XI. LA BARRICADA DE LA PLAZA DE ANTÓN MARTÍN

Era el más terrible de todos aquellos confusos amontonamientos de adoquines, tierra, carruajes y muebles que la revolución había hecho surgir, soplando sobre las calles de Madrid.

Sus diferentes baluartes, que por lo irregularmente construidos parecían montones de basura hacinados por colosal escobazo, cerrando las diferentes entradas a la plaza, convertían a ésta en una ciudadela, en cuyo interior estaba todo lo más granado de Madrid en cuanto a guapeza revolucionaria y entusiasmo político a prueba de decepciones.

Allí estaba la representación genuina de aquella edad heroica de la democracia en sus diversas y conmovedoras manifestaciones.

El viejo menestral, que aún guardaba en su casa el morrión de miliciano, de tiempos de la regencia de Espartero, y que hablaba como si fuesen sucesos del día anterior de las tres jornadas del 54 y de la protesta armada del 56; el agitador de levita raída que se había tuteado con Sixto Cámara; el tendero, fervoroso progresista que ponía a todos sus hijos el nombre de Baldomero, y en la anaquelería de su tienda, tras las piezas de tela o las cajas de azúcar, ocultaba las armas pertenecientes al club del barrio; el obrero que pasaba las veladas con su familia haciendo cartuchos, y al acostarse ocultaban los paquetes de pólvora entre los colchones para igualarse con esto al gobierno que a todas horas dormía sobre un volcán; el escritor bohemio de mísero pelaje que no sabía ya qué decir a la libertad, cuya figura había ensalzado en cien odas, y que estaba ansioso de que los suyos tuviesen pronto poder para mudar de vida, el aprendiz entusiasta, gran aficionado al barbero de su barrio a quien oía leer los periódicos de oposiciones y le preguntaba cuándo llegaba la gorda; todos, en fin, los entusiastas y los ilusos, los héroes y los desesperados, representando la parte del pueblo español que aún le quedaban fuerzas y energía para atacar a una reacción que llevaba uncida a la nación al carro de sus vicios y sus crímenes, hallábanse allí en aquella barricada, sin saber qué hacer, ni cuál era la suerte de sus compañeros en los restantes distritos de Madrid, pero dispuestos a resistir mientras les quedase un cartucho.

Los barrios populares de los que era puerta la célebre plaza habían arrojado en tal punto su gente de más valía que acudía al olor de la pólvora, los más de ellos instintivamente y sin aviso alguno.

Predominaba en aquella barricada el elemento avanzado. Eran pocos los progresistas y muchos los demócratas; y allí, con el fusil en la mano, figuraban todos los entusiastas que más gritaban y aplaudían en las reuniones públicas del partido, cuando Orense, a quien llamaban por antonomasia El marqués soltaba alguna de sus agudas chuscadas, o Pi y Margall y Castelar pronunciaban sus magníficos discursos.

El triunfo no era seguro, mas no por esto decrecía el entusiasmo; además, aquellos revolucionarios confiaban en una providencia extraña y tenían la convicción de que permaneciendo ellos a pie firme resistiendo los ataques de la tropa, no faltaría alguien que a sus espaldas decidiría la victoria.

Desde las primeras horas de la mañana estaba levantada aquella barricada, y sin embargo hasta muy entrada la tarde no recibió ninguna embestida formal.

No por esto los que la defendían permanecían en la inacción.

Algunos pelotones de Guardia Civil la tiroteaban desde puntos lejanos y los insurrectos apenas sí contestaban con alguno que otro disparo, comprendiendo sin duda que necesitaban las municiones para más adelante.

Durante horas enteras cesaban estas débiles agresiones, pero en cambio los insurrectos estuvieron oyendo durante toda la mañana un continuo y apagado estruendo, semejante al de una lejana tempestad.

—Se baten en la Montaña —decían los defensores de la barricada en las primeras horas de la insurrección.

Después el estruendo cesaba de sonar en el mismo punto trasladándose a otro lugar.

Esto hacía torcer el gesto a muchos, pues indicaba que un foco de la revolución había sido extinguido y comenzaba a combatirse a otro.

—Ahora deben estar batiéndose por la parte de Fuencarral.

Y así era, pues el gobierno se hallaba dedicado a atacar la revolución en el norte de Madrid.

Aquella lucha lejana excitaba a muchos de los defensores de la barricada que irritados de permanecer inactivos mientras allá abajo mataban a sus hermanos, saltaban aquellos hacinamientos confusos que constituían los baluartes, y con el fusil al hombro perdíanse en las vecinas calles, siempre con dirección al punto donde sonaban las descargas.

Era expuesto y difícil querer pasar de un extremo a otro de Madrid, y además la plaza de Antón Martín era el punto avanzado de la insurrección en el sur, y más allá de sus barricadas resultaba lo más probable recibir un traidor balazo o encontrarse con una patrulla de la Guardia Civil que prendía a los transeúntes sospechosos conduciéndolos a los sótanos del Ministerio de la Gobernación.

Estos avances, hijos de la impaciencia y el entusiasmo, disminuían el número de defensores; pero la calma que a pesar de los preparativos insurreccionales reinaba en la calle de Atocha, difundía cierta confianza en el vecindario de los pisos bajos, y algunos establecimientos de comidas y bebidas decidíanse a abrir sus puertas a los revolucionarios.

Reinaba tal calma en aquella parte de Madrid, y con tanta tranquilidad se paseaban los insurrectos por la plaza, que a no ser por el silbido de alguna bala que de vez en cuando enviaban los guardias posicionados por la parte de la plaza de Santa Cruz, se hubiera creído que la revolución había terminado y que el pueblo era el vencedor.

En las primeras horas de la tarde cambió por completo la situación.

Viéronse llegar a todo correr algunos de los hombres que antes habían abandonado la barricada, los cuales mostraban una expresión de alarma a la que se unía cierta alegría feroz.

—¡Ya están ahí! —gritaban—. ¡Ya tenemos encima a la tropa!

Y a estas palabras aquel hacinamiento confuso, levantado por el huracán revolucionario, conmovíase y parecía adquirir vida.

Los revolucionarios preparaban sus armas y escogían a su gusto el lugar de la barricada desde donde habían de hacer fuego a los asaltantes, y había quien buscaba estar lo más cómodamente posible tomando asiento en un montón de piedras y apoyando la carabina en algún saliente de la dentada barricada.

Un grupo de jóvenes obreros que a causa del calor se habían quitado sus chaquetas e iban de un lado a otro en cuerpo de camisa con la carabina al hombro, saltaron fuera de la barricada, pues les parecía poco digno batirse tras aquellos obstáculos y no dar francamente su pecho al enemigo.

Reinaba en la plaza la misma animación que en la cubierta de un buque cuando está próxima la tempestad, sólo que allí cada uno se movía por impulso propio y eran muy pocos los que obedecían las órdenes de los jefes revolucionarios.

Entre los hombres que en revuelto grupo habían asaltado la barricada anunciando la proximidad de la tropa, llamó la atención un caballero de arrogante figura al que saludaron con afectuosidad los más caracterizados de los insurrectos.

Los defensores de la plaza de Antón Martín tenían por principales jefes a don Nicolás María Rivero y al abogado valenciano don José Cristóbal Sorní, hombres importantes del partido democrático, y políticos de acción, que revólver en mano iban rectamente al peligro para poner en práctica lo que mil veces habían predicado en el club.

Bastó que los dos y algunos otros revolucionarios de prestigio cambiasen un apretón de manos con el recién llegado, para que al momento todos los insurrectos lo calificasen de personaje de importancia y se mostrasen dispuestos a obedecerle.

Era Esteban Álvarez que, seguido de su fiel asistente, estaba desde las primeras horas de la mañana en los puntos de mayor peligro dando muestras del más temerario valor, y librándose milagrosamente de la muerte.

Había estado con otros oficiales expulsados del ejército por conspiradores, aguardando al amanecer la orden del Comité revolucionario, para ir a los cuarteles de infantería a sacar las fuerzas; y cuando en vista de la fatal tardanza se decidió a no esperar más, trasladándose a los puntos indicados, encontrose con que los jefes afectos al gobierno habían sido más activos, llegando antes que él.

Desesperado por el mal sesgo que tomaba el movimiento, había intentado llegar al cuartel de San Gil para ponerse al frente de la artillería y organizar la defensa, pero era tarde ya también, pues O’Donell tenía bloqueado el edificio, y al fin el conspirador hubo de resignarse a batirse como un simple soldado, pues en las barricadas reinaba tal confusión que nadie obedecía sus indicaciones acertadas, hijas de un genio militar.

Estaba convencido del fracaso de aquella insurrección, pero ni un solo instante pensó en retirarse, y durante todo el día estuvo en los puntos de mayor peligro.

Batióse en la plaza de Santo Domingo, donde vio caer del caballo y quedar herido al general Pierrad, arrostró el fuego en la calle de Hortaleza, y estuvo próximo a quedar prisionero en la puerta de Bilbao, donde el general Contreras, con algunos centenares de paisanos y dos cañones, se defendió con gran bizarría, y al fin, cuando vio vencida la insurrección en el norte de Madrid, intentó pasar al sur, para unirse a los elementos democráticos, temibles y valerosos, que a las órdenes de Rivero y Sorní, prolongaban aquella resistencia desesperada, extendiendo su línea de combate desde la plaza de Antón Martin a la calle de Segovia.

Era dificilísimo pasar de un extremo a otro de Madrid, y sin embargo lográronlo Álvarez y su asistente después de arrostrar muchos peligros.

El centro de la capital estaba ocupado por las tropas, que impedían la circulación; pero Álvarez se dirigió al sur por la Ronda, unas veces ocultándose al paso de una patrulla de caballería y otras sintiendo silbar junto a su cabeza las balas que dirigían a los escasos transeúntes los pelotones de la Guardia Civil posicionados en varios edificios fuertes, el militar revolucionario pudo llegar al punto donde se proponía, y después de una hora de continuos peligros, encontrose en la barriada de la plaza de Antón Martín.

Él y Perico habían tirado sus armas en la última barricada que defendieron, para no hacerse sospechosos al transitar por la Ronda, y únicamente Álvarez conservaba su revólver que llevaba escondido en el bolsillo del pantalón.

El asistente no tardó en proporcionarse un viejo fusil y se colocó respetuosamente a corta distancia de su amo, que subido en lo más alto de la barricada que cerraba la calle de Atocha por la parte del Prado, contemplaba la casa de Enriqueta.

A Álvarez conmovido todavía por las terribles escenas de que había sido actor en aquella mañana y zumbándole aún los oídos con el estruendo de la fusilería, parecíale muy extraño encontrarse sano y libre cerca de la casa habitada por la mujer querida.

Un presentimiento triste se revolvía en su interior. ¿Habríase salvado de tantos peligros para venir a morir allí, a la vista de aquellos balcones que otras veces había espiado, con la esperanza de contemplar un solo instante el rostro de Enriqueta? ¿Sería su destino agonizar sobre aquella acera por la que tantas veces había paseado imaginándose las más risueñas esperanzas de amor?

Negra tristeza invadía el ánimo de Álvarez, quien, sintiendo por primera vez en su vida tan extraño malestar, creyó ser víctima del miedo.

Esto le avergonzó, y como si tuviera el convencimiento de que la vista de aquella casa era lo que desvanecía todo su valor bajó de la barricada, y confundiéndose en la plaza con los grupos revolucionarios, dijo a su asistente que le seguía silencioso:

—Ánimo, Perico; aquí dispararemos el último tiro por la revolución y ¡quién sabe si en esta parte de Madrid seremos más afortunados que en la otra!

El pobre muchacho, que estaba de mal humor por haberse rasgado en las barricadas un traje de verano comprado días antes, no participaba de ese forzado optimismo.

Bien conocía él que aquello no marchaba regularmente y que la tropa iba a zurrarles la badana, como él decía; pero ciego observador de su deber, permanecía al lado de su amo, sin atreverse a decirle que él pensaba que, puesto que la revolución había perdido la partida, lo más prudente era ocultarse en cualquier parte sin arrostrar nuevas aventuras.

Pero con Álvarez no valían tales razonamientos, y buena prueba de ello era el ardor con que se dedicaba a organizar la defensa de la plaza.

Él fue quien, saltando fuera de la barricada obligó a entrar en ésta a los audaces obreros que pretendían batirse a cuerpo descubierto.

El baluarte que cerraba la calle de Atocha, por la parte que conducía a la plaza Mayor, estaba erizado de cañones de fusil que apuntaban a aquella desierta vía.

Esperábase por tal parte el ataque, y reinaba en la barricada el silencio que precede siempre a las grandes catástrofes.

Aquellos patriotas armados, que tan audaces se mostraban momentos antes, sentían en su mayoría una impresión semejante al miedo que se experimenta ante lo desconocido. La mayoría de ellos no se habían batido nunca y empuñaban un fusil por primera vez, pero a pesar de su emoción, tenían conciencia del sublime deber que cumplían, y estaban inmóviles y firmes en sus puestos, sin pensar en retroceder, y procurando cada uno ocultar sus sentimientos para no excitar las burlas de los compañeros.

Álvarez, con el revólver en la mano, iba de un punto a otro, para aconsejar con su larga práctica de soldado, y como un padre cariñoso cuidaba de los inexpertos, alejándolos de los puntos donde quedaban al descubierto, y colocándolos en otros para que pudiesen hacer fuego ocultándose a las balas enemigas.

Todos, con el fusil apuntando, miraban aquella larga y desierta calle, que con sus casas cerradas e iluminada por los pálidos rayos de un sol que estaba ya en el ocaso, tenía el mismo aspecto de una avenida de elegante cementerio.

El silencio que reinaba en la calle fue turbado por un rumor sordo e imponente que resonó al extremo de ella. Nada se veía, pero Álvarez adivinó lo que era aquello.

—Atención, ciudadanos —gritó con su poderosa voz—. La tropa está tomando posiciones, y va a atacarnos.

Así era. Algunas compañías ocupaban las casas de posición estratégica, desde las cuales había disparado antes la Guardia Civil, y al extremo de la calle apareció la cabeza de una columna, brillando vivamente los fusiles y los uniformes a la luz del sol.

Los insurrectos no llegaron a darse cuenta de cómo empezó aquello.

Apenas aparecieron los soldados, una mano impaciente disparó un tiro desde la barricada, e inmediatamente el revolucionario baluarte se coronó de humo, y estalló un trueno sordo y prolongado como si se rasgase una colosal pieza de tela.

El combate se generalizó, y desde el fondo de la calle salió una descarga, y después otras sin interrupción.

En un breve momento de calma, se oyó en la barricada la voz de Álvarez que decía:

—Nos honran mucho, ciudadanos. Tenemos enfrente tres regimientos por lo menos.

En ninguna barricada se había hecho un fuego tan horroroso.

Las tropas del gobierno, deseosas de terminar aquella revolución que se prolongaba demasiado, y comprendiendo que ésta podía revivir si llegaba a la noche sin ser extinguida, tramaban su ataque de tal modo que arrojaban sobre aquella barricada último baluarte de la insurrección, un verdadero diluvio de plomo, antes de decidirse a tomarla a la bayoneta.

Por su parte los insurrectos contestaban a la agresión de los sitiadores con un fuego incesante.

La vista de algunos compañeros que habían caído a las primeras descargas manchando con su sangre los montones de adoquines, las balas que zumbaban como abejas junto a sus oídos, enloquecían a aquellos bisoños de la revolución, que, aturdidos por la rabia y el peligro, tiraban a ciegas, y con fiera tenacidad, buscando el olvidar el peligro, embriagándose con el estampido y el humo de la pólvora.

Tan continuas eran las descargas y tantos disparos se cruzaban entre ambas partes, que la calle parecía combatida por un huracán de granizo.

Las balas llegaban a todas partes. Chocaban contra la barricada, levantando la tierra y haciendo saltar a esquirlas el borde de los adoquines; acribillaban las paredes de las casas y rompían los cristales de los balcones, que se venían abajo con argentino estruendo e hiriendo con sus fragmentos a algunos de los insurrectos.

A pesar del cuidado con que éstos se ocultaban tras las desigualdades de la cresta de la barricada las bajas eran ya muchas, a los pocos momentos de combate; pues aquel aguacero de plomo se introducía por todas partes, y las balas lo mismo rozaban el dentellado borde del baluarte que penetraban por todas las rendijas y claros que los revolucionarios utilizaban como aspilleras.

Álvarez que tan cuidadoso se mostraba por la vida de sus compañeros procurando ponerlos a cubierto del fuego enemigo, se olvidaba de su propia existencia, y atento a los movimientos del enemigo, estaba en el punto más elevado de la barricada exponiéndose a ser blanco de algún certero tirador.

—Pero, mi capitán —decía con acento angustiado su fiel asistente que hacía fuego al lado de él—. Baje usted de ahí; ocúltese, sino es muerto.

—¡Bah! —contestaba con desprecio Álvarez que tenía las supersticiones propias de los soldados—. Si allá abajo está en alguna cartuchera la bala que ha de matarme, lo mismo me alcanzará ocultándome que estando al descubierto.

El capitán, al hablar así, miraba en derredor, y el espectáculo no podía ser más horrible.

En el centro de la plaza, tendido de espaldas y con los brazos en cruz, desabrochada la levita y el sombrero de copa caído a alguna distancia, estaba el cadáver de un jovencillo melenudo con bigote y perilla. Sobre el pecho tenía una gran mancha de sangre. Tal vez era el mismo que aquella mañana había visto pasar Enriqueta al frente del primer grupo revolucionario. Lo más probable es que a aquellas horas, una madre allá en una alejada provincia, pensase con fruición en el hijo que tenía en Madrid, escribiendo en los papeles públicos, y en camino de convertirse en un gran hombre; y que una señorita de aldea releyese las cartas ilustradas con versos que de vez en cuando le enviaba el futuro personaje.

A los pies de Álvarez un viejo obrero había caído con la boca deshecha de un balazo, cuando apuntaba su fusil tras la estrecha aspillera; y un chicuelo con blusa, en el suelo, agarrándose el vientre con ambas manos y dejando tras sí un reguero de sangre.

Pero eran pocos los que tales horrores veían. Los más hacían fuego como unos autómatas, y cediendo a una interna e imperiosa necesidad de expansión, gritaban como unos condenados, acompañando cada disparo con vivas a Prim y a la Libertad, y maldiciones a la p… de la reina.

En medio de aquella confusión, cuando en la barricada estaba en su período álgido la rabia popular, fue cuando Álvarez gritó con voz de trueno:

—¡Atención! Van a atacarnos a la bayoneta. No hagáis fuego. Esperad a que estén cerca.

Fuese instintiva obediencia de los insurrectos o prontitud de los jefes revolucionarios en imponer esta orden, lo cierto es que la barricada cesó de disparar quedando muda y silenciosa bajo aquel torbellino de plomo que los sitiadores le enviaban con mayor furia.

Al amparo de este fuego, dos columnas avanzaban por ambas aceras a todo correr con las bayonetas bajas, como toros que al embestir humillaban sus terribles cuernos, mientras que por el centro de la ancha vía una batería que acababa de ser emplazada, enviaba algunos proyectiles.

Álvarez era el único que, despreciando el fuego y asomando su cabeza por encima de las barricadas, espiaba en conjunto aquel avance, al mismo tiempo que hablaba a los compañeros que tenía abajo.

—No disparéis hasta que yo os lo diga. Conviene dejarlos que se acerquen.

Y cuando las cabezas de las dos columnas estaban a unos cincuenta pasos de la barricada, y los jefes, agitando sus sables daban ya la voz de asalto, Álvarez gritó con energía:

—¡Fuego! —y disparó su revólver apuntando al coronel, que con la espada desnuda, iba al frente de los asaltantes.

Vomitó la barricada toda la ira y la muerte que había estado conteniendo durante algunos minutos, y el efecto fue terrible.

Cuando se hubo extinguido el último, eco del horroroso trueno y se disipó la nube de humo, vieron los insurrectos muchos soldados tendidos sobre las aceras y a las dos columnas que revueltas y confusas retrocedían hasta el extremo de la calle, donde se detenían para hacer nuevamente un fuego graneado contra la barricada.

Los trabucos de que se servían algunos insurrectos y que hasta entonces en el fuego a regular distancia sólo habían servido para aumentar el estruendo, eran los que más daño causaron a los asaltantes, disparando sobre ellos a boca de jarro su terrible metralla.

Después de este asalto frustrado, las tropas cesaron en sus hostilidades, y hasta los destacamentos que ocupaban las lejanas casas y que apoyaban con su fuego a los asaltantes, continuaron el tiroteo muy débilmente.

Algunos insurrectos entusiastas, llevados de su inexperiencia, creíanse ya vencedores y hablaban de salir en persecución de las tropas que indudablemente se retiraban.

Álvarez sonreía ante tanta candidez.

—No os hagáis ilusiones y preparaos, que ahora viene lo bueno —decía a todos aquellos entusiastas que admirados por su sereno valor le miraban con respeto—. Yo me engaño pocas veces en asuntos de esta clase, y tengo la seguridad de que si han cesado de hacer fuego, es porque se preparan a atacarnos por varios puntos a la vez.

Y Álvarez, a quien todos obedecían, colocó una parte de los defensores en la barricada que cerraba la entrada de la calle de León, donde hasta entonces sólo habían estado dos centinelas.

Ya no alumbraba el sol, y comenzaba uno de esos lentos y claros crepúsculos del verano.

Álvarez, seguido de Perico, se trasladó a la tercera barricada que era la que cerraba la calle de Atocha por la parte del Prado, y que por ser la más grande y tener los sublevados escasos materiales para su construcción, resultaba la más difícil de defender.

El capitán, teniendo al lado a su asistente, exploraba con la vista aquel hermoso trozo de calle, con sus edificios cerrados y sus dos filas de árboles con las ramas desgajadas por las balas perdidas que hasta ellos habían llegado.

Algunas casas de aquella parte, a pesar de que aún no había llegado hasta allí el combate, tenían en sus puertas y persianas visibles huellas del fuego enemigo; pero el palacio de Enriqueta desviado un poco del otro trozo de calle, no había sufrido ningún desperfecto.

Esto alegraba a Álvarez, para el cual el choque de una bala en aquellas paredes, tras las cuales se ocultaba el ser querido, hubiera sido tan sensible como si la hubiera recibido él mismo.

Para aquel hombre calenturiento por la lucha, agitado por las terribles escenas de las que había sido actor y que sentía desordenadas por las circunstancias sus facultades mentales, el vasto y aristocrático edificio cerrado y silencioso, era como la imagen de Enriqueta que muda y melancólica estaba allí para recibirle en sus brazos si moría.

Un hombre vino a turbar la soledad que reinaba en la calle.

Era un caballero obeso que caminaba pegado a la pared por la acera de enfrente a la casa de Enriqueta y que al llegar ante el aristocrático edificio miró con terror a la barricada y, por fin, como quien cede a una fuerza superior, atravesó a saltos la calle, yendo a llamar en la gran puerta con repetidos golpes de aldabón, al mismo tiempo que gritaba algunas palabras y deba patadas en el postigo para decidir a los de dentro a que abriesen.

Álvarez y su asistente se miraron con sorpresa y en sus ojos leyose el mismo pensamiento.

Habían conocido a aquel hombre que tan angustiosamente llamaba. Era Quirós.

XII. EL ÚLTIMO DÍA DE QUIRÓS

Después de cenar a la salida del Casino, en un gabinete reservado del café de Fornos, don Joaquín Quirós acompañó a su casa a Lolita Pérez, una muchacha andaluza algo averiada pero muy graciosa, que durante el invierno servía de figuranta en el Real, en el verano se quedaba en Madrid o iba a San Sebastián, según la situación financiera, y en todo tiempo se dedicaba a buscar un protector, porque según ella, a una artista le era imposible prosperar sin tener un arrimo.

Habían estado de francachela con dos amigos de Quirós acompañados también de otras prójimas de la misma clase, y disuelta la reunión a más de las tres de la madrugada, el diputado, como hombre de orden, fuese con su querida a casa, mientras que las otras dos parejas, trastornadas por el champaña, cantando y besuqueándose en medio de la calle de Alcalá, dirigíanse hacia el Retiro pausadamente, para ver amanecer y tomar un vaso de leche.

La figuranta vivía en la calle de Hortaleza, en un segundo piso cucamente amueblado a expensas de Quirós, quien dejaba tragarse a la graciosa andaluza gran parte de los fondos destinados al periódico.

Aquel aventurero, a quien la obesidad había quitado algo de su antigua travesura, gustaba de ser acariciado, mimado y engañado como un pachá, por aquella odalisca de guardarropa.

Después de sus entrevistas con la duquesa influyente, ambicioso demonio con faldas que conservaba una ternura diplomática en medio de los transportes de amor y que entre beso y beso hablaba del estado de la política y de lo que pensaba la reina, gustábale a Quirós el amor de aquella muchacha, viva como una ardilla y que con las ajadas mejillas embadurnadas de polvos y colorete y los ojos pintados de negro, armaba escándalos fenomenales en los restaurantes, rompía los platos, pellizcaba a los camareros y acababa por bailar el zapateado a los postres sobre la blanca mesa, todo para volver a recobrar su aspecto de sencillez y humildad, apenas ponía los pies en la calle.

A Quirós, hipócrita en política y religión, gustábale extraordinariamente la falsía de aquella muchacha.

Cogidos del brazo, con paso reposado y todo el aspecto de un matrimonio honrado y feliz que se retiraba tarde a casa, aquel par de buenas piezas llegaron a la calle de Hortaleza y se metieron en su habitación.

Reinaba en las calles la calma propia de las últimas horas de la noche y Quirós pensó quedarse allí hasta las siete de la mañana, como lo hacía otros días, para irse a tal hora a su casa y abrir con su llavín sin que la baronesa ni Enriqueta se apercibieran de nada, como ya venía ocurriendo hacía mucho tiempo.

Acostáronse en la magnífica cama, capricho de la niña que el diputado había comprado en el principal almacén de muebles de Madrid, disputándosela a una rica condesa; y transcurridas unas dos horas, cuando ya había amanecido y el sol se filtraba por las rendijas de la cercana ventana, Quirós oyó algo que le hizo saltar de los mullidos colchones.

Era que empezaba la revolución, y que allá lejos, por la parte del cuartel de San Gil, sonaban las primeras descargas.

El diputado, a pesar de las súplicas vehementes de la andaluza, que por su salusita le pedía que permaneciese quieto, abrió la ventana para enterarse de lo que ocurría y vio la calle ocupada por varios grupos armados que con febril actividad estaban levantando barricadas.

En aquel mismo momento unos cuantos artilleros, dando vivas a la libertad, colocaban un cañón al extremo de la calle, apuntando a la Puerta del Sol.

Quirós palideció, experimentando mayor susto que la andaluza que por la Virgen de la Soledá le pedía que cerrara pronto.

Ya estaba en pie la canalla; ya había salido de su cubil el monstruo revolucionario, aquella hidra que tanto manoseaba en sus discursos, cuando amenazaba al gobierno con el diluvio final si no extremaba las medidas revolucionarias y volvía España a aquellos felices tiempos en que todo lo arreglaban y dirigían los frailes y jesuitas.

Él, que con tan soberano desprecio hablaba desde su asiento en el Congreso de la canalla revolucionaria; él, que conmovía a las damas católicas de la tribuna, irguiéndose con audacia sublime a la mitad de sus discursos para desafiar las iras de la chusma masónica y avanzada, enemiga de los reyes y los sacerdotes; ahora que tenía ante sus ojos a aquel enemigo, tantas veces despreciado cuando lo veía lejos, sentíase agitado por tal miedo que se apresuró a seguir los consejos de su querida y cerró la ventana.

Tan importante y temible se creía, que llegó a pensar que alguno de aquellos andrajosos podía conocerle y caer en la tentación de subir hasta allí para degollarlo a él y a su Lolita, y hacer morcillas con sus sangres. Todo podía esperarse de gentes sin religión y sin moral.

Temblando de miedo volvió a meterse en la cama, y oprimido por los brazos de la andaluza y sudando con el calor y la angustia, pensó en aquel suceso, cuya importancia se agrandaba en su imaginación.

La presencia de aquellos artilleros entre los sublevados, hacíale creer que toda la guarnición de Madrid se había adherido al movimiento, y al imaginarse la posibilidad de que la revolución triunfase, el diputado ultramontano estremecíase de horror, viendo ya a las turbas sin freno armadas de latas de petróleo y a él buscando un medio para escapar y refugiarse en el extranjero, como si fuese un terrible personaje sobre el que iban a descargar las cóleras populares.

Transcurrió una media hora que a Quirós le pareció un siglo, entregado como estaba a tan terroríficos pensamientos, y de pronto retumbó la calle con una horrorosa descarga que hizo temblar al diputado y prorrumpir a la andaluza en una serie interminable de invocaciones a todas las vírgenes conocidas.

Comenzaba el ataque a las barricadas y ninguno de los dos se atrevía a moverse de la cama, como si temiesen que una bala llegase hasta ellos y tuvieran a la sábana que los cubría como un blindaje impenetrable.

Estrechamente abrazados, con las cabezas escondidas bajo las almohadas y temblando a cada descarga, pasaron los dos las largas horas de la mañana, que en aquella parte de Madrid fueron de continua lucha.

A mediodía cesó el combate; los insurrectos se desbandaron y las tropas del gobierno ocuparon las barricadas de aquel distrito.

Quirós, a pesar del pavor que lo dominaba comprendió lo que ocurría, y cuando después de vestirse y de tomar grandes precauciones se asomó tímidamente a la ventana, respiró ruidosamente al ver en la calle los rojos pantalones de la infantería.

Se había salvado la causa del orden, la revolución estaba agonizante y el diputado se sintió convertido en otro hombre.

Recobró su habitual insolencia, avergonzose al pensar que había tenido miedo, se demostró a sí mismo que era una locura el creer en la posibilidad del triunfo de la revolución y que forzosamente había de salir siempre victorioso el gobierno, y ansioso por gozar de tan consolador espectáculo, se despidió de Lolita y salió a la calle.

Pensaba él que a su prestigio de hombre político convenía que le viesen en las calles cuando aún estaba reciente la lucha; esto sería motivo para que al día siguiente hablase la prensa de él, pintándolo como un hombre de acción que aunque no estaba conforme con la marcha del gobierno, sabía acudir al puesto de honor cuando estaban en peligro la monarquía y el orden.

Las angustias y temblores que había experimentado en casa de su querida eran detalles sin importancia que quedarían en el tintero.

Discutiendo con los jefes de los destacamentos que ocupaban las calles, rogando a unos y dándose a conocer a otros, llegó hasta la Puerta del Sol y tuvo buen cuidado en hacerse visible ante varios generales que estaban reunidos en el portal del Ministerio de la Gobernación y a los cuales conocía, relatándoles proezas aisladas y que él había llevado a cabo en varios puntos, y no teniendo el honor de que ninguno de ellos escuchase sus sandeces y mentiras.

La insurrección continuaba aún en el más apartado extremo de los barrios del norte, y Quirós, entretenido en presenciar las disposiciones militares y deseoso de que le vieran los generales y los altos políticos que continuamente llegaban al Ministerio de la Gobernación permaneció en la Puerta del Sol hasta bien entrada la tarde.

Hasta entonces, la excitación producida por el espectáculo revolucionario y la magnífica cena de la madrugada anterior, le habían sostenido, no dejándole sentir necesidad alguna; pero a tal hora comenzó a experimentar desfallecimiento y verse en su casa, en su lujoso comedor y ante una mesa bien servida. Además, el cansancio producido por una noche en vela aturdía a aquel hombre a quien una obesidad cada vez más creciente había hecho egoísta, y que no podía permanecer tranquilo así que le faltaba alguna de sus habituales comodidades.

Sintió el deseo de verse cuanto antes en su casa, y únicamente le detuvo la idea de que su distrito era el último refugio de la insurrección, y que allí todavía estaban los revolucionarios dispuestos a resistir al gobierno.

Pero tan vehemente era la necesidad que sentía por verse en su domicilio, que casi estaba dispuesto a arrostrar los peligros que podía correr al atravesar la última zona de la insurrección.

Además, según los informes que le daban, los revolucionarios sólo ocupaban la plaza de Antón Martin, dejando libre la calle de Atocha hasta el Prado, y él, bajando hasta la plaza de las Cortes y siguiendo la calle de San Agustín y la Costanilla de los Desamparados, podía llegar casi al frente de su casa sin tener que atravesar ninguna barricada.

Este plan que acababa de aconsejarle un oficial de Estado Mayor conocedor de la topografía de la insurrección parecíale a Quirós muy acertado, pero todavía dudaba, pensando en la posibilidad de ser alcanzado por una bala perdida o de tropezar con algún aislado grupo de revolucionarios que reconociéndole, hiciesen con él una herejía.

Pronto le sacó de su incertidumbre el movimiento que se notó en la Puerta del Sol. Las tropas, que habían descansado ya de la refriega en el norte de la capital, se disponían a emprender marcha hacia el sur para batir los últimos baluartes de los insurrectos.

Según las noticias que llegaban, ya había comenzado el fuego en dichos puntos y los revolucionarios presentaban tal resistencia, que era muy posible que la lucha se formalizase de un modo terrible, prolongándose hasta la noche.

Quirós, que comenzaba a experimentar un creciente aturdimiento, sólo sabía pensar en la necesidad de llegar a su casa cuanto antes, y sin darse cuenta exacta de lo que hacia, salió de la Puerta del Sol siguiendo el itinerario que le había marcado su amigo, el oficial de Estado Mayor.

Mientras andaba instintivamente, pensaba en la conveniencia del acto audaz que realizaba marchando hacia el punto donde aún estaba en pie la insurrección y donde los hombres se exterminaban.

Pero… había que ser atrevido y llegar a casa antes que, avanzando todas las tropas sobre el sur de Madrid, cortasen las comunicaciones y se viese él obligado a pasar la noche al raso.

Cuando Quirós llegó a la calle de San Agustín, sonaron las primeras descargas de la tropa que atacaba la barricada de la plaza de Antón Martin, y se detuvo horrorizado al escuchar tan terrible estruendo.

Refugiado en el quicio de una puerta, como si temiese que hasta allí llegase el plomo del combate, permaneció Quirós todo el tiempo que duró la lucha, hasta que por fin, al restablecerse el silencio, se decidió a salir de aquel escondite.

Ya no tenía duda alguna. Aquella calma demostraba que la insurrección había sido vencida y que las fuerzas del gobierno ocupaban victoriosas las posiciones del enemigo.

Bajó corriendo la Costanilla de los Desamparados y entró en la calle de Atocha.

¡Ah!… ¡Por fin!, allí estaba su casa, aquella casa tan deseada durante todo el día.

Pero la calma que reinaba en la calle le produjo inmenso pavor. No veía los rojos pantalones de la tropa que eran garantía de seguridad para él, y en cambio ante sus recelosas miradas, aparecía la barricada en pie, y sobre ella dos hombres en los que no se fijó a causa de la precipitación pavorosa que le embargaba.

La convicción de que los insurrectos estaban aún triunfantes a poca distancia de él y que podían enviarle un balazo a guisa de saludo, dio fuerzas a sus temblorosas piernas para pasar rápidamente de una acera a otra; y agarrando el aldabón de su casa, dio furiosos golpes en la puerta.

¡Cuánto tardaban en abrir! ¡Y el terrible enemigo allí, a su vista, y pudiendo hacer fuego sobre él, que estaba por completo al descubierto!

Esto aumentaba su miedo y hacía que golpease con sus pies la puerta, al mismo tiempo que mirando arriba, a los cerrados balcones, gritaba con angustia:

—¡Enriqueta!… ¡Abre, Enriqueta!…

Si Quirós hubiese sabido quiénes eran aquellos dos hombres que le miraban desde lo alto de la barricada de seguro que el pavor le hubiese hecho caer al suelo.

Álvarez y su criado le habían reconocido instantáneamente y así se lo dieron a entender con la mirada que cambiaron.

El capitán, a la vista de aquel cobarde enemigo, sintió que una oleada de furor invadía su cerebro e inmediatamente fue a saltar desde lo alto de la barricada para correr al encuentro de Quirós; pero en el mismo instante sus oídos se ensordecieron con una detonación que estalló junto a ellos, y sintió un ligero zumbido en el espacio, al mismo tiempo que veía pasar ante sus ojos una nubecilla de humo.

Perico acababa de disparar su fusil y el diputado, dando un salto prodigioso, había caído de bruces sobre la acera.

Álvarez se quedó estupefacto ante aquel suceso.

Después miró a su asistente con aire de reconvención, y vio que Perico, con una calma feroz, volvía a cargar su fusil.

—Perdone usted, mi capitán —dijo el aragonés con calma—. Ese canalla también tenía cuentas conmigo; no podía yo olvidar lo que hizo con mi pobre tía. Ahora ya está todo pagado. El tiro ha sido bueno.

Álvarez no se atrevió a decir nada a su asistente, y con un gesto de resignación murmuró:

—Así había de ser.

El día había sido certero y el enorme cuerpo de Quirós, tendido con el rostro sobre la acera, permanecía inmóvil al pie de un árbol.

Álvarez estuvo contemplándolo durante algunos minutos con estúpida fijeza, pero pronto le sacó de su abstracción una nutrida descarga, a la que contestaron con otra los insurrectos.

La barricada era atacada por dos puntos, y las tropas iban a entablar el ataque decisivo.

XIII. LA ÚLTIMA ESCENA DE LA REVOLUCIÓN

Reinó durante todo aquel día en el palacio de Baselga la consternación y la alarma propia de las circunstancias.

Los criados, reunidos en la antecámara, hacían animados comentarios sobre lo que ocurría en las calles o se manifestaban dominados por un cómico terror, y las señoras de la casa estaban en una habitación apartada, evitando el peligro de alguna bala que atravesase los cerrados balcones.

La baronesa sufría una terrible excitación nerviosa. El ruido de las descargas producíale grandes estremecimientos, y su doncella había de frotarle las sienes con éter, para evitar los desmayos.

Ella, tan animosa siempre que se trataba en teoría de combatir a la impía revolución, y que se desataba en denuestos contra los picaros descamisados, había perdido en aquel día todo su valor, y tan grande era su carencia de fe, que daba ya por seguro el triunfo de la insurrección diciendo que Dios o se había olvidado de España o quería hacerla pasar por las más duras pruebas.

Si la revolución triunfaba, ¿qué iba a ser del desgraciado país dominado por la impiedad y el ateísmo?

Estas lamentaciones de la baronesa eran la única distracción de Enriqueta, que estaba junto a su hermana, en aquella apartada habitación, con el oído atento para escuchar lo que ocurría en la calle.

Sentía una curiosidad tan grande, que varias veces había querido dirigirse a las habitaciones que daban a la calle para ver lo que ocurría en la cercana plaza; pero las aisladas detonaciones que durante toda la mañana estuvieron sonando y el lejano fragor de la lucha entablada al otro extremo de Madrid, aterrorizaron de tal modo a la baronesa, que se opuso tenazmente al capricho de su hermana.

Esta no experimentaba inquietud alguna por la ausencia de su esposo.

A pesar de que en un momento de excitación de su amor propio se había mostrado ofendida por la conducta de Quirós, ahora le era indiferente la suerte de este hombre. Su pensamiento estaba fijo en Álvarez que en aquellos instantes debía estar en verdadero peligro, exponiendo su vida en defensa de sus ideales.

Agitada por tales pensamientos, pasó Enriqueta casi todo el día al lado de su hermana o en la habitación donde estaba al cuidado de la nodriza su hija, la pequeña María, que escuchaba con infantil curiosidad el estrépito de la lejana lucha.

Cuando fue atacada la plaza de Antón Martín, las descargas de fusilería y el fuego del cañón hicieron llegar al período álgido el terror que experimentaban todos los habitantes de aquella casa.

Enriqueta cuyo carácter desplegaba en los momentos supremos toda la energía de su padre, era la que mayor serenidad mostraba, y con varonil curiosidad llegó hasta las cerradas habitaciones que daban a la calle, para escuchar mejor los terribles incidentes de la lucha.

Despreciando los consejos de su servidumbre que le rogaba no permaneciera en unas habitaciones donde podían entrar los proyectiles se mantuvo en aquella parte de la casa oyendo las descargas y los vivas que daban los insurrectos en los momentos que el fuego se debilitaba.

El silencio que se estableció después y que sólo fue interrumpido por aclamaciones a la libertad, le dio a entender el triunfo momentáneo de los revolucionarios.

Ella, impulsada por su educación y las ideas que le habían inculcado, estremecíase de horror al escuchar los gritos revolucionarios, y sin embargo no podía evitar cierto instintivo movimiento de gozo ante aquella ventaja que acababa de alcanzar la insurrección.

Era que el amor borraba las preocupaciones de clase y que había en ella un poderoso instinto que le anunciaba cómo entre aquellos vencedores hallábase Esteban Álvarez.

Pensaba Enriqueta en lo raro de aquellos sentimientos que la dominaban, cuando el aldabón de la calle sonó con ruidosa precipitación, acompañando a sus golpes furiosas patadas dadas en la puerta.

La joven señora de Quirós pensó inmediatamente en Esteban, sin que se le ocurriera imaginar que quien llamaba pudiera ser el aventurero odioso que a los ojos del mundo era su marido.

—¡Enriqueta!… ¡Abre, Enriqueta!

Así gritaba una voz que ella no podía conocer a causa de que el miedo la desfiguraba haciéndola temblona e insegura.

Dirigíase ella a un balcón para abrirlo y ver quién llamaba, cuando sonó un tiro y el aldabón cesó de tocar.

Enriqueta retrocedió adivinando el crimen que acababa de perpetrarse, pero se repuso prontamente y volvió de nuevo hacia el balcón; pero en el mismo instante el trueno de la fusilería volvió a sonar más horroroso que antes.

Imposible asomarse. La barricada era atacada por segunda vez, y el combate, a juzgar por el estrépito, era más tenaz y empeñado que el anterior.

Sin saber qué resolución tomar, como un ser imbécil, y oyendo sin inmutarse el continuo estampido, que escuchado en el centro de aquella sala cerrada y oscura, semejaba el fragor de una horrorosa tempestad que descargaba sobre Madrid, permaneció Enriqueta más de un cuarto de hora, que fue el tiempo que duró el decisivo combate.

La idea de que aquella voz desfigurada por el miedo podía ser la de Álvarez que en un momento de peligro para su vida no había vacilado en pedir su auxilio, martirizaba a Enriqueta de tal modo que a no ser porque el instinto de conservación, alarmado ante aquella horrorosa lucha, aprisionaba sus miembros y le impedía moverse, hubiera corrido a aquel balcón para ver quién era el desgraciado que acababa de caer muerto.

Cuando cesaron las descargas, Enriqueta, como una loca, y cediendo a un impulso instintivo, corrió al balcón, abrió sus maderas y asomó todo su busto sin miedo a un disparo traidor.

En lo alto de la barricada aparecían los rojos pantalones de la tropa, y algunos hombres del pueblo, con la camisa rota, sudorosos, ennegrecidos por la pólvora y en el último paroxismo del furor, disputaban el terreno palmo a palmo a los vencedores.

Enriqueta vio el cadáver tendido ante la puerta, y al reconocer a Quirós no pudo evitar un grito de dolorosa sorpresa.

El triste fin de aquel miserable borraba todo resentimiento, y lo hacía simpático a los ojos de la mujer que tanto lo había despreciado.

Enriqueta, anonadada por aquella emoción terrible, sintió que las piernas le flaqueaban y se agarró a la balaustrada del balcón para no caer.

¿Fue visión o realidad lo que entonces pasó ante sus ojos anublados por las sombras del desmayo?

Dos hombres bajaban corriendo la calle. Enriqueta los reconoció: eran Álvarez y su asistente; pero ajados por la lucha, tiznados por el humo y con las ropas en desorden.

Los soldados, desde lo alto de la conquistada barricada, hacían fuego sobre los fugitivos; y el revolucionario capitán, al ver a su amada en el balcón, se detuvo un instante para saludarla con un desesperado ademán de despedida.

Fueron los dos, amo y criado, a escapar por una callejuela que desembocaba en la calle de Atocha, pero en el mismo instante un pelotón de la Guardia Civil, dobló la esquina, y los fugitivos viéronse envueltos y cogidos.

Enriqueta heló un grito de horror, y fue ya muy poco lo que vio.

Con la vaguedad incierta y fantástica de un sueño, le pareció ver que los guardias colocaban apoyados en la pared a Álvarez y su asistente, siempre erguidos y serenos, y que, retirándose algunos pasos, una fila de fusiles apuntaba a sus pechos.

Después creyó distinguir que una compañía de infantería entraba por la misma callejuela y que el oficial que la mandaba, haciendo un movimiento de sorpresa, se arrojaba sobre el terrible grupo…

Y ya no vio más. Sus piernas se doblaron, su cabeza se inclinó sobre el pecho como si dentro sintiera un peso inmenso, sus ojos se cerraron, sintió una suprema y avasalladora necesidad de descanso, y cayó, chocando su cráneo contra los hierros del balcón.