recordando la horrible calavera que Juanito tenía sobre sus libros y que a ella tanto horror le había causado.
Parecíale que en el denso velo que ante sus ojos se extendía, iba marcándose como una mancha blancuzca que al momento tomaba el contorno del cráneo horrible; y hasta creía distinguir la mirada indefinible de sus vacías cuencas y la sonrisa espeluznante de las desdentadas mandíbulas.
Toda la virilidad de carácter que demostraba en pleno día cuando se hallaba rodeada por sus compañeras, aquel arrojo que la hacía ir a trompis con todas como si fuese un muchacho, había desaparecido en tal situación, y su imaginación, excitada por la sombra y el misterio, apoderábase cada vez más de ella y la arrastraba por donde quería, como un caballo desbocado que no siente ya el freno y desprecia al jinete.
Ahora avanzaba las manos con temor, pues le parecía que de un momento a otro sus dedos iban a tropezar con la superficie pelada y brillante del horroroso cráneo.
El miedo la hacía temblar; teniendo sus desnudos pies sobre el frío suelo, su frente era surcada por gotas de sudor, y al tropezar con una escoba que habían dejado olvidada en la escalera de la azotea, le faltó muy poco para huir despavorida con dirección a su dormitorio pidiendo a voces socorro; pero por fortuna para ella pudo dominarse, y llegó a la puerta del tejado poniendo sus manos en el gran cerrojo.
Aquella tarde había tomado ella sus precauciones para que el cerrojo corriese sin ninguna dificultad ni delatores chirridos, y así ocurrió felizmente.
Al encontrarse María en el centro de la azotea, aquel lugar que tan familiar y querido le era, un suspiro de satisfacción ensanchó su oprimido pecho.
Por fin ya estaba a gusto, como en su propia casa, y no sólo experimentaba esta tranquilidad, sino que había recobrado su valor, y ahora le parecía una soberana ridiculez el miedo experimentado momentos antes.
La noche era oscura; el cielo, aunque despejado, tenía un tinte azul negruzco que no lograban aclarar los luminosos parpadeos de las vigilantes estrellas; pero María, habituada a la densa sombra de abajo, encontraba excesiva luz y veía claramente cuanto la rodeaba.
Allí estaban sus queridas plantas; aquel tupido follaje que le servía de dosel en las horas de sol, y hasta distinguía las blancas y gentiles campanillas que se desperezaban entre las hojas y reanimadas por el fresco de la noche, abrían sus boquitas de fino raso enviándola su aliento de perfumes.
La luz de las estrellas sólo sacaba muy débilmente de la oscuridad los contornos de aquel paisaje conocido, y María, por la fuerza de la costumbre, lanzó una ojeada al horizonte en el que apenas si se marcaba el perfil de los edificios y las arboledas.
Buscó tras los tiestos de flores el bramante y la pequeña cesta que le servían para subir los regalos de Juanito, y una vez los encontró, con el corazón palpitante de emoción, subiose a su observatorio.
Por fin iba a saber lo que era el amor de cerca; iba a ser igual a una de aquellas señoritas pintadas en los abanicos que, apoyadas en una almena, reciben con los brazos abiertos al mancebo que sube por la consabida escala de seda.
Apenas se asomó al borde del muro, vio rebullirse a una sombra en la oscuridad de abajo.
—¿Estás ahí, Juanito?
—Sí, vidita mía. Échame el cestillo y subirás la cuerda.
María arrojó el bramante y poco después lo recogía, llevando agarrada a su extremo una cuerda gruesa con un garfio de hierro.
Ya tenía la niña la cuerda en la mano y se disponía a agarrar el garfio de una columnilla de hierro, cuando se detuvo para hacer otra cosa. Sus pies descalzos se lastimaban sobre aquellos ásperos tiestos.
Un ligero siseo la hizo asomar de nuevo la cabera.
—¿Pero qué haces? ¿Es que no encuentras dónde fijar la cuerda?
—Espérate; no seas impaciente, que ahora mismo subirás. Me estoy poniendo las botinas.
Poco después el muchacho tiraba del extremo de la cuerda al oír: «Ya está», y encontrándola firme comenzó a ascender por ella con ágil rapidez.
Para él resultaba un juego aquella ascensión, y con unas cuantas contracciones llegó a la azotea, dentro de la cual saltó con sobrada brusquedad.
—¡Chist!… ¡demonio! No andes de ese modo, que el dormitorio está abajo y nos pueden oír.
Juanito quedó inmóvil y como embobado ante esta repulsa de su mujercita.
María experimentaba cierta decepción. Ella esperaba otra cosa como principio de la entrevista. Los trovadores como aquél, al subir hasta donde estaba su dama, debían arrodillarse y besarla la mano, o cuando no, algo parecido que ella no sabía explicarse; y aquel gran pazguato, en vez de hacer esto, entraba en la azotea como un salvaje, moviendo gran ruido con su pesado salto y exponiéndose a que las monjas se apercibieran de que alguien andaba por el tejado.
Era la primera vez que el muchacho entraba en la azotea de la cual sólo veía desde abajo el follaje; así es que lanzó una mirada de curiosidad a su alrededor y cuyo significado comprendió María.
—¡Eh, qué te parece! Es bonito esto, ¿no es verdad? Mira qué plantas tan hermosas; qué campanillas tan perfumadas.
Y la colegialita, con el aire de una señora mayor que hace los honores de la casa y llevando agarrado a su novio de un brazo, fue enseñándole todas las preciosidades de la azotea; las guirnaldas de verdura que, como serpientes de hojas, subían enfoscándose a las columnas de hierro y los grupos de flores que se erguían sobre las filas de escalonados tiestos.
Juanito encontraba aquello muy hermoso; pero pronto dejó de mirar las flores para fijar sus ojos en su novia, de la cual se veía cerca por primera vez.
Hubiese querido el joven hacer salir el sol en plena noche, un sol que sólo alumbrase aquel rincón de la azotea, para ver de cerca a María y contemplar su cabecita vivaracha que tanto le impresionaba los otros días asomándose al borde de la tapia. Sus ojos se acercaban a ella haciendo esfuerzos por atravesar la semioscuridad que los rodeaba y se entregaban a un dulce éxtasis, contemplando aquellas facciones que vagamente marcaban sus hermosos perfiles en la sombra y la mirada brillante con una luz que a él le parecía superior al latido de las estrellas que parpadeaban sobre sus cabezas.
No supieron ellos cómo fue aquello, pero de pronto se encontraron sentados en una fila de tiestos, sin compasión a las flores que aplastaban y mirándose fijamente, mientras sus cerebros parecían sumidos en lánguido sopor.
Un lúgubre campaneo fue lo que les sacó de aquella contemplación tan estúpida como dulce. Sonaban las doce; ya había transcurrido una hora. ¡Demonio! ¡Y cómo pasaba el tiempo!…
Los dos novios permanecían inmóviles, como absorbiéndose el alma con sus miradas, y sólo de vez en cuando cruzaban algunas palabras vagas, incoherentes como las frases de un sueño o las exclamaciones de un ebrio.
En verdad, que para aquello no valía la pena de haberse desollado las manos subiendo por una cuerda y exponiéndose a caer; esto podía pensarlo un espíritu escéptico, pero aquellas dos almas puras e inocentes de niños grandes, gozaban una felicidad sin límites, dejando transcurrir el tiempo, inmóviles, juntitos, con marcada inconsciencia de sus actos y embriagándose en ese ambiente seductor y fantástico que siempre nos parece percibir en torno de la persona amada.
Ni la más leve sombra de impureza venía a turbar el pensamiento de los dos jóvenes, que se sentían satisfechos, dichosos y como ahítos de felicidad, con sólo hablarse de cerca al oído, sintiendo el contacto de sus ropas y confundiendo sus alientos.
María recordaba con la vaguedad de un sueño un atrevimiento único de su amante. Al sentarse en aquellos tiestos había sentido en sus labios el contacto de los de Juanito que le daban un beso; pero aquel beso era de castidad apasionada, beso desmayado de felicidad, sin el chasquido ruidoso de la caricia voluptuosa, ni el fuego de la voracidad apasionada y que iba dirigido más al alma que a la carne. Era aquel beso del tímido muchacho, como una toma de posesión de su amada, a la que por primera vez tenía al alcance de sus labios; pero con él no buscaba apoderarse de la carne, ciego instrumento de pasión, no pretendía despertar a la sensualidad dormida, sino que se hacía dueño de la seductora mirada, de la dulce y graciosa sonrisa, de la boca que le enloquecía con sus palabras de amor, de todo cuanto tenía María de espiritual y etéreo.
Y no era que en los dos jóvenes no existiesen esas violentas pasiones, esos irresistibles impulsos que oscurecen el cerebro, anulan toda percepción y convierten al ser humano en bestia insaciable de los lúbricos estremecimientos de la carne que hacen vibrar la red nerviosa como las cuerdas de una arpa eolia.
En ellos el sexo se había revelado hacía poco tiempo pero se encontraban, como el que despierta atolondrado de un profundo sueño y aunque ve perfectamente las cosas que le rodean, no comprende para lo que sirven ni se da cuenta exacta de su importancia.
Tal vez al repetirse tales entrevistas en la sombra y en aquel ambiente silencioso y perfumado que excitaba los nervios, el demonio de la lubricidad, soplando sobre los muchachos su aliento de carnales deseos, empañara la tranquila inocencia, la dulce castidad de aquella primera cita; pero en aquella noche, la novedad de verse tan de cerca, la dulce timidez que aún les embargaba y cierto miedo que les causaba su audacia de verse allí, impedíales caer en los malos pensamientos.
Eran dos niños que juegan a maridito y mujer: aún no habían llegado a convertirse en novios apasionados y anhelantes que no sacian nunca su sed de amor y que de beso en beso van recorriendo toda la escala de sucesivos atrevimientos e involuntarias concesiones, hasta caer de lleno en la impureza.
Aún su inocencia estaba incólume: la novedad de la entrevista era en aquella noche el mejor guardián de su castidad.
Él se consideraba ya satisfecho, sólo con tenerla cerca, apoyada en un hombro, aspirando su aliento, sintiendo el roce de un pico de su falda sobre la rodilla y acariciando su dedo meñique cuando no pasaba su mano por su ensortijada cabellera. Hubo un momento en que el muchacho, oyendo el rumorcillo que producía una flor caída, al ser volteada por la brisa sobre el suelo, bajó su mano sin darse cuenta de adonde la dirigía, y tropezó con una cosa satinada, dura como el vigor muscular y con ligero espeluznamiento producido por el contacto. Era la pantorrilla de su novia, que la desordenada falda dejaba algo al descubierto: las medias habían quedado abajo en el dormitorio y sus desnudos pies hundíanse en las botas, que no había tenido tiempo de abrochar.
Juanito, estremeciéndose como el creyente que contra su voluntad va a cometer un sacrilegio, retiró enseguida la mano y por algunos minutos permaneció avergonzado pensando con terror en la posibilidad de que María tuviese aquel acto por intencionado.
En cuanto a ella estaba como anonadada por la vaga felicidad que sentía. Su carácter malicioso, burlón y algo dominante, se había evaporado al tibio contacto de aquel muchacho que la contemplaba con el mismo aire de embobada y fanática adoración con que un rústico mira al patrono de su lugar.
El ambiente masculino del joven la embriagaba, turbando su cerebro y desvaneciendo su virilidad de carácter. Apoyábase con abandono en el hombro de Juanito, y en su inmovilidad desmayada, en su rostro animado por una soñolienta dulzura, leíase la resolución de entregarse sin resistencia, de dejarse arrastrar por donde ordenase la voluntad del hombre amado. La embriaguez de amor no había dejado en ella el más leve resto de firmeza: en manos de otro hombre aquella noche lo hubiese sido de deshonor para María.
De vez en cuando, estremecíase como si despertase, y lanzaba extrañas miradas a su novio, tan embriagado como ella por el dulce contacto. Notábase algo de alarma y de ansiedad que desaparecía ante la actitud tranquila de Juanito. ¿Adivinaba algo de lo que podía suceder así que se desvaneciera la novedad de la primera entrevista? ¿Es que, a pesar de todas las precauciones de las monjes, sabía ella lo que el hombre significaba y presentía la natural y última tendencia del amor? Seguramente ella sabía lo que sus compañeras, las colegialas mayores; algo que se susurra misteriosamente al oído; algo que se colige de palabras sueltas sorprendidas al vuelo, en las visitas o en la calle; pero imposible determinar hasta qué punto llegaba su conocimiento del misterio del amor; pues toda mujer, aun la más desgraciada a quien el vicio lleva al último límite de la degradación, guarda como un recuerdo sagrado e inviolable el concepto que en su pubertad tenía del hombre y cómo se imaginaba la vivificante confusión de los sexos. Tal vez callan las mujeres y guardan tal fondo, como avergonzadas de que su imaginación de púber concibiera esas cosas bajo formas ideales y divinas que después han destruido las sucias brutalidades de la realidad.
Cuando los dos novios salían de su mutua contemplación, era para estrecharse con mayor fuerza y dirigirse una de esas frases vulgares hasta la imbecilidad que son de ritual en toda conversación amorosa; frase que ya los amantes prehistóricos debieron decirlas en las primeras épocas del mundo, allá en el fondo de horribles cavernas; pero que sin embargo suenan como música original y armoniosa cuando salen de unos labios que no pueden mirarse sin besarlos.
—¿Me quieres?
—Con toda mi alma.
Y los relojes de la ciudad, como envidiosos de tanta dicha, parecían acelerar exageradamente el movimiento de sus ruedas para triturar entre ellas más rápidamente el tiempo.
¡La una!… ¡la una y media!
Los dos novios, a pesar de su embriaguez de amor, experimentaban gran extrañeza al oír las campanas de los relojes. ¿Pero es que estaban locos? ¿O es que la noche, ebria como ellos por los punzantes perfumes de la primavera, corría desbocada, furiosa, como una bacante en delirio?
Reservábales aquella noche fugitiva un espectáculo sublime, que venía a ser como una escena de apoteosis para su amor.
—Mira, Marujita mía; mira allá abajo… ¡qué hermoso!
En el horizonte, sobre el límite del mar, marcábase una nubecilla de luz tenue, una mancha de color lechoso que iba agrandándose rápidamente, tomando reflejos rosados, hasta convertirse en roja claridad de incendio.
Algo asomaba entre aquellas nubes de fuego que parecían reflejar un subterráneo incendio.
Primero fue como una cúpula fantástica de hierro candente, como una media naranja de vivo fuego que parecía flotar sobre el mar, invadiendo las aguas con fosforescentes resplandores, y poco a poco, como si el horizonte sufriera un parto laborioso, fue saliendo toda la esfera deslumbrante de la luna, que comenzó a remontarse lentamente como «la hostia santa» a que la compara Núñez de Arce.
Como si el azulado éter que surcaba, la limpiase de las sangres e impurezas que habían cubierto al astro al salir del vientre del infinito, la luna, conforme ascendía, iba perdiendo su rojizo color y recobraba su poética palidez, esa blancura deslumbrante y luminosa, que acaricia los ojos como una sonrisa de amor.
Todo se conmovía; todo cambió de color y forma con la aparición del astro, eterna musa de los poetas soñadores. El espacio fue invadido por un polvillo luminoso, ante el cual parecía palidecer el brillo de las titilantes estrellas; la silenciosa vega, antes hundida en el misterio de la oscuridad, cobró nueva vida, surgiendo sus mil contornos de la sombra y animándose con el fantástico vigor del dormido esqueleto que resalta de la tumba para dar cabriolas en la danza macabra; brillaron como hojas de espada perdidas en la hierba, las acequias y remansos de la dilatada llanura; las lejanas montañas parecieron sacudir sus vetustas cabezas y erguirlas en aquel espacio que acababa de alumbrarse; y el mar reflejó con incesante centelleo la lechosa claridad del melancólico astro, como un inmenso mostrador de joyería sobre el cual se hubieran arrojado las joyas a puñados, o como si en sus aguas nadase una numerosa banda de peces de plata, que, rebullentes e inquietos, marchaban formando un triángulo, cuyo vértice estaba en el límite del horizonte y cuya indeterminable base venía a morir en el límite de la playa, donde las ligeras ondas se desplomaban desmayadas.
Todo parecía animarse a la tibia mirada de la luna. Las charcas del vecino río que por la mañana eran deshonradas con los picantes espumarajos del jabón de las lavanderas, vestíanse ahora de deslumbrante plata; brillaban las hojas de los árboles, sacudiendo a impulsos de la brisa el sucio polvo que oscurecía su fino barniz, y el vientecillo de la noche parecía hacerse más fresco y susurrador, desde que por entre él, flotaba aquella gigantesca vejiga de luz, escoltada por tenues nubecillas que a su esplendor irisado, tomaban todos los resplandores del nácar.
—¡Qué bonito!… ¡Pero qué bonito es esto!…
Y los dos jóvenes, admirando aquella nueva decoración de la vasta escena de la Naturaleza, se acercaban cada vez más, se oprimían para comunicarse mutuamente su calor y defenderse de la brisa, que era agradable pero con cierta picante frialdad.
Ahora sí que se hallaban bien. Gustábales más el espacio alumbrado por la luna, que la misteriosa oscuridad de antes; ya no tenían rubores ni timideces que ocultar en la sombra y a aquella luz vaga y misteriosa, luz fabricada de encargo por la Naturaleza para las inocentes entrevistas de amor, los dos jóvenes podían contemplarse a su gusto y mirarse fijamente en los ojos para sentir estremecimientos de pasión indefinible.
Aquella tibia claridad que bruscamente lo había invadido todo, aunque acrecentaba el encanto de la entrevista, había reanimado sus lánguidos nervios disipando la absorbente embriaguez.
Ahora hablaban más aunque sin dejar por esto de mirarse y de permanecer estrechamente agarrados por la cintura.
Su conversación se basaba sobre ilusiones; resultaba inocente, pueril; pero sus balbuceantes palabras tenían el poder de abrir nuevos horizontes a las imaginaciones excitadas por el amor.
Cuando fueran mayores y casaditos de verdad, harían esto y aquello; y aquí enjaretaban todos sus deseos inocentes, todas sus aspiraciones, propias de almas puras, que hubiesen hecho lanzar a un escéptico una carcajada digna de Mefistófeles.
Los dos arreglaban su porvenir de un modo hermoso; y con ese egoísmo propio de los enamorados, no vacilaban en desearle la muerte a medio género humano con tal de arreglar su felicidad. Ya vería Juanito cómo los dos serían muy dichosos. Él llegaría dentro de pocos años a ser en Madrid un médico famoso, moriría su tío legándole la clientela y la celebridad, y entonces se casarían y vivirían juntitos con la mamá, aquella pobre señora ciega a la que amaba la colegiala sin conocerla. En cuanto a su tía la baronesa, también se moriría como el doctor Zarzoso y de este modo, in mente, los dos muchachos iban matando a todos los seres importunos que con su presencia podían turbar su dicha.
Y mientras se entregaban a esta destructora tarea, los relojes iban que volaban, hasta el punto de que a los dos les parecía que entre las horas y los cuartos sólo mediaba un silencio de algunos segundos. El tiempo es enemigo del hombre y se goza en contrariar sus deseos; pasa veloz, como una bocanada de aire, en la primera cita de amor, y transcurre con la desesperante lentitud de la tortuga, en los momentos de cruel pesar, de dolorosa incertidumbre.
Los dos jóvenes ya no atendían a los relojes. Se hallaban allí muy bien y mientras fuese de noche no tenían prisa. Las otras entrevistas serían más breves, pero en ésta, en la primera, había que apurar la novedad, el placer de verse de cerca, de hablarse con las bocas casi pegadas, de estremecerse con rápidos contactos hasta que el alma, hábitat de efluvios amorosos, gritase ¡basta!
No sabían ellos que este instante de fastidio nunca llegaría en aquella noche.
Sus palabras eran cada vez más lentas, más vaporosas; parecían nacidas de un sonambulismo amoroso, y en su tono débil adivinábase que no tardarían a extinguirse. Los nervios puestos en excitante tensión durante muchas horas, languidecían ahora buscando el descanso.
María, sin notarlo, fue reclinando la cabeza sobre el hombro de su novio; su voz se fue extinguiendo lentamente y al fin su respiración, queda y regular, indicó que acababa de dormirse.
Juanito seguía dominado por aquella dulce embriaguez que le producía el perfume de la joven. Su brazo arrollado al hermoso busto de María, percibía la vibración de su pecho al respirar y hasta el débil tic-tac de su corazón que se agitaba como un pajarillo en la jaula.
¡Cuán bella la encontraba entregándose confiadamente a él, durmiendo sobre su hombro con el abandono de un niño en el regazo de su madre!
—¡Oh, Marujita! ¡Vida mía!… Te amo.
Y conmovido por la pasión inclinó su rostro sobre la cabeza de María, hundiendo su nariz en aquellos ensortijados cabellos que tanto le gustaba acariciar.
Apretándola cada vez más entre sus brazos, dulcemente acariciado por el tibio calor de su cuerpo, sintiendo en su nuca el frío beso de la brisa y mareado por el perfume de aquella cabellera, el muchacho sintió cómo su cuerpo era invadido por una creciente languidez.
Iba a dormirse y ni por un instante se le ocurrió que era peligroso permanecer en aquel sitio. El punzante olor de las campanillas que impregnaba el suave ambiente parecía anonadarle empujándolo al sueño.
No supo él darse cuenta exacta de si levantó la cabeza; pero así como en sueños, le pareció ver que la luna palidecía, que allá en el horizonte se extendía una ancha faja de blanquecina claridad, que el espacio comenzaba a impregnarse de una luz azulada, y hasta en sus oídos, como ecos lejanos, sonaron el rumor de los carros al ir al mercado, las canciones de los huertanos y las sonoras campanadas del toque del alba.
Era el hermoso momento en que Romeo y Julieta, en el famoso drama, discuten sobre el canto de la alondra y el ruiseñor.
Era la alondra, era la mañana.
Sintió frío, mucho frío; le pareció que la brisa del amanecer le mordía con sus helados besos; y como si fuera víctima de imantada atracción, volvió a pegar su rostro a la cabellera de María y el sueño se apoderó de él por completo.
Jesús, María y José.
Señora baronesa: Con el corazón profundamente apenado tomo la pluma para escribir a usted. Bien quisiera evitarle este disgusto, pero mis ideas religiosas y mis deberes como directora de este colegio, me obligan a dar un paso del que me consuelo, más que todo, considerando el dolor que causarán mis palabras en una persona tan respetable y querida como usted lo es para mí.
Ya conoce usted las travesuras de María, que tanto han alborotado este colegio, con gran disgusto mío y de las demás hermanas que prestan sus servicios en este establecimiento. Teníamos a la niña por traviesa e incorregible, como dominada por el espíritu diabólico que nunca deja en paz a ciertas almas; pero jamás creíamos que en su afán de escándalo llegase tan adelante.
Esta mañana, ¡oh, dulce Corazón de Jesús!, me aterro al intentar escribir lo sucedido: hace muy pocas horas, las hermanas encargadas de la limpieza del establecimiento han encontrado a su señora sobrina en la azotea del colegio… ¡oh, Dios!, ¿me atreveré a decirlo?, durmiendo, con las ropas en desorden, y estrechamente abrazada a un hombre desconocido que dormía también sobre su seno.
Señora, desde aquí veo la dolorosa sorpresa que causará en usted esta revelación y creo oír los tristes sollozos que arrancará a su pecho la perversa conducta de su sobrina.
Figúrese usted lo que habrá sucedido en esa azotea en la oscuridad, tratándose de una niña que no manifiesta el más leve temor a Dios y de un hombre desconocido.
La hermana que hizo el descubrimiento bajó a darme cuenta del terrible suceso inmediatamente, y cuando yo subí, encontré a María sola. El seductor había huido; pero por una cuerda encontrada en la azotea y por otros indicios, he venido en conocimiento de que el tal sujeto es un estudiantillo que vive al lado del colegio.
No pienso intentar por mi parte nada contra ese muchacho. Hacer intervenir en el asunto a la autoridad sería dar un escándalo que redundaría en desprestigio de este santo establecimiento. Lo tengo bien pensado y no intentaré nada contra ese pecador que inspirado por el demonio ha violado el sagrado aislamiento de esta casa.
Señora baronesa, bien sabe usted el respetuoso afecto que le profeso. La admiro y reverencio por los grandes servicios que presta a la buena causa de Dios; conozco el justo aprecio en que la tienen los buenos padres de la Compañía, y aunque poco valgo a los ojos del Señor, tengo siempre especial cuidado en encomendarla al Altísimo en mis oraciones.
Por esto siento más aún el paso que me veo obligada a dar. Señora baronesa, aunque con gran dolor de mi alma, le pido que saque cuanto antes a su sobrina de esta santa casa. Por el honor de su noble familia y por el prestigio del colegio, he procurado rodear el asunto del más absoluto secreto; pero si la niña permanece aquí, las más leve indiscreción puede hacer que renazca la verdad y entonces el escándalo haría que ninguna madre quisiera enviar sus hijas a una casa en la cual una educanda ha cometido tales horrores.
Ruégole, pues, en nombre del dulce Jesús y de su Santísima Madre, a los que usted tanto ama, que apenas reciba la presente me comunique sus órdenes para la salida de María de esta santa casa.
Si usted no puede venir, la niña será entregada a la persona que usted designe.
Señora baronesa, repito a usted mi sentimiento por tener que comunicarle tan fatales noticias, e inútil es que le manifieste una vez más que me tiene siempre a sus pies, como admiradora, sierva y humilde hermana en Cristo.
Sor Luisa de Loreto
Directora del Colegio de Nuestra Señora de la Saletta