El padre Claudio, después de leer la carta varias veces, cayó en un estado de profundo desaliento.
Era tan terrible aquella noticia y llegaba tan inesperadamente, que al audaz jesuita le faltaba el valor indomable que había demostrado en otras ocasiones.
Su situación acababa de ser despejada de un modo terrible. Los altos poderes de la Compañía tenían ya certeza de su traición y no tardaría en sufrir él una muerte igual a la del padre Corsi.
No había que esperar misericordia. Él, que conocía como nadie de lo que era capaz el Gobierno de la Orden, comprendía la certeza de aquellos consejos que le daba el sacerdote Novelli en su carta, y pensaba que lo más acertado era huir y sustraerse a la venganza de la Compañía, ya que todavía era tiempo.
¡Huir!… conforme con ello; pero ¿a dónde dirigirse?, ¿qué hacer, viejo ya y abandonado de todos?
Y mientras pensaba en lo difícil e incierto de su situación, el padre Claudio murmuraba con estúpida terquedad:
—¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!
Así permaneció más de una hora, hasta que por fin una sonrisa iluminó su rostro y levantó la frente, antes abatida con expresión de triunfo.
Tenía adoptada su resolución. No huiría, pues huir era para un hombre como él, cien veces peor que la más horrible muerte. El campeón de la Compañía que se había distinguido siempre por su valor moral a toda prueba, no podía escapar como un cobarde al saber que su perdición estaba decretada en Roma. Combatiría, ya que éste parecía ser su destino, y a pie firme sin salirse de la Orden, esperaría los ataques de sus enemigos, seguro de que éstos tendrían que bregar mucho antes de derribarle.
Además había reflexionado mucho sobre su situación y no la encontraba desesperada. Era amigo de la reina y de los principales políticos, poseía secretos que le hacían muy respetable para el Gobierno, y cuando se viera perdido dentro de la Compañía, con salirse de ella ya estaba libre, pues la venganza de Roma no iría a buscarle en el seno de la sociedad civil donde contaba con buenos amigos.
Tenía, pues, la retirada cubierta y mientras tanto podría desesperar a sus enemigos desafiándolos con su insolente permanencia en la Compañía, sin negar las maquinaciones que había organizado en combinación con el padre Corsi.
Aquella resolución audaz, hizo recobrar al padre Claudio su antiguo valor, y sintió impaciencia por demostrar a sus enemigos de Roma que no les temía y que tampoco ignoraba sus intenciones respecto a él.
El padre Tomás, aquel jesuita solapado que sobornaba a su secretario e iba poco a poco labrando su perdición, era el representante de sus enemigos, y contra él se propuso romper las hostilidades.
Quería ser el primero en atacar, para que en Roma se convencieran una vez más de su valor.
Tan seguro estaba el padre Claudio de su poder, que se permitía risueñas ilusiones.
No; sus enemigos no se atreverían a intentar nada contra él. El general había osado acabar con el padre Corsi, porque éste era un jesuita de escasa importancia, y además lo tenía en el Gesú al alcance de su mano; pero tratándose de todo un padre Claudio consejero privado de personas reales, sostenedor de gobiernos, y además residente en España lejos del Gobierno central de la Compañía sus enemigos de Roma ya se cuidarían de intentar hostilidad alguna y lo respetarían aunque en adelante lo tratasen con frialdad.
Él era inviolable; para esto había trabajado tantos años en favor de los intereses de la Orden.
Animado por tales ideas, el padre Claudio, después de ocultar cuidadosamente la fúnebre carta en un bolsillo interior de su sotana, salió del gabinete y se dirigió a su despacho.
El padre Antonio escribía como siempre en su gran mesa, y el italiano seguía inmóvil en su asiento mostrando su rostro impasible, cuyos ojos de búho triste parecían no fijarse en nada, y lo veían todo.
La presencia de aquel espía de Roma indignó al padre Claudio. Hasta poco antes había podido sufrir, aunque con bastante impaciencia, la intimidad de aquel hombre que tan descaradamente le vigilaba; pero ahora al verle, el recuerdo del padre Corsi martirizado y muerto por ser amigo suyo, surgía en su imaginación y sentíase acometido de furor contra aquel espía que representaba a los sacrificadores.
El padre Claudio era poco susceptible de impresionarse por la suerte de ningún amigo, pero el suplicio de Corsi le hería de un modo más íntimo, pues sublevaba su orgullo. Él hubiera deseado que por el hecho de ser el reo amigo suyo, el General no se hubiese atrevido a llevar tan lejos su venganza, y al pensar en el martirio de Corsi le parecía que era él mismo quien había sido chamuscado en el brasero del subterráneo del Gesú.
No se sentó el padre Claudio, al entrar en su despacho, y sin cuidarse de ocultar su sorda irritación, varias veces pasó entre aquellos dos hombres silenciosos que seguían indiferentes y con los ojos bajos, como si nadie hubiese entrado en la habitación.
El enfurecido jesuita dio algunos bufidos como para desahogar su pecho oprimido por la rabia, y al fin, plantándose frente al padre Tomás, le dijo con acento reconcentrado.
—Oiga usted. ¿Sabe usted bien quién soy yo?
Levantó el rostro el italiano sin que en él se mostrase la menor emoción por tan extraña pregunta.
—Creo que sí, reverendo padre —contestó con su eterna calma—. El nombre del padre Claudio es conocido allá donde se encuentre a un hijo de San Ignacio, pues todos saben los grandes servicios que ha prestado a la Compañía.
—Así es, señor italiano. Todos saben lo que yo valgo y merezco, todos menos esa gente de Roma que le ha enviado a usted aquí.
Se coloreó la desmayada faz del padre Tomás, pero no de aquí la emoción ni intentó contestar, pues la regla de la Compañía le impedía toda respuesta si su superior no le preguntaba.
—Oiga usted bien, padre Tomás, oiga lo que yo soy, para que me conozca perfectamente y pueda decir a esos que le envían el respeto que merezco. Cuando yo ingresé en la Compañía en Roma, tenía quince años y su situación no podía ser más deplorable. Las ideas revolucionarias del pasado siglo habían barrido al jesuitismo de todas las naciones. La Orden estaba casi en la agonía por culpa de toda esa cáfila de filósofos que tanto escribieron en el siglo XVIII contra nosotros. Nos habían arrojado de España, Portugal, Francia, de casi toda América; en una palabra, de todos los sitios donde nos convenía estar. La Compañía estaba reducida a Roma, donde vivía a la sombra del papado como un arbolillo mustio y enfermizo. Al morir la revolución con su último propagandista el tirano Bonaparte y al restablecerse en España el absolutismo, Fernando VII nos abrió las puertas de esta nación y yo vine aquí con unos cuantos viejos imbéciles que procedían de la expulsión verificada en el siglo anterior por Carlos III. ¡Bien hubiese marchado la Compañía de estar encargados los tales vejetes de su dirección! Por fortuna se me hizo justicia, y aunque yo era entonces un mozuelo, fui puesto al frente de la Compañía de Jesús en España. Soy modesto y no quiero entonar mis propias alabanzas, que por más que parezcan exageradas, serán siempre merecidas. Pero tengo que hacer constar que fui el peor enemigo que la revolución podía haber encontrado. Fomenté como nadie los sentimientos realistas y fanáticos del pueblo español; organicé las terribles persecuciones que sufrieron los realistas en el trienio constitucional del 20; la revolución pacífica y progresiva no pudo desarrollarse porque yo lo impedí fomentando algaradas y motines a diario; yo di el primer impulso a la guerra carlista, y cuando comprendí que el pretendiente no podía triunfar salvé a tiempo los intereses de la Compañía volviendo al lado de la reina Isabel, para evitar que ésta fuese dirigida por los progresistas; nuestra Orden ha crecido y sido omnipotente en España más que en otra nación; hoy manda en este país como pueda mandar en el Gesú de Roma, y todo gracias a mí, que no he descansado nunca ni sé lo que es gozar de la vida; que he expuesto mil veces mi existencia en los períodos de agitación; que formando la asociación de El Ángel Exterminador, atraje sobre mi cabeza las venganzas de numerosas familias afligidas por nuestras persecuciones, y que con tal de mantener el prestigio de la Orden, he desempeñado el más vil de los papeles, el de alcahuete regio, ofreciendo mujeres a Fernando VII y presentando hombres a su augusta hija. Ahora bien, padre Tomás, ¿qué le parece a usted de todo esto? El que ha arraigado de nuevo la Orden en España, de un modo que la revolución tendrá que bregar mucho para derribarla ¿no merece que le respeten esas gentes de Roma que están allá muy tranquilas gozando de ese poderío que nosotros les conquistamos aquí a costa de grandes esfuerzos?
El padre Tomás hizo un gesto de ambigua adhesión; pero el padre Claudio estaba demasiado exaltado para fijarse en la frialdad del italiano.
—Y no quedan reducidos sólo a esto mis trabajos —continuó—: ahí está mi secretario y eterno compañero, el padre Antonio, y allá en Roma está el registro central de la Compañía para atestiguar lo que yo he trabajado con el objeto de arraigar el poderío de nuestra Orden en todas las conciencias. Gracias a mí, se han fundado numerosos colegios donde la juventud más distinguida se educa tal como queremos; la aristocracia española está por completo a la voluntad de cuanto se piensa en este despacho, y a las arcas de Roma he enviado yo cuarenta millones de pesetas; esto sin contar ocho más que acabo de conquistar. Grande es nuestra asociación; no hay punto del globo donde no tengamos representantes; pero a pesar de ser tantos los jesuitas de seguro que no saldrá uno solo que pueda alegar más méritos que yo. ¿Es verdad o no, esto que le digo, padre Tomás?
Y esta vez se plantó ante el italiano y le miró fijamente con expresión iracunda, esperando su contestación.
—Así es, reverendo padre —dijo con su calma que contrastaba con el furor reconcentrado del padre Claudio—. Ya he dicho antes a vuestra reverencia que en todas partes donde hay jesuitas se le respeta en lo que vale.
—En todas partes menos en Roma; y si no vamos a cuentas. ¿A qué ha venido usted a Madrid?
—Yo no he venido por mi propia voluntad. He cumplido un voto que hice al entrar en la Compañía; el voto de obediencia. Me han ordenado mis superiores que viniese aquí y he obedecido.
El italiano dijo estas palabras con tanta modestia y sencillez, que el padre Claudio quedó desconcertado. No podía seguir atacando en tal terreno al italiano, pues éste le opondría sus votos.
Mudó de táctica y dijo al padre Tomás, como si olvidara lo anteriormente expuesto:
—No quiero investigar los motivos que le han traído a usted a Madrid. Lo que le digo a usted, es que no conviene a los intereses de la Orden que permanezca aquí inactivo y ocioso, dando un mal ejemplo a los demás padres, que se afanan y trabajan en bien de la Compañía de Jesús.
—Reverendo padre; si no hago nada aquí, es porque vuestra reverencia no me da ocupación.
—Trabajará usted y muy pronto. No se quejará usted en adelante de que lo olvido. Mañana mismo saldrá usted para nuestra casa de Valencia.
—Eso es imposible reverendo padre.
—¡Imposible!… Quisiera saber por qué. Usted ha prestado voto de obediencia y debe acatar las órdenes de los superiores
El padre Claudio, movido por la indignación hablaba con una expresión furiosa que contrastaba con la frialdad del italiano.
—Yo siempre obedezco a mis superiores —dijo el padre Tomás—, y por esto mismo permanezco aquí, cumpliendo las órdenes del padre General, que es el único que me puede mandar. Vuestra reverencia olvida sin duda que yo soy padre de alto grado y que no estando inscrito entre los individuos de la Compañía que prestan sus servicios en España, sólo a la autoridad de Roma debo obedecer y seguir las órdenes que me dicte el padre General, Vuestra reverencia no tiene en esta ocasión ningún poder sobre mi humille persona. El General me ha enviado aquí, y aquí me quedo.
El padre Claudio quedó aturdido ante la fría firmeza con que el jesuita decía estas palabras.
Pero pronto se repuso de su sorpresa. Hacía cuarenta años que estaba acostumbrado a que la Compañía en España se pusiera en movimiento al más leve de sus gestos; nunca hombre alguno vestido con la sotana jesuítica había intentado desobedecerle y el ejemplo de aquel italiano, que osaba rebelársele, le produjo una irritación sin límites.
Su abotagado rostro cubrióse de mortal palidez, chispearon sus ojos, sus labios temblaron con el tic nervioso del furor y se sintió próximo a enloquecer por la afrenta que intentaban hacerle, ante aquel secretario que en su juventud consideraba a su maestro como un semi Dios.
¡Poder de la indignación! Hasta le pareció al jesuita que el padre Antonio, sin levantar la cabeza de los papeles, sonreía maliciosamente, gozando mucho en presencia de aquella humillación que sufría su soberbio superior.
Había que confundir al insolente italiano, y encarándose con él, le dijo sordamente:
—¡Basta ya de farsas y fingimientos, señor italiano! Su presencia aquí me es odiosa… ¿Lo quiere usted más claro? Mañana mismo saldrá usted de Madrid, pues me estorba y me irrita ese espionaje de que continuamente soy objeto. Cuando yo era joven, fingía tan bien como cualquier otro, pero ahora que soy viejo y célebre, y tengo, por tanto, derecho a que me respeten, no quiero mentir y doy a las cosas su verdadero nombre. Sé que usted es un espía del General y conozco tan bien como usted lo que ha ocurrido en Roma y cuál ha sido la suerte del padre Corsi, pobre amigo mío, sacrificado por el espíritu de venganza que allá sienten contra mí. No quiero tener a mi lado a uno de los asesinos de mi amigo Corsi. ¿Está usted enterado? Márchese cuanto antes y dé gracias porque yo soy ahora un viejo, que de lo contrario, no guardaría usted buenos recuerdos de su espionaje.
Y el viejo jesuita, tembloroso por el furor, pálido, rugiente y magnífico en su indignación señalaba la puerta con ademán imperativo, indicando al italiano que saliera cuanto antes.
El padre Tomás permanecía en su actitud impasible, con la mirada fija en el superior, y gozando internamente al ver su extremada irritación.
—¡Márchese usted! —gritaba el padre Claudio—. ¡Qué no le vea a usted más!
—Me iré cuando me lo mande el General.
—Aquí no hay más General ni más voluntad que la mía. Le arrojo a usted de aquí y puede marcharse al infierno si quiere. Hoy mismo daré órdenes para que no le admitan en la casa residencia, y que pongan en medio del arroyo todo su equipaje. Y ahora salga usted inmediatamente de este despacho o de lo contrario llamaré a los criados para que le arrojen.
El italiano no se inmutaba con aquellas amenazas. Continuaba impasible, y se limitó a decir con su eterna frialdad:
—Eso que hace vuestra reverencia es un verdadero golpe de Estado. Es desconocer la autoridad del General, es rebelarse contra la autoridad suprema de la Compañía, y caer de lleno en el artículo I del título IV de nuestro reglamento secreto. ¿Conoce usted el artículo?
—Sí; lo conozco. Valiéndose de él dieron muerte a mi amigo Corsi. ¿Aún te atreves a recordarlo, esbirro del demonio?… Yo soy el padre Claudio, el restaurador de la Compañía en España, y cuando se me falta al respeto y a la obediencia que merezco, paso por encima del General, del reglamento secreto y de cuanto se me ponga por delante. ¡A la calle, italiano!, ¡a la calle!
—Piense vuestra reverencia en lo que hace.
—¡Qué pesadez! ¡Y que no tenga yo puños suficientes para poner en la puerta a este miserable espía!
Y se abalanzó al cordón de la campanilla para llamar a los criados.
—Un momento —dijo el padre Tomás levantándose de su silla, mientras que el iracundo jesuita se detenía al ver este movimiento de su enemigo—. Puesto que usted, padre Claudio, se empeña en expulsarme y falta a las reglas de la Compañía, despreciando al General y pronunciando frases ofensivas al espíritu de la Orden, ha llegado el momento de que se aclare la situación. Lea usted.
Y el italiano, hasta entonces humilde y rastrero, se irguió con altanera frialdad, e introduciendo su diestra en el bolsillo de la sotana, sacó un papel doblado que entregó al padre Claudio.
Apenas éste posó sus ojos por él, sintió un escalofrío de terror.
Estaba escrito el papel en la misteriosa taquigrafía que los jesuitas emplean en sus comunicaciones secretas y que sólo conocen los padres iniciados en el alto grado, y al pie del documento figuraba el garabato que era la firma simbólica del general.
El documento no podía ser más auténtico, y el padre Claudio habituado a leer durante muchos años tal clase de comunicaciones, la descifró de corrido.
Su contenido no podía ser más fatal.
La autoridad suprema le ordenaba, bajo la pena de pasar como traidor a la Compañía en caso de desobediencia, que inmediatamente que leyese aquella comunicación, se pusiera bajo las órdenes del padre Tomás Ferrari, que en adelante sería el vicario general de la sociedad de Jesús en España.
El viejo jesuita se estremeció desde la cabeza a los pies, pareciéndole que la habitación entera se desplomaba sobre él, y hubo de apoyarse en la mesa para no caer.
Verse despojado en la vejez de la autoridad que había ejercido toda su vida; contemplarse súbdito de un desconocido, él, que estaba habituado, desde su juventud, al mando absoluto, era un golpe tan terrible, que le faltó poco para llorar.
Encontró, sin embargo, en su debilidad, fuerza para reponerse y ya que se consideraba caído, quiso al menos acabar con dignidad y que sus enemigos no se gozaran en su dolor.
Serenose y se dispuso a contestar. La resistencia era inútil, pues conocía la especial organización de la Orden en que la autoridad lo es todo, y el afecto nada, y sabía que sus mayores protegidos se revolverían contra él a la menor indicación del General, estando, como estaba, despojado del poder.
Inclinose ante su nuevo amo, y devolviéndole el papel, dijo al padre Tomás con acento humilde:
—Espero las órdenes de vuestra reverencia.
El padre Antonio, mudo espectador de aquella escena, había dejado de escribir, pero seguía con la cabeza baja, muy atento a todo cuanto ocurría. No se notaba en él la menor señal de extrañeza. Sin duda el secretario sabía con anticipación cuanto iba a ocurrir, y conocía antes que el padre Claudio aquella orden del general.
No se impresionaba gran cosa por aquel cambio de situación tan rápido. Cambiaba de amo en apariencia, pero siempre seguía unido a aquella Compañía a la que amaba con el fiero cariño del lobezno a la loba. Además, no dejaba de hacerle gracia la caída estrepitosa de su antiguo amo, que tan soberbio y déspota se mostraba. Aquello le hacia admirar aún más a la igualitaria Compañía que encumbra o arruina a los individuos con igual indiferencia, sin consideración de ninguna clase y como si se tratara de autómatas y no de hombres. Acariciaba la esperanza de que si el padre Claudio bajaba ahora, algún día le tocaría a él el turno de subir.
El jesuita italiano contempló algunos instantes a su rival humillado, y después dijo con lentitud majestuosa:
—Padre Claudio mis órdenes son que usted, de esa puerta para afuera, siga figurando como director de la Orden en España. Conviene por ahora a nuestros intereses que aparentemente continúe la misma situación. Pero aquí, dentro de este despacho, se restablecerá la verdad, y usted será sencillamente mi amanuense, estando para todos los asuntos de oficina a las órdenes del padre Antonio, que seguirá desempeñando el cargo de secretario. Ya conoce usted mis órdenes.
El padre Claudio temblaba y hacía esfuerzos para no llorar de rabia. ¡Oh! Aquello era demasiado fuerte para sufrirlo con calma. La humillación iba más allá de lo que él había podido imaginarse.
Si después de su caída le hubiesen castigado colocándolo de portero en la casa residencia, obligándole a barrer la cocina o a desempeñar los más bajos servicios, al menos su ruina hubiese tenido cierta grandeza. A los que le habían conocido poderoso y omnipotente, les hubiese inspirado una respetuosa y tierna simpatía, semejante a la que se siente ante Napoleón, hambriento y enfermizo, remendándose su uniforme en Santa Elena; pero obligarle a fingir en público una autoridad que no tenía, y dentro de aquel despacho ser el escribiente de su antiguo secretario, era privarle del amargo placer de una caída estrepitosa, y envolverle en la humillación de una ruina secreta sin grandeza alguna.
En su porvenir había algo del suplicio de Tántalo. Viviría en adelante allí, corroído por la envidia, contemplando de cerca y a todas horas el poder que había perdido y que jamás recobraría.
La voz del nuevo superior le sacó de sus negras reflexiones:
—Padre Claudio comience a ejercer sus nuevas funciones. Siéntese usted, y prepárese a escribir.
El viejo obedeció con la pasividad de un autómata. Su obesidad no le permitía estar inclinado mucho tiempo y sufría al doblarse sobre el borde de aquella antigua mesa, frente al secretario, que seguía papeleando, impasible, como si realmente fuese un escribiente oscuro, su nuevo compañero de trabajo.
—Va usted a escribir —dijo el superior—, una comunicación a Roma, anunciando al General que el hermano Ricardo Baselga ha cedido a la Compañía toda su fortuna. Ponga usted la comunicación de modo que sea yo quien la firme.
Luego continuó, dirigiéndose al secretario:
—Padre Antonio, saque usted la escritura de cesión de bienes que firmó el hermano Baselga. La enviaremos a Roma junto con la comunicación, para que la guarden en el archivo central. Allí estará más seguro el documento.
El padre Claudio creía soñar, y cuando vio que el secretado sacaba el atado documento de un cajón de la mesa, no pudo reprimir una exclamación.
Todo lo comprendía. Días antes había entregado al padre Antonio aquel documento, para que lo enviase a Roma, con una comunicación en que se marcaran los grandes trabajos que había tenido que hacer el padre Claudio para alcanzar tal triunfo. El secretario le había hecho traición, guardándose el documento para no darle curso. Estaba, sin duda, en combinación con el italiano desde mucho antes, y ahora, al remitir la escritura a Roma, el padre Tomás se atribuía un servicio de gran importancia para la Orden, y aparecía como autor del negocio que él había venido preparando tan cuidadosamente a costa de mucho tiempo, y no menos paciencia.
Aquello fue el golpe de gracia para el humillado viejo.
No podía ya con el peso de tanto infortunio, y aquel hombre para quien la debilidad había sido siempre desconocida, al pensar que había estado trabajando tantos años en el interior de la familia Baselga, para que un advenedizo gozase el fruto de sus fatigas y se cubriera de gloria en Roma, sintió que una oleada ardiente subía de su pecho a la cabeza oprimiéndole la garganta.
Sollozó con fuerza el viejo, y sus lágrimas cayeron sobre el papel sin que cuidara ya de ocultarlas.
El padre Tomás, de pie junto a la mesa, sonreía diabólicamente y hasta el secretario esta vez creyó del caso el levantar la cabeza y hacer un gesto de admiración.
¡Lloraba el terrible jesuita! Bien valía la pena aquel espectáculo.
Nadie se apercibió de aquel golpe de Estado perpetrado en el mayor secreto, como todos los actos que se llevan a cabo en el seno de la Compañía.
Los padres jesuitas residentes en Madrid siguieron considerando al padre Claudio como el vicario general de la Orden en España, en vista de que éste desempeñaba, como de costumbre, sus altas funciones.
El exterior macilento y el aire desalentado del padre Claudio no llamaba la atención de nadie.
Se presentaba como siempre en público acompañado de su socius el padre Tomás, y nadie a la vista del aspecto encogido y humilde de éste, hubiese sospechado que era el verdadero amo, y que cuando los dos se encerraban en el despacho, el padre Claudio le servía de escribiente y tenía que sufrir rudas reprimendas por su forma de letra, su lentitud en escribir y aquel cansancio que a causa de la edad le acometía, entorpeciendo su cabeza y sus miembros.
En la Compañía de Jesús no han sido nunca raros espectáculos de esta clase. El padre Claudio sabía que muchísimas veces el que había aparecido como director no era más que el criado del más humilde jesuita; pero esto no le hacía sufrir con paciencia tales humillaciones y juzgaba insoportable por más tiempo la comedia que venía representando.
No transcurría día sin que sufriera los más agudos tormentos morales. Cada vez que algún inferior venía a consultarle, o que recibía las muestras de cariño y respeto propias de su cargo, no podía evitar el volverse con movimiento instintivo a su terrible socius, que contemplaba sin inmutarse aquella farsa por él ordenada.
El pensamiento del padre Claudio siempre era el mismo. ¡Cómo se reiría el maldito, al considerar la irrisoria autoridad de aquel que momentos después le servía de escribiente! ¡Qué carcajadas sonarían en el interior del padre Tomás al ver a su amanuense dar órdenes y amonestar a los inferiores, fingiendo una autoridad que ya había huido de él para siempre!
La eterna presencia del italiano, que ahora no le dejaba solo ni un momento, era para el padre Claudio el peor de los tormentos, por lo mismo que equivalía a una burla perpetua. Aquello era querer que hiciese reír a sabiendas, el mismo hombre cuyo fruncimiento de cejas aterrorizaba algunos días antes.
Si iba por la calle, importantes personajes saludaban al padre Claudio con todo el respeto rastrero que los políticos de oficio demuestran a los que tienen el favor real. A veces, al ocurrir esto, el padre Claudio a pesar de su dolor, no podía evitar una sonrisa de amarga ironía. Él había derribado ministerios, creado personajes de la nada; el mundo le tenía aún por muy poderoso, y sin embargo, la víspera, por ejemplo, el padre Tomás, en su despacho, le había llamado canalla y miserable por haber empezado tres veces la misma comunicación a causa de su falta de pulso.
Si sus enemigos se habían propuesto castigarlo sometiéndolo a un martirio lento e inacabable, sabían bien lo que se hacían, pues era imposible tortura mayor que la que sufría.
Su punto vulnerable era el orgullo y éste era el sentimiento que más sufría en aquella extraña situación.
Tan intensa era su tortura, que varias veces estuvo próximo a humillarse a su verdugo, suplicándole que le castigara con mayor rudeza, pero que le librara de aquella parodia de autoridad, mas un resto de orgullo le contuvo y siguió sufriendo en silencio, procurando conservar en su caída la mayor dignidad posible.
Una incertidumbre cruel le agitaba en sus instantes de desaliento.
A pesar del desprecio con que le trataba el padre Tomás, obedeciendo sin duda las órdenes que de Roma le llegaban, él no podía creer que parase ahí la venganza del General.
Grande era la humillación que le hacían sufrir; pero un hombre como él, a pesar de su mísero estado, todavía era temible y el General no debía contentarse con saber que su rival había sido convertido en escribiente.
Aquella humillación la consideraba el padre Claudio como un refinamiento de crueldad del verdugo antes de decidirse a sacrificar su víctima.
La misma mano que había aniquilado al padre Corsi no tardaría en caer sobre él, inexorable y aplastante, acabando con su existencia.
Conocía él los procedimientos a que más afición mostraba la Compañía para acabar con sus enemigos y seguro de que el puñal no lo esgrimían los jesuitas en este siglo, procuraba guardarse de los venenos; de aquella aqua toffana que la Compañía había hecho célebre.
Su apariencia de autoridad le hacía ser respetado por todos los individuos de la Orden y de aquí que pudiera vivir con relativa tranquilidad, confiando en la adhesión del hermano cocinero, que preparaba la comida de su reverencia por sus propias manos.
Por esta parte estaba seguro el padre Claudio de no ser víctima de un envenenamiento; pero la actitud siempre reservada y fría del padre Tomás le causaba verdadero miedo. Algo ideaba en silencio aquel terrible enemigo, y el padre Claudio le acechaba, intentando adivinar sus secretas ideas.
Así transcurrió algún tiempo, hasta que llegó el día en que la Compañía acostumbraba a celebrar su fiesta anual, en honor de la fundación de la Sociedad de Jesús.
Revestía tal acto gran solemnidad. En dicho día la casa residencia, siempre tan tétrica, animábase con una alegría reposada y meliflua y una de las fiestas más notables era la gran misa que se celebraba en la iglesia perteneciente a la Compañía.
Era el superior de la Orden el encargado de oficiar en dicho acto, y el padre Claudio, que por espacio de cuarenta años dijo la misa en tal día, gozaba mucho con esto, pues podía apreciar cuán inmenso era su poder, viendo reunidos en la iglesia todos los padres y novicios que estaban por completo a sus órdenes.
Temía que el padre Tomás escogiese dicho día para humillarlo, prohibiéndole que dijese la misa y demostrando de este modo que era fingida la autoridad que aún ostentaba. Por eso su alegría fue grande cuando el italiano le dijo, en el despacho, la víspera de la fiesta, que al día siguiente se encargase de celebrar la solemnidad acostumbrada.
A las nueve de la mañana estaba ya el padre Claudio en la sacristía de la iglesia, dejándose despojar con sonrisa bonachona de su hopalanda y su bonete, por dos acólitos serviciales que se mostraban impresionados ante aquel hombre que creían terriblemente poderoso.
Llegaban hasta allí, amortiguados, por puertas y cortinajes, el sonido del órgano y los cantos de los tiples en la cercana iglesia; y dentro de la sacristía, el sacristán y sus ayudantes corrían de un lado a otro y se afanaban por arreglar todos los preparativos de la misa.
Dos padres jesuitas charlaban sentados en un rincón, el uno vestido de sotana y el otro con dalmática mientras que un tercero de pie, junto a la gran mesa de la sacristía, revestíase y se disponía a cubrirse con otra capa de igual clase, extremadamente pesada por la calidad de la tela y el grueso de los deslumbrantes bordados.
Eran los dos diáconos que habían de ayudar al padre Claudio en la misa mayor.
El viejo jesuita, instintivamente e impulsado por la fuerza de la costumbre, miró a todos lados para ver si los preparativos estaban corrientes.
Encima de la mesa y junto al grande y antiguo espejo con marco de oro ensuciado por las moscas y estrecho y largo hasta llegar al techo, estaba en cuidadoso montón toda la ropa sagrada de la misa. El cáliz de oro fino estaba a poca distancia, con su purificador, su patena y su hostia, cubierto todo por el cuadrado de tela igual a la casulla, y ésta acababa de ser tendida por el sacristán sobre la misma mesa, deslumbrando con sus bordados que representaban varios atributos de la Pasión de Cristo.
El padre Claudio, satisfecho de aquella inspección, se encaminó a una fuentecilla que estaba junto a la puerta de entrada de la sacristía y comenzó a lavarse las manos en aquel sonoro hilillo de agua. Estaba aquel día de buen humor, pues la fiesta que tan buenos recuerdos le había dejado siempre, conseguía disipar por primera vez aquella terrible tristeza que le había acometido desde su ruina.
Un jesuita entró en la sacristía.
Era el padre Felipe, aquel robusto confesor de la baronesa de Carrillo, que cada vez estaba más fornido y más imbécil.
—¡Hola, padre Felipe! —dijo el padre Claudio con la benevolencia que desde su caída demostraba a todos los humildes—. ¿Cómo está la iglesia?
—¡Ah, reverendo padre! Presenta un golpe de vista encantador. Está en ella lo más selecto de Madrid. Yo he conocido entre las señoras varias damas de Palacio y más de treinta condesas y marquesas. Es una fiesta que dará que hablar y demostrará que todo el mundo está con nosotros.
—¿Está también doña Fernanda, la baronesa?
—Sí; en primera fila la he visto, junto al presbiterio. Su hermana Enriqueta no ha podido venir; la pobrecilla cada vez se halla peor.
El padre Claudio había acabado mientras tanto de secarse las manos, y mascullando una oración se dirigió a la mesa donde estaban las sagradas vestiduras para comenzar a revestirse. Los dos acólitos pusiéronse a su lado para ayudarle y el sacristán mayor algo apartado, vigilaba con mirada atenta aquella operación.
El padre Felipe fue a conversar con los otros dos jesuitas que estaban sentados a un extremo de la sacristía, y el celebrante comenzó a vestirse.
Cogió el amito y después de besar la cruz bordada en su centro púsose el tiento sobre la cabeza y deslizándolo por la espalda hasta rodear el cuello de su sotana, se ató sus cordones a la cintura, después de lo cual vistióse el alba, signo de pureza, teniendo buen cuidado de introducírsela por el brazo derecho
Los acólitos daban vueltas en torno del sacerdote, agachándose, tirando de la alba para que cayese en pliegues naturales y procurando que no estuviera en unos puntos más alta que en otros.
Iba a ceñirse el cordón que le presentaba el sacristán y que es recuerdo de la cuerda con que Jesús fue torturado en su Pasión, cuando fijando sus ojos en el gran espejo que delante tenía, vio como entraba con su habitual cautela el padre Tomás.
La presencia de aquel hombre turbó la alegría del padre Claudio. Mostrábase el italiano como siempre sonriente y humilde, pero el viejo creyó ver en él una expresión diabólica de gozo que no había notado en los otros días.
El padre Tomás fingía admirablemente en público una subordinación absoluta a aquel hombre que sólo era su escribiente.
—Reverendo padre, —dijo acercándose al padre Claudio—. El templo está hermosísimo. Pocas veces he visto una fiesta tan deslumbrante. Puede usted estar orgulloso de oficiar ante un concurso de fieles tan distinguidos. Crea que le envidio el papel que va a desempeñar.
—Eso mismo pienso yo, padre Tomás —dijo mezclándose oficiosamente en la conversación el padre Felipe—. Vale la pena oficiar ante gente tan notable.
Y el sencillote jesuita, sin fijarse en que el padre Claudio estaba murmurando las oraciones propias del acto de revestirse, púsose a reseñarle por sus nombres todas las damas distinguidas que estaban en la iglesia y varias veces le distrajo con su charla.
Entró otro jesuita, que era el padre Luis, el famoso orador sagrado, encargado de pronunciar el sermón en aquella festividad.
El orador, convencido de su valía y de su gloria, mostraba en su conversación bastante petulancia, y trataba a todos con dulce benevolencia y cierto aire protector.
No tenía prisa, pues aún tardaría el momento de subir al púlpito, pero venía a ver cómo se revestía el padre Claudio su maestro y protector bondadoso, y a fumar un cigarrillo. El predicador no podía callarse, y pegándose al padre Claudio con la misma familiaridad que si estuviese en su despacho, le anunciaba de antemano el éxito que iba a alcanzar con el sermón, y recitaba por adelantado algunos de sus fragmentos al mismo tiempo que guiñaba un ojo o se interrumpía, diciendo:
—¡Eh, reverendo padre! ¿Qué le parece a usted este parrafito? ¡Cómo se quedarán esas tortolitas místicas que vienen a escucharme! ¿Pues y este parrafillo en que les doy de firme a los picaros revolucionarios?
Mientras el predicador iba anticipando a entregas su sermón y el simple padre Felipe le oía con aire embobado, el padre Tomás abordaba en un extremo de la habitación, al atribulado sacristán, que aturdido por aquellos preparativos extraordinarios iba de un punto a otro sin saber qué hacerse.
—¡Qué, querido hermano! ¿Está ya todo corriente?
—Creo que sí, padre Tomás. ¡Si usted supiera cómo tengo la cabeza…! Esto es cosa de volverse loco. Yo creo que está todo… ¿a ver? El altar mayor lo han encendido hace ya rato, el misal lo acaban de llevar los muchachos, los dos ayudantes se han revestido ya, el reverendo padre lo está haciendo ahora; ahí está el cáliz, ahora… ¿qué más puede faltar?
El padre Tomás sonrió con cierta sorna.
—¿Y las vinagreras, desgraciado? ¿Y las vinagreras?
El sacristán hizo un movimiento de retroceso y se golpeó la frente con las dos manos, con la misma expresión de desaliento del inventor que descubre un defecto capital en la obra que creía perfecta.
—¡Virgen santísima! —balbuceó quedo, como si no quisiera que nadie se enterara de su descuido—. Es verdad. ¡He olvidado las vinagreras! ¡Qué descuido! Gracias, padre Tomás; muchas gracias. A no ser por usted, hubiese cometido una majadería.
Y se abalanzó a un pequeño armario de donde sacó unas vinagreras de rico cristal tallado, montadas sobre un armazón de plata antigua artísticamente labrada.
Llenó una en el hilillo de agua de la fuente; destapó después una gran botella que estaba en el mismo armario, y vertió en la otra redomilla un chorro de vino que se transparentaba con reflejos opalinos, y caía produciendo un delicioso glu-glu. Sacó de un cajón un lavamanos limpio y cuidadosamente planchado, púsolo entre las vinagreras y fue a salir por el oscuro pasadizo que desde la sacristía conducía al altar mayor.
El padre Tomás detuvo por la manga al azorado sacristán.
—¿Adónde va usted, hermano? Quédese aquí donde es necesaria su presencia, casi nadie reparará en su olvido. Yo me encargaré de llevar las vinagreras al altar.
El sacristán no sabiendo cómo agradecer al italiano su bondad lanzole una tierna mirada, y el padre Tomás desapareció en el oscuro corredor llevando las vinagreras.
Nadie se apercibió de aquello en la sacristía. Los dos ayudantes de la misa y el otro jesuita discutían en el extremo opuesto, de espaldas al lugar donde habían hablado el italiano y el sacristán, y en cuanto al padre Claudio no había visto nada, ocupado como estaba en arreglarse la pesada casulla, y en escuchar al padre Luis, cada una de cuyas palabras asombraba y enternecía al robusto padre Felipe.
Llegó el momento de comenzar la misa, y el celebrante y sus dos ayudantes entraron uno tras otro en el oscuro pasadizo precedidos del sacristán y los acólitos. El padre Claudio sujetando el cáliz con la mano izquierda y apoyando en la tapa del mismo su derecha, iba rezando oraciones.
El padre Felipe se quedó en la sacristía para acompañar al vivaracho orador que seguía fumando su cigarrillo y haciendo comentarios sobre el efecto que iba a causar su sermón.
Aparecieron el celebrante y sus dos ayudantes al son de una marcha triunfal que entonaba el órgano, y en la vasta nave conmovióse aquella grey devota y aristocrática que sudando, cuchicheando a media voz y agitando el abanico, aguardaba con la misma curiosidad expectante que en el teatro Real las noches de debut.
Comenzó la misa, y los fieles se mostraron muy atentos a los cantos que salían del coro, reconociendo interiormente que los jesuitas sabían hacer las cosas muy bien y que aquella capilla de música era de lo más notable que podía oírse en Madrid.
El sagrado simulacro del drama en que Jesús fue protagonista deslizose sin incidente alguno hasta que llegó el momento del sermón.
Los tres oficiantes sentáronse en ricos sillones, e inmediatamente la música rompió a tocar una graciosa marcha, que hacía mover instintivamente los lindos pies a la mayor parte de las aristocráticas damas que ocupaban la nave.
Era la señal de que el predicador iba a salir, y no tardó en aparecer en el altar mayor el padre Luis, con roquete de deslumbrante blancura, graciosamente rizado y encañonado.
Avanzó el orador con el aspecto meditabundo y teatral, propio de esos retratos en que se representa a los grandes artistas en el momento de recibir la inspiración; se arrodilló a los pies del padre Claudio para que lo bendijese e inmediatamente desapareció precedido de acólitos y sacristanes para surgir al poco rato sobre el púlpito, siempre al son de la misma musiquilla.
El público no había cesado de moverse. Las señoras se acomodaban en sus asientos para oír mejor; los hombres se agolpaban en los puntos de la iglesia que tenían condiciones acústicas favorables, y todos se preparaban a gozar con la palabra divina de aquel jesuita, a quien los periódicos del gremio llamaban el San Bernardo de la época.
Cesó la música, y el orador, después de algunas actitudes teatrales que tenían por objeto poner de relieve el perfil de su cabeza artística, comenzó a hablar.
Bien conocía el padre Luis a su público, y no se equivocaba al anunciar que obtendría un éxito. Su sermón hizo delirar de entusiasmo, durante una hora, a todos los oyentes, que por poco no aplaudieron la mayor parte de sus pasajes.
La oración se circunscribió a la festividad que se conmemoraba, pero sólo el padre Luis era capaz de sacar tanto jugo al tema. Habló haciendo párrafos inmensos que redondeaba con atropelladas imágenes, tan ruidosas, esplendentes y vacías, como los cohetes voladores que deslumbraban durante un instante y se remontaban para caer después chamuscados e inertes.
Los oyentes sacaban de todo el discurso la lógica consecuencia de que San Ignacio había sido el hombre más eminente del mundo, y la Compañía de Jesús la institución más benéfica y útil a la Humanidad que habían podido soñar los hombres.
San Ignacio, como santo, era el que seguía a Jesús en la corte celestial, y aún hacía el orador ciertas reservas y apartes que daban a entender su convencimiento íntimo de que por el tiempo, el de Loyola, podía muy bien ocupar el puesto de Dios hijo. Como a hombre, el fundador de la Compañía de Jesús, era, según el orador, el cerebro más potente, el sabio más asombroso que había surgido en la Humanidad desde que existía el mundo.
A su lado, desde Aristóteles y Arquímedes hasta Franklin y el contemporáneo Edisson, todos los sabios resultaban niños de teta y no había uno que pudiera compararse con el que había ideado la negra milicia de Jesús.
Y después de la apología del santo, del relato de sus aventuras y de sus locuras de caballero andante, ¡qué pintura tan conmovedora de la fundación y vicisitudes de la Compañía! La comunión de Montmartre, aquella mañana en que, Ignacio, tan desconocido como sus humildes compañeros, de rodillas en la cima del monte que domina a París, juraban ante la Virgen constituir la sociedad de Jesús; el rápido crecimiento de la Orden; los grandes servicios que prestó aconsejando a los reyes de Francia el degüello de la noche de San Bartolomé y a los de España que favoreciesen la Inquisición, para que ésta quemase a muchos herejes; la paternal autoridad de los jesuitas en América, que convertían el Paraguay en un paraíso; la ruda campaña de los filósofos enciclopedistas contra la Compañía; la ceguera de ciertos monarcas al expulsar a los hijos de Loyola de sus dominios; la resurrección vigorosa y esplendente de la Orden a principios de siglo y su brillante situación actual, todo surgía admirablemente descrito en aquel discurso, envuelto en dorada vestidura de arrebatadoras imágenes y matizado con inflexiones de voz y ademanes elegantes, que conmovían hasta en lo más recóndito las entrañas de aquellas devotas.
Luego vino la parte de actualidad que aún resultaba más agradable para aquel concurso privilegiado. ¡Oh! El infierno iba suelto por el mundo; el diablo hacía de las suyas; la revolución rugía, amenazando destruir todo lo existente; pero no había que temer mientras la Compañía de Jesús permaneciese en pie. La milicia de Cristo sería el baluarte donde se estrellarían todas las impiedades del siglo, pero para que el éxito fuese completo, había que ayudar a la Orden en su resistencia. Y el orador, dando esto por sentado, excitaba a aquel auditorio rico y poderoso con frases indirectas, cuyo verdadero significado era: «Obedecednos, servidnos como instrumentos, y no nos escaseéis vuestro dinero, que todo será para la mayor gloria de Dios y para evitar que el pueblo, despertándose reconozca la farsa y acabe con vosotros».
El auditorio iba ascendiendo rápidamente la escala del entusiasmo, y con los ojos fijos en el orador y la expresión de anhelante curiosidad, le seguía en la carrera de su discurso, accidentada, pero siempre florida.
En cuanto a los jesuitas que ocupaban el presbiterio, formando un apretado haz de negras sotanas, no le oían con tan extremada expresión de entusiasmo, pero tenían en sus labios una angelical sonrisa y acariciaban con su mirada al compañero, que tan hábil era, para conmover a aquella clase que el padre Claudio, en la intimidad y en sus momentos de buen humor, llamaba siempre papanatas aristocráticos.
El viejo jesuita, ocupando con su desbordada obesidad todo el sillón, y muy molestado por el peso de aquella rica casulla que le hacía sudar, escuchaba el sermón con cierta complacencia. Todas las frases del orador le resultaban lugares comunes sin ningún interés, pero le complacía el considerar que aquel hombre admirado era su discípulo, y que algunas de las palabras que más efecto causaban, las había aprendido el predicador de su antiguo maestro.
Aquel sermón era para el padre Claudio como un lindo espejo en el cual se contemplaba, encontrándose rejuvenecido.
A pesar de esto, fastidiábase en algunos momentos de la longitud del sermón que tanto gustaba al público, y molestado, además, por las vestiduras y el calor, buscaba el entretenerse paseando su vista por aquella concurrencia, en la que encontraba un sinnúmero de caras conocidas.
Vio en primera fila a la baronesa de Carrillo, llorosa y conmovida, por la elocuencia del predicador, como la mayor parte de las damas, que tenían vueltos los ojos al púlpito.
Todos miraban al padre Luis, cada vez más magnífico y arrebatador; todos… menos el padre Tomás, pues el viejo jesuita, al fijar varias veces su mirada en el grupo que formaban los padres más importantes, vio siempre que el italiano tenía puestos los ojos en él, con una expresión que al padre Claudio sin saber por qué, le parecía poco tranquilizadora.
Ya no atendió el celebrante al sermón, preocupado por aquellas extrañas miradas del italiano, y entregado a conjeturas y sospechas, pasó el tiempo hasta que el padre Luis terminó su discurso.
Cuando se apagó el murmullo de las tres avemarías que los oyentes rezaron a la Virgen por consejo del predicador, reanudose la misa con gran contentamiento del padre Claudio, que derecho y moviéndose, no sufría tantas molestias como en el mullido sillón.
La capilla de música volvió a llenar el espacio del templo con celestiales armonías, y el público, fatigado por el excesivo entusiasmo que el sermón le había producido, seguía ahora la marcha de la misa con completo recogimiento.
Llegó el instante recordatorio de la consumación del divino sacrificio y el padre Claudio elevó la hostia a los acordes de la Marcha Real. El cáliz de oro había sido llenado a su tiempo con el contenido de las vinagreras, por el encargado de todo el servicio de la mesa.
El celebrante bebió en tres veces la preciosa sangre que contenía la áurea copa, sin apartar los labios del borde y cuidándose, como es regla, de consumir hasta la última gota del líquido.
Al beber, el padre Claudio no pudo evitar un pequeño gesto de repugnancia. Su fino paladar encontraba algo de extraño y acre en aquel vino sagrado, que él cuidaba siempre que fuese de agradable gusto, pues no era muy aficionado a bebidas alcohólicas.
Pero esta impresión pasó inmediatamente. El padre Claudio justificaba la extrañeza de su paladar. Acostumbrado a no beber vino en las comidas, y como por sus importantes negocios le había dispensado el Papa de decir misa obligatoriamente, hacía mucho tiempo que no consumaba el divino sacrificio, y había, por tanto, perdido la costumbre.
Poco faltaba ya para que la misa terminase, de lo que se alegraba bastante el viejo jesuita.
No estaba él ya para fiestas como aquélla. La rica casulla le molestaba con su peso, y el calor y el humo de los cirios le mareaban hasta producirle náuseas.
Era, sin duda, por el afán de terminar, por lo que el padre Claudio se sentía más ligero y vigoroso conforme avanzaba el tiempo.
Parecía circular por sus venas una sangre nueva y extremadamente ardiente, y al mismo tiempo que se sentía con mayor vigor, comenzaba a experimentar amagos de vahídos y le parecía que el altar, los que le rodeaban y el inmenso auditorio, iban de un momento a otro a agitarse en fantástica contradanza.
El padre Claudio también se explicaba aquello y se decía: —Estoy ebrio. Ese vinillo es demasiado fuerte y se me ha subido a la cabeza.
Y ebrio debía estar, pues en ciertos momentos se tambaleaba ligeramente, y a pesar del excesivo calor que sentía en su cuerpo, las piernas se negaban a obedecerle.
Hacía esfuerzos para que nadie notara su estado y recitaba con voz confusa procurando que no se fijaran en su lengua, cada vez más torpe y estropajosa.
A costa de grandes esfuerzos llegó al final de la misa, y cuando volviéndose a los fieles hubo de entonar el Ite, misa est salió de su garganta una voz ronca, tan estridente y extraña, que él mismo se asustó.
Sólo con gran esfuerzo de los pulmones, pudo entonar tales palabras y aquella violencia que hizo, le perdió.
Apenas se había extinguido en las bóvedas el eco de su voz, el padre Claudio tornose densamente pálido, Llevose las manos al pecho, arañando la rica casulla, y se tambaleó próximo a caer al suelo.
Por fortuna, acudieron los más cercanos a él y lo sostuvieron en sus brazos.
El anciano, con las facciones desencajadas, agitábase en espantosas contracciones y abría la boca con angustia, como si le faltara aire para respirar.
Una ola ardiente subía por su garganta, ahogándole, y al fin su boca arrojó un gran golpe de sangre negra e infecta, que cayó sobre la rica casulla, manchando los relucientes bordados con repugnantes arabescos.
El público se arremolinaba en la nave, presa de la mayor curiosidad, y preguntando a voces qué era aquello.
El padre Tomás se confundió en el grupo que, con expresión desolada, rodeaba al padre Claudio.
—Es un ataque —dijo el italiano a los demás jesuitas—. Esto era de esperar. Su reverencia está demasiado gordo para su edad. Que lo lleven a la cama. Cójanlo ustedes y sáquenlo por aquí.
Y el padre Tomás, abriendo camino a los que conducían en brazos al enfermo, salió con tanta violencia de aquel apretado grupo, que dio con el codo a las vinagreras, colocadas en una mesa accesoria del altar, y las derribó al suelo.
Las dos ricas ampollas se hicieron añicos, y el líquido que contenían se esparció por el suelo, no dejando en él más que una pequeña mancha.
El padre Claudio se moría. De esto se hallaban convencidas ya todas las aristocráticas devotas, que, dejando en la puerta una larga fila de carruajes entraban en la portería de la residencia a enterarse del estado de reverendo padre, e igual certidumbre abrigaban todos los individuos de la Orden, que, con aquel inesperado accidente, veían turbada la fiesta solemne, en la que pensaban los novicios durante todo el año.
Reinaba en la casa de la Orden ese mismo silencio de las viviendas donde lucha con la muerte alguna persona importante.
Los novicios y los hermanos permanecían en sus celdas, y si se veían obligados a salir de ellas, iban por los corredores con paso precipitado y leve, deslizándose como fantasmas. Las campanas del templo no volteaban alegremente como en otros años para conmemorar la festividad, y los padres de importancia, entre los cuales se hallaba el padre Tomás, estaban reunidos en una aula, comentando el suceso, y haciendo votos para que recobrase la salud el reverendo padre, a quien todos manifestaban un cariño sin límites, desde que lo veían próximo a la tumba.
La noticia de lo ocurrido había circulado rápidamente por Madrid, y toda la aristocracia mostrábase conmovida por la próxima muerte de aquel hombre, que, durante cuarenta años, la había dirigido con sus consejos, siendo en unas ocasiones adusto amigo y en otras bondadoso protector.
Las clases privilegiadas hacían una verdadera manifestación con motivo del triste suceso, yendo en persona a enterarse del estado del enfermo o enviando a sus criados, y hasta el gentilhombre de servicio en Palacio entró en la portería de la residencia para preguntar en nombre de SS. MM., cómo seguía el enfermo.
No podía quejarse el padre Claudio. Moría envenenado, vencido por sus enemigos y con la rabia que le producía el pensar que el crimen quedaría en el más absoluto secreto, pero al menos podía servirle de consuelo aquel aparato de dolor público que rodeaba sus últimas horas, y que proporcionaba a la Compañía el placer de apreciar, por sus propios ojos, el gran prestigio que tenía aún sobre la clase aristocrática.
Triste caída la del padre Claudio, a pesar de tantos honores. Nunca había llegado a imaginarse él, aun en los instantes de mayor pesimismo, que pudiera perecer de un modo tan sencillo y traicionero.
Morir en medio de una conmoción popular, sacrificado por el odio de los enemigos de la Compañía, le hubiera gustado en su vejez, pues así, abandonaba el mundo rodeado de la aureola del martirio y dando a su nombre cierta notoriedad; pero caer en la tumba, víctima, en apariencia, de una lesión interior y en realidad asesinado por el padre Tomás, agente de sus mortales contrarios de Roma, amargaba los últimos momentos de su existencia con la más iracunda de las indignaciones.
Lo que hacía llegar su ira al período álgido eran las precauciones de que le rodeaban los asesinos para evitar que el crimen pudiera traslucirse.
Desde que le condujeron del altar mayor a una de las mejores celdas de la casa, no se había apartado de su lado el padre Antonio, aquel miserable ingrato que abandonaba al caído para convertirse en esclavo del victorioso, y que, a merced por completo del italiano, estaba allí, a pocos pasos de él, sentado junto a la cama procurando con la excusa de cuidarle, que nadie se acercara al enfermo ni recogiera las confidencias que pudiera hacer.
El padre Claudio tendido en aquella gran cama desesperábase al pensar en su situación. Sentía en todos sus miembros una terrible languidez que iba en aumento y que apenas le permitía moverse. Su lengua, aunque torpe todavía, estaba expedita para hablar; pero ¿de qué podía servirle esto, si sus asesinos habían hecho el vacío en torno de él y sólo entraban en la celda aquellos que por hechos pasados le odiaban, y a los que seguramente tenía ya el padre Tomás a merced de su voluntad?
La habilidad que sus enemigos habían demostrado para librarse de él y amargar sus últimos instantes con un completo aislamiento, aún contribuía a aumentar su desesperación. Reconocía, mal de su grado, que eran más astutos que él, y este convencimiento de su superioridad le empequeñecía y degradaba, hiriendo su orgullo.
Convencido de su debilidad y de que era inútil toda defensa, el padre Claudio se había dispuesto a morir con el estoicismo de uno de aquellos romanos que al ver levantada la espada homicida, se cubrían la cabeza con el manto. Tenía cerrados los ojos, y si alguna vez los abría, era para lanzar una mirada de fiero odio al padre Antonio, que en vista de la inutilidad de sus cariñosas e hipócritas palabras, leía atentamente en un pequeño libro, interminables oraciones en bien del alma del enfermo.
Una sola esperanza había acariciado el padre Claudio desde que se hallaba tendido en aquella cama. Al oír que iban a llamar al doctor Peláez, el médico a quien tanto había protegido, experimentó gran alegría. Aquel hombre le salvaría de la muerte si aún era tiempo, o cuando no, sería depositario de su secreto; pues a él podría revelarle que había sido envenenado con el vino de la misa, cuyo sabor desagradable ya le causó bastante extrañeza.
Pero apenas el doctor entró en la celda desvaneciéronse las esperanzas del padre Claudio.
Poseía éste el arte de adivinar al primer golpe de vista los pensamientos de los hombres que le eran familiares, y acertó en esta ocasión.
El doctor Peláez, antes de entrar en la celda, había hablado largamente con el padre Tomás y sabía que éste era la única autoridad, y que a él sólo debía obedecer.
No necesitaba saber más el doctor Peláez para ser en adelante un autómata del italiano, como ya lo había sido del padre Claudio.
El enfermo se abstuvo de hacerle ninguna revelación. ¿Para qué? Estaba ya juzgada la honradez de un médico que le examinaba con fingida atención y que decía que aquella enfermedad era un derrame interno, producido a consecuencia de un violento esfuerzo.
Intentó el padre Claudio darle a entender con expresiones indirectas, que bien podía ser víctima de un envenenamiento, y el doctor miró al padre Antonio de un modo, que parecía decir:
—El padre Claudio está delirando.
Después de esta terrible decepción, al viejo sólo le restaba entregarse a sus desesperados pensamientos, y morir.
Una resignación horrible se apoderaba de él.
—Muere —se decía—. Muérete como un perro viejo. Tus enemigos han sido más listos que tú. Les retastes sin medir bien tus fuerzas; sufre ahora las consecuencias. Cuando se es ya una ruina como yo lo soy, resulta una petulancia desafiar a gente vigorosa. He sido siempre muy afortunado; alguna vez había de perder. ¡A morir, viejo! A morir, abandonado de todos, rabiando, y sin tener el consuelo de vengarse de los enemigos. Vamos hacia la tumba, para dar gusto al padre General.
Y el enfermo, convencido de su debilidad, hacía esfuerzos para resignarse con su suerte.
No era él como la mayoría de los enfermos, que, asustados por la proximidad de la muerte, no creen en ella y se hacen ilusiones sobre un próximo restablecimiento.
Él sabía que iba a morir. Sentía que el veneno minaba rápidamente su organismo, y, aunque no experimentaba los dolores y las espantosas convulsiones del primer momento, notaba que su fin era inmediato.
Al anochecer, su dolencia se agravaba, y el enfermo veía ya inmediato el fin de su existencia.
Por un fenómeno extraño, el padre Claudio gozaba de gran lucidez para recordar su vida pasada, y todos los hechos principales, surgían en su memoria claros y precisos, hasta el punto de causarle agudos tormentos morales.
Las familias que había trastornado con sus intrigas; las persecuciones políticas que había organizado; los hombres que estaban en presidio o en la tumba por su culpa; y sobre todo el infeliz conde de Baselga, su última víctima, desfilaba por su memoria, causándole una tortura moral mil veces peor que aquellos espantosos dolores que la intoxicación le produjo en los primeros momentos.
Y no es que el padre Claudio estuviera arrepentido sinceramente de sus hazañas, por lo que éstas tenían de perversidad. Hombres como él no se arrepentían ni deploraban los hechos que ya estaban consumados; pero sentía una rabia sin límites al pensar que había causado tanto daño en el mundo, que había atraído sobre su cabeza tantos odios y tantos crímenes, todo en provecho de aquella Compañía y de aquel hombre que estaba en Roma, y que pagaba sus servicios con un poco de veneno.
El enfermo sentía la decepción horrible y desconsoladora del enamorado de la gloria, que pasa trabajando toda su existencia, y en los últimos instantes se convence de que su actividad ha sido inútil y de que su nombre se hunde en el mayor olvido.
Pero cuando el padre Claudio pensaba así, una idea, hija de su orgullo, venía a consolarle.
Le temían mucho los ambiciosos de la Orden: el padre General y los suyos le tenían miedo, y buena prueba de ello era que habían aprovechado la primera ocasión propicia para librarse de él.
Su vida les estorbaba, y habían de procurar extinguirla cuanto antes, robándola hasta los últimos minutos. ¡Ah! ¡Si se pusiera al alcance de sus uñas aquel sicario italiano, enviado por el General para acabar con su vida!
Tan convencido estaba el padre Claudio de que sus enemigos tenían impaciencia por deshacerse de él, que hasta llegó a pensar que el veneno que circulaba por su cuerpo les parecería escaso, y que todavía, por medio del engaño, procurarían hacerle tragar nuevas dosis.
Por esto se negó a tomar las medicinas que por pura fórmula había recetado el doctor Peláez. Éste era ya un autómata del padre Tomás, y podía haber recetado algo que acelerase aún más la marcha de aquella vida que se escapaba.
El padre Claudio apretando los dientes y adelantando sus trémulas y vacilantes manos, se opuso a tomar los líquidos que le ofrecía su antiguo secretario, al que miraba con ojos que causaban gran turbación en el padre Antonio, no obstante su impasibilidad característica.
A pesar de que avanzaba la destrucción que el veneno iba operando en aquel organismo, eran menos frecuentes los vómitos de sangre, que dificultaban el que al enfermo pudieran darle la comunión.
Esto era lo que discutían con gran calor en el aula donde se hallaban reunidos los padres más graves de la Compañía.
El padre Claudio no podía irse al otro mundo como un pagano, sin los últimos consuelos de la religión proporcionados con todo el aparato que exigía su elevada personalidad.
Los frecuentes vómitos dificultaban la administración del Viático al enfermo, y por esto aquel consejo de respetables jesuitas, esperaba que cediese un tanto el derrame sanguíneo, para proporcionar al doliente aquel último consuelo.
Como si aquellos jesuitas tuviesen el instinto de adivinar de parte de quién estaba la autoridad, desde que el padre Claudio había caído enfermo, todos respetaban y obedecían a su socius el padre Tomás, quien daba órdenes con una expresión que no permitía la menor réplica.
A él fue quien envió el padre Antonio el recado de que el enfermo acababa de experimentar una momentánea mejoría y que ya no arrojaba sangre, e inmediatamente se dispuso el Viático con todo el aparato que se reservaba para los padres de importancia.
Era el anochecer. El horizonte estaba teñido por las últimas fajas amarillentas y rojizas de la puesta del sol y las sombras del crepúsculo iban invadiendo la tierra envolviéndolo todo en fúnebre melancolía.
Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar con toques lentos y tristes y en el interior de la residencia circularon órdenes que pusieron a toda la comunidad en movimiento.
Novicios y padres abandonaron sus celdas para bajar a la iglesia, y en la sacristía invadida por las sombras, comenzaron a chisporrotear los blandones encendidos que se repartían entre los dispuestos a formar la comitiva.
El padre Claudio no tardó en apercibirse de este movimiento.
Dominado por la rabia que le producía aquel fúnebre desenlace, estaba inerte en el lecho como si ya hubiese muerto.
La presencia de su antiguo secretario agravaba su malestar, y, sin duda, por esto, gustábale permanecer envuelto en la espesa oscuridad que el crepúsculo esparcía por la habitación.
La sombra, privándole de la vista, parecía calmarle; pero ni aun este consuelo pudo gozar, pues el padre Antonio encendió dos velas ante un crucifijo que estaba inmediato a la cama.
—Reverendo padre —le dijo el secretario con tono hipócrita mientras encendía las velas—. Aunque no está usted próximo a la muerte y hay esperanzas de salvación, la comunidad ha dispuesto administrarle el Viático con toda la pompa que usted merece. Un buen cristiano debe estar dispuesto a recibir al Señor aun en las más leves enfermedades. Conviene precaverse para un caso inesperado.
El padre Claudio no contestó, pero hizo un gesto de desesperación, al mismo tiempo que se decía interiormente:
—Un tormento más.
Y bien fuese por esta contrariedad, o porque el tóxico obrara con más fuerza, sintió que volvían a martirizar su pecho aquellos agudos y espeluznantes dolores experimentados en el primer instante del envenenamiento.
Aquella recrudescencia del dolor contrariaba al padre Claudio. Él quería vivir aunque sólo fuese por unas cuantas horas; ansiaba conservar limpia su inteligencia y expedita su palabra para romper el espantoso vacío en que sus enemigos le habían arrojado después del crimen. Subiría la comunidad a aquella habitación acompañando al sacerdote encargado de administrarle el Viático y entonces él haría revelaciones en voz alta y acusaría al padre Tomás y a su antiguo secretario del envenenamiento de que era víctima.
Sabía que esto no llegaría a producir ningún resultado, y que los criminales quedarían sin castigo, pues la revelación se guardaría en secreto en la comunidad, no trascendiendo fuera de ella, pero al menos él experimentaría el consuelo de morir, después de hacer saber a todos los de la casa, grandes y pequeños, padres y novicios, que no moría por muerte natural, sino envenenado por gentes que le temían, sin duda a causa de su grandeza y su poder.
No encontraba el enfermo ningún inconveniente para hacer tal revelación. El padre Tomás se quedaría confundido entre la comunidad, pues aunque el padre Claudio le tenía por un bandido sin conciencia, no le creía capaz de ponerse en presencia de su víctima.
Ansiaba el enfermo que llegase el momento del Viático y su deseo no tardó en realizarse.
Las campanas comenzaron a sonar con mayor insistencia que antes, y sus sones melancólicos llegaban tan amortiguados a la fúnebre habitación, que parecían salir de un campanario de ultratumba.
El padre Antonio seguía leyendo a la luz de los cirios en su libro de oraciones, y únicamente se distrajo al oír, aunque lejano, el ruido producido por un tropel de gente que caminaba lenta y acompasadamente.
La ventana de la celda, situada en el primer piso, daba al gran patio de la residencia donde estaban los claustros, y sus cristales reflejaron un sinnúmero de cirios que iban pasando con mucha lentitud.
Era la procesión que comenzaba a salir de la iglesia por la bóveda que ponía en comunicación el templo y la residencia.
Una campanilla de argentina voz sonó tres veces e inmediatamente estalló un concierto de voces varoniles, foscas, compungidas y quejumbrosas, que recordaban las procesiones de esqueletos de las leyendas fantásticas.
El canto se arrastraba lento, monótono y con una expresión fúnebre que infundía pavor.
—Miserere mei Deus secumdum magnam misericordiam tuam.
El padre Claudio conocía bien aquel canto, lo había entonado muchas veces con bastante indiferencia, marchando al frente de toda la comunidad hacia la celda de algún compañero moribundo; pero en circunstancias tan terribles como las presentes, con aquel acompañamiento de lejanas y plañideras campanas, próximo a una muerte a que le habían arrojado traidoramente y sin esperanza de ser vengado, aquellas voces le produjeron un escalofrío de terror.
Quiso evitarse aquel espectáculo fúnebre, sintió tentaciones de escapar de allí y aún intentó incorporarse en la cama; pero fue inútil, pues su cuerpo era ya un tronco inerte que no podía hacer el menor movimiento.
El padre Claudio enclavado en aquel lecho de dolor había de apurar todo el cáliz de amarguras y sufrir el tormento de escuchar, hasta en sus menores detalles, la lenta marcha hacia su cama de aquella fúnebre comitiva que venía a anunciarle cómo la tumba estaba ya abierta.
La escalera se hallaba próxima a la celda y desde la cama oíase el rumor de pasos de toda aquella gente que comenzaba a subir con desesperante lentitud.
Otra vez estalló el mortuorio canto, otra vez las agudas y desagradables voces de los novicios y las roncas y graves de los padres, conmovieron el espacio con los sonoros y desgarradores versículos.
—El secundum multitudinem míserationum tuarum de le inquitatem meam.
El padre Claudio estaba anonadado por aquel canto. ¡Oh! Sí que sabían, en aquella casa, hacer las cosas con aparato; pero al enfermo no le hacían gracia los últimos honores que le rendían, y más hubiera apreciado que le dejasen morir en un rincón, con el rostro vuelto a la pared, pero al menos tranquilo y entregado a sus pensamientos.
Lo único que le consolaba era que pronto tendría ocasión de desenmascarar a sus asesinos en presencia de toda la comunidad, y por eso aún le desesperaba más aquella lentitud y los cantos que entonaba la comitiva deteniendo la marcha.
Aún resonaron en la escalera varias estrofas, hasta que por fin sonaron los primeros pasos de la comitiva en la galería, en cuyo fondo estaba la puerta de la habitación.
Ésta se hallaba cerrada y por bajo de ella, iba marcándose una ancha línea roja, producida por el tropel de luces que lentamente iba acercándose.
La cama estaba colocada frente a la puerta, y el padre Claudio, con la mirada estúpidamente fija en aquella línea de luz, iba viendo cómo aumentaba en intensidad, conforme se oían más cercanos los innumerables pasos de la procesión.
Se abrió la puerta, y lo primero que entró por ella junto con un torrente de roja y humosa luz, fue el lúgubre campaneo de la torre y otro estallido de horripilantes voces que cantaban la última estrofa.
—No projicias me a facie tua: et spiritum sanctum tuum ne anferas a me.
El padre Claudio levantó cuanto pudo la cabeza y miró.
Desde la puerta al extremo de la galería, extendíase en dos grandes filas con blandones en las manos toda la comunidad, con las cabezas bajas, el aspecto encogido rebosando un dolor hipócrita y el labio agitado por el terrible canto.
En el fondo y casi confundido por el humo de los cirios, erguíase un sacerdote que llevaba en la mano el santo copón y a su lado otro sacerdote con el hisopo, la campanilla y todos los demás útiles necesarios para el acto.
Sobre el fondo oscuro de la galería, aquellos blandones que llenaban el espacio de más humo que luz colorando con tintas rojizas la doble fila de sotanas y aquellos rostros desmayados e inmóviles con los ojos fijos en el suelo, daban a la escena el aspecto interesante y aterrador de un drama inquisitorial.
El padre Antonio se dirigió a la puerta, y el enfermo, al ver lo que hacía, no pudo reprimir un movimiento de indignación y sorpresa. ¡Ah traidor! Recomendaba a los jesuitas más próximos a la puerta, que no entrasen en la habitación, pues con el humo de sus hachones podían causar molestias al enfermo.
Aquel miserable parecía haber adivinado la intención del padre Claudio, y sabía evitar sus revelaciones comprometedoras.
Otra sorpresa más dolorosa le faltaba aún experimentar al enfermo.
Las dos filas de sotanas pusiéronse de rodillas y el sacerdote encargado del Viático avanzó seguido del que le servía de sacristán.
¡Maldición! Estaba aún lejos de la puerta, cuando ya el padre Claudio había adivinado en él, por su alta estatura y su modo de andar, al terrible italiano. No quería sin duda abandonar a su víctima hasta el último instante, y sabía evitar su comunicación con los extraños al terrible negocio. Quien le servía de sacristán era el padre Felipe, aquel imbécil incapaz de discernimiento, y que además guardaba cierto rencor al enfermo por la falta de miramientos con que siempre le había tratado.
El padre Claudio perdió la esperanza, contemplando aquellas dos filas de autómatas arrodillados en la galería. En aquellos momentos encontraba demasiado perfectas la organización y la disciplina de la Compañía. Era inútil que hablase. Aquellos hombres tenían oídos pero no oirían; porque el secreto que iba a revelarles era demasiado grave, y en la Compañía se prefiere ser sordo, mudo o imbécil, a poseer historias que molesten a los superiores en su prestigio.
Además, el enfermo no se sentía con fuerzas para dar un escándalo. La audacia y la habilidad de sus enemigos, que parecían adivinar todos sus cálculos, habían llegado a intimidarle, y hacían aún mayor su debilidad.
El enfermo estaba ya resuelto a morir, pero como última protesta se propuso no tomar la hostia de tales manos. Discurría con torpeza, pero pensaba que la hostia bien podía ser un nuevo veneno que le daban para acelerar su muerte. ¡Creía el infeliz que no era suficiente el tóxico que circulaba por sus venas y que iba extinguiendo rápidamente su fuerza vital!
Entró el padre Tomás en la celda, y tomando el hisopo de manos de su compañero, roció el lecho con agua bendita murmurando el Asperges me Domine, hissopo, et mundabor, etc.
Después el italiano se colocó cerca de la cabeza del enfermo y a su lado el padre Antonio, formando con sus cuerpos una muralla que impedía a los que estaban fuera el ver al enfermo.
Querían aislar al padre Claudio por si intentaba hacer alguna protesta; pero el infeliz no se sentía con fuerzas para hablar, y se limitó a lanzar una intensa mirada al padre Tomás.
Sus ojos de moribundo claváronse con tal expresión en el rostro del italiano, que éste, a pesar de su cínica serenidad, no pudo menos de inmutarse, y volvió la cabeza huyendo de aquella mirada que le perseguía.
El odio más feroz, la rabia más inmensa, asomábanse como una extraña luz a aquellos ojos que comenzaba ya a empañar la muerte.
El padre Tomás sentía deseos de acabar, mas para recobrar su serenidad, dijo con su habitual audacia:
—¿Cómo se siente usted, reverendo padre? Ánimo, que esto no es nada.
El padre Claudio se asombró oyendo aquellas cínicas palabras y en el primer instante intentó protestar.
—¡Ca… na… llas!… —balbuceó con dificultad.
Y como desesperado por la torpeza de su lengua y la audacia de sus enemigos, hizo un esfuerzo supremo y girando sobre un costado, volvió el rostro a la pared.
No quería ver a sus asesinos y en señal de odio y de desprecio, les volvía las espaldas.
El padre Tomás no se desconcertó. Convenía seguir el acto antes de que se apercibieran los que estaban arrodillados fuera de la celda, y sacando del copón una hostia, la elevó a la altura de sus ojos y comenzó a murmurar la fórmula:
—Ecce agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi, etc.
El padre Claudio seguía presentando las espaldas y con el rostro vuelto a la pared, sin hacer caso de las palabras del sacerdote, que anunciaban la administración del Viático.
El padre Antonio estaba consternado.
—¿Qué hacemos, reverendo padre? —preguntó al padre Tomás.
—Haga usted que vuelva el rostro el enfermo.
El secretario, empujando dulcemente a su antiguo superior, intentó hacerle cambiar de posición.
El enfermo contestó con un rugido.
—Dejadme tranquilo… ¿Queréis envenenarme otra vez?
El padre Tomás palideció al escuchar estas palabras.
—Es preciso que el enfermo comulgue —dijo con energía—. El padre Claudio ha perdido seguramente la razón. A ver: vuélvanlo ustedes, aunque sea a la fuerza.
El secretario y el atlético padre Felipe se abalanzaron entonces sobre la cama y con grandes esfuerzos consiguieron cambiar de posición aquella masa de carne, que aunque inerte e incapaz de resistencia, pesaba mucho por su volumen grasoso.
El padre Claudio, sujeto por los brazos de los dos jesuitas quedó en el lecho tendido de espaldas con la mirada fija en el padre Tomás.
En su rostro, desfigurado por grandes manchas violáceas, que a cada instante se hacían más visibles, destacábanse los ojos, que lucían con brillo de intensa cólera.
El padre Tomás no se sentía capaz de mirar frente a frente a aquel moribundo, que parecía querer asesinarle con sus ojos. Había que apresurar el acto y con la hostia en la mano, inclinó el cuerpo, poniéndola a poca distancia de la boca del enfermo.
—Accipe frater Viaticum Corporis Domini nostri Jesu Christi, qui te custodiat ab hoste maligno et perducat in vitam aeternam. Amen.
Y estas palabras eran interrumpidas por la débil voz del padre Claudio, que tenazmente balbuceaba:
—¡Queréis envenenarme! ¡No me engañaréis!
El padre Tomás miró a su víctima, la vio inmóvil a pesar de sus protestas, y avanzó la hostia hacia su boca, murmurando la acostumbrada fórmula: Corpus Domini nostri, etc.
Pero no pudo terminar, pues ocurrió un suceso inesperado.
Al sentir el moribundo, en sus contraídos labios, el contacto de la sagrada forma, se estremeció de pies a cabeza, y haciendo un esfuerzo para resistir, agitó los brazos desesperadamente.
—¡M… da!, ¡m… da! —gritó con voz que parecía salir de la tumba, y que produjo un movimiento de escándalo y extrañeza en todos los que estaban arrodillados en la galería.
Y con su nervioso braceo dio un golpe en la mano del padre Tomás, y la hostia cayó rota sobre las ropas de la cama.
Oyose un ruido seco semejante al que produce el tapón al saltar de la botella, y un vómito de sangre negra y pestilente se derramó sobre la cama, cubriendo los fragmentos de la hostia que acababa de caer.
Después la cabeza del padre Claudio quedó inerte sobre la almohada.
Había muerto, y en sus labios contraídos y manchados por la inmundicia, parecía leerse su última palabra, sucia como sus vómitos y soez como el alma de quien la había dicho.
Era el adiós más propio del padre Claudio al dejar el mundo.