A Baselga comenzaba a parecerle demasiado extraño el aparato misterioso con que el capitán O’Connell había revestido su cita.
Pasaba el conde por alto que le hubiese hecho salir a una legua de Madrid para ir a aquel caserón de grandes y desiertos patios, rodeado de un vasto jardín con solitarias alamedas a cuyo extremo había entrevisto algunos hombres que al notar su presencia habían desaparecido; hacía caso omiso igualmente de que el doctor Peláez lo hubiese abandonado diciendo que así lo exigía el secreto de la entrevista, dejándolo bajo la dirección de un criado, soberbio mocetón de grandes patillas que orlaban una cara cuadrada y sin expresión alguna; pero no le parecía ya indiferente, pues le causaba cierta molestia próxima a la irritación que lo tuvieran más de una hora en aquella sala, grande, fría y de elevado techo, cuya desnudez aún hacía más antipático el torrente de sol que entraba por las dos rejas situadas sobre el vasto jardín que él había atravesado.
La aventura iba ya resultando para el conde demasiado extraña. Aquellas rejas eran demasiado robustas y tenían todo el aspecto de las de presidio. Mirándolas fijamente, el conde llego a sonreírse.
—En esta casa —pensaba— debe ser la gente muy miedosa. Según leo a veces en los periódicos hay bastantes ladrones en los alrededores de Madrid; pero la cosa no creo que sea para tomar tantas precauciones. ¡Cuidado si han empleado hierro en las tales rejas!
Y Baselga, que para buscar distracción al tedio que comenzaba a dominarle se había entretenido en contar varias veces los barrotes de las rejas, pasó a fijarse en otros detalles de la habitación.
—Pues aquí dentro —continuó pensando el conde— no han sido tan pródigos en muebles como en el hierro de las rejas. ¡Vaya un menaje! Parece que sólo hayan puesto lo estrictamente necesario para que la pieza no sea inhabitable.
Así era. La sala era muy espaciosa y a pesar de esto, sólo había en ella cuatro sillas de paja, muy ligeras por cierto, y una mesilla colocada entre las dos rejas.
Baselga se levantó, fue tocando uno por uno los escasos muebles, y después siguió paseando de un extremo a otro de la habitación.
Sacó su reloj de oro y miró la hora. Las diez y media. Estaba ya allí más de una hora y comenzaba a parecerle la espera mas que pesada.
En uno de sus paseos al pasar junto a la puerta que creía entornada se fijó en ella. También notó como en las rejas gran lujo de precauciones. Vaya una puerta sólida. Los tableros estaban tan ajustados que no dejaban la menor rendija y toda ella parecía hecha de una sola pieza. En el centro tenía un ventanillo cerrado.
El conde al pasar la golpeó distraídamente con el pie como para apreciar su robustez, y la puerta no se movió.
Baselga hizo un gesto de inmensa extrañeza. ¿Qué era aquello? ¿Acaso estaba la puerta cerrada? ¿Era él un preso?
Esta consideración sublevó al conde, quien, para convencerse de si la puerta estaba cerrada, dejó caer sobre ella sus robustos puños. Conmovióse la recia madera produciendo un sonido sordo, pero la puerta no se movió.
Ya no podía dudar el conde. Estaba encerrado, prisionero en aquella destartalada habitación tan inaccesible a la fuga como un calabozo. Las rejas le impedían el saltar al jardín.
Apoderose de Baselga una terrible indignación al verse tratado de un modo tan inicuo. ¿Por qué le recibían de tal modo? ¿Dónde estaba aquel O’Connell, que no llegaba nunca?
De repente cruzó por la imaginación del conde una absurda idea, propia de su continua preocupación. Sin duda el gobierno inglés conocía su plan, temía al audaz patriota y se atrevía a secuestrarlo casi a las puertas de Madrid. Esta presunción fatua y loca consolaba al conde y le daba cierto valor para sobrellevar tan extraña aventura; pero a pesar de esto seguía golpeando con sus vigorosos puños la fuerte puerta sin lograr que hiciera el menor movimiento.
El más absoluto silencio contestaba a aquellos golpes y Baselga se decidió por fin a gritar:
—¡Eh!, los de la casa. ¿Qué es esto? Venid de una vez por todas a abrir esta puerta.
Varias veces gritó y no vino nadie. Pero los gritos no fueron acogidos con el mismo silencio que los golpes.
A los oídos de Baselga llegaron confusas y amortiguadas voces estentóreas, chillidos y cánticos monótonos que formaban un extraño concierto y que se repetían cada vez que él llamaba.
—No —dijo el conde en alta voz como si tuviera a sus espaldas quien lo oyera—, pues la broma resulta bastante pesada. ¿Y qué grita toda esa gente?… Juro a Dios que en cuanto salga de aquí aprenderán cómo nadie se burla impunemente de un hombre como yo.
Transcurrieron algunos minutos sin que el conde se cansara de golpear la puerta. Antes bien, parecía que sus puños al maltratar a la madera adquirían nuevo vigor.
Cuando comenzó a llamar, habíale parecido oír unas pisadas que ligeramente se alejaban y éstas volvieron a escucharse pasado un buen rato aunque aproximándose con gran rapidez
El conde vio abrirse el estrecho ventanillo de la puerta a través del cual apenas si podían mirar a la vez con ambos ojos.
En el pasillo estaban dos hombres; el criadote de las patillas y de rostro inmóvil, que, según se decía el conde, tenía cara de palo, y un joven también fornido y barbudo que llamaba la atención por su gesto inteligente.
Baselga se dirigió a él, lanzándole por el ventanillo una mirada iracunda.
—Caballero, ¿es ésta manera de recibir una persona decente? ¿Soy algún criminal terrible para tenerme cerrado? Soy el conde de Baselga, sépalo usted.
—Lo sé, señor conde —dijo el joven con sonrisa amable—, y ruego dispense esta falta de atención. El tenerlo cerrado comprendo que le será a usted tan enojoso como molesto para mí pero tengo que cumplir forzosamente las órdenes que se me dan. A usted mismo le conviene permanecer ahí.
—¿Esas órdenes son de O’Connell? A ver, ¿dónde está O’Connell? El joven médico no sabía quién era aquel extranjero que nombraba el conde; pero con el aplomo que le daba su continuo trato con los enajenados, respondió:
—Sí, O’Connell me ha dado la orden. No tardará en venir puede usted esperar tranquilo. Es cuestión de una hora a lo más. Le ruego, sobre todo, que no se incomode ni se exalte. Piense usted en que le conviene estar así.
El conde seguía no comprendiendo aquel extraño aparato, pero se tranquilizaba contemplando a aquellos dos hombres.
No, aquella gente no podía ser mala. Tenían buen aspecto y no parecía que se propusieran causarle el menor daño. Esperaría ya que tan cortesmente se lo suplicaban y cuando llegara O’Connell éste le explicaría la razón de tan extraña conducta.
El joven hizo una cortesía disponiéndose a retirarse.
—Ya lo sabe usted, señor conde. Permanezca usted tranquilo que así que llegue el que usted espera entrará a verle inmediatamente. Mientras tanto, el ventanillo quedará abierto y si algo se le ocurre no tiene usted más que llamar a este señor que acudirá inmediatamente.
Los dos hombres se retiraron y el conde volvió a pasearse por la habitación.
En los primeros momentos estaba tranquilizado por la conferencia, pero así que estuvo solo un buen rato, comenzaron a renacer las antiguas sospechas. ¿No podían ser terribles enemigos aquellos hombres que tan amables se mostraban?
Todo inducía a esperar algo malo, porque un misterio tan absurdo rara vez puede ser precursor de felices acontecimientos.
Y el conde al pensar esto se dirigía a sí mismo preguntas de imposible contestación.
—Vamos a ver, ¿dónde está O’Connell?, ¿por qué ordena estas precauciones irritantes? ¿Será acaso un traidor que nos habrá engañado al padre Claudio y a mí? ¿Y qué clase de casa es esta? Se me ha olvidado preguntarlo a ese joven así como por que chillaban tan desaforadamente hace poco rato.
Justamente cuando el conde se decía esto, volvió a estallar aquel extraño y espeluznante concierto de gritos, rugidos e incoherentes canciones.
Esta vez se oía mejor y parecía más próximo el griterío, sin duda por estar abierto el ventanillo.
A Baselga lo ponía nervioso aquel estruendo que parecía arañarle los oídos. Además, creía que era una burla; el regocijo de ocultos enemigos que celebraban con risotadas extravagantes verle a él encerrado, y por esto dando en el suelo una furiosa patada, murmuró iracundo:
—¡Dios! Esto parece una casa de locos. Después, como si tomara una resolución, se dirigió al ventanillo.
—¡Buen hombre! —gritó—. ¡Eh, buen hombre!
Sonaron las pisadas del criado, que a pesar de su robustez, andaba con una ligereza femenil.
—¿Qué se le ofrece? —dijo apareciendo y con acento rudo, que pugnaba por dulcificar.
—¿Qué ruido es ése? ¿Por qué chilla esa gente de un modo tan extravagante? Diga usted que callen. Me incomoda esa música rara.
—No haga usted caso, señor. Son huéspedes que tenemos aquí hace algún tiempo y que nos dan bastante trabajo.
—¿Y qué clase de casa es ésta? ¿Qué hacen aquí?
Por fin la cara de palo del criado perdió su expresión estúpida para animarse con una sonrisa extrañamente irónica.
—¡Oh! Ya lo sabrá usted, ya se encargará de decírselo la persona a quien espera.
—¡Ya lo creo que me lo dirá! Tengo deseos de saber el porqué del aparato de esta cita que me va resultando pesada. Alguna extravagancia tal vez. ¡Esos ingleses son tan excéntricos!
Baselga notó en la inanimada cara del criado cierta expresión de extrañeza. ¡Si él lograra hacerle hablar!
—¡Qué!, ¿te extrañas de lo que digo? ¿No conoces tú al capitán O’Connell?
—Yo, no, señor. Es decir… ese capitán ¿no es la persona que usted espera?
—Sí, hombre. Al que espero y por el que he venido aquí
—Pues a ése si que lo conozco, sólo que no sabía que lo llamaba por tal nombre ni que era capitán.
—¿Pues cómo llamáis aquí al que yo espero?
—Aquí se le llama el doctor Zarzoso y todas las mañanas a las once viene a hacer su visita. Por lo regular sólo inspecciona a algunos de los huéspedes y se pasa más de dos horas hablando con ellos. Hoy tendrá con usted una conferencia larga.
El conde quedó profundamente desconcertado por tales palabras. ¿Qué enredo era aquél? ¿Había otro que al capitán irlandés quería convertirlo en doctor? Baselga comprendía la necesidad de hacer hablar a aquel hombre y recordando sus antiguas prácticas de hombre de mundo que hace apreciar el dinero como el medio de desatar lenguas, sacó del bolsillo del chaleco dos piezas de a duro y sacó la mano por el ventanillo.
—Toma, esto para ti. Por la molestia que te tomas al entretenerme con tu conversación, hasta que llegue ese señor a quien espero.
—Gracias, señor conde —dijo el criado mirando con codicia las relucientes monedas—; pero me es imposible aceptar la fineza. El reglamento de la casa lo prohíbe terminantemente.
—Tómalo sin cuidado. Guarda el secreto, pues tengo el gusto de hacerte este regalo.
La manaza del criado no tardó en apoderarse de las dos monedas.
—Y dime —continuó el conde—, ¿ese señor doctor que tú nombras es el mismo a quien yo espero?
—¡Vaya una pregunta! ¿Usted no espera al doctor Zarzoso? ¿No es el quien lo ha enviado aquí para su curación?
—¿Para mi curación?… ¡Ah!, sí. Por eso me encuentro en este sitio y le espero con tanta impaciencia. Mira lo que son las cosas. Conozco mucho a ese señor médico y sin embargo en este momento no me acuerdo de su cara.
—No es extraño, a muchos les sucede igual aquí. Vea usted si recuerda. Es un señor gordo, de bigote cano, gasta gafas y mira muy fijamente cuando habla. Todo el mundo lo conoce. Pues si dice que es un gran sabio.
Al conde no le cabía ya duda alguna. Se trataba de aquel caballero que en la mañana del día anterior había ido a su casa a revolverle la bilis con sus objeciones. ¿Qué venganza era aquella?
Baselga sentía verdadera ansia de penetrar en lo más hondo de aquel misterio que comenzaba a asustarle. Sospechaba ya algo que le causaba escalofríos de terror y al mismo tiempo empezaba a hacer hervir su impetuoso carácter.
—Habla, querido, habla —dijo al criado—, ¿y crees tú que el doctor me curará?
—Bien puede ser. Yo, por mi parte, lo creo segurísimo si usted ayuda. Debe usted hacer esfuerzos y sobre todo no atolondrarse y conservar su serenidad. Una desgracia a cualquiera le sucede y nadie puede asegurar que está libre de vivir aquí o a presidio.
Aquel mocetón hablaba con tono de filósofo. Al conde le causaba cierto pavor su filosofía, pero a pesar de todo tuvo serenidad para preguntar con marcada impaciencia:
—¿Y qué enfermedad es la mía? ¿Lo sabes tú, acaso?
—No es gran cosa. Hace poco rato me lo contaba don César, el médico de guardia, ese joven tan simpático que antes ha hablado con usted. Se halla usted tan bueno y sano como yo u otro cualquiera, sólo que en ciertos momentos le domina una manía que le hace muy peligroso.
El conde temblaba de pavor. Él, tan animoso, tan enérgico, se sentía dominado por el miedo ante el sesgo que tomaba la aventura que momentos antes creía una broma de mal gusto, pero sin consecuencias.
Adivinaba ya dónde estaba, para qué servía aquel edificio y qué clase de hombre era el que con él hablaba. ¡Horror! Convertido de pronto en un demente y teniendo que hablar con fingida tranquilidad con un loquero.
La seguridad que tenía el conde de que su razón estaba sana, aún hacía más horrible su situación.
—Conque decías —continuó el conde esforzándose en sonreír— que mi manía es muy peligrosa.
—Así lo he oído. ¿Usted no piensa en algunos ratos ir a hacerle la guerra a los ingleses y tenía preparados muchos hombres y armas para tal negocio?
Baselga aún experimentó mayor impresión de terror. ¡Cómo era aquello! ¿Su secreto era ya del dominio público? ¿Lo conocía hasta un criado de manicomio?…
Sentía el infeliz una creciente curiosidad y por esto a pesar de su terrible angustia, siguió preguntando:
—¿Cómo sabéis aquí lo que yo pienso?
—¡Bah! Aquí se sabe la historia y la manía de cada enfermo. Ese señor médico que le ha acompañado a usted aquí, ha estado examinándolo con detención durante mucho tiempo hasta que se ha convencido de su enfermedad.
—¡El doctor Peláez!, exclamó con extrañeza el conde.
—Sí, ése creo que es su nombre. Hasta hace poco ha estado abajo en el gabinete de consultas explicando la enfermedad de usted a don César y recomendándole que lo trate muy atentamente.
Baselga no se pudo contener.
—¡Pero eso es una infame traición!…
El criado volvió a sonreír irónicamente.
—¡Bah! Todos dicen lo mismo cuando vienen aquí y después que salen completamente sanos dan las gracias por haberlos tenido tanto tiempo en esta casa atendiendo a su curación.
Reinó un largo silencio. El conde, con la cabeza baja, reflexionaba sin llegar a creer completamente en su horrible situación.
Al fin, como quien pregunta una cosa que tiene por axiomática, dijo al criado:
—Pero mi familia no sabrá que yo estoy aquí; no tendrá noticia de ese miserable secuestro.
—¡Toma! ¡Hermosa pregunta! ¿Le parece a usted, señor conde, que sin consentimiento de su familia le hubieran traído a usted aquí? ¿Tenemos acaso ganas de ir a presidio? A usted le han traído aquí después que ayer verificaron en su casa una consulta el doctor Zarzoso, el doctor Peláez y otros dos médicos. Así he oído que aquel señor se lo decía a don César. ¿Que no se acuerda usted ya? Pues dicen que usted estaba presente y que hablaron largamente en su despacho. También estaba un cura que ha trabajado para que usted, a quien quiere mucho, quede aquí en seguridad sin emprender peligrosas aventuras. ¿No se acuerda usted de eso?
—Sí, lo recuerdo; lo recuerdo perfectamente —dijo el conde con voz desfallecida.
Y, efectivamente, recordaba con todos sus detalles la conferencia de la mañana anterior en su despacho, y ahora comprendía la significación de las miradas del sabio doctor y de aquellas preguntas que tanto le habían irritado. Pero ¡Dios mío!, ¡cuán infame era aquello!, ¡qué traición tan terrible! Había para volverse loco, pero de verdad; no con aquella demencia fingida que él comenzaba a comprender de quién era obra.
Su mano crispada apretaba convulsamente el borde del ventanillo y con la cabeza baja permanecía silencioso y meditabundo, sin comprender muchas de las palabras que le dirigía el criado.
—Debe usted tranquilizarse, señor conde y tomar con calma lo que le sucede. Éstos son percances de la vida, de los que nadie se halla libre. Si usted tiene serenidad y pone de su parte para ayudar a la ciencia, es posible que pronto se encuentre bueno. Calma, mucha calma. Aquí no se pasa del todo mal. Le hemos alojado en esa pieza hasta que venga el doctor Zarzoso y hable con usted. Después lo trasladaremos a una celda donde tendrá usted vecinos; gente divertida, que en los primeros días le incomodara, pero que al fin le hará reir. Son los que usted oía antes. Además, yo seré el encargado de cuidarle y no tendrá queja alguna. Me es usted muy simpático, y más desde que veo que es persona razonable. Ratos de sobra tendremos para charlar de nuestras cosas Como ahora lo hacemos.
El conde seguía meditabundo, y de las palabras del criado sólo algunas lograban deslizarse hasta su cerebro, donde no eran del todo comprendidas.
Una sorda irritación comenzaba a bullir en el ánimo de Baselga, sustituyendo al miedo que momentos antes lo dominaba. Hubo instantes en que el conde se creía víctima de una lúgubre pesadilla; pero tocaba la pesada puerta, oía al criado, y la esperanza de ser todo un sueño se desvanecía inmediatamente.
La dignidad de clase, el orgullo viril, la rectitud de conciencia y el convencimiento de su sana inteligencia, todo se sublevaba enérgicamente contra aquella terrible situación, con tan imponente fuerza, con tan arrebatadora rabia, que Baselga se creía capaz de proceder como un loco furioso, ya que todos se empeñaban en hacerlo aparecer como tal.
En aquel momento, por un misterioso encadenamiento de ideas, recordaba la escena terrible en que sus manos de hierro estrangularon a Pepita Carrillo, la esposa infiel y cínica.
El rostro del conde palidecía, sus ojos adquirían el brillo extraño y el tinte sanguinolento que produce la indignación en ciertos hombres de carácter pronto para la violencia.
A pesar de esto logró contenerse aún, y con voz ronca preguntó al criado:
—¿Pero tú no me creerás loco? —¿Yo?, ¡je, je!
Y el criado por toda contestación reía maliciosamente.
—¿De qué te ríes? Quiero saberlo; lo exijo. No creo que esta situación sea cosa de risa.
—Me río, señor conde, de que todos cuantos vienen aquí hacen la misma pregunta.
—¡Pero contesta con mil demonios! ¿Tú crees que estoy loco, sí o no?
—En este momento no lo está usted; pero si sigue así no tardará en darle el acceso. Lo conozco en sus ojos, y le ruego que procure calmarse.
El conde se estremeció. ¿Si estaría realmente loco? Esto es difícil que pueda apreciarlo el mismo paciente, y ademas él se sentía en un estado anormal a causa de la indignación. Debía tener en el rostro una expresión terrible, a juzgar por el aspecto alarmado del sirviente.
Baselga había comprendido todo el horrible carácter de aquella trama que se había urdido en torno de su persona para conducirlo a tan mísera situación. Sentía la necesidad imperiosa de salir de allí; ansiaba destrozar a aquellos miserables enemigos que tan rastreramente habían preparado su ruina. Anhelaba procurarse el divino gozo de despedazar entre sus manos de hierro al repugnante padre Claudio.
Por esto hizo un gesto de imponente autoridad, como si aún estuviese en el Norte al frente de su regimiento de lanceros carlistas, y dirigiéndose al criado dijo con voz breve e imperiosa.
—Abre la puerta. Necesito salir al momento.
El mocetón puso el mismo gesto del que oye una cosa ridículamente absurda.
—¿Quién?, ¿yo? Tiene gracia.
—Que abras te digo. O si no ¡por Cristo vivo!, que…
Y el conde comenzó a dar patadas en la puerta, vomitando por el ventanillo un tropel de juramentos y maldiciones.
El criado permanecía impasible ante aquella rociada de insultos. Veíase que estaba acostumbrado a tales desahogos de los huéspedes de la casa.
—¡Cobarde! Abre u os echo la puerta abajo y le pego fuego a la casa. Abrid, canallas. ¡Es así como se procede con un hombre honrado! ¡Ah, miserables jesuitas! Abrid, esbirros del padre Claudio. Dejad salir a un padre infeliz. Dios sabe qué será a estas horas de mi hija. Quieren hacerla monja para robarle su dinero, quieren meter fraile a mi hijo para robarlo igualmente y a mí me encierran para que no lo estorbe. Abrid o lo rompo todo… Pero tú, cara de palo, ¿qué haces ahí tan quieto? Abre y no repares en pedirme gratificación. Te daré cuatro mil duros, diez mil… ¡los que quieras!, pero abre en seguida. Abre esta puerta o ¡por Cristo!, que me como tus hígados y los de todos los doctores canallas.
Y el conde se destrozaba las rodillas y se quebrantaba los pies golpeando aquella puerta, que permanecía tan inmóvil como el flemático criado.
Apuró Baselga, en su balbuciente y furiosa indignación, todas las maldiciones y blasfemias aprendidas en los campamentos, sin conseguir alterar aquella estatua de carne que permanecía rígida e indiferente en el pasillo. Su calma le desesperaba. ¡Oh! ¡Cuánto hubiese dado él por poder salir y destrozar a puñetazos a cara de palo! Era el primer hombre que se burlaba impunemente de él, que era el terror de cuantos intentaban ofenderle.
La frialdad con que acogía sus palabras era lo que aumentaba su indignación. Hubiese preferido Baselga que el criado contestara a sus insultos, que se enfureciera, que le dirigiese injurias insufribles; pero verse acogido con un silencio compasivo propio para seres irresponsables, para niños o para viejos excitaba aún más su terrible rabia. Era ya un loco, no podía dudar. Sus palabras no tenían valor; le habían despojado de su condición viril y, en adelante, a sus más injuriosas palabras contestarían todos con una sonrisa de conmiseración.
Al conde le cegaba la rabia, y como si para aliviarla y desahogarse necesitara algo más que proferir insultos, apretó su rostro cuanto pudo contra el estrecho ventanillo y escupió furiosamente al rostro del criado.
—Toma, cara de palo; esto para ti. A ver si así abres la puerta y entras a reñir conmigo.
Baselga recibió en el rostro un rudo golpe que le hizo retroceder al centro de la habitación.
Era que el criado le había arrojado la hoja del ventanillo en las narices, y después de cerrarlo se retiraba con lentos pasos.
El golpe, a pesar de ser fuerte, apenas si causó efecto en Baselga. Pronto se repuso del aturdimiento que le produjo el choque de la recia madera contra su rostro, y dando un salto prodigioso que tenía algo de la ligereza flexible y elegante del tigre, cayó con todo el peso de su corpulento cuerpo sobre aquella puerta, a la que combatía e injuriaba lo mismo que si fuese un ser viviente.
Nada. Gimieron las maderas sordamente, pero ni una sola se movió. Eran previsores en aquella casa y la puerta estaba a prueba de locos, aun de los más furiosos y forzudos.
Varias veces repitió el conde aquel asalto sin conseguir abrir brecha en la puerta.
Su rostro estaba congestionado; gruesas gotas de sudor surcaban sus facciones, respiraba fatigosamente con la entonación del rugido, sus olas estaban veteadas de sangre, las venas de su cuello hinchadas por furiosas contracciones parecían querer estallar y a pesar de esto no se sentía fatigado.
La rabiosa indignación centuplicaba su fuerza de Hércules y él al tropezar con aquel implacable obstáculo, inmóvil y firme, se creía un niño y le faltaba poco para llorar su debilidad.
Excitado por su misma impotencia y dominado por loca tenacidad, volvió varias veces a caer en prodigioso salto desde el centro de la estancia sobre la pesada puerta, y aquellos choques que le magullaban hacían crecer su furor sin límites.
Fuera de la estancia el espeluznante griterío de los locos contestaba a cada uno de los quejidos de la madera, combatida por aquel ariete humano.
Los médicos y criados del establecimiento agrupados en el fondo del corredor, escuchaban el estrépito producido por Baselga y se prometían tratarlo en adelante con grandes precauciones, pues sus violentos accesos le hacían temible.
El conde, después de golpear inútilmente la puerta dirigiose a las rejas y poseído de vertiginosa movilidad iba de una a otra agarrando los barrotes con sus nervudas manos y haciendo esfuerzos poderosos por romper el hierro.
Desolláronse sus manos tirando de los robustos barrotes y… nada, no consiguió que las rejas hicieran el menor movimiento.
Estaba vencido, le era imposible liberarse, y aquella casa había de ser el sepulcro de su razón calumniada.
El sol, que en oleadas de oro entraba en la habitación marcando en el suelo dos cuadriláteros de luz; las verdes copas de los árboles del jardín, en las que piaban algunos gorriones, el cielo azul y esplendoroso que se veía a través de las rejas, todo constituía un sarcasmo para el infeliz prisionero. La Naturaleza sonreía y mostraba a Baselga la inmensa libertad que en ella existe justamente cuando el desgraciado reconocía que había perdido ya para siempre la suya.
El conde se sentía poseído de tal furor que en su cerebro surgió este pensamiento:
—¡Si estaré yo loco!
Y experimentó un tremendo dolor en la cabeza. ¿Qué era aquello? Hizo esfuerzos Baselga por volver en sí, y cuando adquirió cierta serenidad encontrose que estaba golpeándose furiosamente la cabeza contra las paredes.
Otra vez volvió el mismo pensamiento a surgir en su cerebro dándole razonables consejos.
—Si sigues entregándote a tu desesperación, si te golpeas creerán fundadamente que estás loco. Modérate, ten calma.
Había en aquellos instantes en el interior de Baselga dos seres distintos. Uno sensato que aconsejaba y veía claramente la situación, otro irascible, indignado, furioso que ansiaba sangre y destrucción.
Los músculos, la sangre, los nervios, el organismo entero se iba detrás del último y obedecía todos sus mandatos.
«Detente, espera, no pierdas la calma», gritaba la eterna idea en el interior del cerebro del conde. Y sin embargo, el desgraciado gritaba, aullaba de furor, daba puñetazos en las paredes, se arrojaba con la cabeza baja a embestir la puerta, se destrozaba la ropa se arañaba la cara, se mordía las manos y al fin se arrojó en el centro de la habitación revolcándose agitado por terribles convulsiones.
Su ronca voz no cesaba de gritar, alternando las palabras con aullidos de fiera. Pedía por centésima vez a los canallas de afuera que le abrieran la puerta y en algunos momentos se creía estar luchando con el padre Claudio, y como si le asestara terribles puñetazos se golpeaba el rostro hasta hacerse sangre.
Su cuerpo rodaba sobre el pavimento como una informe y gigantesca masa derribando las sillas y dejando tras sí pedazos de su traje rasgado por terribles zarpadas, y si alguna vez se incorporaba era para dejarse caer con mayor furia golpeando con rabiosa saña su magullado rostro contra los fríos baldosines.
Esta terrible escena duró más de diez minutos y al fin las fuerzas de Baselga con ser tan grandes se agotaron y dejó caer su cuerpo inerte.
Una saludable reacción comenzó a operarse en él. Su respiración era semejante al estertor del moribundo y así tendido de espaldas con la vaga mirada fija en el techo y agitándose de pies a cabeza por un nervioso estremecimiento, permaneció mucho tiempo.
Por fin movió la cabeza a uno y otro lado, su mirada vaga hasta entonces, contempló fijamente cuanto le rodeaba con marcada expresión de extrañeza y se incorporó como si volviera en sí después de un terrible ensueño.
Sus ojos fueron fijándose en las desgarradas ropas y en las sillas caídas, y comenzó a sentir al mismo tiempo el punzante dolor que en todos sus miembros producían las contusiones y magullamientos.
Otra vez el buen sentido volvió a hablar bajo su cráneo y una sonrisa fúnebre contrajo los labios del conde.
—Bravo, Fernando —se dijo con terrible ironía—. Ya han logrado tus enemigos lo que querían. Te has entregado a la desesperación neciamente, has dejado libre de toda traba tu carácter violento, hasta has hecho locuras y ahora nadie dudará que eres un demente furioso. Ya no saldrás de aquí y tal vez dentro de poco te pongan la camisa de fuerza.
Mientras que estas ideas se agitaban en su cerebro, el conde permanecía sentado en el suelo con los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos y mirando con estúpida fijeza su sombrero, que pisoteado y roto estaba en un rincón.
Cuando Baselga salió de su abstracción se encontró derecho paseando apresuradamente por la sala de un extremo a otro.
El conde había experimentado una reacción. Sentía una calma absoluta, todo lo veía de diverso modo, sentía una tranquilidad sobrenatural y hasta le parecía que durante la anterior crisis, había muerto y ahora se encontraba en otra vida libre de las miserias y de las desgracias de este mundo.
Había en el interior de su cerebro alguien que le seguía hablando y cuyos consejos aceptaba sin protesta.
«Resignación Fernando. Ya estás loco, ¿y qué? Piensa en permanecer tranquilo, tu salud es antes que nada. No te golpees, no te maltrates, ¿qué vas ganando con desesperarte? Olvídate del mundo, de esos miserables que te han engañado; de tu familia que te ha traído aquí». Las ideas del conde giraban invariablemente dentro del mismo círculo, y después de una vuelta vertiginosa, venían a parar al punto de partida, a la necesidad de permanecer tranquilo. Pero en una de las vueltas de su cerebro, salió al paso y se introdujo en la incesante ronda de sus ideas, el recuerdo de sus hijos, de Enriqueta y de Ricardo, aquellos seres inocentes y desgraciados a quienes él veía ahora acechados por la negra traición, tímidos e incautos insectos que iban a caer en la red de la sombría araña, en aquella red que había aprisionado a su razón y que de un hombre fuerte e independiente había hecho un guiñapo humano, arrojándolo sin compasión, al fondo de un manicomio.
La figura del padre Claudio apareció en la imaginación de Baselga, irónica, sonriente y como complaciéndose en burlarse de su desesperación.
¡Oh, rabia! Estar encerrado… no poder vengarse… Y el conde se llevó la crispada mano a la frente. Necesitaba arañar algo.
Iba sin duda a reproducirse la crisis de furor. Pero la voz misteriosa debió hablar otra vez bajo el cráneo y la mano cayó desmayada a lo largo del tronco chocando con un objeto duro.
Baselga palpó instintivamente el objeto que había detenido su mano y sacó del bolsillo derecho del chaleco la pequeña y brillante pistola que había tomado en su casa a ruegos del padre Claudio.
Como si el brillo de los niquelados cañones le produjera un principio de hipnotismo, estuvo mirándola fijamente bastante tiempo. Su frente se contraía como si en el interior le punzara algún terrible pensamiento; sonrió dos o tres veces con frialdad y su voz murmuró muy quedamente:
—¡Y por qué no!…
Movió la pistola, levantó su gatillo, miró las dos negras bocas de sus cañones, siempre con la misma sonrisa de frialdad, pero de repente hizo un movimiento de sorpresa horrible, como el que despierta al borde de un precipicio y se apresuró a dejar la terrible arma sobre la mesa.
Había hablado otra vez su buen sentido y comprendía la terrible revelación que encerraba aquel hallazgo.
—Quieren mi muerte —pensaba—, por eso el padre Claudio mostraba tanto empeño en que me llevara la pistola. Él sabía bien adonde me conducían.
Y el conde se prometía mentalmente no dar gusto a sus enemigos. ¿Querían su muerte? Pues bien, él viviría, él haría esfuerzos por conservarse sano y recobrar su libertad, él probaría que su razón no estaba enferma y que tenía derecho a salir de allí y en cuanto saliera… El conde miraba otra vez fijamente la pistola; pero era apreciando lo bien alojadas que estarían sus dos balas en la cabeza del padre Claudio.
La esperanza de vengarse algún día de su miserable enemigo, tranquilizó al conde devolviéndole su perdida calma; pero una mirada que lanzó a las robustas rejas y a la puerta, le hizo caer bruscamente en la terrible realidad.
¿Cuándo saldría de allí? Los médicos serían tan duros e inexorables como aquel hierro y aquella madera; en vano pugnaría él por hacerles comprender que su razón estaba sana y que era víctima de una maquinación infame, los médicos estaban prevenidos contra él, tenían el prejuicio de que él se hallaba falto de razón y cuantos esfuerzos intentase para convencerlos de su verdadero estado, serían tan infructuosos como las tremendas acometidas que había dado a la robusta puerta. Además, ¿los encargados de aquel establecimiento, aquel doctor Zarzoso que tan antipático le resultaba, no podían ser agentes del terrible jesuita que despreciarían sus alardes de razón y eternamente le tendrían por loco?
—¡Dios mío! —seguiría diciéndose el conde—, ¡qué infierno en el porvenir! Hay para volverse loco de veras.
No había salvación. Dentro de un momento llegaría el antipático sabio ¿y qué? Le escucharía con atención, sonreiría como lo había hecho el loquero al oír que le era necesario salir de allí, y después lo enviaría a una miserable celda donde agonizaría años y años acompañado siempre por aquel diabólico griterío de la locura que le crispaba los nervios.
No; un hombre como él, un Baselga, no había nacido para morir de tal modo. Sabría salir del mundo más dignamente. Y dentro de su cráneo seguía bailoteando el mismo pensamiento.
—¿Y por qué no? ¡Y por qué no!
El conde avanzó hacia la mesa poniendo su mano sobre la pistola. El frío del brillante acero le produjo el efecto de una ducha.
El siniestro pensamiento se desvaneció, su inteligencia pareció despejarse y nuevas ideas vinieron a tocar su cerebro con consoladora caricia.
Él no podía morir. Tenía en el mundo dos seres que necesitaban de su apoyo y estaba en el deber de luchar para recobrar la libertad y correr a su lado.
Además un arranque de altivez le daba fuerzas. Matarse era dar gusto a sus enemigos, a aquel diabólico padre Claudio que casi había puesto la pistola en su mano y él no quería pasar por un imbécil capaz de vivir o perecer a capricho de la voluntad ajena.
Viviría, así se lo exigía su altivez y su instinto de padre; tendría fuerzas para resistir el infortunio. Y halagado por estas decisiones que le fortalecían, permaneció derecho, inmóvil y con la mano puesta en la pistola, sin pensar en nada, invadido por una dulce somnolencia.
El silencio que le rodeaba quedó turbado repentinamente. Otra vez el griterío irritante de los locos, pero en esta ocasión había uno cuyos rugidos, que parecían imposibles para una garganta humana sobresalían sobre las voces y las carcajadas de los demás.
Baselga sonrióse tristemente. Otro que estaba como él mismo momentos antes, y con curiosidad oía aquel rugido tan atentamente como si se mirara a un espejo para apreciar su rostro.
Aquello trastornaba al conde, le producía honda pena. ¡A cuán bajo nivel puede la desgracia hacer descender a un hombre! ¡Y pensar que él hacia poco rato había gritado así y que tal vez a la menor contrariedad o apreciando todo su infortunio, volviera a caer en la brutal irracionalidad!
El conde sentía miedo y como si la imaginación se complaciera en asustarle, le desarrollaba el porvenir con toda su horripilante lobreguez.
Pronto tendría él por vecinos a aquellos infelices. Como ellos gritaría, golpearía su cuerpo, por más cuidadosos que con él fueran los guardianes iría siempre cubierto de andrajos como ahora estaba, pues su traje aparecía ya despedazado por varias partes, las plagas de una miseria irracional se cebarían en él, languidecería e iría muriendo lentamente y la razón se anularía del mismo modo gradualmente extinguiéndose hasta en su última chispa.
No, aquello no llegaría a sucederle; él sabría evitar tanta degradación, tan horrible miseria.
Y aquella idea persistente y diabólica que parecía estar clavada en su cerebro, seguía gritando dentro del cráneo:
—¡Cobarde! Atrévete… ¡Y por qué no! ¡Por qué no!
¿Por qué? Porque no quería proporcionar a sus enemigos el placer de su muerte; porque tenía en el mundo dos seres inocentes a quienes velar…, Pero ¡Dios mío! ¡Qué lucha tan terrible!
Apenas pensaba esto, la funesta idea se revolvía indignada echándole en cara su cobardía, y pintándole el porvenir con los más sombríos colores. ¡Y qué si vivía!, ¿evitaría con esto el permanecer hasta el instante de su muerte encerrado en aquella casa sumido en una horrible degradación y convirtiéndose en loco lentamente por el contagio moral con los otros enajenados? ¿Acaso conservando su vida podría acudir en auxilio de sus hijos?
Sus enemigos habían sido más hábiles que él y le habían matado moralmente. Ya que su razón había muerto, ¿por qué no anular aquella mísera envoltura, aquel cuerpo destinado a rugir poseído de delirante indignación y a agitarse con las más violentas convulsiones?
El diabólico pensamiento seguía aconsejándole al par que le inspiraba tales reflexiones.
Había que apresurarse si quería aprovechar la ocasión. No tardaría en llegar el doctor Zarzoso; le someterían entonces a un registro antes de llevarlo a la nueva celda; le quitarían su pistola y con ella toda esperanza de eterna emancipación: si quería matarse tendría que estrellar su cabeza contra la pared.
Baselga pensaba en la muerte con una calma sobrehumana. Él mismo sentía asombro ante aquella tranquilidad absoluta que le poseía.
—Atrévete; éste es el momento. No vaciles porque después será tarde.
El conde se sorprendió hablando en alta voz:
—Acabemos —murmuraba—. Sufro mucho.
Y su imaginación se recreaba en considerar la calma absoluta, el descanso eterno que le aguardaba en la tumba. Un supremo egoísmo le embargaba, y el recuerdo de sus hijos, era ya para él un grupo de pálidas figuras sin contorno ni expresión que no lograba conmoverle.
A morir, a sumirse para siempre en la densa sombra de la nada. Allí no habían repugnantes traiciones, ni padre Claudio alguno.
El conde, como si despertara de un sueño, se vio con la pistola en la mano, y el índice en el gatillo.
Experimentó una ligera sorpresa. ¿Qué iba a hacer?… ¡Ah!, sí. Iba a matarse y no se arrepentía de su decisión.
Lanzó una mirada a su traje desgarrado y le pareció contemplarse, demacrado, miserable y roto tal como estaría al poco tiempo de permanecer en aquella casa. El pasado acudió a su memoria y recordó a aquel conde de Baselga, elegante palaciego y adorado de las damas. ¿Podía tal hombre morir de un modo tan miserable? Seguramente que no. A librarse, pues, del peligro, a demostrar que en el trance supremo sabía salir del mundo con toda la maestría de un actor que conoce el medio de desaparecer dignamente de la escena.
Baselga miró a una de las rejas. Sufría ya alucinaciones y le parecía que algo negro había cruzado volando por delante de ella. Tal vez la sotana del padre Claudio.
—¡Adiós canalla! Hiciste bien en darme la pistola. Es el ultimo favor que te debo.
El conde apoyó la pistola en el pecho buscando el sitio del corazón. Oprimió el gatillo y recibió un golpe violento que le hizo caer, aunque con gran extrañeza no oyó detonación alguna.
Había quedado de rodillas agarrado con una mano al borde de la mesa, y miraba a su alrededor con ojos asombrados, pareciéndole que toda la habitación tenía otro aspecto.
La pistola había caído al suelo, y él murmuraba con rabia:
—¡Maldita pistola! Ha fallado el tiro.
Pero su pecho y su mano derecha estaban cubiertos de sangre caliente que escurriéndose a lo largo del cuerpo, caía sobre el pavimento.
A sus oídos llegaban un tropel de apresurados pasos y el chirrido de una cerradura.
—¡Vienen, vienen!
Y Baselga, alarmado, buscó a tientas la pistola que estaba en el suelo, e hizo un esfuerzo supremo para montar el gatillo.
Apoyó el segundo cañón en la sien, en el mismo instante que la puerta se abría y entraban en la sala muchos hombres alarmados por la detonación.
El conde apretó el gatillo y le pareció reconocer entre los que avanzaban sobre él despavoridos, al sabio que tan antipático le era al doctor Zarzoso, cuya visita esperaban en el manicomio.
Esta vez tampoco oyó el infeliz ruido alguno, pero recibió en la cabeza un golpe tan anonadador como si la casa entera hubiese caído sobre su cráneo.
Sintió lo mismo que si le arrebatasen, arrojándolo en una inmensidad de negrura vibrante en la que danzaban como chispas de una colosal fragua, millones de millones de puntos luminosos.
Pero aún tuvo fuerzas para hacer subir a sus labios una sonrisa de amarga ironía y murmurar de modo que lo oyeran todos aquellos hombres consternados que le rodeaban:
—Ya tengo bastante.
Aquella tarde la baronesa se había mostrado muy complaciente y amable con su hermana. Le había dirigido alegres palabras acariciando bondadosamente sus cabellos y le había prometido concederle alguna libertad mientras el papá estuviera de viaje.
Ignoraba Enriqueta cuál era la suerte de su padre, y cuando a la hora de comer mostró extrañeza por su ausencia, la baronesa y el padre Claudio, que a la vuelta de su visita a Palacio había sido invitado por doña Fernanda a quedarse a hacer penitencia le dijeron que el conde había salido muy de mañana para un viaje en el que estaría algún tiempo.
Enriqueta se lamentó de la inesperada marcha de su padre por cuanto le impedía la asistencia a algunas fiestas aristocráticas que habían de verificarse en aquella semana, pero la amabilidad de la baronesa y la jocosidad del padre Claudio y del padre Felipe, que llegó a la hora de los postres, la resarcieron algún tanto de la contrariedad sufrida.
—Hoy estás libre —le dijo la baronesa—, si no quieres dedicarte a la oración o al trabajo, puedes hacer lo que gustes. Ves, si quieres, a asomarte al balcón, te doy permiso. Mañana ya saldremos de paseo.
Enriqueta se apresuró a aprovecharse del permiso y salió del comedor sin ver cómo su hermana miraba con dramática tristeza a los dos jesuitas y murmuraba:
—¡Pobrecilla! ¡Si ella supiera lo que sucede!
De pie, tras los cristales del balcón que daba luz al gabinete contiguo al salón de la baronesa, permaneció Enriqueta toda la tarde entreteniéndose en contemplar la incesante circulación de los transeúntes y los coches que bajaban la calle al paso tardo de sus huesudos caballos y llevando en el pescante, con toda la prosopopeya de un dios, al cochero de nariz vinosa envuelto en su capa remendada.
A la hora de permanecer en aquel sitio, Enriqueta oyó en el salón cercano las voces de su hermana y del padre Felipe.
El padre Claudio se había ido ya, llamado sin duda por sus apremiantes ocupaciones, y la baronesa y su director espiritual se entregaban a sus diarias conferencias.
La puerta que comunicaba con el gabinete estaba cerrada.
Enriqueta no era curiosa y además presentía algo del significado de aquellas relaciones espirituales, y su delicadeza y pudor la alejaban de ellas.
La joven no era de carácter inocente, no sentía esa curiosidad maliciosa y malsana que es patrimonio de ciertos temperamentos juveniles; pero no por esto ignoraba la existencia de ese sagrado misterio productor de la vida que las más de las veces degenera en vicio.
Sólo en ciertas novelas aparecen jóvenes de sublime candor ignorantes del amor sexual; en la vida real y más aún en las elevadas capas sociales es imposible encontrar tan prodigiosa inocencia.
Enriqueta era una joven igual a todas. No experimentaba ninguna curiosidad, ni sentía deseos de hacer penetrar su pensamiento en las oscuridades del vicio, pero había visitado demasiado los salones, había tratado con cariñosa intimidad a jóvenes de su clase, educadas más libremente y sabedoras de cuanto en el mundo pasa, y comprendía ahora cosas que hasta poco antes le resultaban indescifrables misterios.
Adivinaba el significado de aquella intimidad entre su hermana y el robusto jesuita, presentía la forma de aquellas conferencias que tanto daban que hablar a la servidumbre, pero no quería conocer de cerca tales suciedades.
Experimentaba náuseas al pensar en aquellas relaciones que ya se habían hecho públicas y que eran comentadas en los corrillos de murmuración que las damas ya venerables formaban en los salones aristocráticos.
La curiosidad de Enriqueta permanecía alejada de tales relaciones que presentía sin sentir deseo de conocerlas de cerca, al igual de ciertas damas que al saber las miserias del pobre se compadecen de ellas, pero no van a buscarlo a su vivienda por miedo a mancharse el vestido de seda.
La joven tenía el egoísmo de la castidad y no quería ponerla en peligro, atisbando cosas de las que le habían enseñado a huir.
Por esto hacía caso omiso de aquella escena que indudablemente se estaba desarrollando en el salón, y seguía de pie tras los cristales contemplando el movimiento de transeúntes en la gran calle.
Aquello constituía para ella una gran distracción. Contemplaba con simpatía a las personas de porte franco y atrayente; reíase de otros de aspecto ridículo, entreteniéndose en buscar en su imaginación apodos que les cuadrasen; y seguía con mirada cariñosa a los niños, que cogidos de las faldas de sus madres, andaban con paso vacilante contoneándose con la timidez graciosa del polluelo al romper el cascarón.
Enriqueta, fijando sus ojos en la acera de enfrente, recordaba a Esteban Álvarez, que tantos días había invertido en pasear por ella esperando siempre una mirada furtiva, promesa futura de felicidad.
La joven se sentía invadida por una dulce tristeza. ¿Qué sería ahora de Esteban?
Hacía ya mucho tiempo que nada sabía de él. Desde el día en que su padre le hizo prometer que olvidaría para siempre su amor, no había recibido ya ninguna carta del capitán ni cruzado con él la menor palabra.
Su padre y su hermana habían formado en torno de ella una muralla infranqueable sobre la que se estrellaban todos los esfuerzos que hacía el capitán por protestar amorosamente contra aquel inesperado rompimiento.
Varias veces al ir con el conde al teatro o a una fiesta del gran mundo, bajando de su coche, había visto a Esteban entre la gente lanzándole una mirada interrogante mezcla de amor y de reproche, pero la joven herida por la vergüenza y el remordimiento, ruborosa con el recuerdo de la ingratitud con que había tratado a aquel hombre, bajó siempre la cabeza y escudándose en su padre huyó ligera.
Después de la vigilancia de la baronesa y la promesa hecha al padre Claudio al pie del confesonario, y en un momento de exaltación mística, la habían alejado moralmente más aún de su antiguo amor.
Pero en aquella tarde, por un fenómeno de su alma, sentía renacer con fuerza su antigua pasión y gozaba recordando todas las dulzuras experimentadas en las gratas mañanas del Retiro, cuando en vez de encontrarse bajo la irritante vigilancia de la baronesa estaba bajo la protección de la cariñosa y condescendiente Tomasa.
Enriqueta estaba arrepentida de su debilidad y se lamentaba de haber cedido por cariño a las indicaciones de su padre, y por terror a las del padre Claudio, perdiendo para siempre aquella pasión que tan feliz la hacía.
¿Quién sabe lo que a aquellas horas haría el capitán Álvarez? Tal vez la hubiese olvidado en vista de aquella carta cruel que ella le envió y hasta bien pudiera ser que ahora amase a otra joven más fiel y que supiera defender mejor su cariño.
Enriqueta pensando en esto, ya no miraba a la calle y de espaldas a los vidrios mirando al oscuro fondo del gabinete lloraba silenciosamente.
Ya no se oía ningún rumor en el salón inmediato. El padre Felipe acababa de irse, y la baronesa no tardaría en llamarla para decirle que se vistiera con objeto de ir como todos las tardes a las Cuarenta-Horas.
Esperando la joven que de un momento a otro se presentase su hermana en el gabinete, secábase ya apresuradamente las lágrimas y hacía esfuerzos para recobrar su serenidad, cuando un carruaje que apresuradamente bajaba la calle produciendo gran estrépito, paró repentinamente en el centro de la vía frente a la misma puerta de la casa.
Enriqueta miró y vio bajar de una berlina de alquiler al padre Claudio que entregando una moneda al cochero atravesó con gran prisa la calle y entró en la casa. La joven respiró con satisfacción. Aquella visita era muy oportuna, pues la libraba a ella del pesado tormento de fingir una completa tranquilidad ante los sagaces ojos de su hermana.
Comenzaba la caída de la tarde. En las calles los últimos rayos del sol doraban las puntas de las chimeneas de los tejados fronterizos, pero en las habitaciones se iba extendiendo esa penumbra de los rápidos crepúsculos del invierno.
Oyó Enriqueta cómo entraba en el salón el poderoso jesuita y casi al mismo tiempo, en la barnizada madera de la puerta cubierta en parte por los cortinajes surgió un punto de luz. Era que acababan de encender la lámpara del salón, cuyas ventanas cargadas de pesadas cortinas apenas si a mediodía dejaban pasar una semi luz que envolvía la vasta pieza de una claridad mística.
A los oídos de la joven llegó el eco de la voz del jesuita aunque sus palabras no podían determinarse, y prefiriendo volver a abismarse en sus recuerdos, apoyó su rostro en los cristales que producían una grata sensación de frescura en sus mejillas abrasadas por el llanto.
Un grito estridente, agudo, que punzaba los oídos, vino a sacarla de su abstracción.
Era Fernanda quien había gritado. ¿Qué sería aquello?
Y Enriqueta, conmovida por aquel grito que parecía haberle arañado en lo más hondo del pecho, se retiró del balcón y quedó indecisa en el centro del gabinete no sabiendo si ir a buscar la otra puerta para entrar en el salón o escuchar tras la que tenía más cerca y que estaba cerrada.
Al fin se decidió por lo último y aplicó un ojo a la luminosa cerradura.
Desde allí no veía al jesuita, pero distinguía bien a su hermana que, sentada en una butaca y con la cara hacia la puerta que ocultaba a Enriqueta, parecía víctima de un terrible espasmo.
Tenía impresa en el rostro una expresión de inmenso terror; sus ojos miraban con el mismo espanto que si contemplaran una visión horrible y todo su cuerpo estaba agitado por una nerviosa conmoción.
Enriqueta sintió miedo, y tal vez por esto se apresuró a retirarse del ojo de la cerradura, pero apenas se vio en el centro del gabinete, volvió a dominarla la curiosidad y entonces aplicó una oreja al luminoso agujero.
Estaba hablando el padre Claudio y en el timbre de su voz siempre tan seguro, demostraba ahora gran agitación.
—Pero ¡Dios mío!, cálmate Fernanda; no te entregues de tal modo a la desesperación. Piensa que si no sabes dominarte, te va a dar algún accidente y entonces el efecto será fatal, pues tu hermana, esa pobre niña, sabrá lo que por caridad debemos ocultarle. Yo te creía más fuerte y de saber que carecías de serenidad no te hubiese dado tan pronto la noticia. Vamos, llora, ¡llora que tal vez las lágrimas desahoguen tu pecho! No te detengas hija mía; sobre todo que Enriqueta no se entere de lo que pasa.
Enriqueta sentía tanto temor como curiosidad. ¿Qué noticia tan siniestra era aquello?
—¡Ay, padre mío! —dijo por fin la baronesa dando un suspiro ruidoso, que tenía mucho del estampido del tapón al saltar con el empuje de los oprimidos gases, e inmediatamente comenzó a llorar, acompañando su llanto con un hipo doloroso.
El padre Claudio nada decía. Esperaba sin duda para hablar que pasara el primer ímpetu de dolor en la baronesa.
Transcurrieron algunos minutos, que fueron para Enriqueta verdaderos siglos de angustia. Su curiosidad, tan vivamente despertada, se agitaba con el ansia de conocer aquel misterio.
Por fin la baronesa pareció calmarse y preguntó al jesuita con acento quejumbroso:
—¿Cuándo ocurrió la desgracia?
—Esta mañana, a las once. El conde, según dicen los empleados, al comprender que había sido encerrado en un manicomio, se entregó a un acceso de violenta locura, golpeándose e intentando derribar la puerta.
—¡Ay!, ¡pobre padre mío! —gritó la baronesa.
—¡Chist! Más bajo, hija mía. No grites tanto; piensa que puede oírte tu hermana.
Doña Fernanda reanudó su llanto silenciosamente, y el jesuita, después de una larga pausa, siguió hablando:
—Los empleados del manicomio oían desde fuera el estrépito que el conde producía derribando los muebles, golpeando la puerta y revolcándose en el suelo. Cuando se restableció el silencio, creyeron que el conde descansaba de su fatigosa ejecución; pero el estampido de un tiro vino a hacerles conocer la terrible verdad.
Se detuvo el padre Claudio como si se gozara en apreciar el efecto que producían sus palabras.
—Entraron inmediatamente en la habitación y vieron al conde de rodillas, con el pecho cubierto de sangre y una pistola en la mano. Por pronto que acudieron a quitarle el arma de la mano, ya tu padre se había disparado un segundo tiro en la sien y moría con la sonrisa en los labios, diciendo que ya tenía bastante. Ha sido una catástrofe horrible. Mira si el personal del manicomio quedaría impresionado, que hasta algunas horas después no ha pensado en noticiar el hecho. El doctor Zarzoso está aturdido por la desgracia, y cuando vino con Peláez a mi casa a participarme la fatal noticia, dijo que se consideraba falto de fuerzas para venir a relatarte lo ocurrido.
El padre Claudio cesó de hablar y lanzó en derredor una mirada de alarma. La baronesa notó aquella impresión.
—¡Eh!, ¿qué es eso, reverendo padre?
—Creía haber oído algo así como un suspiro o un lamento lejano.
La baronesa puso igualmente atención y los dos quedaron por algunos instantes silenciosos y aguzando el oído.
—No ha sido nada, reverendo padre. Alguna ilusión de sus sentidos. Estas catástrofes conmueven de tal modo, que hasta hacen ver visiones.
Enriqueta había oído perfectamente la terrible relación. Nunca se había imaginado que fuese ella capaz de tanto valor.
Era un verdadero golpe mortal saber de repente que aquel padre al que amaba con toda la fuerza de una pasión reciente y al que creía de viaje, acababa de morir en el fondo de un manicomio, habiendo sido antes despojado de su razón; pero a pesar de lo abrumadora que era la noticia, la recibió con valor, y ella, que se conmovía profundamente con la más pequeña desgracia, resistió con hercúlea firmeza la inmensa pesadumbre que caía sobre su corazón.
Aquella noticia, tal vez por su misma inmensidad dolorosa, no la conmovió tanto como era de esperar. Parecía que su inteligencia se negaba a creer aquella catástrofe tan inesperada como terrible.
Un rudo golpe en el corazón y una rápida y creciente debilidad en las piernas fueron todos los efectos físicos que en ella produjo la noticia en el primer momento. Pero después sus pulmones parecieron contraerse, agarrotados por una mano de hierro, le faltó aire que respirar y un gemido sordo fue subiendo y subiendo lentamente a lo largo de su garganta, saliendo al fin amortiguado de sus labios con la triste entonación del balido del inocente cordero cuando se ve próximo al sacrificio.
Aquello fue lo que oyó el padre Claudio.
Los oídos de la joven zumbaban, su cráneo parecía comprimido por un aro de hierro y sintió que el suelo la atraía y que sus piernas negábanse a sostenerla. Pero la alarma del jesuita y de la baronesa que habían quedado silenciosos y en acecho y un arranque propio de su carácter que tenía en ciertos momentos toda la inflexible energía del de su padre, la hizo sostenerse con un valor impropio de su edad y su sexo. ¡Qué! ¿Iba ella a desmayarse como una necia? ¿Iba a imitar a las damas del teatro que siempre caen desvanecidas al suelo en las circunstancias más críticas y en que más necesaria es su presencia de ánimo? No; ella escucharía ahora, y después daría rienda suelta a su dolor llorando al conde cuanto quisiera. Ahora lo importante era enterarse de aquella conversación que le revelaba desgracias inesperadas. ¡Su padre en un manicomio! ¿Cómo podía ser aquello?
Y sostenida por tal decisión siguió con el oído aplicado a la cerradura, haciendo esfuerzos por contener sus suspiros y librarse de aquella dolorosa angustia que hacía temblar sus piernas.
Resultaba sublime la energía de aquella joven hermosa y delicada. El carácter de Baselga estaba en ella así como en su hermanastra, la baronesa, sobrevivía el espíritu de Pepita Carrillo.
Cuando doña Fernanda y el jesuita se hubieron convencido de que no les espiaba nadie, continuaron su conversación.
La baronesa, repuesta ya de la emoción que le había producido el suicidio de Baselga, parecía más consolada. Su dolor era más bien hijo de la sorpresa que de un verdadero sentimiento. El padre Claudio sabía bien hasta dónde llegaba el afecto que doña Fernanda profesaba a su padre.
La baronesa sentía ya más curiosidad que dolor. Por esto se apresuró a continuar la conversación.
—Pero, padre mío, me resulta muy extraño el triste fin de mi padre. ¿Cómo pudo proporcionarse la pistola con que se dio muerte?
—Esto es lo que yo mismo me pregunto y lo que produce gran extrañeza en los empleados del manicomio. Nadie sabe cómo llegó a sus manos dicha arma, y lo más natural es creer que él la llevaba en el bolsillo siempre y que al hallarla después de su acceso de furor pensó utilizarla suicidándose. Era una pistola pequeña.
—Me parece haberla visto varias veces en la mesa de su despacho.
—Ha sido una gran desgracia que la llevara al ir al manicomio. ¡Si yo hubiera podido pensar esta mañana que la tenía en sus bolsillos, me hubiera apresurado a quitársela con cualquier pretexto!… ¡Oh, Dios mió! ¡Qué desgracia tan terrible! ¡Cómo nos aflige el Señor cuando menos lo esperamos!
La baronesa creyó del caso volver a sus gimoteos, aunque esta vez no fueron tan naturales y espontáneos como antes.
Enriqueta seguía escuchando.
La emoción que aquellas palabras le producían no podía compararse a la que le hizo experimentar la primera noticia que fue la más fatal; pero servían para exacerbar su dolor detallando el trágico fin de su padre.
El curso que tomó la conversación entre el jesuita y la baronesa, aún excitó más su curiosidad.
—¡Ha sido muy grande esta desgracia, hija mía! —continuaba el padre Claudio—. Pero no por esto debemos rebelarnos contra Dios, que todo lo dispone y lo dirige; cuando da a una de sus criaturas tan triste destino, sabe bien por qué lo hace. Llora la muerte de tu padre, ya que para un dolor tan justo y natural no son útiles los humanos consuelos; pero no olvides que Dios saca siempre el bien del mal, la felicidad de la desgracia, y que tal vez ha dispuesto esta catástrofe para facilitar los planes que tú ya conoces y que son para mayor gloria del Señor.
—¡Ah! ¡Nuestros planes!… —dijo la baronesa con aire de distracción.
—Sí, nuestros planes, hija mía, nuestros planes, que tú, sumida en tu dolor, pareces haber olvidado. ¿Acaso ya no piensas en que tu hermana abrace la vida religiosa?
—Nunca he desistido de ello.
—Pues por esto digo que tal vez esa desgracia que hoy nos aflige, sea para nuestro bien. ¿No recuerdas de qué modo tan terco se oponía tu padre a que Enriqueta fuese monja?
—Sí, era inflexible en este punto, y con tal de que mi hermana no entrase en un convento, prefería lanzarla al gran mundo y pasearla por esos salones donde sólo se aprenden pecados.
—Debemos llorar la muerte del conde, mas no por esto hemos de dejar olvidado nuestro asunto que tanto interesa a Dios. Es preciso que aprovechemos los momentos y que decidamos a Enriqueta a que entre en el convento. Tal vez la reciente desgracia contribuya a alejarla del mundo para siempre; además, tenemos la promesa que me hizo en confesión y de la que ya te hablé.
—Sí, padre mío. Es preciso que aprovechemos la ocasión y decidamos a Enriqueta a que abrace el estado religioso. Yo me comprometo a alcanzar su definitivo consentimiento dentro de pocos días.
—No creo que ella presente gran resistencia.
—Creo que así será. Pero aunque se resistiera… ¿Acaso no mando yo en ella? ¿No soy su segunda madre?
Y la baronesa decía estas palabras en son de amenaza, dando a entender de lo que era capaz para domar una voluntad rebelde.
—Seguramente —dijo el jesuita— lograremos ver realizados nuestros planes. Ya no tenemos obstáculos. Convéncete, hija mía, de que aún tendremos que dar gracias a Dios por haber dispuesto de un modo tan trágico de la vida del conde.
Enriqueta ya no oyó más.
Adivinaba en aquella conversación algo que le causaba inmenso terror. El extraño e inesperado fin de su padre hacíala pensar si éste sería obra de una traición premeditada. En su cerebro surgía y se agrandaba la sospecha de que el padre Claudio podía tener su parte en aquella catástrofe.
Las palabras amenazantes y proféticas que había pronunciado al confesarla en la Colegiata de San Isidro, renacían en su memoria como pruebas acusadoras contra el poderoso jesuita. Recordaba aquella afirmación de que los poderes celestiales anulaban a todos cuantos se oponían a su voluntad, asegurando que el conde sería castigado si se negaba a permitir que su hija entrara en un convento.
Enriqueta, envuelta en las sombras crepusculares que habían invadido el gabinete, sentía miedo. No creía que el padre Claudio hubiera influido directamente en el triste fin del conde, pero se imaginaba ya al jesuita como un ser terriblemente poderoso y sobrenatural que sólo necesitaba mirar con indignación a una persona y desearle la muerte para que inmediatamente la fatalidad acudiese en su auxilio exterminando al ser odiado.
La oscuridad que rodeaba a la joven, el lúgubre silencio de aquel gabinete solamente interrumpido por el rodar de algún carruaje que con su estrépito conmovía sordamente las paredes, las lúgubres imágenes que en su cerebro evocaba aquella terrible revelación y el desfallecimiento creciente que de su cuerpo se apoderaba y que aún hacía mayor el miedo, obligaron a Enriqueta a salir de allí.
Temblorosa, con paso vacilante y casi sin darse cuenta de lo que hacía, salió del gabinete la joven con dirección a su cuarto evitando el tropezar con los muebles.
El jesuita y la baronesa seguían hablando de la vocación religiosa de Enriqueta y del entusiasmo místico de su hermano Ricardo, que prometía ser un excelente soldado de la Compañía de Jesús.
Cuando la joven llegó a tientas a su cuarto, sin darse cuenta exacta de lo que hacía encendió una bujía y cerró con llave la puerta.
Después, desalentada, inerte y como si la vida se escapara de su cuerpo, dejóse caer como un cadáver sobre su blanco lecho.
Un suspiro angustioso levantó su pecho y rompió por fin a llorar. Tenía necesidad su espantoso dolor, tan firmemente detenido, de tal desahogo físico y por esto Enriqueta permaneció más de una hora inerte, sin pensar en nada ni dar otras muestras de vida que aquel llanto incesante y sin término que parecía una verdadera fuente de lágrimas.
Pasó mucho tiempo antes de que Enriqueta, algo aliviada de aquel dolor que le producía una angustia asfixiante, se diera cuenta de dónde estaba.
Cuando pudo reflexionar y su razón ya fría y despejada recordó cuál era la desgracia que la había sumido en tal postración, su dolor volvió a renacer aunque más punzante y vivo.
Se sentía anonadada por aquella desgracia inmensa y pensaba en su padre con la misma viveza de pasión que si se tratara de un amante. Había conocido demasiado tarde el verdadero carácter de aquel hombre tan adusto exteriormente como cariñoso y tierno en la intimidad, y esto contribuía a aumentar su desesperación. ¡Morir cuando ella casi acababa de encontrar en un ser, misantrópico y terrible, un verdadero padre!…
Enriqueta, con la mirada fija en la pared y siguiendo la inquieta danza de sombras que arrojaba sobre ella la vacilante luz de la bujía, permaneció mucho tiempo con todo el aspecto de una sonámbula.
Un ruido que resonó en todo el cuarto la sacó de su ensimismamiento.
Llamaban a la cerrada puerta y la voz de la baronesa preguntaba:
—¡Enriqueta!, ¡niña mía! ¿Qué haces? ¿Estás enferma?
La joven dudó en contestar, pero por fin, siguiendo instintivamente el hábito de disimular y mentir que había inspirado aquella educación monjil, contestó:
—Me encuentro bien. Déjame tranquila, Fernanda. Estoy rezando.
—Bueno pues reza. Ya nos veremos a la hora de cenar.
Alejose la baronesa y Enriqueta continuó en la misma posición y con la mirada fija en la pared.
La presencia de su hermana había cambiado repentinamente el curso de sus pensamientos y ahora su actual situación se le aparecía con terrible claridad.
Sin el poderoso apoyo que encontraba en su padre, sometida por completo a la voluntad de su irascible hermana, iban a obligarla a que entrase en un convento y serían infructuosos cuantos esfuerzos hiciese por resistirse. Ella no quería ser monja. La elocuencia artificiosa del padre Claudio la había arrastrado en un momento a prometer que entraría en el claustro; pero ahora no estaba dispuesta a tal suicidio.
Además, sin que ella pudiera explicarse el porqué, sentía gran repugnancia al pensar en la baronesa y su director el jesuita. Parecíanle dos miserables de la peor especie, y aun cuando no tenía ninguna prueba, empeñábase en considerarlos como los autores del trágico fin de su padre, como los que le habían empujado a acabar de un modo tan horrible con su vida.
El hallarse su padre encerrado en un manicomio en el instante de morir producíale grandes reflexiones. ¿Qué locura era la suya? ¿Cómo ella que vivía al lado de su padre no se había apercibido de nada? ¿No podía ser todo el resultado de una diabólica maquinación de Fernanda que nunca había querido a su padre? ¿Y por qué aquel empeño tan tenaz de procurar su salvación eterna, metiéndola en un convento? Enriqueta, atropelladamente y sin la menor hilación, hacíase todas estas preguntas, y aunque a ninguna de ellas sabía responderse satisfactoriamente, en el fondo de su pensamiento siempre quedaba latente la sospecha de que allí mismo, en aquella casa estaba la verdadera causa de todas las desventuras que caían sobre la familia.
El porvenir aparecíase a la joven sombrío y execrable. Ella podría resistirse a los mandatos de su hermana, podría negarse tenazmente a obedecerla y a entrar en un convento, pero su vida sería un verdadero infierno y tendría que sufrir toda clase de castigos. Recordaba aquella escena violenta ocurrida el día en que la baronesa descubrió su correspondencia amorosa con el capitán Álvarez, y aún le parecía sentir en su rostro el escozor de los golpes de su fiera hermana.
Aquella beata, era capaz de todo cuando su voluntad encontraba obstáculos.
Estremecíase de terror al pensar en su porvenir de huérfana sometida a la autoridad de una hermanastra que siempre la había odiado.
Lo futuro se le aparecía como un mar de sombrías ondas poblado de horribles monstruos; pero sobre aquellas aguas oscuras, infectas y mugiente, su imaginación le hacía ver una isla de luz en la cual erguíase la figura de un ser amado, del único protector que le quedaba y que estaba aguardándola con los brazos abiertos.
Ella podía llegar allí. Todo consistía en un esfuerzo supremo. Bastaba un momento de decisión para salir del lóbrego mar de su existencia futura y poner el pie en aquella isla de esperanza.
Permaneció Enriqueta mucho tiempo sentada en su lecho y con la cabeza inclinada, entregándose a una lucha interna y tempestuosa que agitaba su pensamiento de un modo horrible.
Varias veces se levantó con la expresión del que adopta una resolución desesperada, y otras tantas volvió a arrojarse en el lecho, pálida, desalentada y mirando con terror a todas partes como asustada de sus propios pensamientos y de algún poder oculto que la retenía prisionera en aquella habitación.
Por fin, levantó la cabeza con arrogancia como si desafiara a ocultos escrúpulos que la martirizaban, y plantándose en el centro de la habitación, miró en derredor como si fuera a hablar con las sombras de los rincones.
—Me iré;, me iré —murmuró—, ¿por qué he de quedarme aquí? ¿Tengo a alguien que me quiera?
Y lentamente, sin precipitación ni alarma, sacó de su ropero un vestido negro y se lo puso. Echose a la cabeza una mantilla de tupido velo, colocó éste sobre su rostro y abrió con precaución la puerta, evitando el chirrido de la cerradura.
Deslizose por las oscuras habitaciones tan silenciosamente como una sombra, y al pasar cerca de un gabinete escuchó la voz de la baronesa que hablaba con toda la servidumbre, dándole instrucciones sobre el modo como debían observar el luto por la muerte del dueño de la casa, recomendándoles que por aquella noche nada dijeran a la Señorita, pues ya se encargaría ella de hacerle saber al día siguiente la fatal noticia.
En la antecámara no encontró Enriqueta a nadie, y bajando rápidamente la escalera pasó con no menor celeridad por delante de la portería, en cuyo interior el obeso conserje estaba muy ensimismado leyendo un folletín de Las Novedades.
Cuando la joven puso sus pies en la acera lanzó un suspiro de satisfacción, y bajando más aún su velo sobre el rostro, se alejó calle arriba con rápido paso, confundiéndose entre los transeúntes.
Dos mozalbetes, que caminaban en dirección contraria, al ver a la joven enlutada detuviéronse indecisos, y riendo la siguieron por fin, marchando junto a ella y hablándole con aire de calaveras.
Poco después dieron las ocho y una berlina de alquiler que bajaba la calle con paso tardo, paró frente a la casa de Baselga.
El portero abandonó su folletín y asomó la cabeza por la puerta de su habitación, viendo cómo sobre la acera discutía por cuestión de la propina el cochero de punto con una mujerona que llevaba agarrado con ambas manos un gran saco de noche.
Cuando la mujer entró en el portal y la luz del lujoso farol le dio en el rostro, el portero la reconoció inmediatamente.
Era Tomasa, la antigua ama de llaves.
Desde las siete que el capitán Álvarez, fumando cigarrillo tras cigarrillo, estaba en su cuarto ocupado en escribir a la luz de un mezquino quinqué.
En fino papel de seda escribía con gran cuidado largas cartas que firmaba con un complicado garabato y que iban dirigidas a otros tantos nombres simbólicos sacados en su mayoría de la antigua historia romana.
Aquello olía a conspiración y los párrafos numerados que formaban aquellas cartas debían ser instrucciones dirigidas a los conjurados.
Así era, efectivamente. Álvarez, que era el secretario de la Junta Militar Revolucionaria, había recibido del general Prim, aquella misma tarde, una minuta encargándole sacase copias en la forma acostumbrada y las remitiera, por el sistema de comunicación que los conspirados habían establecido, a todos los compañeros de provincias que estaban dispuestos a desenvainar su espada contra la reacción imperante.
Álvarez cuando escribía fumaba automáticamente, sin darse cuenta del prodigioso número de cigarros que consumía; y en torno de su persona formábase una espesa nube de humo que empañaba la luz del quinqué y envolvía todos los objetos de la habitación en una vaguedad brumosa.
Nada molestaba tanto al capitán como ejercer de amanuense copiando un sinnúmero de veces las mismas palabras. Su imaginación se rebelaba contra aquella monótona y embrutecedora tarea, y como su memoria a las pocas copias retenía ya todo el contenido del original, podía entretenerse silbando y canturreando mientras la fina pluma corría diligente sobre el tenue papel.
Tenía ya escritas el capitán cerca de la mitad de las copias encargadas, cuando en la cerrada puerta del cuarto sonaron dos discretos golpes.
Álvarez levantó la cabeza con cierta alarma, instintivamente puso su mano sobre los papeles y gritó enérgicamente:
—¿Quién va?
—Soy yo, mi capitán —contestó la voz algo bronca de Perico, su asistente—. Ahí fuera le buscan a usted.
—¿Quién es?
—Una señora vestida de negro,
—¿La conoces?
—No, mi capitán. Lleva el velo echado a la cara. Dice que le es muy urgente hablar con usted.
—Déjala pasar.
Y el capitán se levantó a abrir la puerta, volviendo después a su mesa para ocultar las copias bajo un montón de libros.
—Pase usted, señora —dijo el asistente—. En esa habitación está el capitán. Cuando éste miró a la puerta vio en ella a una muchacha de gallarda figura con el rostro velado.
El nebuloso ambiente de aquella habitación parecía turbarla y permanecía inmóvil en la puerta sin atreverse a avanzar un paso.
El capitán creía ver brillar bajo aquel velo unos ojos fijos en él.
—Pase usted, señora —dijo con galante acento—. Pase usted y tome asiento. Dispense el desorden de esta habitación. Ya ve usted, en mi estado nadie es, por lo regular, un modelo de arreglo.
Y Álvarez se esforzaba en aparecer galante y ofrecía a la desconocida un sillón viejo y descosido, que era el mejor asiento que tenía en su cuarto.
Avanzó aquella mujer, y antes de sentarse, echó atrás su velo, diciendo con voz dulce y tímida:
—Soy yo.
El capitán Esteban Álvarez no supo hasta aquel momento lo que era experimentar una de esas sorpresas en que lo inverosímil se convierte en real.
Retrocedió como si se encontrara en presencia de una visión, y mirando con ojos de espanto a Enriqueta, sólo supo decir:
—¡Tú!… ¿pero eres tú?
Reinó un largo silencio. Enriqueta estaba con la vista fija en el suelo, como avergonzada de su atrevimiento, al llegar hasta allí, y el capitán la contemplaba con ansia. Después de una ausencia para él tan larga, sus ojos tenían hambre de contemplar al ser querido.
Estaba hermosa como siempre; pero la expresión dolorosa impresa en su semblante y las huellas que en éste había dejado el llanto, daban a su belleza tan esplendorosa un tinte ideal.
Los dos amantes permanecieron silenciosos. Enriqueta estaba avergonzada al verse en presencia del hombre amado, y el recuerdo de su injusto y cruel rompimiento la martirizaba ahora. El capitán se hallaba tan emocionado por aquella situación inesperada, que no sabía qué decir y parecía abstraído en la contemplación de Enriqueta.
Esta fue la que por fin rompió aquella situación embarazosa, levantándose del sillón y dirigiéndose a la puerta.
—Me voy —dijo con tímida voz.
Aquello hizo que el capitán recobrara la serenidad.
—¡Eh! ¿Qué es esto? ¿Dónde vas, Enriqueta?
Y avanzó hacia la joven, cogiendo con suavidad una de sus manos.
—Me voy, sí —continuó diciendo Enriqueta—. Veo que te molesto y que mi presencia te es embarazosa. Tal vez me hayas olvidado. Haces bien; ¡fui tan vil contigo cuando te escribí por última vez!…
Y la joven, llevándose una mano a los ojos, pugnaba por desasir la otra que cada vez oprimía más cariñosamente el capitán.
—No, ángel mío, no te irás —decía éste—. Después de tanto tiempo sin verte, ¿crees que voy a dejarte marchar hoy que apareces aquí como llovida del cielo? Vamos, reina mía sé razonable, siéntate otra vez, permanece tranquila. ¿Es posible que yo te olvide? ¡Si supieras cuánto he pensado en ti!…
Y Esteban, turbado por una dulce emoción, sin saber apenas lo que decía y dejando escapar palabras sin hilación, pero que respiraban profundo cariño, tiraba dulcemente de la mano de Enriqueta, conduciéndola al sillón en que la joven volvió a sentarse.
El capitán colocose junto a ella y estrechando sus manos entre las suyas, sintióse como embriagado por la mirada triste de la joven.
Otra vez no sabía qué decir; pero de pronto se le ocurrió pensar en lo extraña que era la aparición de Enriqueta, y se fijó en su semblante de aflicción.
—¿Pero qué te sucede, ángel mío? ¿Cómo es que has venido aquí? ¿Qué misterioso encanto es éste? Di, ¿qué te ocurre? Yo soy tu amante, tu esclavo; di lo que quieres, para qué me necesitas e inmediatamente te obedeceré.
Álvarez sentía un entusiasmo sin límites. Aquella inesperada aparición tenía mucho de novelesco y él, creyendo adivinar una aventura prodigiosa, se sentía capaz de los mayores esfuerzos y adoptaba un tono caballeresco. Todo lo había olvidado, las órdenes del general, la conspiración y la tarea que todavía le quedaba por hacer.
Enriqueta, al escuchar aquel ofrecimiento ingenuo, lanzó una dulce mirada de agradecimiento a su amante, y murmuró:
—¡Cuán bueno eres, Esteban!
—Pero di, ¿qué te sucede?
Aquella pregunta sacó a la joven de la felicidad que sentía entregándose a la contemplación de su amado, y la arrojó en la horrible realidad. Una densa palidez veló su rostro, y sollozando dijo al capitán:
—Mi padre ha muerto esta mañana.
Álvarez experimentó una terrible impresión. Todo lo esperaba menos aquello, y su asombro subió de punto cuando la joven le fue relatando que el conde había sido conducido a un manicomio y cómo ella había oído horas antes la conversación de la baronesa con el padre Claudio.
Aquella espantosa tragedia pasmaba al capitán a pesar de ser hombre incapaz de impresionarse por el terror.
Después la joven, siempre sollozando y con voz balbuciente, interrumpiéndose muchas veces y volviendo a hablar cuando el capitán se lo rogaba con cariñosas palabras, expuso la idea que la había arrastrado hasta allí.
Ella no quería ser monja. Por cariño a su padre había escrito aquella malhadada carta que produjo el rompimiento de sus relaciones amorosas y de la que tan arrepentida estaba, pero ahora que su padre no existía, ella quedaba libre de sus compromisos, no tenía ya por quien violentar su pasión ni sacrificarla, y venía a buscar su amor huyendo de su hermana y del poderoso jesuita, de aquellos seres tétricos que le causaban terror, sin poder explicarse el porqué.
Ella era una huérfana desamparada que veía su libertad en peligro y corría a ponerse bajo el amparo del único hombre que la amaba y podía protegerla.
Y al hablar así interrogaba con triste mirada al capitán, como temerosa de que aquel hombre no la amara ya y la abandonase a su triste suerte.
—¡Oh, sí!, ¡pobre Enriqueta mía! Yo te protegeré. Descuida; tu hermana y todos los jesuitas juntos no lograrán meterte en un convento; me basto yo para todos.
Y Álvarez levantaba con arrogancia su cabeza como si tuviera enfrente a toda la Compañía de Jesús y la desafiara con sus ojos.
Tan grande era la fe que le inspiraba su amor, que no veía en el porvenir obstáculo alguno; y él, pobre, humilde y sin otra protección que la que a sí mismo se pudiera proporcionar, creíase capaz de vencer a aquellos poderosos enemigos que perseguían a Enriqueta.
—Has hecho bien, vida mía, en venir a buscarme. No entrarás en un convento y vivirás eternamente conmigo. Serás mi esposa. Tu hermanastra ya sabemos que se opondrá; pero como ella desea hacerte monja y tú antes que entrar en un convento quieres unirte al hombre que tanto te ama, es seguro que saldremos vencedores a pesar de la ayuda que prestará a la baronesa ese padre Claudio, redomado perillán que un día me ofreció su protección y ahora conozco es uno de nuestros más temibles enemigos. Yo no conozco las leyes, pero ¡qué diablo!, algo habrá en ellas que se pueda aplicar al presente caso y que libre a una huérfana de las persecuciones de esa gentuza devota que sin duda al preocuparse tanto de tu salvación eterna va en busca de tus millones.
Enriqueta sentíase dominada por la optimista confianza que demostraba su amado y comenzaba ya a tranquilizarse.
Se felicitaba de su enérgica resolución que la había arrastrado allí y creía que en adelante no tendría que luchar con nadie. La ley protegería sus amores, se casaría ella con el capitán y serían eternamente felices. Era aquello un cuento de color de rosa que Enriqueta se relataba a sí misma allí en su imaginación.
La joven, acariciada por tales ilusiones, comenzó a considerarse ya como en su propia casa, en un nido de amor fabricado por ellos para ocultar al mundo los arrebatos de su pasión, y librando sus manos de las del capitán que las oprimía cariñosamente, quitose la mantilla y después de colocarla doblada sobre una silla, volvió a ocupar aquel sillón con una graciosa majestad de dueña de casa.
Álvarez la contemplaba embelesado, y al ver en su propia habitación en aquel desarreglado cuarto de soltero, a la misma a quien algún tiempo antes sólo veía furtivamente bajando de su coche en el vestíbulo del Teatro Real o a la puerta de algún palacio donde se verificaba una aristocrática fiesta, dudaba que aquello fuera verdad y hacía esfuerzos de pensamiento para convencerse de que estaba despierto.
Enriqueta, tranquilizada ya, paseaba su vista por la habitación fijándose en todos los detalles, con esa complacencia que inspira lo perteneciente al ser amado.
Aquel nido de amor resultaba bastante desarreglado y tenía demasiado humo. Varias veces tosió por no poder respirar bien en una pesada atmósfera que olía a tabaco.
—Abriré, vida mía —dijo el capitán dirigiéndose al cerrado balcón—. Debe incomodarte el humo del cigarro.
—No, no abras. Fuma cuanto quieras. Me parece, envuelta en este humo, que estoy rodeada de ti por todas partes.
Enriqueta decía la verdad. Todo lo que era de aquel hombre al que tan injustamente había abandonado y al que amaba ahora con un recrudecimiento de pasión, agradábale en extremo; le parecía un avance en su intimidad y por esto aquel humo que producía grande molestia en sus pulmones, parecíale a su imaginación grato perfume que causaba vértigos de placer.
Los dos amantes, con las manos cogidas, las miradas fijas y embriagándose con sus alientos, entregábanse a esa charla insustancial, del amor, compuesta las más de las veces por palabras estúpidas, pero que despiertan hondo eco en el corazón.
Ambos sentían verdadera ansia por saber lo que había sido del otro, durante el tiempo que permanecieron alejados.
Enriqueta, con graciosa ingenuidad, pedía cuentas al capitán sobre su conducta en dicho tiempo y contrayendo lindamente su entrecejo con cómico furor, le preguntaba cuántas novias había tenido desde que ella accedió a escribir aquella maldita carta por satisfacer a su padre.
Esteban, por su parte, la asediaba a preguntas sobre el género de vida que su hermana le había hecho sufrir desde el rompimiento amoroso; interesábale también saber cómo ella había llegado hasta allí, y escuchaba con atención el relato de Enriqueta, verdadera odisea callejera que comprendía desde que salió, loca de dolor, de su elegante vivienda hasta que entró en aquella modesta casa de huéspedes.
Enriqueta había sufrido mucho en aquella peregrinación por las calles de Madrid, que nunca había corrido sola. Recordaba la calle y el número de la casa donde vivía Álvarez por habérselo oído a éste y a Tomasa en varias ocasiones pero no sabía a punto fijo a qué lado de Madrid se hallaba; y conocedora únicamente de las principales vías de la capital, vagó sin rumbo fijo y sin darse cuenta de lo que hacía, antes de que se le ocurriera rogar a un viejo guardia que la orientara.
Para hacer mayor su desdicha, estaba en las primeras horas de la noche, el momento en que el vicio levanta todas sus esclusas y lanza en plena sociedad tropeles de desgraciadas, pasto cotidiano de las virtudes hipócritas. Su aspecto misterioso de enlutada joven, con el rostro cubierto, hacia que se fijaran en ella con marcada predilección los transeúntes, y dos mozalbetes la siguieron mucho tiempo, asediándola con infames proposiciones y deslizando en su oído palabras cuyo solo recuerdo la hacía enrojecer.
¡Qué repugnante himno de obscenidades, de insultos y de horribles proposiciones la había acompañado en su desesperada carrera por las calles de Madrid siempre en busca de aquel protector, de aquel hombre amado, que le parecía ahora más adorable, comparándolo con el tropel de lobos lujuriosos que le salían al paso! ¡Qué repugnancia le producían aquellos hombres, que ella desde su carruaje y a la luz del sol había visto siempre graves, estirados y con todo el aspecto de virtuosos incorruptibles! Estaba horrorizada y aceleraba su paso marchando siempre en la dirección indicada por el viejo guardia, y así, después de muchas vacilaciones y no pocos equívocos, consiguió encontrar la tan buscada casa te huéspedes, amparándose en ella como en un refugio contra la impudicia pública.
El capitán estaba admirado del valor y la energía de una criatura tan delicada y débil, y esto aumentaba su amor. Aquel hombre nacido para la guerra, sentía inmensa satisfacción ver que su futura compañera era tan fuerte como él.
Hablaban los dos amantes sin pausa alguna, como si temieran que acabasen sus existencias antes que ellos pudiesen decirse todo cuanto pensaban, y así transcurrió veloz el tiempo sin que llegasen a notarlo.
El cuc-cuc que la patrona de la casa tenía en lo que ella llamaba la gran sala, dio las diez.
—¡Cómo pasa el tiempo! —murmuró Álvarez.
Y después, como si quisiera reparar una distracción lamentable, dijo a Enriqueta:
—Pero tú no habrás comido. ¿Quieres algo? Habla con entera confianza, piensa que en adelante hemos de vivir juntos.
No, Enriqueta no quería nada, no sentía la menor necesidad; pero Álvarez creía que era una prueba de que la joven iba a quedarse allí y a no desvanecerse como las apariciones fantásticas de las leyendas, el que comiese algo, y mostró tal empeño, repitiendo varias veces lo que su asistente podría traer a aquellas horas, que al fin accedió a tomar una copa de Jerez con bizcochos.
Salió el capitán a dar sus órdenes al asistente, que muy preocupado por aquella visita extraña, estaba ya dos horas paseándose y atisbando cerca de la habitación.
Cuando Perico, un cuarto de hora después, entró con su botella de Jerez y su paquete de bizcochos, al ver a aquella linda señorita, experimentó una sorpresa únicamente comparable con la grotesca impresión que en el Don Juan sufre Ciutti sirviendo a la mesa, al verse ante la viviente estatua del Comendador.
Él conocía bien a aquella señorita, y al verla, se quedó inmóvil en la puerta, con un aire de admiración tan estúpido que aquella y el capitán no pudieron menos de reírse. Faltó poco para que la bandeja con su botella y sus copas se escapara de las trémulas manos de Perico.
—¡Qué!, ¿conoces a esta señorita? —dijo el capitán poseído de satisfacción infantil al notar el asombro que causaba en su asistente ver en el cuarto una mujer tan hermosa.
—Sí, mi capitán, la conozco. He visto muchas veces a la señorita, aunque de paso, cuando iba en busca de mi tía Tomasa.
Enriqueta sonreía complacida por aquella turbación respetuosa del sencillo muchacho.
—En adelante —continuó el capitán— has de considerarla como tu dueña y obedecerla en todo.
—Está bien, mi capitán —contestó Perico con la misma expresión que si recibiera una orden en el cuartel.
Salió el asistente muy preocupado por aquel inesperado suceso, y calculando únicamente la parte que le haría perder en el afecto de su amo aquel ser que se introducía en la inquebrantable sociedad formada por el señor y el criado.
El capitán sirvió a Enriqueta una copa de Jerez, en la que la joven apenas si mojó más de un bizcocho.
Pasada ya la primera impresión, la grata novedad que en su ánimo había producido la presencia del hombre amado y aquella intimidad protectora, volvían a su memoria los tristes recuerdos, y el suicidio de su padre la obsesionaba de nuevo, haciéndola en ciertos momentos arrepentirse de su audaz resolución.
Álvarez la veía palidecer y cómo de su rostro desaparecía aquella animación que tanto la hermoseaba poco antes.
—¿Qué tienes, vida mía? —preguntaba con ansiedad—. ¿Por qué esa tristeza?
Pero Enriqueta, con la cabeza inclinada, negábase a responder y por fin comenzó a llorar.
Aquel llanto desconcertó al capitán.
—Pero ¿qué te ocurre? —preguntó con angustia—. ¿Te incomoda algo? ¿He podido yo ofenderte?
No; ella no sentía el menor resentimiento contra él y bien lo demostraba estrechando cariñosamente sus manos. Era que los más tristes recuerdos le asaltaban, que su imaginación evocaba sin cesar el trágico fin de su padre y que a ella le parecía un crimen encontrarse en la misma noche, en una casa extraña, en una habitación cerrada y al lado del hombre a quien quería. ¡Cómo sufriría su honradez! ¡Qué dirían de ella al saberlo las gentes de su clase! ¿Y si su padre se levantara de la tumba y la viera en tal situación?
Y mientras la joven, después de decir esto con voz entrecortada por los suspiros, gemía y lloraba, el capitán hacía esfuerzos por alejar de su imaginación tan tristes ideas.
¿Por qué recordar desgracias que ya no podían remediarse?
Había que tener calma y despreciar lo que el mundo pudiera decir. Ellos se amaban, no tardarían en ser esposos y todas las murmuraciones acabarían muy pronto; el día en que los dos se unieran con el lazo del matrimonio. Para conquistar la felicidad, había que despreciar lo que las gentes pudieran decir en sus murmuraciones.
Además, él no pensaba oponer ningún obstáculo a la voluntad de su amada, ni quería que su honra sufriera en lo más mínimo. Si estaba arrepentida de su radical resolución, aún se hallaba a tiempo para remediar lo hecho; él lloraría su decepción, su dicha, que sólo había durado algunos instantes; pero se encontraba pronto a acompañarla a su casa, dejándola en poder de la baronesa.
El infeliz decía esto con el mismo desaliento del que se cree en plena felicidad y al despertar conoce que todo ha sido un sueño. Se estremecía de temor al pensar que Enriqueta pudiera aceptar su proposición alejándose de su lado para siempre, pero a pesar de esto, seguía valerosamente instando a su amada a que se decidiera, si es que sentía escrúpulos y permanecía violenta en aquel lugar.
La joven al oír el nombre de su hermana experimentó una reacción. ¿Volver a aquella casa para vivir en una guerra continua, ser martirizada, e ir por fin a encerrarse en un convento donde llorar un amor perdido voluntariamente? No, antes la deshonra y sufrir todos los mordiscos de la maledicencia social.
Y Enriqueta con un ademán indicó a su amado que no estaba dispuesta a salir de allí.
Aquello dio a Álvarez nuevas fuerzas para seguir persuadiendo a su amada, instándola a que desechase todos sus escrúpulos. ¿Por qué temer a su padre? Los muertos nunca volvían a este mundo, y además si el conde veía desde la tumba lo que a su hija le ocurría, tal vez se tranquilizara y durmiera mejor el sueño eterno contemplándola al lado de un hombre honrado que sabría protegerla. Esto siempre le satisfacería más que verla sometida a la dirección de la baronesa con su cohorte de jesuitas, que bien pudieran ser los verdaderos autores de su muerte.
Y al llegar aquí, Álvarez manifestó que, aunque carecía de pruebas, tenía la convicción de que doña Fernanda y el padre Claudio habían sido los que por sus fines particulares habían declarado loco al conde sin estarlo. ¿Quién sabe si su suicidio había sido hijo de la desesperación propia de quien con sano entendimiento se ve encerrado en un manicomio? El capitán se expresaba así únicamente por aumentar el odio que Enriqueta sentía contra la baronesa y el poderoso jesuita; ignoraba que aquello era la verdad de todo lo ocurrido.
Tanto se extremó Álvarez en desvanecer los escrúpulos de Enriqueta, que al fin ésta pareció más tranquila. Únicamente miró a su adorador con timidez, como si no se atreviera a formular una exigencia.
—¿Qué quieres? —dijo con acento apasionado Esteban—. Ordena lo que gustes que te obedeceré inmediatamente. Pide, vida mía… Pero no me abandones.
—Esteban —contestó la joven con gravedad—. Sé bien lo que el mundo dirá de esta audaz aventura, de la que tú no tienes culpa alguna. Pero aunque todos me injurien con sus murmuraciones, quiero tener mi conciencia tranquila. Me basta con ser honrada para ti, aunque a los ojos de los demás no lo parezca ¡Júrame por la memoria de mi padre que me respetarás, que no te acercarás a mí hasta el instante en que seamos esposos! Si no te sientes capaz de prestar este juramento, yo me iré inmediatamente.
—Te lo juro —se apresuró a contestar el capitán con solemne acento.
Él no había pensado ni por un solo momento aprovecharse de aquella desesperación de su amada que la arrastraba hacia él; era en todos sus actos un caballero y respetaba su amor lo suficiente para no mancharlo, valiéndose de los medios que le proporcionaban las circunstancias.
Hablaba el capitán con tal calor e ingenuidad, que la joven lo contemplaba con admiración, comparándolo interiormente con aquellos hombres que en la calle la habían insultado con infames proposiciones.
—Sí, alma mía —siguió diciendo el capitán—, juro respetarte y puedes descansar tranquila con la seguridad de que no intentaré nada contra ti. Mañana mismo comenzaré a ocuparme de nuestro casamiento; no faltará quien me ilustre sobre tal punto y pronto serás mi esposa. Yo no sé cómo se arreglan esta clase de asuntos, pero no he de descansar hasta dejarlo todo ultimado. Entretanto vivirás aquí, pero separada de mí. Dormirás en esta habitación, y yo ya pediré a la patrona que me coloque en otro sitio de la casa. Nuestra situación no es muy hermosa, pero ¡qué diablo!, todo se arreglará con el tiempo, y ya verás cómo un porvenir feliz nos compensa de todos los contratiempo actuales. ¡Si supieras cuán brillante porvenir me está reservado!
Y Esteban Álvarez, poseído de entusiasmo, dio a conocer a su amada todas sus gloriosas ambiciones que iba a ver realizadas después de la revolución que se estaba fraguando. El general Prim lo estimaba como uno de sus más inteligentes y atrevidos subalternos; la revolución tenía en él su más activo y audaz agente; estaba decidido a hacer heroicidades en la próxima lucha por la libertad; en una palabra, era un hombre que o dejaría su cadáver tendido a la puerta de su cuartel o llegaría a general muy joven.
Y Álvarez al hablar así estaba magnífico, con su mirada centelleante y sus nerviosos ademanes que delataban una gran agitación interior. Enriqueta seguía contemplándolo con admiración y sentía cierto orgullo al pensar que iba a ser esposa de un futuro héroe.
Ella, en su carácter de aristócrata de nacimiento, no comprendía bien aquello de morir por el pueblo, que en su limitado concepto era una masa de gentes desharrapadas y sin educación; no sabía lo que significaba la palabra democracia, que tantas veces repetía Esteban; pero en cambio le parecía muy bien que él fuese general dentro de breve plazo, y le lisonjeaba mucho la ilusión de que algún día podría presentarse en los salones del brazo del hombre amado, convertido ya en personaje ilustre, excitando la envidia de sus mismas amigas, que ahora tanto murmurarían contra ella al saber que había abandonado su casa para ir en busca de su amante.
Aquellas risueñas ilusiones sobre el porvenir, que aún aumentaba Álvarez con sus optimismos revolucionarios, contribuyeron a que Enriqueta comenzase a olvidarse de las tristes ideas que la obsesionaban momentos antes.
A los veinte años y sintiendo un verdadero amor, se desechan con pasmosa facilidad los pensamientos fúnebres.
Enriqueta, acariciada por aquella sinfonía de amorosas ilusiones, fue entrando en un período de restablecimiento moral. Sus ojos, amortiguados por el llanto, volvían a recobrar su hermosa brillantez y las mejillas se teñían nuevamente de un carmín pálido.
La momentánea alegría parecía devolverle algo de su vigor, y como si con esto se diera cuenta de las necesidades de su estómago, mojaba bizcochos en el Jerez que le servía su amante.
La conversación resultaba interminable, pues los dos se enfrascaban cada vez en embellecer su porvenir, presagiando la felicidad que les esperaba.
Así transcurrió veloz el tiempo sin que el capitán pensara en retirarse, como lo había prometido, ni Enriqueta se lo exigiera.
Era ya la una; en la solitaria calle sólo sonaba la estridente voz de algún vecino trasnochador llamando al sereno para que le abriera la puerta, y dentro de la casa se había extinguido ya todo ruido, pues la mayoría de los huéspedes acababan de entregarse al sueño.
Aquel silencio absoluto envolvía a los dos amantes en un misterio que les complacía, por dar a sus palabras cierto tono de solemnidad.
Enriqueta, después de las continuas crisis de dolor que había sufrido en pocas horas, se encontraba ahora decaída y cierta plácida languidez se posesionaba de todo su cuerpo.
Tenía los ojos abiertos y el rostro animado, pero las impresiones sufridas en aquel día dormitaban ya; sentía su cerebro embargado por un dulce sopor y, a través de un velo de color de rosa, veía a su amante que seguía hablando con creciente apasionamiento.
El amor, la hora y aquel misterioso silencio que los rodeaba contribuía a que la joven fuese perdiendo lentamente su dolorosa preocupación y olvidase qué serie de terribles acontecimientos la había arrastrado hasta aquel lugar.
Ella misma era la que soñolienta, inconsciente y sin preocuparse de lo que hacía, había apoyado un brazo en los hombros de Álvarez e inclinaba hacia él su encantadora cabeza, como atraída por el brillo viril de sus ojos y deseosa de oír sus palabras de más cerca.
Aquella situación iba tomando el aspecto de una noche de bodas, y ya no parecía la tranquila conversación de dos amantes a los que separaban recientes tristezas y un juramento de respeto.
Esteban, agitado por el contacto del brazo robusto y tibio, cuya satinada piel se notaba a través de la ropa, y embriagado por aquella atmósfera de sana y atráyente belleza que envolvía a su amada, sentía desvanecerse la fuerza de voluntad que poco antes poseía, y como un niño que, poco a poco, sin que se aperciba la madre, va acercándose a la golosina que acaricia, iba lentamente y sin cesar de hablar, llevando a sus labios aquella mano pequeña y suave, que al fin rozó con ligeros besos.
Enriqueta sonreía. Aquello le parecía natural. ¡Besos en las manos! Esto era lo mismo que ocurría en aquella novela de Joaquinito Quirós, que, por tener un epílogo moral y ser el autor amigo de la casa, era el único libro profano que le dejaba leer la baronesa de Carrillo.
La joven no hizo la menor resistencia, antes al contrario sintióse halagada por el homenaje y se creyó toda una heroína de novela al estilo de aquella Eulalia que ojerosa, pálida y siempre vestida de blanco, ejercía de protagonista en el soporífero libro de Quirós.
Aquel silencioso consentimiento de la joven, y su languidez marcada, excitaron la pasión de Álvarez que se mostró cada vez más audaz.
¡Adiós tristes ideas y formal juramento de respeto! El fuego de la juventud, el ardor de los cuerpos exuberantes de vida derrite las más firmes promesas.
Enriqueta no supo cómo fue aquello, pero despertó de aquel ensueño de amor que la acariciaba despierta, al sentir en sus labios una impresión ardiente.
Esteban la estrechaba entre sus brazos; Esteban la besaba en la boca con interminable frenesí.
Enriqueta se revolvió como una fiera herida y librándose de aquellos brazos que la oprimían cariñosamente, irguióse pálida, altiva y llevando en sus ojos la llamarada de la indignación.
Pero esta impresión no duró mucho tiempo. Vio casi a sus pies al capitán que parecía avergonzado y confuso por su arranque, y se sintió conmovida.
—¡Márchate! ¡Sal de aquí inmediatamente! —había gritado en el primer instante; pero al ver a Esteban en aquella actitud humilde y como pidiéndole perdón, se conmovió y las lágrimas asomaron a sus ojos.
Lloraba una decepción sufrida, la pérdida de una ilusión.
Ella había creído a Esteban un hombre diferente a todos, un ser incapaz de dejarse dominar por la pasión y firme hasta el punto de domar la carne y cumplir sus juramentos caballerescos; y ahora encontraba que era semejante a la vulgaridad de su sexo; un organismo que se sublevaba ebrio de pasión al sentir el contacto de un brazo femenil.
Enriqueta creía encontrarse con un ángel y se hallaba al lado de un hombre.
Desalentada por aquella decepción, profundamente ofendida por lo que creía un abuso de su situación, y llorando con el desconsuelo de ver que el protector sólo era un amante, se dirigió al fondo del cuarto sin saber lo que hacía y se dobló dejando caer su hermoso busto sobre la cama de Esteban.
Su hermoso rostro chocó con aquellas ropas, e inmediatamente sintió algo que la conmovió de pies a cabeza. Parecía como que sus músculos y sus venas estallaban, abriendo infinitos orificios por donde entraba algo extraño, punzante y embriagador, como esos licores fuertes que abrasan en la garganta, pero que provocan una feliz locura en el cerebro.
Era el olor del macho. Su organismo virgen, pero robusto y sanguíneo, abríase como la rosa que hace estallar sus rojos pétalos a las caricias del ardiente sol.
El sexo se rebelaba en ella con una fuerza incontrastable y parecía que de aquella cama surgía un vapor venenoso que se esparcía por sus venas como torrente de fuego.
Enriqueta se irguió loca, y llevando en sus ojos una extraña luz parecía una mujer fenicia poseída de la lujuriosa demencia de las fiestas de Adonis.
Álvarez seguía en el fondo de la habitación en actitud suplicante.
La voz trémula de Enriqueta le sacó de tal situación.
—Ven, alma mía. ¿Para qué resistir?… Ya que el mundo ha de hablar, que sea verdad.
Esteban corrió a ella.
¡Descansad en paz juramentos de respeto! Ahora podían hablar ya las lenguas maldicientes seguras de que por mucho que dijeran, ni Enriqueta ni Esteban las desmentirían.
A las diez de la noche salió Joaquinito Quirós del ministerio de la Gobernación.
Había esperado al ministro más de dos horas, por estar éste reunido con sus compañeros en Palacio, y cuando al fin llegó, retuvo al joven escritor católico otra hora larga, haciéndole que repitiera varias veces la delación, como si temiera que algún detalle importante quedase olvidado.
El alto funcionario despidió por fin a Quirós, a quien había tratado algo en los aristocráticos salones y le prometió hacer que el gobierno premiase con largueza sus servicios.
El escritor católico estuvo elocuente. ¡Oh! Él no hacía la delación únicamente por ser recompensado; sino que le impulsaban sus principios políticos y religiosos, su afecto inmenso a la virtuosa reina, su adhesión incondicional al gobierno, su amor a la causa del orden y del catolicismo, puesta en peligro por los picaros revolucionarios, su…
Y así siguió el hipócrita agente de los jesuitas, enjaretando mentiras y lugares comunes. Después de dejar sobre la mesa ministerial el papel en que estaban las señas del capitán Álvarez, y el domicilio donde se reunían los conspiradores, salió Quirós del despacho y aún pudo oír antes de atravesar la antesala, cómo el ministro daba órdenes para que fuesen llamados con urgencia su colega en la cartera de la Guerra y el gobernador de Madrid.
Cuando Quirós, pisando la gran acera de la Puerta del Sol, miró el reloj del ministerio y vio que eran más de las diez, púsose a pensar cómo pasaría la noche.
No estaba de humor para asistir a ninguna reunión aristocrática, pues le faltaba fuerza para vestirse y prefería pasar la noche de un modo más divertido que bailando con señoritas insufribles, que al fin y al cabo no habían de casarse con un pobre como él, o entreteniendo a las devotas mamás que lo consideraban como un juguete entretenido con sus puntas y ribetes de preceptor moral.
Ya estaba decidido lo que haría. Hasta medianoche se entretendría en un teatrillo por horas donde se representaban piezas bufas, con gran exhibición de pantorrillas, algunas de las cuales había manoseado con intimidad el escritor católico, y después iría a charlar hasta las primeras horas de la madrugada con los redactores de La Voz del Catolicismo, diario en el que publicaba de vez en cuanto artículos críticos, y en los cuales magullaba a todos los grandes hombres revolucionarios aún cuando éstos nunca llegaban a enterarse.
Cuando a medianoche salió Quirós del teatro, iba pensativo y malhumorado.
Aquel género escénico, punzante afrodisíaco que conmovía de lujuria a todo el público culto, sensato y conservador que ocupaba las butacas, no había conseguido divertirle como en otras noches.
Le preocupaba la idea de que a aquellas horas la autoridad estaba preparando la red para apresar al capitán objeto de su denuncia. Y no es que él experimentase compasión alguna. Lo único que le interesaba era la recompensa que le daría el gobierno, Y le era indiferente que aquel desgraciado militar fuese fusilado o cuando menos saliera para los presidios de África; pero no dejaba de causarle cierto escozor la idea de que había contribuido a la eterna ruina de un joven que como él, era pobre y trabajaba por conquistarse una posición.
El aventurero aristocrático, no podía evitar cierta simpatía a favor de aquel desconocido que audazmente y con riesgo de su vida buscaba el engrandecerse. Quirós no se sentía capaz de buscar la fortuna de un modo tan franco y peligroso.
Aquella preocupación era, pues, producto del espíritu de clase, y de la admiración que le inspiraba el valeroso desconocido.
Absorto en tales pensamientos caminaba Quirós, hasta que una sensación de frío le hizo volver en sí. Soplaba un vientecillo helado que punzaba la cara y el joven levantose el cuello del gabán al mismo tiempo que pensaba en la conveniencia de entrar en el café Suizo ya que se encontraba frente a él.
Con aquel frío no vendrían mal unas copitas de ron. Además, en aquel café siempre se encontraban algunas tertulias de compañeros, jóvenes periodistas que aunque liberales y poco afectos a la hipocresía, eran buenos muchachos y hacían pasar agradablemente el rato con sus chistes.
Quirós entró en el café y allí permaneció hasta las dos de la madrugada, hora en que se disolvió la tertulia. Aquella noche no estaban en el Suizo más que unos cuantos escritores de perversas ideas, mordaces hasta la crueldad que se recrearon tomándole el pelo al publicista católico, cuyas verdaderas costumbres conocían al dedillo.
El joven abandonó el café con un humor endiablado. El fastidio le perseguía y se encaminó a su querida redacción con la esperanza de pasar allí mejor el rato.
Cuando después de subir casi a tientas la mal alumbrada escalera tropezando con un aprendiz de la imprenta que se llevaba el último original entró en la sala común de la redacción, vio a sus compañeros enfrascados en una discusión que debía ser violenta a juzgar por el calor con que se expresaban.
—Aquí está Joaquín —dijo con alegría uno de los redactores al verle entrar—. Él es amigo de la casa y podrá ilustrarnos con su opinión mejor que nadie.
—¿De qué se trata? —preguntó con tono indiferente Quirós que esperaba ser consultado sobre alguna murmuración del gran mundo.
—Vas a hablarnos con franqueza —continuó el periodista—. ¿Cuál es tu opinión sobre lo del conde de Baselga?
El joven hizo un gesto de extrañeza.
—¿Y qué es lo que le ha ocurrido al conde?
—Vamos, hombre; no te hagas el lila y contesta. Éstos dicen que Baselga se ha matado en un momento de locura, y yo aseguro que ese suicidio ha sido preparado hábilmente por alguien. Es muy raro entrar en un manicomio y matarse inmediatamente.
—¿Pero el conde de Baselga se ha suicidado?
Quirós dijo esto con tal expresión de sorpresa que los periodistas se convencieron de que recibía por primera vez la fatal noticia.
¿Conque no lo sabía Joaquín a pesar de ser íntimo de la familia? Pues sí, señor; el conde se había suicidado aún no hacía dieciséis horas, y su hija, la baronesa de Carrillo, había enviado la esquela mortuoria para que la publicasen al día siguiente en la primera plana del periódico, y al mismo tiempo rogaba al director con una conmovedora cartita, que se ocupara con gran prudencia del suceso y defendiera el honor de la familia si algún diario indiscreto, a pesar de sus súplicas, se atrevía a decir que el conde habíase suicidado.
Quirós escuchaba con el mayor asombro aquellas noticias que le comunicaban sus amigos.
Su sorpresa no tenía limites, y en su interior surgía una sospecha que poco a poco iba adquiriendo certidumbre.
Él no quería mediar en la discusión de los periodistas y se negaba a decir si el suicidio había sido por voluntad propia y espontáneo o hábilmente preparado por enemigos; pero en su interior tenía ya la opinión formada y sentía cierto respetuoso temor al pensar en el padre Claudio. ¡Oh, gigantesco maestro! ¡Y con qué limpieza sabía barrer a un hombre del mundo cuando le estorbaba!
A Quirós no le cabía duda alguna de que en aquella tragedia había intervenido el diabólico talento del padre Claudio. Él no podía precisar la verdadera causa de aquel hábil crimen y los procedimientos de que se había valido el poderoso jesuita; pero presentía la verdad del hecho y veía el invisible brazo del padre Claudio moviendo la mano del conde que empuñaba la pistola suicida.
Las sospechas que le habían acometido al saber que a Baselga lo declaraban loco y que iba a ser conducido a un manicomio, volvían a reproducirse ya en su imaginación como hechos indiscutibles. Él tenía la solución del oscuro problema. La Compañía deseaba los millones de los hijos de Baselga, y era capaz el padre
Claudio de suprimir a cuantos se interpusieran en su camino.
Sentado junto a la gran mesa de la redacción, con la cabeza entre las manos, bajo la mancha de amarillenta luz de gas que arrojaba una gran lámpara con colgantes de percalina verde y dejando vagar su mirada por el montón de periódicos de provincias revueltos con tinteros y plumas, permaneció Quirós mucho tiempo entregado a sus pensamientos y arrullado por aquella discusión interminable que excitaba la bilis de los periodistas.
¿Qué haría él? Esto era lo que se ocupaba en reflexionar Quirós, pronto siempre a pensar en sus negocios aún en los momentos más difíciles.
Él había tenido ciertos planes en otro tiempo que después desechó por imposibles. Viviendo el conde, resultaba absurdo abrigar un pobre como él ciertas pretensiones acerca de Enriqueta; mas ahora, libre ya de tal estorbo y quedando la joven bajo la dirección de su hermana, tal vez pudiera lograr algo. Él se tenía por el hombre de confianza de la baronesa; sabía que ésta le apreciaba, y no era aventurado esperar algún éxito en sus pretensiones; pero… ¡maldición!, estaba en medio el padre Claudio, aquel diabólico jesuita a quien siempre encontraba obstruyéndole el camino y al que eternamente tendría que pedir permiso para intentar el menor avance. ¡No poder el librarse de tal servidumbre! ¡Verse obligado a no trabajar jamás por su propia cuenta y riesgo!
Pero Quirós no quería dejar pasar aquella ocasión, que parecía venírsele a las manos con la muerte del conde. Creía él que la fatalidad colaboraba con sus ambiciones y que sería una necedad imperdonable despreciar sus favores.
Adelante pues; ya se entendería con el padre Claudio cuando llegase el momento y buscaría el mejor medio de engañarlo si es que la baronesa acogía bien su plan. Ahora lo importante era tener de su parte a la hermana de Enriqueta.
Y pensando en esto se le ocurrió a Quirós cuán triste debía ser el estado de ánimo de doña Fernanda a aquellas horas.
Era una verdadera desgracia que él no hubiese tenido antes noticias del triste fin del conde. En aquella casa debía reinar la desolación y en tales instantes es cuando se conocen los amigos verdaderos. Su puesto desde aquella tarde estaba en la casa de Baselga al lado de la baronesa y de Enriqueta, prodigándoles cristianos consuelos. ¡Diablo! ¿Por qué habían tenido tan oculta aquella noticia? Él era un ser imprescindible en ciertas familias tanto en tas desgracias como en las alegrías. Por cosas menos importantes, por un casamiento o un bautizo, lo llamaban, lo consultaban y encargábanle las invitaciones, las formalidades consiguientes en los centros públicos y hasta el arreglo de la mesa, y ¡ahora que se trataba de una familia por la que tanto interés sentía, no encontraba hasta en aquel momento una buena alma que le avisara lo sucedido!
¡Cuánta falta haría allá para aliviar a doña Fernanda de las enojosas tareas de arreglar el entierro y demás formalidades! ¡Cómo hubiera él adquirido nuevo realce a los ojos de la baronesa que le consultaba continuamente sobre asuntos de las cofradías, encargándose de todas esas comisiones engorrosas que produce la muerte, en una familia del gran mundo!
Pero nada se había perdido; aún era tiempo de acudir, y apenas Quirós formuló tal pensamiento en su mente, púsose en pie.
¿Qué era tarde? ¿Qué resultaría extemporánea su visita? Mejor aún; así podría parecer espontánea e hija del cariño y doña Fernanda la agradecería más.
Quirós, sin despedirse apenas de sus amigos, abandonó la redacción y con paso apresurado dirigiose a la calle de Atocha.
Al llegar frente a la casa de Baselga detúvose algo cohibido al ver la oscura fachada en la que no se notaba el menor signo de vida interior.
De seguro dormían y su visita iba a resultar inoportuna en extremo.
Pero en Quirós la duda duraba muy poco y no era hombre capaz de retroceder así que adoptaba una resolución.
Empuño el pesado aldabón de bronce y dio un golpe no muy fuerte como si procurara atenuar su inoportunidad.
«De seguro, no me oyen», pensó Quirós al dar un golpe.
Pero con gran sorpresa oyó inmediatamente tardas pisadas en el portal; abrióse el postigo y el obeso portero sin otro traje que pantalones, camisa y bordados tirantes, apareció con la luz en la mano y tiritando de frío.
—¡Ah! Es usted, don Joaquín —dijo el portero después de cerrar el postigo tras el recién llegado—. Hace ya más de una hora que lo espero a usted. Suba usted en seguida, la señora baronesa lo espera con gran impaciencia. Hace ya más de una hora que el ayuda de cámara fue a buscarle a su casa. ¡Qué desgracias, Dios mío, qué desgracias! Cuando el diablo se mete en una casa, tarde sale.
Y el obeso portero expresaba con ademán trágico su desesperación, mientras subía la escalera alumbrando a Quirós.
Éste se sentía satisfecho y adquiría mayor confianza al saber que la baronesa se había acordado de él, mandando que lo llamaran. Por esto se felicitaba de su resolución que resultaba oportuna.
La baronesa recibió a su amigo en un gabinete que servía de antecámara a su dormitorio, y al verla Quirós, no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.
Doña Fernanda tenía un aspecto de quebrantamiento que a los ojos del joven escritor demostraba la cruel y profunda impresión que en ella había producido la muerte de su padre.
Toda la casa estaba en conmoción, pues Quirós en las habitaciones exteriores había visto a los criados vestidos y prontos a acudir al servicio de la señora, aunque apoyándose en la pared o medio tendidos en los divanes de la antecámara, cabeceaban de vez en cuando, entregándose al sueño.
La baronesa, que contraía su rostro con una mueca natural e indefinible entre el dolor y la rabia, estrechó lánguidamente la mano que le tendía el joven con ceremoniosa aflicción.
—Baronesa, he venido sin perder tiempo, porque en estas ocasiones es cuando se conocen los verdaderos amigos.
—Gracias, Joaquinito. Ya sabrá usted mi desgracia en toda su extensión. En esta casa se repiten los sucesos tristes con una rapidez abrumadora.
—Efectivamente, baronesa. La muerte del conde es una desgracia…
—Pues ¿y lo otro? —exclamó la baronesa, interrumpiendo a su amigo. Este hizo un gesto de extrañeza, como preguntando qué era lo otro. La baronesa le comprendió.
—¡Cómo! ¿Usted no sabe lo ocurrido aquí esta noche? Pero ¡Dios mío!, ¡cuán loca soy! Usted no puede saberlo, pues ninguno de mis amigos, ni aun el padre Claudio tiene noticia de lo sucedido.
—Pero ¿qué ocurre, baronesa? ¿Otra desgracia después de la muerte del conde?
—Sí, Joaquinito. Mi hermana Enriqueta ha huido de casa esta misma noche.
Quirós aún quedó más asombrado al escuchar aquello que al saber el suicidio del conde.
Le resultaba el mayor de los absurdos la fuga de aquella joven tan humilde y recatada que él consideraba poco menos que tonta.
El inesperado suceso dejó absorto por mucho rato al joven, que vio por el suelo sus más risueñas ilusiones. Después de esto, resultaba imposible aquel magnífico proyecto de casamiento que le había de hacer rico y poderoso.
—¡Pero baronesa! ¿Cómo ha sido eso? —preguntó Quirós cuando se repuso de aquella primera impresión.
—¡Dios mío! ¡Si yo misma no puedo explicármelo! ¿Quién había de esperar semejante cosa de Enriqueta? Yo no puedo comprender qué idea ha enloquecido a esa muchacha hasta el punto de hacerla abandonar su casa.
—¿Sabe Enriqueta la muerte de su padre?
—No; es decir, yo creo que no, pues nadie en esta casa le ha hecho la menor indicación. Vea usted lo que ha sucedido.
Y la baronesa relató a Quirós la inmensa y dolorosa sorpresa que había producido en la casa la desaparición de Enriqueta.
Justamente a las ocho de la noche, había llegado de las posesiones que el conde tenía en Castilla, la antigua ama de llaves Tomasa, a la cual la baronesa seguía profesando un odio irreconciliable. Había hecho el viaje alarmada por cierta carta que una persona de la servidumbre (la doncella de la baronesa), le había enviado dando cuenta de la locura del conde, y acudía presurosa la sencilla aragonesa creyendo que con su presencia podía aliviar el triste estado de doña Fernanda.
Cuando Tomasa supo la desgracia que acababa de ocurrir, y la habladora doncella le hubo relatado el suicidio con tantos detalles como si lo hubiera presenciado, la pobre mujer que era ruidosa en extremo, tanto en sus alegrías como en sus tristezas comenzó a dar alaridos al mismo tiempo que sus ojos se cubrían de lágrimas.
El único deseo que manifestó en medio de su dolor fue ver a su señorita, a su querida Enriqueta, pero la baronesa se lo prohibió por no querer que su hermana conociera repentinamente el trágico fin de su padre. A la hora de cenar, doña Fernanda no se alteró al ver que su hermana no bajaba y dio a las once y media orden a toda la servidumbre para que fuera a descansar; pero entonces fue cuando la antigua ama de llaves antes de ir a recogerse en el cuarto de la doncella, se deslizó hasta la habitación de Enriqueta.
Momentos después volvió asombrada gritando que en el cuarto no estaba la señorita.
A la baronesa, según sus propias palabras, le dio un vuelco el corazón cuando supo que su hermana no estaba en el cuarto. Corrió a éste y al verlo vacío se lanzó con presteza por toda la casa llamando a gritos a Enriqueta.
Nada, el silencio más completo en todas partes; no había ya duda, Enriqueta habíase fugado de la casa paterna.
Cuando la baronesa, se convenció de aquella terrible verdad, su indignación no tuvo límites, y deseosa sin duda de hacer responsable a alguien de aquel suceso fijó sus ojos en Tomasa, cuya inesperada aparición ya le resultaba muy extraña.
Aquella mujer tenía, sin duda, su parte en la fuga, y por evitar responsabilidades había ido allí a hacer una comedia lamentándose de un suceso que con anterioridad conocía.
Doña Fernanda, presa de una terrible indignación, dirigiose contra Tomasa insultándola con soeces palabras; pero procuró no irse con ella a las manos como en otras ocasiones había hecho, pues recordaba aún los golpes que recibió el día en que el difunto conde hubo de separarlas a viva fuerza cuando se tiraban de los pelos por cuestión de los amoríos de Enriqueta.
Tomasa apenas si contestó a los insultos de la baronesa.
La muerte del conde y la fuga de su hija eran terribles noticias que la habían dejado atolondrada y por esto apenas si desmintió con algunas palabras a la procaz doña Fernanda.
La suerte de Enriqueta era lo que a ella le preocupaba, y únicamente pensaba en encontrarla aunque para ello tuviera que correr medio Madrid.
De pronto y cuando la baronesa más recrudecía sus injurias, Tomasa sonrió como si hubiese visto el cielo abierto. ¡Qué torpe era! ¡No habérsele ocurrido antes dónde podría estar Enriqueta!
Y apenas apareció en su imaginación la figura del amo de su sobrino, salió corriendo para su casa. Era entonces la una de la madrugada.
La baronesa, ante tan rápida fuga, se convenció más aún de que la vieja sirvienta tenía participación en aquel suceso que ella calificaba de rapto.
Deseosa de vengarse y de evitar el escándalo que produciría la fuga de Enriqueta al hacerse pública, quiso adoptar alguna resolución que hiciera volver a la fugitiva a su hogar antes que amaneciera.
Para doña Fernanda, no había duda sobre el lugar donde estaba su hermana. Desde el primer momento había pensado en aquel odiado capitán cuya correspondencia amorosa tan grande indignación le había producido, y la precipitada fuga de Tomasa había ratificado sus sospechas. Acudir a la policía en demanda de auxilio era el medio más apropiado para que el suceso se hiciera público y por esto la baronesa pensó en sus amigos más íntimos para encargarlos de la delicada misión de volver la joven a su casa.
Al principio pensó en el padre Claudio; pero hacer que despertasen a éste a altas horas de la noche era empresa difícil, pues el poderoso jesuita daba a los suyos severas órdenes para que no turbasen su descanso, y al fin, la baronesa pensó que sería mejor llamar en su auxilio al amable Quirós, y envió a un criado a su casa.
—Mucho ha tardado usted, Joaquinito —siguió diciendo la baronesa con precipitación—, pero aún es tiempo. Sobre todo no se entretenga usted. Piense que la honra de mi hermana va en ello. ¡Dios mío! ¡Cuánto agradeceré a usted cuanto haga en esta ocasión!
Quirós, que aún se sentía turbado por aquella inesperada noticia, no pudo menos de fijarse en lo mucho que aumentaría la simpatía de la baronesa hacia él si lograba devolverle a su hermana.
Además, por egoísmo, le interesaba mezclarse en aquel asunto. Si Enriqueta era de otro, todos sus más hermosos planes, que le hacían entrever un porvenir de grandezas, caerían inmediatamente faltos de base.
El joven estaba resuelto a hacer cuanto le mandara la baronesa, y así se lo manifestó con entusiasmo teatral.
—Pues bien —dijo doña Fernanda—, corra usted inmediatamente a casa de ese capitán donde indudablemente se encuentra mi hermana y tráigala usted sin reparar en medios. No vacile usted si ha de emplear la fuerza; ya sabe usted que tenemos buenos amigos.
—Está bien, baronesa. Voy allá inmediatamente. ¿Pero dónde vive ese capitán?
Doña Fernanda hizo un cómico gesto de admiración.
—¡Dios mio! ¡Cuan loca soy!… Pues no lo sé. Olvidaba que ignoro dónde vive el tal capitán.
—Esto no fuera obstáculo si el asunto no fuera tan urgente y tuviéramos más tiempo; pero conviene encontrar a Enriqueta antes del nuevo día, y esto es imposible no sabiendo el lugar donde se encuentra. ¡Si usted pudiera proporcionarme algún otro detalle! Por ejemplo, ¿cuál es el nombre de ese capitán?
—¡Oh! Eso sí que lo sé. Permítame que lo recuerde. Le llaman…, ¡ah!, ya me acuerdo. Le llaman Esteban Álvarez.
Únicamente por su gran fuerza de voluntad pudo evitar Quirós hacer un movimiento de sorpresa; pero a pesar de esto, murmuró con extrañeza y admiración:
—¡Esteban Álvarez!
—Sí, señor; ése es su nombre. Lo recuerdo perfectamente, pues lo leí en varias cartas que él dirigía a mi tonta hermana. Mientras yo estaba de viaje tuvieron ciertas relaciones, de la que esa Tomasa era cómplice. ¡Cosas de niños! ¡Tonterías ridículas que yo evité a tiempo!
El joven estaba pensativo. Preocupábale aquella extraña coincidencia. El que había delatado pocas horas antes para lograr un ascenso en su carrera, salíale ahora al paso como raptor de la mujer en que él cifraba su definitivo engrandecimiento.
Pero una súbita alarma desvaneció inmediatamente sus pensamientos. La policía caería de un momento a otro sobre el domicilio de Álvarez, tal vez estaría ya allí en aquel momento y Enriqueta sería detenida, haciéndose visible su deshonra y quedando complicada en una causa por conspiración que seguramente sería ruidosa.
El joven quería evitar tal desgracia, no porque le doliese la deshonra de la joven, sino porque tras un escándalo tan grande era ya imposible que él la hiciese su esposa, quedando dueño de sus millones.
Había que obrar cuanto antes y por esto Quirós se despidió de la baronesa diciéndole al salir:
—Descuide usted, antes que sea de día Enriqueta estará aquí. Podrá costarme encontrar el sitio donde se ocultan, pero yo daré con ellos.
—¡Adiós, Joaquinito! Que Dios le ayude y cuente usted con mi agradecimiento. Estos servicios no se olvidan nunca.
Cuando Quirós se encontró en la calle, el frío viento de la noche pareció refrescar sus ideas desvaneciendo la preocupación que en él había producido la noticia de aquella fuga.
Subía la calle de Atocha sin tener aún ningún plan formado y sin otra idea que ir a casa de Álvarez, cuyas señas había dado algunas horas antes en el Ministerio de la Gobernación.
Hacía el joven los mayores esfuerzos intelectuales por encontrar una idea que le gustase, y su cerebro sólo sabía producir disparates, por lo que se indignaba contra sí mismo.
La soledad lóbrega de las calles parecía reinar en su cerebro y sus pasos que resonaban con gigantesco eco sobre las desiertas aceras, repercutían en la bóveda de su cráneo como un taconeo incesante y diabólico.
Urgíale formar un plan antes de llegar al punto donde se dirigía y su inteligencia, siempre tan pronta a servirle, se mostraba ahora rebelde.
De repente Quirós encontró la solución a aquel conflicto en que se hallaba.
Si avisaba al capitán de la llegada de la policía y le incitaba a huir, fracasaba su plan, pues el gobierno no le daría recompensa alguna, y si dejaba que Álvarez cayese en poder de la autoridad se descubriría la falta de Enriqueta, en cuyo caso ésta sería objeto de la maledicencia social, y ningún hombre incapaz de romper con las públicas conveniencias se atrevería a solicitar su mano.
Él había ya adivinado el medio de salvar aquel conflicto.
—La combinación es infalible —se decía el elegante aventurero apresurando el paso—. Con tal que llegue antes que la policía lograré que el amante se escape, dejándome en depósito la dama. Después ya sabré yo arreglarme, y el temor al escándalo hará todo lo demás.
Y Quirós, halagado cada vez más por su plan, que conceptuaba magnífico, corría por las desiertas calles temeroso de llegar demasiado tarde.
En su interior sentía la sonrisa de la fortuna anhelada que, aunque tarde, llegaba por fin a favorecerle.
La fiel Tomasa, al encontrarse frente a la casa donde vivía el capitán Álvarez, hubo de sostener una breve discusión con el vigilante de la calle, y desprenderse de una peseta para que le abriera el portal, y después pasó más de un cuarto de hora en la escalera tirando del cordón de la campanilla sin que ninguno de los durmientes en aquella casa acudiese a su llamamiento.
Por fin, oyó unos pasos pesados con acompañamiento de bostezos, y tras la consiguiente pregunta de «¿quién va?», dada por una voz soñolienta, abrióse la puerta apareciendo su sobrino Perico, casi en paños menores y alumbrándose con una candileja.
La sorpresa que experimentó el muchacho fue grande al ver a su tía, a quien creía lejos de Madrid, a una hora tan intempestiva.
Tomasa entró prontamente en la habitación, preguntando con ansiedad:
—¿Dónde están ésos?
—¿Quiénes son ésos, tía?
—¿Por quién he de preguntarte grandísimo tonto? Por tu señorito y mi señorita Enriqueta.
—¡Ah! Luego usted sabe… —exclamó con sorpresa el asistente.
—Yo lo sé todo —contestó Tomasa, interrumpiéndole—. Dime al momento dónde están.
—En su cuarto, tía.
—Pues llamémosles inmediatamente.
Y la vieja y su sobrino encamináronse a la habitación del capitán, cuya puerta golpearon repetidas voces.
Reinaba un silencio absoluto en el interior del cuarto y la mortecina luz del quinqué apenas si lograba disipar la densidad de aquella nebulosa atmósfera que lo envolvía todo en espesa penumbra.
Después de golpear muchas veces la puerta y de llamar Perico a su señor, éste se levantó abriendo aquella, aunque cuidándose de obstruir con su cuerpo la entrada.
Al ver el capitán a la vieja aragonesa, experimentó una sorpresa aún mayor que su asistente.
—¡Tomasa! ¡Usted aquí! —dijo como avergonzado.
—Sí, aquí estoy. ¿Dónde está la señorita?
No necesitaba hacer tal pregunta, pues dentro de la habitación sonó un suspiro ahogado y el ruido de un cuerpo al caer sobre la cama.
—¡Oh mi pobre señorita! ¿Qué le sucede? ¡Por Dios! Don Esteban, déjeme usted el paso franco o no respondo de mí.
Y la enérgica aragonesa, empujando ruidosamente al capitán, entró en la habitación. Enriqueta estaba allí tendida sobre la cama, inerte e inanimada como un cadáver.
La pobre joven había despertado de su delirio de amor al oír aquellos golpes en la puerta y notar que su amado se levanta para abrir.
Cuando la voz de Tomasa llegó a sus oídos, experimentó una emoción sin límites.
Toda la enormidad de la falta cometida aparecióse rápidamente en su imaginación; sintióse arrepentida y avergonzada, y el rubor pudo sobre ella lo que el dolor no logró alcanzar.
Tan vehemente era su deseo de ocultarse a los ojos de todos, tanto temía las acusadoras miradas de aquella antigua y cariñosa doméstica, que, después de incorporarse sobre la cama, cayó nuevamente en ella temblorosa y desalentada, sintiendo que rápidamente perdía la noción de su ser.
Aquel valor que la sostuvo al oír la relación del trágico fin de su padre y que la impulsó a abandonar su casa, faltábale ahora, quebrantada como estaba por la revelación de secretos de la naturaleza que hasta poco antes le eran desconocidos y por el remordimiento de su falta. El recuerdo de su padre y la consideración de que estando todavía caliente su cadáver, ella había perdido su honra en los brazos de un hombre, fue lo que produjo aquel desmayo, desvaneciendo los últimos resto de su energía.
Tomasa acudió inmediatamente en auxilio de su señorita a la que prodigó toda clase de cuidados.
Álvarez, en un extremo de la habitación, permanecía absorto y como avergonzado de su anterior conducta. La presencia de aquella vieja le llenaba de rubor, a pesar de que ésta no le había dirigido la menor recriminación.
En cuanto al fiel asistente había desaparecido para demostrar su discreción; pero andaba por las habitaciones inmediatas pronto a acudir al menor llamamiento.
Por fin volvió Enriqueta en sí, y al ver junto al lecho a su antigua doméstica prorrumpió en tristes lamentos y se abrazó a ella llorando copiosamente.
—Vamos, calma, señorita Enriqueta —dijo Tomasa con expresión bonachona—. No se entristezca usted tanto, pues al fin, lo mismo que usted ha hecho, lo hacen otras muchas y con menos motivo. Todo tiene arreglo en este mundo, y no es muy aventurado pensar que dentro de poco usted podrá pasearse del brazo de ese guapo mozo que ahí está, presentándose en todas partes como su legítima esposa. No se apure usted, señorita. ¡Quién sabe si todo esto que le sucede será por su bien! Tal vez sea el único medio de que usted se libre de aquella arrastrada baronesa.
Y Tomasa seguía consolando a su señorita, que bien fuese por las palabras de la animosa vieja o porque el dolor moral comenzaba a calmarse naturalmente en ella, recobró un tanto su tranquilidad.
Aquel lecho parecía quemarle, pues le recordaba su reciente deshonra, y pálida, ojerosa y quebrantada, se incorporó bajando de él apoyada en los hombros de Tomasa.
La embriaguez del amor se había disipado por completo y tanto Enriqueta como Esteban evitaban mirarse como avergonzados de su falta.
Transcurrió mucho tiempo sin que ninguno de los tres hablara; pero por fin, Tomasa rompió aquel silencio embarazoso.
—¡Vamos a ver! ¿Y qué piensan hacer ustedes? ¿Vamos a permanecer de este modo hasta el día del Juicio? Urge adoptar una resolución y es preciso que usted, don Esteban, que tanto sabe, nos diga qué será lo más conveniente. Aquella mujer —continuó aludiendo a la baronesa— está hecha un furia y es muy capaz de llamar a la justicia para que les eche el guante a ustedes, y esto… (y soltó un taco redondo como era su costumbre cuando se enfadaba), esto no lo puedo yo consentir. ¡Ver yo a mi Enriqueta tratada como una cualquiera! Vamos, don Esteban, diga usted algo; aconséjenos qué es lo que se ha de hacer.
¡Bueno estaba el capitán para dar consejos! Encontrábase aturdido por lo que acababa de sucederle, y los gozados placeres del amor, en vez de halagar su memoria, punzábanle como terribles recuerdos. Sin embargo, tenía que satisfacer las incesantes reclamaciones de Tomasa y por esto contestó:
—Yo creo que debíamos aguardar el nuevo día para hacer algo. A la madrugada nos presentaremos a la autoridad y Enriqueta quedará bajo su protección mientras yo sufriré todas las consecuencias. Yo creo que la ley nos apoyará y a su amparo nos uniremos para siempre.
Tomasa aceptó aquella proposición como otra cualquiera, pues con tal de que Enriqueta no volviera a casa de la baronesa cuyo genio conocía, todo le resultaba perfectamente bien.
Decidióse, pues, entre los tres, dejar que transcurrieran las últimas horas de la noche y sumidos en un embarazoso silencio, permanecieron cerca de media hora hasta que algunos vigorosos campanillazos en la puerta de la escalera, los sacaron de su abstracción.
Momentos después, Perico asomó prudentemente su cabeza, y dijo con gran alarma:
—Señorito, salga usted inmediatamente. Ahí fuera le busca un amigo. Salió el capitán muy extrañado por tal visita y en el comedor, que era una pieza inmediata, vio a un hombre envuelto en una capa andaluza.
La luz de la lamparilla que el asistente había puesto sobre la mesa y que apenas si conseguía trazar en aquella sombra un débil circulo de claridad, no dejaba ver el rostro del recién llegado; pero éste se adelantó diciendo al capitán:
—Soy yo, Esteban. Vengo de prisa y únicamente por hacerte un favor. Álvarez reconoció a su amigo el insustancial alférez Lindoro, vizconde del Pinar. Esto aumentó aún más su sorpresa.
—¿Qué te trae por aquí a estas horas? —Tu salvación, desgraciado. Mira, no pierdas tiempo, pues la policía va a llegar de un momento a otro, y si no quieres ir a Melilla o morir fusilado, debes poner inmediatamente pies en polvorosa.
—Pero ¿qué maldita broma se te ha ocurrido? ¿Qué es eso? ¿Por qué debo huir?
—Ya sabes, Esteban, que te conozco bien y hace tiempo que noto te encuentras metido en terribles compromisos. Si nada te he dicho es porque no quería meterme voluntariamente en tus líos; pero ahora que te veo en peligro, el compañerismo me arrastra a interferir en tus asuntos; conque escápate sin perder tiempo.
—Pero ¿por qué? ¡Explícate, por mil demonios!
—Pues bien; tú eres de los que conspiras con Prim y hasta creo que posees todos los secretos de la conjuración. Esto lo sabe el gobierno y a estas horas ya habrá dado orden para que te aprendan.
Al capitán Álvarez le pareció que el cielo caía sobre su cabeza y como si sintiera una necesidad imprescindible de protestar contra los sucesos, lanzó una terrible maldición contra la Providencia, capaz de hacerla palidecer de horror si es que realmente existiese.
¡Descubrirse sus trabajos revolucionarios, justamente cuando tan comprometido se hallaba en una aventura amorosa! ¡Verse obligado a huir teniendo a pocos pasos de allí a la desconsolada Enriqueta, que acababa de sacrificarle su honor!
El capitán se llevó las manos a la frente como si no pudiera con aquella fatalidad que sobre él caía.
El terror que mostraba en su rudo rostro aquel fiel asistente que mudo y sombrío presenciaba la conversación de los dos militares, demostraba a Álvarez lo terrible de su situación.
Sin embargo, el infeliz capitán, como todos los desgraciados, no se convencía por completo de su infortunio y se asía a un rayo de esperanza con la tenacidad desesperada de un náufrago.
—¿Pero cómo sabes tú eso? ¿No te habrán engañado?
—No, ¡mal rayo me parta si lo que te digo es mentira! Aún no hace media hora que cenando en Fornos con algunos amigos, uno de éstos, que es ayudante del ministro de la Guerra, me ha dicho cómo su superior había conferenciado con el de la Gobernación, ordenando, en vista de pruebas claras y concluyentes, que te detuvieran esta misma noche. Ya ves que la noticia no puede ser más auténtica. Conque no pierdas tiempo y escapa.
Álvarez estaba aturdido por la noticia. La idea de que para salvarse había de abandonar a Enriqueta, le tenía clavado en aquel sitio y su indecisión parecía molestar mucho al aristocrático alférez.
—Mira, Esteban, yo no voy a estarme aquí como un papanatas esperando que llegue la Guardia Civil y me prenda a mí también sin tener culpa de tus calaveradas. Ya sabes que mis convicciones de familia y mi posición social me impiden mezclarme en aventuras revolucionarias y que sería para mí un terrible descrédito el aparecer complicado en tu proceso. Ahora ya estás avisado de lo que ocurre y no puedes decir de mí que he sido un mal amigo. Conque… ¡qué Dios te proteja!
Y el vizconde, sin aguardar contestación de su amigo, salió del comedor y abriendo a tientas la puerta de la habitación se lanzó en la oscura escalera, bajándola con una rapidez no exenta de peligro en aquellas tinieblas.
Preocupábale la idea de que los agentes del gobierno le pillasen dentro de aquella casa y justamente en el instante que más pavor sentía, oyó el ruido producido por la puerta de la calle al ser abierta y en los primeros peldaños tropezó con un individuo que, a juzgar por cierto roce, estaba ocupado en encender un fósforo.
El alférez, creyéndose ya cogido, tuvo un arranque de fiereza y empujando rudamente al desconocido pasó adelante y ganó el portal, desapareciendo inmediatamente.
Aquel desconocido quedó por algunos instantes inmóvil y como indeciso; pero por fin encendió el fósforo y continuó subiendo la escalera.
Mientras tanto el capitán Álvarez seguía en el comedor absorto, con la cabeza inclinada y creyendo que aquella calamidad que sobre él caía, por ser tan inmensa, no podía ser real, sino producto de una pesadilla que le dominaba en aquel instante.
Mas ¡ay!, pronto vino a convencerlo la voz del fiel Perico, que no lo abandonaba, de la certeza de aquel peligro próximo.
—Pero ¿qué hacemos, mi capitán?
—¿Qué hacemos? —contestó Álvarez con desesperación—. Pues no lo sé.
—Yo creo que debemos huir inmediatamente.
—¡Abandonar a Enriqueta!
—¡Bah! La vida es antes que todo. Piense usted en que si lo cogen lo fusilan antes de tres días. Bien mirado esa gente que ahora manda tiene motivos de sobra. Conque… ¿qué es lo que hago?
—Lo que quieras.
—Pues a huir. Voy a arreglarlo todo en un momento y usted, entretanto, puede despedirse de la señorita, si es que tiene fuerzas para ello.
Desapareció el asistente e iba ya a entrar el capitán en la habitación cuando oyó en la antesala ruidos de pasos.
¡La policía! Éste fue el pensamiento que se le ocurrió inmediatamente a Álvarez. Ya estaban allí sus aprehensores. Sin duda el aturdido vizconde había dejado abierta la puerta de la habitación y la policía había encontrado el paso franco.
Entró un hombre en el comedor con un gabán abrochado y al ver a Álvarez, que se vestía de paisano, se quitó cortésmente su sombrero de copa preguntándole con rapidez:
—¿Don Esteban Álvarez? ¿Está visible a estas horas?
—Soy yo, caballero. ¿Quién es usted?
—Mi nombre es Joaquín Quirós y soy empleado en el ministerio de Estado. Vengo aquí comisionado por mi amiga, la baronesa de Carrillo, para buscar a su hermana Enriqueta y al mismo tiempo por el deseo de hacer un bien. Si dispusiéramos de más tiempo le diría los motivos de simpatía que me impulsan para dar este paso; pero en vista del peligro inmediato que le amenaza, me limito a rogarle que escape usted inmediatamente.
—¡Escapar! —dijo Álvarez con desesperación—. ¡Y cómo! ¿Voy a dejar abandonada a esa mujer que está ahí dentro? Eso sería impropio de un caballero.
—Huya usted; todo tiene arreglo en este mundo. Lo que no tendría apaño posible es que usted se dejase prender, pues antes de tres días lo fusilarían. Pero ¿por qué está usted tan quieto? Piense que la policía va a llegar dentro de poco; tal vez ahora mismo, y que un hombre sólo debe despreciar su vida hasta cierto punto. Usted tendrá papeles comprometedores en su poder y dejando que caigan en manos de la policía, puede causar la ruina de muchas familias. Vamos, señor Álvarez, más decisión y a huir inmediatamente.
La consideración de que quedándose en aquel lugar causaba la pérdida de algunos centenares de compañeros fue lo que hizo salir al capitán de su inercia moral.
—Para huir —dijo mirando con expresión suplicante a aquel desconocido— necesito que alguien se encargue de Enriqueta. ¡Si yo tuviera un verdadero amigo!
—¿No me tiene usted a mí? —contestó Quirós como escandalizado de que se dudase de su afecto—. Es verdad que usted no me conoce; pero día llegará en que, modestia aparte, me aprecie usted en lo que valgo. En casa de Enriqueta me conocen bien y saben que me desvivo por servir a todo el mundo. Además, entre jóvenes como nosotros, debe reinar siempre cierta simpática solidaridad. Hoy por ti, mañana por mí. Yo me encargo de todo, pero no perdamos el tiempo y resulte todo esto infructuoso. La policía va a llegar y no es cosa de que nos pille a todos aquí. ¡Vayamos listos, señor Álvarez!
—¡Oh! ¡Gracias, gracias! —dijo el capitán enternecido, estrechando con efusión la mano de aquel joven que se le aparecía como un ángel salvador.
Álvarez, decidido ya a escapar, se dirigió a su cuarto; pero en la puerta encontró a Tomasa que había estado escuchando la conversación.
La llegada del vizconde había excitado ya su curiosidad, y cuando oyó que en el comedor entraba otro hombre, no pudo permanecer sentada por más tiempo y salió a escuchar.
El capitán la interrogó con la mirada al mismo tiempo que decía angustiosamente:
—¿Qué hago, Tomasa?
—Huir sin perder tiempo. La vida es lo primero; después como ha dicho muy bien el señor Quirós, todo se puede arreglar.
Joaquinito saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza a la ama de llaves, a pesar de que ésta siempre le había mirado con marcada antipatía al verle visitar la casa del conde de Baselga.
Los dos hablaron con gran animación del peligro que amenazaba al capitán, y éste, entretanto, entró en su cuarto, saliendo al poco rato con un abultado fajo de papeles.
—¿Quién guarda esto? —preguntó—. Es lo más comprometedor que tengo, y en ello va la muerte de muchos padres infelices. Pueden prenderme en la calle y no conviene que me encuentren encima tan horribles pruebas.
—Vengan aquí los papeles —dijo Tomasa con energía—. Una mujer, en estos casos, resulta menos sospechosa que un hombre.
—Pero ¿sabe usted a lo que se expone? —preguntó Álvarez.
—¡Bah! —contestó la vieja con sencillez heroica—. De cosas más grandes me siento capaz.
El capitán reflexionaba, temeroso de que se le olvidase algún otro documento acusador.
No se había despedido de Enriqueta. ¿Para qué? Sería aumentar su dolor y ya había sentido honda impresión de tristeza cuando, buscando aquellos papeles, la había visto en un extremo de la habitación cabizbaja, llorosa y con todo el aspecto de un ser infeliz, sin razón ni voluntad.
No, él no se sentía con fuerzas para decirle que, perseguido por ideales políticos, huía de ella tal vez para siempre.
Quirós y la vieja aragonesa, mientras el capitán se arreglaba su traje en desorden y buscaba la capa y el sombrero, poníanse de acuerdo sobre el medio de salir de allí.
Ella iba a ocultarse los comprometedores papeles y saldría sola de allí para ir a esperarlos a la puerta de la casa de Baselga. El joven la había convencido de la necesidad de que fuese completamente sola para ser menos notada, encargándose él por su parte de conducir a Enriqueta por otras calles a casa de su hermana, en cuya puerta se reunirían los tres.
Tomasa aceptaba el plan, pues estaba tranquila de la fidelidad de aquel beato, al que ella llamaba siempre en sus murmuraciones con la servidumbre, «el perro de la baronesa».
Acababan los dos de convenirse de este modo, cuando entró Perico embozado en su bufanda y llevando en un pequeño fardo el poco dinero y los escasos objetos de algún valor que constituían el tesoro de aquella asociación de amo y criado.
El pobre muchacho tenía en su curtido rostro una expresión de tranquila fiereza. Mientras recogía y empaquetaba efectos, habíase hecho el propósito de morir antes de ver cómo su señorito caía en manos de sus perseguidores.
Tomasa estampó dos ruidosos besos en las curtidas mejillas de su sobrino.
—¡Adiós, hijo mío! Se fiel siempre a tu señorito y no le abandones ni aun en los mayores peligros. Algunas lágrimas se le escaparon a la valerosa mujer y su voz se hizo temblona por la emoción; pero inmediatamente hizo un esfuerzo por recobrar su serenidad, y señalando la puerta de salida dijo al capitán:
—Huya usted al momento. No perdamos el tiempo tontamente. Álvarez estrechó nuevamente la mano de Tomasa y la de aquel útil amigo que tan inesperadamente acababa de presentársele, y encargándoles con entrecortada voz que se interesaran por Enriqueta y le explicasen el motivo de aquella huida, salió de la habitación seguido de su asistente.
—Ahora don Joaquín —dijo la enérgica aragonesa cuando ya los pasos de los fugitivos sonaban en la escalera—, hagamos lo que nos toca. No hay tiempo que perder.
Y seguida de Quirós entró en el cuarto del capitán.
Enriqueta al ver al amigo y confidente de su hermana, apenas si hizo el menor ademán de sorpresa.
Estaba tan quebrantada por su dolor y su remordimiento, que ningún suceso podía herir vivamente su inteligencia, que parecía embotada y dormida por la desgracia.
Tomasa, vuelta de espaldas y mientras se escondía aquel fajo de comprometedores papeles en el pecho, relataba en breves palabras a su señorita, el peligro que amenazaba a Álvarez y la necesidad en que éste se había visto de huir; pero la vieja doméstica no estaba muy segura de que Enriqueta la entendiese, según se mostraba de fría e indiferente.
Quirós presenciaba silencioso la escena y se decía que aquella muchacha era una idiota rematada.
Únicamente, cuando Tomasa, acabando de acomodarse los papeles sobre el pecho, le repitió la necesidad que había de huir de allí cuanto antes, aquella mujer que parecía una muñeca con sus ojazos brillantes y fríos, fijos sin expresión alguna en el suelo, dio muestras de pensar y entender, levantándose inmediatamente del asiento y colocándose el velo que aún estaba sobre una silla tal como ella lo había dejado algunas horas antes.
—Ya estamos arregladas, don Joaquín-dijo la aragonesa acabando de cruzarse la mantilla sobre el pecho—. Ahora en marcha.
—Salga usted antes, señora Tomasa —contestó Quirós, pues usted es la más comprometida por llevar ésos papeles… Ya sabe usted dónde nos juntaremos.
—Hasta luego, señorita —dijo la vieja besando a Enriqueta—. Tenga usted confianza en don Joaquín que es un buen amigo y todo cuanto hace es únicamente en bien de usted y de don Esteban.
Se fue la vieja y los dos jóvenes permanecieron minutos en aquel cuarto completamente solos y en el más absoluto silencio, hasta que, por fin, dijo Quirós:
—Ahora nos toca a nosotros. ¡Vamos, Enriqueta! Mucho ánimo y obedézcame en todo, que cuanto haga será por salvarla.
Al pasar por el comedor agarró Quirós la candileja que había dejado encendida el asistente y alumbrándose con ella, bajo la escalera precediendo a Enriqueta que andaba torpemente.
La patrona de la casa de huéspedes no había percibido nada de aquella larga escena en que tantas personas habían intervenido. Tenía la buena costumbre de no inmiscuirse en las cosas de sus huéspedes y menos en las del capitán que era su mejor pupilo. Había oído por dos veces los campanillazos en la puerta de la escalera, pero siguió tranquila en su lecho, pues en las llamadas nocturnas de tal clase, se encargaba siempre de acudir el servicial Perico que tenía el sueño ligero.
La pobre mujer estaba muy lejos de pensar que el cuarto del capitán quedaba vacío a aquellas horas y que dentro de poco rato iba a recibir una desagradable visita.
Al hallarse los dos jóvenes en la calle, Quirós ofreció su brazo a Enriqueta, que se apoyó en él trémula y silenciosa, dejándose llevar con la paciente obediencia de un autómata.
Doblaron la esquina de la calle y al entrar en otra, encontráronse frente a un grupo de hombres que marchaban apresuradamente. Iban delante un teniente de la Guardia Civil y un caballero con bastón de autoridad, y tras ellos seguían algunos guardias civiles con su capilla azul y el fusil terciado y un buen número de agentes de policía, unos con uniforme y otros con descomunales garrotes y gorras de pelo que aún hacían más horrible su catadura de presidiarios.
Aquel encuentro pareció reanimar y volver en sí a Enriqueta cuyo brazo tembló convulsivamente.
Pasó la joven pareja junto al grupo, sufriendo las recelosas miradas del oficial y el comisario, y cuando se hubo alejado un poco del armado tropel, Enriqueta dijo con débil voz a su acompañante:
—¿Son ésos?
—Sí, ésos son. Buscan a Álvarez, pero llegan ya tarde. A no ser por mi aviso lo pillan, y en tal caso tal vez pasado mañana lo hubieran fusilado.
—¡Oh! ¡Dios mió! —exclamó la joven llevándose una mano a los ojos, aunque sin dejar de andar como si deseara alejarse lo antes posible de aquel horrible grupo.
—Vamos, Enriqueta; ahora no es momento de llorar. Hay que tener serenidad y sobre todo obedecerme en este trance supremo. Ha de callar usted y aprobar cuanto hago, o de lo contrario su suerte y la de Álvarez corren peligro.
—¿Pero, adonde vamos? —objetó tímidamente la joven.
—Tenga usted en mi confianza; recuerde lo que hace poco le dijo esa vieja criada que tanto la quiere. Vamos a salvar el buen nombre de usted, y a evitar que la situación de Álvarez empeore. Guárdese usted de no aprobar cuanto yo diga, pues de lo contrario sería ya imposible que yo pudiera seguir ejerciendo estas funciones de amigo desinteresado y servicial.
Quirós comprendió que aquella desgraciada criatura estaba dispuesta a obedecerle en todo, y que en su interior sentía un tierno agradecimiento por el interés que le manifestaba a ella y al fugitivo capitán.
Esta convicción hizo asomar al rostro del elegante aventurero, una sonrisa de alegría diabólica.
Atravesaron calles y plazas sin que Enriqueta supiera darse cuenta de dónde estaba. La infeliz parecía en aquellos momentos una idiota, y tal era su decaimiento, no sólo moral sino físico, que comenzaban ya a flaquearle las piernas y casi se arrastraba cogida de aquel brazo que tiraba de ella hacia delante.
Ella recordaba, al día siguiente que se detuvieron frente a una puerta abierta alumbrada por un farol rojo, y que entraron en un portal, donde sentados en bancos de madera estaban soñolientos y silenciosos algunos hombres con uniforme.
Quirós preguntó por el inspector, y Enriqueta se vio sentada en una vieja butaca en el interior de una sala pequeña y fea, alumbrada por amarillenta llama de gas.
Un caballero calvo, de ojazos claros y bigote gris, aparecía sentado tras una gran mesa, teniendo a su lado un joven barbudo, muy entretenido en hacer pasar el contenido de una cafetera por el colador.
Eran el inspector de policía del distrito y un amigo trasnochador que iba a hacerle compañía.
Quirós estaba de pie junto a la mesa.
—Señor inspector —dijo—, antes de que mañana se ordene a ustedes nuestra captura, venimos a presentarnos espontáneamente.
El funcionario hizo un gesto de extrañeza, no pudiendo comprender por qué clase de delitos serían perseguidos una joven tan hermosa y de porte distinguido y un muchacho tan elegante.
—Nos presentamos voluntariamente —continuó Quirós—, arrepentidos de una falta que no tiene remedio. Yo me llamo don Joaquín Quirós, y pertenezco al ministerio de Estado; mi nombre es bien conocido en la alta sociedad de Madrid. Esta señorita es la hija del conde de Baselga, que anoche huyó conmigo de su casa cediendo voluntariamente a mis excitaciones.
El inspector miró a su amigo con malicioso guiño, y después su mirada de Quirós a la joven y viceversa.
Dábale ganas de reír aquella presentación, pero logró conservar su serenidad y se limitó a decir:
—Eran ustedes novios, ¿eh?
—Sí, señor —contestó Quirós con aplomo—, nos amamos hace ya mucho tiempo.
Enriqueta dirigió una vaga mirada al amigo de su hermana, pero éste permanecía impasible. La joven, aunque sumida en aquel anonadamiento doloroso que apenas si la dejaba discurrir, creyó comprender el significado de tan extrañas afirmaciones. Aquello era para salvar a su idolatrado Esteban. Ella no comprendía la razón de tales embustes, pero recordaba el sacrificio de asentir a todo que poco antes le había recomendado Quirós y al mismo tiempo sentía un profundo agradecimiento por el interés que éste se había tomado en salvar a su amante.
—Y usted, señorita —dijo el inspector—, ¿qué dice a esto? ¿Reconoce como verdad cuanto declara este caballero?
Hizo Enriqueta una señal afirmativa con la cabeza y contestó con voz casi imperceptible:
—Sí, señor.
El funcionario reflexionó algunos instantes, y al fin dijo a los dos:
—Muy bien. Ahora mismo enviaré a por un coche y los conduciré a ustedes al Gobierno Civil.
Creyó el inspector notar una expresión de terror en el rostro de Enriqueta, y por esto añadió con benevolencia:
—No hay por qué asustarse. Usted, señorita, desde el Gobierno Civil será conducida a su casa, y en cuanto a este caballero quedará arrestado, aunque no creo sea por muchas horas. Estas cosas se arreglan siempre en familia. Un pequeño escándalo y nada más.
Y después, volviéndose a su barbudo amigo y como si no estuvieran presentes los dos jóvenes, añadió en voz baja:
—Lo mismo que en las comedias, chico. Estos lances acaban siempre en casamiento. Es el único arreglo posible.
Cuando el criado del padre Claudio entró en el despacho de éste anunciándole la visita de don Joaquín Quirós, el poderoso jesuita, a pesar del gran dominio que tenía sobre sus impresiones, no pudo evitar un gesto de sorpresa e indignación.
—¡Cómo! —exclamó—. ¿Ese canalla se atreve aún a venir a aquí? Es más cínico de lo que yo creía.
Y después de reflexionar largo rato, dio orden al criado para que dejase pasar al visitante, y volviéndose a su secretario que seguía escribiendo como si no hubiera oído a su superior, díjole así:
—Antonio, márchate. Conviene que hable a solas con ese ingrato pillete. Tal vez sin testigos se espontanee y sepamos nosotros cuáles son sus verdaderas intenciones que tanto nos preocupan.
El padre Antonio obedeció como un autómata: dejó de escribir sin terminar la palabra que estaba apuntando, hizo una reverencia, y grave, estirado y con acompasado andar, salió por una puertecilla que estaba en el fondo del despacho.
Entró Quirós, tranquilo, sonriente, y con una expresión de alegría en el rostro como si fuera a comunicar a su poderoso amigo la más grata de las noticias.
Eran las cuatro de la tarde y el joven, que había estado detenido en el Gobierno Civil hasta bien entrada la mañana, acababa de levantarse de la cama, después de resarcirse con algunas horas de sueño de aquella noche de aventuras.
—Pase usted, granuja, pase usted —dijo el padre Claudio al verle, aunque en su rostro no se notó ninguna señal de ira—. Se necesita desvergüenza para venir aquí después de lo ocurrido.
Quirós aguardaba un recibimiento todavía peor y por esto no se inmutó gran cosa al oír estas palabras.
Adoptó una actitud encogida; la sonrisa de su rostro fue reemplazada por una expresión de arrepentimiento, y con voz compungida dijo al jesuita:
—Padre Claudio; vengo arrepentido a solicitar su perdón.
—¡Mi perdón! ¡Buena es esa!… A un pillo como usted no se le perdona, pues resulta indudable que perdonado o no, volverá a hacer otra mala jugada así que se le presente ocasión. Nos conocemos, Quirós, nos conocemos muy bien. ¡Qué!… ¿Y cómo fue el rapto? —continuó con expresión sarcástica—. ¿Desde cuándo era usted novio de Enriqueta? ¿Cómo se las arregló usted para estar al mismo tiempo en casa de las baronesa y en el sitio donde se hallaba Enriqueta? ¡Ah, farsante indigno! ¡Canalla redomado!
Y el padre Claudio, sin cuidarse ya de disimular sus impresiones, miraba al joven con la expresión de un caníbal que siente deseos de devorar al enemigo, y le lanzaba con voz entrecortada las mayores injurias.
Quirós sonreía cínicamente.
—¡Muy bien! Así lo quiero ver a usted, reverendo padre. Tenía deseos de contemplarlo alguna vez enfadado, y sin esa sonrisita que crispa los nervios. Me recreo en mi obra de anoche, viendo la indignación que ha producido en usted. ¿Qué tal ha sido el golpecito? ¡Eh! ¿Le parece a usted bueno? Vuestra paternidad debe estar orgulloso de mi hazaña. Las glorias del discípulo honran al maestro, y yo todo cuanto hago en estos casos lo he aprendido de usted.
El padre Claudio se incorporó en su asiento, iracundo y amenazador al oír tales palabras, pero volvió a su primitiva posición, murmurando:
—¡Miserable!
—Comprendo su enfado, reverendo padre —continuó Quirós, siempre en el mismo tono irónico—. Soy un pedante insufrible al querer compararme con usted que es mi maestro. Mis actos nada valen comparados con los de vuestra reverencia. ¿Querrá creer vuestra paternidad que anoche me sentí poseído de santa admiración cuando supe la muerte de Baselga? ¡Vaya un modo limpio de librarse de los enemigos! La mitad de esa sublime astucia quisiera yo tener para apoderarme de los millones apetecidos. Mi negocio de anoche nada vale comparado con ese trabajo lento, pero seguro, de vuestra paternidad, para quitar de en medio al conde de Baselga.
El padre Claudio saltó de su sillón. Aquella hermosura serena y aliñada que ostentaba en todas partes había desaparecido, y estaba horrible ahora, con sus ojos centelleantes, sus labios que titilaban a impulsos de la ira y su palidez verdosa que se transparentaba a través del colorete de las mejillas.
Con las manos crispadas y rugiendo fue a caer sobre Quirós, pero éste, que estaba preparado para todo, había retrocedido dos pasos introduciendo su diestra en el bolsillo del pantalón con ademán poco tranquilizador.
—¡Quieto ahí, padre Claudio! Si avanza usted un paso, cae inmediatamente.
Y la culata de un revólver asomaba en el bolsillo del pantalón.
El jesuita se detuvo ante la actitud resuelta del joven y después retrocedió lentamente hasta volver a ocupar su sillón.
Quirós, aunque muy complacido al ver la fiera domada, seguía, afectando una humilde sencillez.
—Hace usted mal, reverendo padre, en irritarse de tal modo. Yo he venido aquí a solicitar humildemente su perdón y siento verme obligado a adoptar cierta actitud violenta por mi propia seguridad. Comprendo que lo que hice anoche no puede ser de gusto de vuestra reverencia y que forzosamente me ha de odiar usted, pero ¿no habría algún medio de que nos entendiéramos?
Yo deseo ver realizado el negocio que anoche emprendí, pero al mismo tiempo no quiero hacerme antipático a vuestra paternidad ni atraerme su odio siempre terrible.
El padre Claudio, comprendiendo la clase de enemigo que tenía enfrente con el cual nada podía la violencia, habíase serenado, recobrando su calma al ver que el miserable aventurero, después de serle infiel, buscaba nuevamente su amistad.
Por esto al escuchar aquellas proposiciones de transacción, el padre Claudio lanzó a su antiguo discípulo una mirada de desprecio y le contestó con insolente expresión:
—Mira, niño; eres demasiado atrevido y la fortuna no siempre va con los audaces. El negocio de anoche no te saldrá bien. Le falta la principal condición: la sencillez.
Y el jesuita sonreía con expresión de superioridad como retando a su insolente discípulo a que llevase a cabo su repugnante intriga sin contar con su apoyo.
—¡Oh, reverendo padre! Está usted en un error y no conoce a fondo mi negocio si dice que no es sencillo. Yo seré de aquí a poco el marido de Enriqueta. La baronesa y hasta usted mismo, vendrán a pedírmelo.
—¡Está usted muy bien, Joaquinillo! Después de ingrato e insolente, ahora chistoso. Es usted un hombre como hay pocos.
—Ríase usted cuanto quiera esto no evitará que yo salga con la mía. He tomado bien mis precauciones; el escándalo no puede ser mayor y Enriqueta o tendrá que ser mi esposa o sufrirá el peso de una deshonra por todos conocida. Juntos hemos estado en el Gobierno Civil hasta esta mañana, como dos amantes fugados de la casa paterna; los periódicos comentarán pronto el suceso, en la alta sociedad no se habla de otra cosa que del tal rapto y tan conocida es la noticia; que ha quitado ya toda novedad e importancia al suicidio del conde de Baselga. La fuga de Enriqueta Baselga con Joaquinito Quirós pasa hoy como artículo de fe entre la gente del gran mundo y todos hablan ya de la necesidad de una boda para poner a salvo el honor de una familia respetable. A ver, padre Claudio, si usted con todo su inmenso poderío logra desvanecer esta creencia que hoy está arraigada en la opinión pública. Supe bien lo que me hacía al presentarme a la autoridad acompañado de la joven en cuestión. O el matrimonio conmigo o el deshonor. Me parece que el asunto no puede ser más sencillo.
El jesuita oyó estas palabras con aparente impasibilidad, pero al terminar Quirós, le dijo con desprecio:
—Joaquinito, es usted un canalla.
—Digno discípulo de mi querido maestro, reverendo padre.
—El negocio no es tan sencillo y de éxito seguro como usted cree. La baronesa dirá que no era usted el novio de Enriqueta, sino el capitán Álvarez.
—Nadie la creerá.
—Ella probará cómo usted después de la fuga de Enriqueta estuvo en su casa sin saber nada de lo ocurrido.
—¿Y qué?… Yo diré que la tal visita fue una estratagema para saber lo que la baronesa pensaba, después de haber verificado yo el rapto.
—Haremos saber que el amante de Enriqueta era el capitán Álvarez.
—Y nadie lo creerá; porque resulta inverosímil atribuir a Enriqueta relaciones amorosas con un militar pobre y desconocido de la alta sociedad y que además está fugitivo por revolucionario. Lo más lógico es creer que tales relaciones las sostenía conmigo, que he bailado con ella en los salones y soy asiduo visitante de su casa. Además, no hay que perder de vista que yo fui quien me presenté con ella en la oficina de la policía declarando ser su raptor.
—Todas esas suposiciones están muy bien; pero falta lo principal o sea, que Enriqueta afirme que era usted su novio. Tenga usted la seguridad que ella así que se reponga de sus emociones de anoche, dirá la verdad.
—Me tiene sin cuidado, reverendo padre. Al presentarse a la autoridad, lo mismo en la comisaria de policía que en el Gobierno Civil, ella asintió a todas mis palabras, declarando que voluntariamente había huido de su casa conmigo. La primera declaración es la que más vale por ser espontánea y natural, y si después Enriqueta dice eso que usted llama la verdad, el mundo se encargará de no creerla y de decir que sus palabras se las dictan usted o la baronesa. ¿Qué más obstáculos puede usted presentarme, padre Claudio?
Y el perillán sonreía irónicamente complaciéndose en la confusión que su triunfo causaba en el poderoso jesuita.
Éste se convencía cada vez más de la ventaja que le llevaba Quirós. ¡Buen discípulo había sacado! ¡Podía estar orgulloso de él!
—Oiga usted, Joaquinito. ¿Y no teme ese militar a quien ha robado la dama?
—¡Bah! A estas horas debe hallarse ya muy lejos de aquí y no es fácil que vuelva para darse el gusto de que la policía lo prenda y el gobierno lo fusile. Además, si nuestro hombre tuviera algún día ocasión de vengarse, no estaría usted tampoco muy seguro, pues alguien se encargaría de decirle que quien le ha delatado al gobierno causando su perdición, era el reverendo padre Claudio de la Compañía de Jesús.
—¿Y no me teme usted a mí? —dijo el jesuita sonriendo.
—A usted lo temo más que al capitán; pero estoy a cubierto de todas sus asechanzas. No conspiro y por tanto no puede usted buscar otro perdis como yo para que me delate al ministro de la Gobernación.
—Tengo otros procedimientos para vengarme —dijo el padre Claudio con expresión poco tranquilizadora.
—Los conozco; pero también estoy a cubierto de ellos. Llevo siempre un revólver conmigo; en adelante seré más astuto y prudente, pensando siempre que al menor descuido puede alcanzarme el puñal de alguno de los muchos brazos que dirige el padre Claudio, y por si a pesar de todo esto caigo víctima del furor de vuestra paternidad, he tenido la buena idea antes de venir aquí, de escribir un documento que está ya en lugar seguro y que se publicaría después de mi muerte, en el cual señalo a quién debe hacerse responsable de mi desgracia y relato ciertos secretillos en los que yo he mediado como simple instrumento, y que ni a usted ni a la Orden convienen que se hagan públicos.
Y Quirós miró con aire triunfante al jesuita que murmuraba:
—¡Canalla!, ¡canalla!
Quedaron silenciosos maestro y discípulo.
El padre Claudio deseaba variar el tema de la conversación y por esto preguntó a Quirós tras un largo silencio:
—¿Y quién avisó al capitán Álvarez del peligro que le amenazaba?
—Fui yo.
—¿Y por qué? ¿Cómo se atrevió usted a sacrificar la recompensa del gobierno que tanto ambicionaba?
—Me interesaba espantar al milano para apoderarme de la paloma, y por esto fui tan generoso con el capitán Álvarez.
—El registro que anoche efectuó en aquella casa la autoridad resultó infructuoso. No se encontró nada comprometedor y, por tanto, el gobierno sólo puede agradecer a usted una falsa declaración.
—Nada me importa el premio que pudiera darme el gobierno. ¡Valiente recompensa! ¡Un ascenso en la carrera! Yo pico ya más alto, reverendo padre. Ahora aspiro a hacerme millonario por medio del matrimonio, y lo lograré aunque usted crea lo contrario. Además, a la hora que quiera, lograré que el gobierno agradezca mis servicios. Tengo en mi poder los papeles del capitán Álvarez, y cuando lo juzgue pertinente podré entregarlos al gobierno exigiendo la consabida recompensa.
—Cuidado, Quirós. Juega usted con el fuego y se expone a que el gobierno, conociendo esa conducta tan extraña, lo considere a usted como complicado en la conspiración.
—¡Bah! Aunque usted me niegue su protección, no por esto carezco de buenos y poderosos amigos que sabrán defenderme. Mire usted qué pronto he encontrado esta mañana un duque que saliera fiador por mi persona pidiendo al gobernador de Madrid que me dejara en libertad. Además, puedo acreditar mi adhesión inquebrantable a las instituciones.
—Todos sus hábiles preparativos no lograrán oscurecer la verdad y que triunfe ese error tan diabólicamente combinado.
—Queda aún otra persona que puede acreditar quién fue el verdadero raptor de Enriqueta, y es esa testaruda aragonesa, antigua ama de llaves de casa de Baselga.
—Esa no hablará, reverendo padre. Si dijera la verdad serviría indirectamente a usted y a la baronesa, y ella, con tal de no dar gusto a ustedes, a quienes odia con toda su alma, es capaz de coserse la boca. Piense usted, reverendo padre, que ella, según yo creo, ha venido a Madrid alarmada por lo ocurrido al conde de Baselga, y como de antiguo, le tiene cierta inquina a la Orden, nada tendría de extraño que después de declarar ante los tribunales en mi asunto y puesta ya a hablar, promoviera un escándalo manifestando la mucha intervención que la Compañía, o más bien dicho, usted, ha tenido en los asuntos de aquella casa.
El padre Claudio perdía terreno ante aquel discípulo rebelado, y veía arrollados todos los obstáculos con que procuraba atemorizarlo. Reconocía en él facultades que hasta entonces no había adivinado, y se lamentaba de no haber sabido emplearlo en asuntos de gran importancia para la Orden. Casi se reconocía vencido, pero su orgullo y la necesidad de sostener sus planes, que estaban próximos a zozobrar por la audacia de aquel aventurero, le obligaban a permanecer altivo, negándose a toda transacción.
No, él no concedería ninguna protección al que tan insolentemente se rebelaba; antes al contrario le haría una guerra ruda, en la cual no tardaría el desgraciado a pedir clemencia.
—Hace usted mal, reverendo padre —dijo Quirós—, en ser tan inexorable conmigo. ¡Qué gran discípulo va usted a perder! Juntos podríamos hacer muy grandes cosas, y combatiéndonos resultará al fin que nos devoraremos recíprocamente como el gato y el ratón de la fábula. ¡Y la verdad!, no sé por qué me ha de tratar usted con tanta rudeza. Reconozco que he sido un mal discípulo, un miembro rebelde de la Compañía, trabajando por mi propia cuenta y sin la autorización de usted; pero… ¡qué diablo!, algún día había yo de emanciparme de esa tutela en que usted me tenía y que resultaba odiosa. Hombres como yo que se sienten con fuerzas para llegar sin descanso a la cumbre, no pueden sufrir que un superior les vaya marcando a palmos lo que deben avanzar. He visto una ocasión propicia para coger de los pelos a la fortuna, y la he aprovechado. He aquí mi crimen. Usted, en mi lugar, hubiese hecho lo mismo.
—Quirós, no se esfuerce usted. Es imposible que yo transija con esa superchería inventada por usted.
—No transigirá porque es contra sus negocios.
—Mi conciencia me impide aceptar como buena una falsedad tan censurable.
—No es su conciencia, sino su deseo de coger los millones de Enriqueta, esos millones que yo también busco.
—Joaquinito, es usted un insolente, pero a pesar de todo su cinismo no saldrá usted triunfante. Enriqueta se negará siempre a ser su esposa.
—Tal vez me pidan que lo sea la baronesa y usted dentro de poco tiempo, y hasta, si usted mucho me apura, la misma Enriqueta.
—¿Cuenta usted con algún mágico talismán para operar tal prodigio?
—No se burle usted, padre Claudio. Cuento con un suceso que tal vez ocurra dentro de pocos meses y que hará llegar el escándalo a su período álgido.
El jesuita calló, y por algunos momentos pareció entregado a la reflexión. Quirós seguía en pie, pues el jesuita no le había invitado a sentarse y sonreía mirando a su superior como si gozara al verle tan mortificado por sus palabras.
—Joaquinito —dijo el padre, saliendo de su meditación—, usted ha dicho que la antigua ama de llaves está indignada contra la baronesa y contra mí, y que se propone declarar cosas en perjuicio de nuestra Orden.
—Así es, reverendo padre. Ella misma me lo ha dicho.
El joven mentía, pues la noche anterior sólo habían cruzado breves palabras con Tomasa, pero de algunas de éstas había sacado la consecuencia de que la vieja veía en aquella continua serie de desgracias, la mano de los jesuitas y además, conocía él el odio que profesaba a la baronesa.
—Usted, querido Quirós —continuó el padre Claudio—, aunque en estos momentos se halle frente a mí no por esto debe mirar con indiferencia la honra y el prestigio de la Orden, que tanto le ha protegido y de la que es hermano laico hace mucho tiempo.
Quirós hizo una señal de asentimiento. Le agradaba el tono de dulzura que tomaba la voz del padre Claudio y más aún que le llamase querido. Aquello hacía ya esperar una reconciliación.
—Celebro mucho —continuó el jesuita— que usted esté dispuesto como siempre a ayudar a la Orden. Ésta necesita librarse cautelosamente de esa vieja aragonesa que puede comprometerla con sus declaraciones. Nada puede probar contra nosotros pero seguramente hablará de ciertas indiscreciones que el ya difunto padre Renard cometió en cierto negocio con los Avellanedas o sea el abuelo y la madre de Enriqueta, y aunque sus palabras no producirán resultado, siempre conviene evitar el escándalo. Esta mañana, Tomasa no se separa de la cama de su señorita, desde que ésta, enferma y avergonzada, llegó del Gobierno Civil, ha tenido una disputa con la baronesa y a gritos nos ha amenazado a ella y a mí, diciendo que somos los asesinos del conde de Baselga. ¡Vea usted qué lenguas tan pecadoras hay en el mundo, Que Dios perdone a la infeliz tan infernal pensamiento!
—Así sea —contestó Quirós conteniendo a duras penas una sonrisa sarcástica.
—La pobre Fernanda está indignada contra la insolente vieja y me ha llamado para rogarme que la libre de tal energúmeno. A mí me sobran medios para alejarla y castigar su procacidad; pero no quiero valerme para ello del poder de la Compañía y deseo que sea otro, usted, por ejemplo, el que se encargue de tal misión.
—Mándeme usted cuanto guste. Con tal de que vuestra paternidad me devuelva su afecto, soy capaz de todo.
—Ya hablaremos de esto último más adelante. Por ahora lo que importa es librarse de esa vieja. Hace un rato, ha dicho usted que poseía los papeles de la conspiración perseguida y esto me ha sugerido una idea. ¿No podríamos hacer que esos documentos los encontrase la policía en poder de Tomasa? Esto sería suficiente para que nos libráramos de esa importuna que iría a dar con su cuerpo en la Galera de Alcalá.
Quirós quedó sorprendido por esta idea… ¡No habérsele ocurrido a él! Rápidamente la apreció en todo su valor y la tuvo por la más favorable a sus planes. Librándose de la pobre vieja, por tan villano procedimiento, suprimía la única persona que podía acreditar con datos quién era el verdadero amante de Enriqueta y que era capaz de desbaratar su negocio. Esta consideración, más aún que el deseo de congraciarse con el padre Claudio, fue lo que decidió a Quirós a aceptar la idea.
—Estoy conforme, padre Claudio; prestaré ese servicio, y no es necesario devanarse los sesos buscando el medio de que los papeles de Álvarez aparezcan en poder de la vieja. La verdad es que ella los tiene en su poder y que los oculta en el pecho.
—¡Oh!, ¡magnifico! —exclamó el padre Claudio—. Entonces sólo falta que repita usted su delación de ayer, señalando a Tomasa como un agente secundario de la conspiración que se encargaba de llevar los documentos y avisos de un revolucionario a otro. La policía irá a prenderla a casa de la baronesa, la registrarán y después ya me encargaré yo de que la castiguen con mano fuerte. No pierda usted tiempo; haga la delación inmediatamente y evitemos que esa mujer siga por más tiempo dando escándalo e insultando a nuestra Orden.
—Obedezco inmediatamente a vuestra paternidad —dijo Quirós disponiéndose a salir—. Pero antes quisiera saber si quedamos amigos o enemigos.
—Vaya usted, cumpla lo que le he dicho y de su negocio ya hablaremos más adelante.
Quirós adoptó una entonación zalamera.
—Vamos, padrecito: una palabra nada más y me voy. ¿Puedo contar con su afecto y su protección?
—Veremos: ya se hablará de ello.
—Pero ¿qué inconveniente tiene usted en transigir? Es verdad que yo puedo hacerme dueño de los millones de Enriqueta; pero siempre me tendrá a sus órdenes y un agente rico y poderoso vale más que un pelagatos como hoy soy yo. Además —añadió el joven guiñando un ojo—, siempre le quedan a usted los millones de Ricardito, mi futuro cuñado, a quien usted trabaja hábilmente para enfardarlo en la sotana de la Compañía.
El padre Claudio sonrió forzadamente, murmurando:
—¡Pero, qué gracioso es este canalla!
—Honro a mi maestro.
Y Quirós, después de decir esto, haciendo una reverencia salió del despacho.
—¡Anda, pillete, insolente! —murmuró el padre Claudio al quedarse solo. ¡No tendrás tú mala protección! Bien has urdido la trama; pero yo buscaré el medio de anularte.
Quirós también murmuraba al salir de aquella casa:
—¡Rabia perro, ladrón! ¡Serpiente despellejada! Te sirvo porque me conviene eso mismo que me encargas. Estás fresco si crees que me fío de tus medias palabras… ¡Veremos!, ¡veremos!… Siempre veremos… Lo que tú verás es cómo yo me enriquezco terminando mi negocio a pesar de cuanto contra mí hagas.