La Colegiata de San Isidro a las cinco de la tarde ofrecía el aspecto sombrío, frío y desnudo que presenta toda iglesia a la hora en que los fieles no llenan sus naves y los santos quedan en esa soledad absoluta y vacía, semejante a la de los muertos en olvidado cementerio.
No había bajo las sombrías bóvedas del templo otros vestigios de la vida exterior, que los hilillos del mortecino sol que filtrándose por las altas y pintadas ventanas, trazaban en la pared frontera algunas tibias manchas de luz y el zumbido que la calle de Toledo, arteria popular, siempre rebosante en vida y movimiento, lanzaba al interior del desierto templo.
En las sombras que envolvían el altar mayor y en la oscuridad de las capillas laterales brillaban algunos cirios y lámparas, con la misma luz indecisa y tímida de las estrellas entre los nubarrones de una noche tempestuosa y de vez en cuando el suelo conmovíase repercutiendo con agigantada vibración la pisada del sacristán y los acólitos que iban de un lugar a otro ocupados en faenas de embellecimiento y aseo.
Golpes sordos sonaban en las capillas, anunciando la toilette de los santos, que los dependientes de la iglesia hacían con sus zorros, sacudiendo el polvo a los mantos bordados y a las cabezas de cartón piedra, que a la mañana siguiente, rodeados de cirios y de flores, habían de recibir la oración de los fieles arrodillados reverentemente ante ellos.
Las gastadas baldosas exhalaban perniciosa humedad, donde no estaban cubiertas por una áspera estera de esparto, mugrienta y gastada por el roce continuo de pies y rodillas y en el ambiente se respiraba ese calor pegajoso y caliente, propio de los locales donde muchos respiran y es escasa la ventilación.
Sentadas en taburetes de tijera estaban cerca del altar mayor unas cuantas viejas que permanecían inmóviles, confundiendo sus perfiles en la sombra y con todo el misterio y el aspecto tenebroso de las brujas, que aguardaban a Macbeth, al borde del camino.
Cada vez que la cancela de la gran puerta se abría, anunciándolo el chirrido de sus viejos goznes y el sordo chocar de las maderas las viejas volvían la cabeza con curiosidad y una vez se borraba la mancha de luz que dejaba entrar la puerta entreabierta, volvían a su inmovilidad de momia y seguían en sus asientos convencidas de que ya que nada tenían que hacer, era mejor permanecer en el templo que ya consideraban como su propia casa.
Oyose el ruido de un carruaje que paró a la puerta de la iglesia y esta vez la curiosidad de las beatas fue mayor.
Abrióse la cancela y entraron dos señoras vestidas de negro y con mantilla.
Las viejas pudieron ver bien a aquellas dos elegantes que se persignaban en el espacio de luz que dejaba entrar la puerta todavía abierta, pero no las conocieron.
No era extraño; pues la baronesa de Carrillo y su hermana Enriqueta visitaban muy de tarde en tarde la iglesia de San Isidro, a la que no tenían gran afición por estar enclavada en un barrio popular y ruidoso.
En cambio el padre Claudio la tenía gran cariño, llamábale su templo y a él hacía ir a cuantas amigas merecían el alto honor de que él las oyera en confesión. La colegiata de San Isidro la consideraba él como una finca propia, y relataba a los allegados que le pedían el motivo de tal predilección, cómo uno de sus antecesores en la dirección de la Compañía en España, la había construido en 1561 con los legados que para tal objeto dejó la emperatriz de Alemania doña María.
Buscando, pues, al padre Claudio iban las dos señoras a tal iglesia y cuando se vieron envueltas por completo en las tinieblas esparcidas por las naves, sus ojos acostumbrados a la luz del sol que bañaba las calles, no pudieron distinguir lo que las rodeaba.
Enriqueta se asió a la falda de su hermana y esta fue avanzando con cierta seguridad, dando a entender que el terreno no le era del todo desconocido.
—A la derecha —murmuraba la baronesa—, en la penúltima capilla está el confesonario. Allí vendrá.
Y acostumbrada a aquella oscuridad en la que se iban marcando los perfiles de los objetos, avanzó rectamente hacia el punto que indicaba, llevando siempre a remolque a su hermana.
Cuando llegaron a la capilla sentáronse en un banco de madera que ceñía el fuste de una columna y aguardaron pacientemente. La baronesa sacó de su manguito un elegante rosario de oro y perlas y se puso a rezar. Enriqueta abismase en sus pensamientos.
Iba a confesarse con el padre Claudio accediendo a los ruegos de la baronesa que ya no la maltrataba como dos meses antes, contentándose ahora con rogarle con aire imperativo.
Doña Fernanda, que respetaba mucho a su padre, el conde, solo porque le temía, se había abstenido de seguir educando a su modo a Enriqueta y procuraba no hablar ni incidentalmente de aquella pasión, cuyo descubrimiento tan grave escándalo había producido.
La ausencia de Tomasa, su eterna rival, la tranquilizaba, comprendiendo que esto alejaba el peligro de que volvieran a reanudarse los amoríos de su hermana con aquel capitán Álvarez contra el que ella sentía un odio mortal.
La afición que el conde de Baselga había adquirido recientemente a la vida de los salones y a la que arrastraba a su hija, inquietaba un poco a la baronesa, que temía que la coquetería elegante borrase en Enriqueta las huellas de la educación mística que se había esforzado en darla.
Una cosa tranquilizaba a doña Fernanda y era la seguridad de que su hermana, obedeciendo a su padre, había roto sus relaciones con el capitán Álvarez. Esto lo sabía por el padre Claudio, que la había manifestado algo de su conferencia con el militar, aunque cuidándose de ocultar ciertos detalles.
Enriqueta era para ella más fácil de dominar, olvidando aquel amor que cambiaba completamente su carácter y convertía en altivez e independencia su habitual humildad.
Un día tuvo doña Fernanda un disgusto. Al pasar junto a una ventana de su salón, vio parado en la acera de enfrente al capitán Álvarez que espiaba la casa como buscando una ocasión para comunicarse con su amada.
El militar estaba en una situación que juzgaba insostenible. Nada sabía de Enriqueta; había buscado al padre Claudio varias veces sin lograr nunca encontrarlo, e ignoraba cómo marchaba la negociación amorosa que le había encargado, como también si la joven sentía por él algún cariño o había olvidado totalmente su pasión siendo verdad cuanto le decía en la funesta carta.
Por esto, agitado por crueles dudas y deseoso de salir de ellas cuanto antes, el capitán rondaba la casa de Baselga con la esperanza de encontrar el medio de hacer que llegase una carta suya a Enriqueta. Por desgracia, tropezaba con obstáculos do quiera se dirigía. La servidumbre huía de él haciéndose sorda a sus ruegos por temor a la ira del conde de Baselga, y Enriqueta no se asomaba nunca a los balcones y si salía de casa era acompañada siempre por su hermana o su padre.
La baronesa se alarmó ante aquella inesperada aparición. ¡Cómo! ¿El botarate todavía insistía en sus pretensiones amorosas? Habría que consultar el asunto con el sabio jesuita.
Este no mostró extrañeza alguna al tener noticia de los actos de Álvarez. Limitóse a sonreír como siempre y con tono de omnipotencia aseguró que él tenía el medio para anular y hacer desaparecer a aquel hombre peligroso; y que si no lo hacía inmediatamente era porque aún no había llegado la hora oportuna.
A pesar de esto, los dos compadres religiosos trataron con interés del porvenir de Enriqueta, asunto que les preocupaba. Había llegado, según la opinión del padre Claudio, el instante oportuno para trabajar. Enriqueta era probable que, deslumbrada por el brillo de la vida elegante, se hubiese olvidado de aquel amor romántico, obstáculo hasta entonces de gran importancia, y resultaba necesario reconquistar prontamente su voluntad, antes que echasen raíces en ella las seducciones del gran mundo y se comprometiese amorosamente con algún joven que por su nacimiento y su fortuna admitiese el conde de Baselga como yerno.
Para desviar a Enriqueta del camino en que estaba y atraerla nuevamente a la senda de la devoción, disponían de un medio tan seguro y poderoso como es el confesonario, y quedó decidido que doña Fernanda con su hermana fuesen al día siguiente a la Colegiata de San Isidro, donde el buen padre tenía su cajón en que depositaban sus extravíos todas las pecadoras de la aristocracia.
Por esto, a la caída de la tarde del día siguiente las dos hijas del conde de Baselga estaban en la iglesia de la calle de Toledo.
El padre Claudio no había llegado aún, y mientras se retardaba el instante de la confesión, Enriqueta pensaba con terror en aquel acto en que tendría que revelar todos sus secretos a un sacerdote que, a pesar de sus amables sonrisas y pegajosas bondades, le inspiraba siempre un terror casi supersticioso.
Era la primera vez que se confesaba con el padre Claudio. Hasta entonces el sagrado depositario de todas sus faltas había sido el mismo director espiritual de la baronesa, aquel padre Felipe, en quien ella reconocía instintivamente una imbecilidad inalterable y que oía su confesión con la boca seca, brillantes los ojos, algo temblonas las manos, y complaciéndose en enviar a través de la mugrienta rejilla hasta aquel rostro aterciopelado, su caliente resuello cargado de los vapores grasientos de una digestión larga y difícil.
El padre Felipe era benévolo hasta la exageración. Todo lo encontraba bien, todo lo excusaba y si la joven parecía reservarse algo en su confesión, él tampoco mostraba gran interés en descubrirlo.
Pero ¡el padre Claudio!… Este hombre alarmaba a Enriqueta quien, si en aquellos momentos de espera estaba pensativa, era porque rebuscaba en su imaginación el medio de salir del atolladero evitando decir cosas que ella tenía gran interés en ocultar.
Resonó débilmente el pavimento con unos pasos menudos y ligeros que parecían de mujer, y en el oscuro arco que daba entrada a la capilla dibujóse el contorno de un clérigo al mismo tiempo que la mortecina luz de la lámpara hacía surgir de la sombra el rostro del padre Claudio, dándole un tinte rojo.
Las dos mujeres se levantaron respetuosamente, y el jesuita pasó ante ellas grave, contra su costumbre, limitándose a saludarlas con una ceremoniosa inclinación de cabeza.
El acto comenzaba con la gravedad necesaria para que la joven comprendiese que no iba a confesarla el amigo de su familia que iba con frecuencia a reír y decir bromitas en el salón de doña Fernanda, sino el ministro de Dios.
Oyose el choque seco de la portezuela del confesonario al cerrarse, revolvióse la abultada sotana para encontrar una posición cómoda en el asiento y la baronesa dio un suave empujón a su hermana diciendo con tono imperativo:
—¡Anda!
Se arrodilló Enriqueta a uno de los lados del confesonario junto a la rejilla que servía para confesar mujeres y con voz trémula y balbuciente comenzó a murmurar el «Yo pecador me confieso…».
Tan turbada estaba, que se equivocó por dos veces y volvió a empezar como si deseara que se retardase el para ella terrible momento.
Dentro del confesonario, con las manos juntas y la actitud estática de un brahamán indio que tras cuarenta días de ayuno absoluto contempla a Dios cara a cara, estaba el padre Claudio esperando pacientemente.
Por fin terminó la joven su oración y acercó su rostro a la rejilla, pegajosa por la humedad y la grasa que en ella habían dejado toda clase de respiraciones.
Lo que pensaba Enriqueta al comenzar su confesión era que el padre Claudio se perfumaba demasiado, pues su olfato sentía la picazón del almizcle que exhalaba la sotana del elegante jesuita. El perfume favorito de las modistillas y camareras, comenzaba a marearla.
—¡Ave María Purísima! —dijo con voz débil.
—¡Sin pecado es concebida María Santísima! —contestó el jesuita con su meliflua voz—. ¿Hace mucho tiempo que no te has confesado?
—Más de dos meses, padre mío. Antes iba muy a menudo con Fernanda a confesarme con el padre Felipe, pero ahora he tenido ocupaciones y no me ha sido posible venir hasta hoy. Mi papá me decía siempre que más adelante me confesaría—
—¡Vaya con las ocupaciones! —dijo el jesuita con tono jovial—. Es preciso —añadió— que no te descuides tanto en limpiar tu alma y que antes de obedecer a tu papá pienses en obedecer a Dios. Vamos, adelante. ¿De qué pecados te acusas, hija mía?
Puesto el asunto en este terreno, Enriqueta cobró un poco de confianza. Ya llevaba ella preparado todo un bagaje de pecados veniales y sin importancia que había estado rebuscando en su memoria la noche anterior. Para confesarse era preciso decir algo, tener actos de que acusarse, pues la Iglesia no puede creer que una persona honrada pase dos meses sin faltar a todas las leyes divinas y humanas, y por esto la joven se echó a cazar pecados por el campo de la imaginación y unos reales, y otros inventados, formó con todos ellos un murallón diabólico tras el cual quería ocultar el más gordo, o sea sus amores con Esteban Álvarez. Este pecado sí que no lo decía ella al padre Claudio aunque los demonios la pellizcasen con tenazas de hierro ardiente.
La confesión comenzó, y Enriqueta fue desarrollando la espantosa serie de pecados horribles que la noche anterior había almacenado en su memoria. Ella se acusaba de que tenía mal corazón para los animales y de que martirizaba a los gatos de su casa; de que reñía muchas veces sin motivo alguno a los criados y tenía gusto en desobedecer a su hermana; de que cuando ésta rezaba el rosario ella se dormía o pensaba en las funciones de teatro a que le llevaba su padre; de que el demonio la martirizaba, haciéndola que le gustasen más las arias italianas del Teatro Real que los gozos que le enseñaba la baronesa; de que en el último baile de la Embajada alemana en unión de algunas amiguitas se había burlado de otra que llevaba un traje muy feo; de que en las noches frías prefería rezar sus oraciones entre las calientes sábanas a estar arrodillada al pie de la cama… y así seguía a este tenor horripilante aquella confesión en que los hechos más inocentes se presentaban con importancia afectada, queriendo hacerlos pasar por pecados terribles.
El padre Claudio escuchaba tranquilamente, aunque de vez en cuando se removía nerviosamente en su asiento como si se impacientara, en vista de la marcha que seguía aquella confesión. La muchacha resultaba algo ladina y así lo pensaba el jesuita, quien quería comprometerla en otra clase de revelaciones.
Calló Enriqueta y entonces preguntó el sacerdote:
—¿Nada te queda por decir? ¿No tienes más pecados?
—No, padre.
—¿Estás segura de ello?
—Creo que sí, padre mío.
El padre Claudio se revolvió más vivamente en su asiento. Decididamente la muchacha se presentaba reservada y habría que emplear algún trabajo para lograr que confesase sus secretos amorosos.
—Piensa, hija mía —dijo el cura—, a lo mucho que te expones si ocultas un pecado. Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que viva y se arrepienta, es inexorable con los seres que ante el tribunal de la confesión ocultan intencionadamente alguna de sus faltas. Este lugar es la piscina espiritual, donde se limpian las almas de toda mancha, y quien aquí oculta una parte de su ser por mezquinas pasiones, es un réprobo que se niega a recibir la gracia de Dios y a quien éste castiga con mano fuerte. El que oculta algo a su confesor, engaña a Dios, y el Señor ha de indignarse forzosamente cuando se ve engañado por una miserable criatura.
El jesuita hablaba con tono severo; vibraba su voz terriblemente como si fuese la de la divina cólera y Enriqueta temblaba atemorizada por las amenazas del confesor. Éste no quiso extremar el santo terror de la joven y añadió haciendo su voz menos imponente:
—Hay ejemplos de los graves males que han sufrido muchos infelices que pretendieron ocultar a sus confesores algunos de sus pecados. Recuerdo justamente ahora, lo que leí en un libro piadoso digno del mayor crédito, acerca de lo ocurrido a una joven y hermosa princesa en tiempos ya lejanos. Ocultó a su director espiritual varios pecados de amor y el sacerdote, engañado por la que creía una joven candorosa e inocente, le dio la absolución. ¡Ojalá la princesa hubiese dicho todos sus pecados sin ocultar ninguno! Apenas volvió a su palacio, sintió su pecho oprimido por una gran angustia; un fuego infernal le abrasaba el corazón y por su garganta sentía subir algo que la ahogaba y la hacía estremecer con su contacto viscoso. Tuvo una espantosa convulsión y de su boca salieron disparadas, esparciéndose por el aire e impregnándolo todo de un irresistible olor de azufre, las más infernales apariciones. Serpientes verdes y repugnantes que se enroscaban en complicados anillos, echando llamas por las temblonas bocas; diablejos que hacían espantosas contorsiones y obscenas cabriolas; sapos negros manchados de colorado, que hacían repicar las campanillas que llevaban pendientes del cuello y cuyo sonido ponía los pelos de punta; en fin, cuantas apariciones espantables y horripilantes pueden crearse en el Infierno. ¿Sabes, hija mía, lo que era aquello?
El padre Claudio se detuvo para excitar mejor la temerosa curiosidad de Enriqueta y apreciar el efecto que en ésta causaba la relación. Después añadió con acento de religioso terror:
—Pues eran los pecados que aquella infeliz había ocultado a su confesor y que salían bajo tan horribles formas, por no poder estar más tiempo encerrados en un cuerpo que la absolución había santificado. Los pecados al salir ahogaron a la princesa, cuya alma indudablemente está ahora ardiendo en el infierno. Piensa, hija mía, a cuán terribles castigos se expone la miserable criatura que intenta ocultar su conciencia a Dios.
El padre Claudio había logrado su objeto. Conocía el verdadero carácter de Enriqueta, el gran predominio que en ella tenía la imaginación sobre las demás facultades y por tanto obraba acertadamente para sus planes, relatando aquella leyenda estúpida, sacada de uno de esos antiguos libros de devoción, que tanto utilizan los confesores para asustar a las mujeres y los niños.
Enriqueta estaba horrorizada por la terrible muerte de aquella princesa, y con los ojos de su viva imaginación, pronta siempre a dar cuerpo y vida a todos los pensamientos, veía el asqueroso coleo y las cabriolas incesantes de los pecados ocultados al confesor y hasta por una aberración de los sentidos, las exhalaciones almizcladas del jesuita le parecían oler a azufre.
¿Si iría a ahogarla a ella aquel pecado de amor que tan cuidadosamente quería ocultar?
No necesitó el jesuita de grandes esfuerzos para arrancar a la joven la revelación que ella tanto se había esforzado en evadir. Llorosa y suspirando, pero al mismo tiempo con la satisfacción del que arrojando un peso comprometedor se libra de un peligro, relató al confesor sus amores con Álvarez, aunque haciendo la salvedad de que ella creía siempre que aquello no podía ser pecado.
El padre Claudio mostraba indignación. ¿Cómo que no era pecado? Y no venial, sino grave, resultaba el comprometerse en amoríos una joven a quien su familia destinaba a Dios, convencida de que sentía una santa vocación por la vida monástica.
El jesuita oyendo el relato de aquellos amores, mostraba gran curiosidad, especialmente al tratarse de los paseos matutinos por el Retiro, únicos momentos en que los dos amantes se veían de cerca. Mostrábase el jesuita ávido de detalles y varias veces interrumpió a la joven, dirigiéndola preguntas que en parte no comprendió, pero que la hicieron ruborizar.
Era la primera vez que Enriqueta oía hablar de aquellas tretas amorosas, pero obscenas, y avergonzada contestaba negativamente, extrañándose de que un sacerdote le hiciera tales preguntas y de que creyera a ella y a Álvarez capaces de tales locuras, burlando la vigilancia de Tomasa que los seguía.
El buen padre manifestó la misma expresión de desaliento del cazador que cree haber encontrado un rastro y al fin no halla nada y siguió interrogando a la joven hasta que se creyó bastante enterado de aquellos amores desde el principio al fin.
—Ése es, hija mía —dijo cuando la joven terminó la revelación—, el más grave pecado, pues los demás que has confesado nada son al lado de tales amores. Afortunadamente, has acudido a tiempo a lavar tu alma y a librarte del demonio de la voluptuosidad que te posee.
—Pero, padre mío, ¡si ya no existen tales amores! ¡Si yo, por orden de papá, escribí una carta rompiendo mis relaciones con el capitán!
—No importa, tú le amas. Se conoce en tu modo de expresarte que no has olvidado aún a ese hombre, y es preciso, si quieres salvar tu alma, que de ella se borre la huella de un amor vergonzoso.
Enriqueta, que tanto había temido revelar sus amores al jesuita, ahora que se veía ya descubierta, había recobrado su serenidad y sentía renacer su carácter, que era doble, pues si en ciertas circunstancias se mostraba débil y como propio de un ser automático, en otras daba a conocer una energía y una independencia verdaderamente inesperadas.
—Pero, padre —dijo con resolución—, ¡yo creía que un amor puro no era tan enorme pecado!
—Estás en un grave error, hija mía, y sin duda el diablo te mantiene en él. La joven que no sienta temor al pensar en las penas del infierno, la que no quiera ir al cielo, esa puede entregarse a ese amor puramente terrenal, que no es en el fondo más que una torpe pasión; pero la que desee figurar después de su muerte entre las bienaventuranzas y gozar las delicias celestes, debe huir de las falsas dichas terrenales dedicándose al único amor cierto, al que no engaña, a ese amor ardiente a Dios que tan célebre hizo a Santa Teresa. En una palabra; dónde quieres ir tú después de la muerte, ¿al cielo o al infierno?
No había perdido el tiempo la baronesa educando a su hermana. La gran preponderancia que en ésta tenía la imaginación, convertíala en ciertos momentos en una visionaria; la continua lectura de leyendas piadosas, le había hecho formarse un horrible y exacto concepto del diablo y sus maléficas hazañas; cerrando los ojos veía a Satanás con su horrible catadura y no podía oír hablar del infierno sin estremecerse de pies a cabeza.
—Al cielo; quiero ir al cielo —contestó con ansiedad, como si ya oyera en la sombra los pasos del demonio que se acercaba para cargar con ella.
—Pues para ir al cielo es preciso, hija mía, estar en estado de santidad, y este estado los que más fácilmente pueden adquirirlo son los célibes o las vírgenes. Tú, indudablemente, procediendo como joven honrada, querrías contraer matrimonio con ese hombre que decía amarte. ¿No es esto?
—Sí, padre.
—Pues bien; el matrimonio, aunque muchos no lo crean así es lo más opuesto al estado de santidad y el camino más recto para ir al infierno. No soy yo quien lo digo, sino la Santa Madre Iglesia, que no puede engañarse jamás.
—¿Y cómo es que la Iglesia casa a la gente? —preguntó Enriqueta con ingenuidad terrible.
—Es necesario el matrimonio, pues de lo contrario acabaría la procreación y el mundo quedaría desierto. La Iglesia lo consiente mas no por esto aconseja el matrimonio, pues sabe que para ganar el cielo sirviendo a Dios no basta la virginidad del alma, pues es necesario también conservar la del cuerpo. ¿Has oído tú hablar del Santo Concilio de Trento?
—Sí, padre —contestó Enriqueta, que algunas veces había oído tal nombre en boca de los contertulios de su hermana, aunque no estaba muy segura de lo que pudiera significar.
—Fue una santa reunión de todas las lumbreras de la Iglesia sobre cuyas augustas frentes descendió el Espíritu Santo. Allí se distinguió por primera vez nuestra sagrada Compañía de Jesús, y se dictaron Cánones sobre el matrimonio que afirman esto que te digo. Oye lo que dice el Canon X, y recuérdalo siempre: «Si alguno dijere que el estado de matrimonio debe preferirse al estado de virginidad y de celibato, y que no es mejor y más venturoso permanecer en la virginidad o en el celibato que casarse: sea anatema». Anatematizados son, pues, por la Iglesia, los que no creen que la virginidad es el procedimiento más seguro para ir al cielo, como lo prueba el celibato de los sacerdotes, fieles representantes del Altísimo, y el de las religiosas, dulces esposas del Señor. Ahora ya lo sabes; ya estás advertida por mí, que en estos momentos hablo por inspiración del cielo: cásate si esta es tu voluntad y lo permite tu familia, pero estés segura de que vas rectamente camino del infierno.
—No, padre mío no me casaré. Además, he roto ya toda clase de relaciones con el hombre que amaba, y hoy mi corazón está vacío.
—No basta esto. Es preciso que ese corazón lo llenes con el santo amor a Jesús crucificado, divino esposo de todas las jóvenes destinadas a gozar en el cielo una eterna dicha.
—¡Amaré a Dios, padre mío! Yo se lo aseguro. Hoy no le amo aún como debiera, pero con el tiempo…
—La oración y la humildad harán más que cuantos esfuerzos de ánimo intentes. Obedéceme a mí siempre; sigue los consejos de tu hermana, que es casi una santa, y no dudes que éste es el camino que te conduce a la eterna felicidad.
—Mi hermana desea hacerme monja.
—Es porque te quiere con verdadero cariño; porque se interesa por tu dicha. ¿Tú te sientes con fuerzas para entrar en un convento?
—¡Yo!… No sé. En este instante creo que sí; pero después…
—Eso es porque, como muy bien has dicho antes, no amas aún hoy a Dios verdaderamente. Cuando te sumas en la inmensa felicidad que produce entregarse en cuerpo y alma a la contemplación de la felicidad, cuando sigas fielmente mis consejos, entonces tú serás la más interesada en abandonar el mundo y pedir la vida religiosa. Serás monja y nos agradecerás a tu hermana y a mí el cuidado que nos hemos tomado por tu alma.
—¿Y mi papá? —preguntó Enriqueta, que al hablar del convento recordaba la oposición de su padre.
—¿Se opone él acaso a tu vocación?
—Sí, un día me dijo que prefería verme muerta antes que monja.
—Eso es sin duda una obcecación lamentable del señor conde. Yo, que como sabes, le trato con asiduidad, estoy convencido de que las desgracias le han perturbado bastante, y que muchas veces no piensa bien lo que dice. Su oposición será fácil de vencer.
Enriqueta hizo un gesto como indicando que no creía fácil disuadir al conde.
—Además —continuó el jesuita—, los obstáculos que tu padre pueda oponer a tu vocación no deben torcer ésta. Los padres sólo tienen potestad sobre sus hijas cuando se trata de asuntos puramente terrenales; pero cuando una alma privilegiada quiere elevarse sobre las miserias mundanas y volar directamente a Dios, un padre es poca cosa para impedir tan sublime designio.
Enriqueta escuchaba con instintiva extrañeza tales palabras. El padre Claudio apercibiose del efecto que en su penitente producían sus afirmaciones, y se apresuró a añadir apelando al procedimiento casualista propio de los jesuitas:
—No es esto decir que se debe desconocer y despreciar la autoridad de los padres; pero todo tiene su límite en este mundo y ante Dios deben enmudecer las jerarquías y los privilegios creados por la sociedad. Nuestra Santa Compañía, que por ser la que más hombres eminentes ha contado en su seno, se ha ocupado de todos los problemas que pueden surgir en la vida cuando se trata de servir a Dios, tiene previsto el caso en que la voluntad del padre se oponga a los sentimientos religiosos del hijo. Ilustres escritores de la Compañía de Jesús han publicado libros en que se marca lo que deben hacer los hijos cuando por culpa de sus padres ven en peligro su piedad y su salvación eterna. El padre Esteban Facúndez, jesuita portugués, en su Tratado sobre los Mandamientos de la Iglesia, que publicó en 1626, dice que los hijos católicos pueden denunciar a sus padres si son herejes y no creen en su religión, y hasta pueden, sin caer en pecado, asesinarlos, si intentan obligarlos a abandonar la fe. Otro jesuita español, el padre Dicastille, en su libro De la Justicia del Derecho, cree del mismo modo que un hijo puede hasta asesinar a su padre si éste le impide ser buen católico. Del mismo modo han hablado otros respetables escritores de la Compañía que no creo necesario citarte, y ya ves que cuando la Iglesia, por boca de nosotros, que somos sus más legítimos representantes, autoriza a un hijo en cuestión de religión para que mate a su padre, bien puede aconsejar a una hija que desobedezca a su padre también, que desprecie sus mundanales consejos y que procure ante todo salvar su alma haciéndose esposa del Señor.
Enriqueta parecía convencida.
Allá adentro, en lo más profundo de su cerebro, le escarabajeaba cierta duda sobre la bondad y la lógica de las doctrinas del padre Claudio, pero esto en ura joven ignorante e impresionable como era ella no pasaba de ser un fugaz chispazo, y arrastrada por su fe atribuía la ligera duda a una pérfida sugestión del demonio que todavía intentaba poseerla.
—No; tu padre no se opondrá —continuó el jesuita—. Y si se opusiera, el cielo se encargaría de defenderte y de barrer tales obstáculos. ¡Quién sabe lo que Dios habrá dispuesto contra tu padre en vista de su impía obstinación!
El jesuita dijo estas palabras con tono tal, que Enriqueta se estremeció presintiendo en ellas una amenaza.
Por algunos momentos permanecieron silenciosos confesor y penitente, y al fin, el padre Claudio, como arrancándose de una grave meditación, dijo a Enriqueta:
—Es preciso, hija mía, que te decidas; que tomes una resolución y sepas sostenerla con energía. Ahora es tiempo para escoger el porvenir. Estás en el cruce de dos caminos; el del cielo y el del infierno Si eres débil, si te sientes seducida por las míseras pompas terrenales, si ocultas tu escasa fe diciendo que quieres obedecer a un padre que tiene tendencia a la impiedad, entonces toma el camino del Infierno; pero si quieres ir al cielo, sacrifica el mísero cuerpo, renuncia para siempre a los goces de la materia, guarda una alma virgen en un cuerpo intacto, huye de la maldita sociedad y enciérrate en un convento, lugar seguro donde se alcanza la vida eterna. ¿Por quién te decides? ¿Por Dios o por el demonio?
—Por Dios, padre mío; yo amo a Dios sobre todas las cosas, como manda el catecismo.
—Muy bien, hija mía. Ama al Señor, que Él te recompensará con creces. ¿No olvidarás esta resolución? ¿No sentirás flaqueza de ánimo?
—No, padre mío. Estoy resuelta.
—Por si algún día te tienta el diablo con los esplendores del mundo, pretendiendo apartarte de la buena senda, piensa que esta existencia que arrastramos es cosa débil y efímera, que a los ojos de la eternidad tiene tanta duración como el fugaz relámpago ante nuestros ojos. ¿Qué es la vida? Unas cuantas docenas de años que la criatura humana malgasta en satisfacer su ambición o en apagar su sed de placeres sin pensar en ponerse bien con Dios, ni menos en que no más allá de la tumba está la verdadera vida, la que no acaba nunca, la existencia eterna, y que lo que aquí hacemos sirve para estar por los siglos de los siglos nadando en un piélago de felicidad celeste o sumido en un infierno de horrores. Mira a esas mismas mujeres que te rodean en los salones y que se llaman tus amigas. Son honradas, no lo dudo; cumplen sus deberes de esposas, hermanas e hijas, no hacen mal, al menos con deliberada intención, pero viven totalmente olvidadas de Dios, y no piensan en que les sorprenda la muerte. No piensan más que en el presente, no lanzan una sola mirada al porvenir; su Dios es la moda, su devoción el amor, sus oraciones, estúpidos y dulzones galanteos, e ignoran, ¡oh desgraciadas!, que llegará el día de la ira, el día de la desolación, en que el Señor juzgará a los buenos y a los malos; a los que le han amado y a los que le han desconocido, y entonces esas carnes ahora tan cuidadas y frescas, chirriarán al contacto del infernal fuego sus blondos cabellos se convertirán en ondulante corona de azuladas llamas, sentirán en el pecho una angustia estremecedora y para apagar su inmensa sed, sólo tendrán sus amargas lágrimas. Ya los alegres violines del baile o del teatro, no las arrullarán con sus gratos sonidos; gritos de agonía, espantosas maldiciones, rugidos de dolor, llegarán a sus oídos como horrísono concierto de los desesperados réprobos; y danzarán sin tregua ni descanso, pero no será como ahora por puro placer, sino para librar sus pies de las enrojecidas brasas de los viscosos monstruos de los agudos puñales que forman el pavimento del infierno. ¡Ah, infelices los que ahora se divierten unos cuantos años para vivir agonizando durante una eternidad!
Conocía perfectamente el jesuita el carácter de la joven, y sabía manejar a su placer aquella viva imaginación por la que pasaban las ideas atropelladamente aunque detallándose y tomando el relieve de los hechos reales.
Aquella peroración de tonos apocalípticos era para Enriqueta una especie de linterna mágica cuyos cuadros la aterraban. Ella, con los ojos de la imaginación, veía al Dios iracundo, ofendido
Y deseoso de venganza, arrojando las almas en el infierno y sobre el suelo tapizado de monstruos y brasas, por entre las crepitantes y azuladas llamas, distinguía a todas sus compañeras, las flores de la aristocracia madrileña, desnudas y chamuscadas, apestando a grasa quemada y arrojando raudales de lágrimas por los ojos, implorando en vano la misericordia divina y lanzando lamentos de loca desesperación.
No, ella no quería verse así; no quería ir al Infierno, deseaba ser esposa de Jesús, y llevada del religioso egoísmo, propio de las visionarias, se prometía no dejarse tentar más tiempo por las seducciones mundanas, renunciar al amor, y desobedecer a su padre si es que este se oponía a que entrara en un convento impidiéndola que salvara su alma.
Pero ¿qué era aquello que con tono tan agradable resonaba en su oído? ¿De dónde procedía una armonía tan deliciosa? Era el padre Claudio que seguía hablando; pero su acento enérgico y aterrador había tomado una entonación dulce y meliflua.
—¡Cuán distinta es la suerte de la mujer que dedica su existencia a Dios! Ella ve claramente lo que es el mundo y con la vista fija en el porvenir sabe despreciar el presente por lo futuro. Renuncia a las pompas y las dulzuras humanas, pero en cambio goza la eterna felicidad y cuando su alma queda libre de la terrena envoltura paséase por las celestes salas, conversa con los bienaventurados, oye el arrobador concierto de los angelicales coros y se sumerge en el esplendor de sublime luz que circunda la persona de Dios, estremeciéndose con los arrebatadores espasmos del más sublime placer. La lengua humana es pobre para describir la inmensidad de dichas que se gozan en la mansión de los justos, pero bástete, para imaginar cuán grande será la celestial felicidad, pensar que es Dios el que todo lo puede y todo lo sabe, quien dispone y prepara los goces de los bienaventurados. Cuando se considera lo poco que cuesta ganar tanta dicha, es cuando mejor se comprende la inmensa bondad del Señor. ¿Qué sacrificios exige? Nada. Renunciar a los engañosos placeres que proporciona el demonio durante el poco tiempo que dura la vida de la humana criatura. Y a más de esto, ¡cuán llena de dichas está la existencia de la feliz esposa de Jesucristo! Vive alejada de las miserias del mundo y los dolores sociales; las penas que engendra la familia, la maldad y la murmuración de los hombres, vienen a estrellarse contra los muros del convento. Dentro de él la mística esposa es libre, independiente, se ha despojado del peso de las preocupaciones mundanales, no tiene que luchar ni que preocuparse en defender su honor, ni tiene marido que la aflija, ni hijos que la apenen con sus dolencias. Le basta con amar a Dios, su esposo, y vive en íntimo y dulce consorcio con sus compañeras, seres llenos de dulzura y de benignidad. Habla amorosamente con Jesús crucificado, que le sonríe amoroso y besa con estremecimientos de pasión sus abiertas llagas, sus raudales de sangre; aspira el místico y tranquilizador ambiente de los claustros que elevan en el espacio su filigrana de piedra de un modo tan aéreo como la oración del creyente; no tiene que preocuparse ni aun de reflexionar, todo muere dulcemente dentro de su cerebro, y un poder superior y maternal se encarga de pensar por ella. De día, a la luz del sol, mira las florecillas que abren sus cálices salpicados de rocío, mudas bocas que entonan su invisible himno a la divinidad; conversa con el sencillo pajarito; de noche, para ir al coro, atraviesa las silenciosas crujías bañadas por la misteriosa luz de la luna, y siente tras sus pasos los del invisible Ángel de la Guarda, que con la ígnea espada desenvainada la defiende del demonio; junta el oro con el terciopelo y la seda para hacer un traje a la Madre de Jesús, y se extasía a todas horas en la contemplación de su alma, pura y limpia de malos pensamientos, por lo mismo que no piensa, y hasta puede esperar que el Omnipotente la favorezca haciéndola obrar milagros y destinándola a que con el tiempo figure en los altares. ¿No es esto la mayor de las felicidades?
¡Ah, padre Claudio! ¡Bendito padre Claudio! Buena manderecha os había dado Dios para trastornar cabezas juveniles y para hacer hervir hasta derramarse a las imaginaciones fogosas. Por algo la Compañía le tenía, ya que no por uno de sus mejores predicadores, por el más eminente confesor, de cuantos enloquecen cabezas juveniles de aristocráticas herederas, para arrojar sobre ellas las blancas tocas y limpiarlas después los bolsillos.
Enriqueta estaba trastornada. Aquella descripción de las dulzuras monásticas, que el jesuita aún recargó con detalles más conmovedores, hizo más que todas las exhortaciones de la baronesa, dichas con lenguaje imperativo.
Al terminar el jesuita su discurso, Enriqueta, con la impetuosidad de aquel carácter que tenía dos diversas fases, exclamó:
—¡Oh, padre Claudio! ¡Yo quiero ser monja! Obedeceré cuando usted me mande y entraré en un convento aunque se oponga el mundo entero.
El jesuita sonrió en la sombra, con la dulce expresión de un artista que se siente satisfecho ante su obra.
—¡Bien!, ¡muy bien! —dijo—. Serás monja, te lo asegura el padre Claudio, que te mira como una hija y te protegerá en todas ocasiones. Ahora di el Señor mío Jesucristo… y acabemos, que tu hermana estará impaciente.
Rezó la joven con la cabeza baja, mientras dentro del confesionario sonaba un confuso masculleo de latín.
Acabó el rezo, y sobre la portezuela del sacro cajón apareció la blanca mano del jesuita que trazó en el espacio la bendición absolutoria.
Con aquello bajaba del cielo a la cabeza de Enriqueta la divina clemencia, y el padre Claudio comenzaba a tentar los millones de la familia Baselga, tan apetecidos por la Orden.
Otro golpecito como aquella confesión, y el hermoso jesuita andaba de un solo salto la mitad del camino que conducía al generalato.
El doctor don Pedro Peláez era el médico de Madrid más reputado entre la clase aristocrática.
Una fama, si no de excesiva brillantez sólida e inalterable acompañaba su nombre y no se sentía enfermo un individuo de la alta sociedad sin que al momento parientes y amigos dijesen con la expresión propia del que ha encontrado una solución salvadora:
—¡Qué busquen al doctor Peláez! ¡Que venga inmediatamente!
Su reputación científica estaba al abrigo de todo ataque y a pesar de que era un médico vulgar que no se distinguía en ninguna especialidad, nadie se atrevía a dudar de su sabiduría que entre las gentes del gran mundo era casi artículo de fe.
En los salones hubiera sido considerado de mal tono hablar de dolencias sufridas sin unir a ellas el nombre del doctor de moda que parecía protegido por un oculto poder encargado de acrecentar su fama.
La consigna era general. Enfermaba alguna aristocrática señora, y no faltaba un amigo oficioso que dijera inmediatamente:
—Eso no es nada. Llame usted a Peláez y en cuatro días, buena. Le gustará a usted mucho el doctor. Es un hombre de mundo, un carácter franco y agradable.
Se sentía indispuesta alguna beata opulenta, y entonces su mismo director espiritual era el encargado de decirla:
—Llame usted al señor Peláez. Es un gran médico y además un buen católico; un hombre virtuoso que fía más en Dios que en su ciencia y que no incurre en las herejías de esos doctores materialistas que hoy tanto abundan.
Podía dormir tranquilo el doctor Peláez, pues su fama no corría peligro. Se le morían los enfermos con aterradora frecuencia; los compañeros de facultad sonreían desdeñosamente al hablar de él, y le aplicaban, como saetas de desprecio, los más denigrantes calificativos; pero allí estaba para defenderle toda la alta sociedad, los pollos tísicos, las niñas cloróticas, los padres martirizados por la gota y, sobre todo, la gente de Iglesia, y más especialmente los individuos de la Compañía de Jesús, que hablaban de la piedad y las virtudes del médico con preferencia a sus conocimientos científicos.
El padre Claudio era la más sólida base de aquella reputación médica, y no visitaba una sola casa en la que no introdujera a su buen amigo don Pedro Peláez, asombroso portento, que era capaz de obrar milagros como los antiguos santos.
Nada tenía el doctor en su aspecto que justificase tan buena y general aceptación. Conocíase su origen campesino por cierta rudeza en sus maneras y aun en su lenguaje, que él pugnaba por ocultar; su rostro curtido y cetrino era vulgarote, teniendo como detalles distintivos unos ojos verdosos que rebosaban malicia, unas patillejas recortadas con poco arte y una gran boca que sonreía con graciosa bondad, y a esto había que añadir que vestía con cierta afectación procurando ostentar un lujo recargado y ridículo.
Pero en cambio tenía una conversación entretenida, era francote e ingenuo hasta el punto de que, según la expresión de sus bellas clientes, llevaba el corazón en la mano, y tanta facilidad tenía para la narración, que se sentía capaz de pasar un día entero sin repetirse ni cansar a su aristocrático auditorio.
Cuando entraba en una casa, aunque el enfermo estuviera muriéndose, todos desarrugaban el ceño, y hasta algunos sonreían acariciados por la confianza que el médico infundía con su presencia. Pulsaba a los enfermos diciendo un chiste, entretenía a la familia con un alegre cuento, y cuando se le moría el infeliz que él cuidaba (lo que ocurría las más de las veces), aún llegaba a alcanzar con sus palabras que se mitigara bastante el dolor de parientes y allegados.
No se llegaba a determinar en él quién alcanzaba tal éxito y era motivo de tan gran fama: si el médico o el elegante bufón. Joaquinito Quirós, gran aficionado a las imágenes clásicas, aun cuando las sacase por los cabellos, decía de él que era Mono embozado en el manto de Esculapio.
Este D. Pedro Peláez, era el patriota de quien el padre Claudio habló a Baselga en su conferencia con O’Connell, y pocos días después de que ésta se verificase, lo presentó al conde en aquel despacho, estancia misteriosa donde se incubaba al calor de una exaltada imaginación, la gran empresa de Gibraltar.
El jesuita debía ya haber puesto a Peláez al corriente de lo que se trataba, pues el médico habló al conde de la importante conquista con gran entusiasmo, jurando repetidas veces hacer los mayores sacrificios para devolver Gibraltar a la patria española.
A Baselga no le fue muy simpático el doctor Peláez al primer golpe de vista. Conocía de nombre a aquel médico, del que se hacía lenguas la buena sociedad, y al verlo lo encontró, un tipo rústico, malicioso y vulgar, incapaz de acometer ninguna empresa grande.
Pero aquél, exaltado por el patriotismo, tenía la condición de apreciar a sus amigos con arreglo al grado de entusiasmo que mostraban por su grandiosa empresa, y como el famoso Peláez no anduvo parco en punto a elogios y exageraciones tratándose de la idea concebida por Baselga, éste le reputó inmediatamente por hombre de gran valía, que bajo un exterior vulgar encerraba un corazón de oro.
Tratándose de un carácter tan franco y amigo de entrometerse en todo, como era el del reputado médico, fácil es adivinar lo poco que le costaría captarse la confianza de aquel Don Quijote del patriotismo, nombre que el padre Claudio daba a Baselga en sus conversaciones con su secretario.
Peláez visitó todos los días a su amigo y con él permanecía horas enteras discutiendo calurosamente los últimos detalles del famoso plan y lo que debía hacerse después del triunfo.
El conde estaba contento y satisfecho del carácter de su auxiliar, y sobre todo lo que más le agradaba en él, es que nunca le hacía la oposición y acataba siempre todas sus órdenes.
Aquello marchaba, según la expresión del conde que muchas veces no podía contener su alegría, y en la mesa hablaba a sus hijas con fruición y chispeándole los ojos, del gran plan que él cuidaba de no revelar, pero que las honraría a ellas como hijas del más grande hombre de España.
A Enriqueta producíale alguna inquietud la exaltación que notaba en su padre, y que aumentaba de un modo poco tranquilizador.
Fernanda, por el contrario, permanecía tranquila, y únicamente examinaba a su padre con curiosidad. Sabía que el padre Claudio tenía algo que ver con aquella exaltación, y no se inquietaba, pues tenía absoluta confianza en aquel grande hombre del que era ferviente admiradora.
Además en ella existía un gran fondo de odio contra el hombre, que sabía no era su padre, y que la trataba siempre con desdeñosa indiferencia, haciéndola sentir muchas veces el peso de su autoridad. El conde era un obstáculo para los planes del padre Claudio, y ella, por su amor a éste, deseaba que le hiciera desaparecer.
Un día comenzó a alarmarse no sólo la familia, sino toda la servidumbre de casa de Baselga.
Eran las ocho de la mañana, y en el patio sonaron voces coléricas disputando con gran furor, y se vio subir precipitadamente al obeso portero con una mejilla enrojecida por la marca que deja un tremendo bofetón.
El ayuda de cámara del conde que acababa de ponerse en actitud de servir, pues su señor se levantaba siempre a dicha hora, acudió presuroso al encuentro del atribulado portero, que con aire azorado exclamó:
—Yo no sé lo qué es eso; pero abajo hay muchos hombres, una tropa de palurdos que parecen del Norte y que son salvajes como unos indios. No les quería dejar pasar, y mira cómo me han puesto. Ese viejo que va al frente me ha dado de bofetadas.
Y el gordo sirviente se llevaba la mano a la mejilla con una expresión de dolor que resultaba grotesca.
—¿Pero qué quieren esos bárbaros? —preguntó el ayuda de cámara.
—Buscan al señor conde y dicen que son amigos de él y que si vienen es porque él los ha llamado. Verás si esto puede ser. ¡Como si el señor conde fuera a buscar sus amigos en los corrales de ganado!
En esto ya sonaba en la anchurosa escalera el pesado trote de muchos pies torpes, pero seguros en el pisar, y poco después desembocaba en la antesala un rebaño de hombres vestidos de lana parda, la boina azul sobre la oreja y en la mano groseros y robustos bastones.
Eran como unos veinte, y los había de todas clases. Unos membrudos, de estatura gigantesca y rostro ingenuo como el de un niño, otros pequeños, angulosos e inquietos, con cara de rusticidad maliciosa, algunos, viejos y curtidos; los más, jóvenes con la tez respirando esa frescura que presta la vida de las montañas, y todos de gesto enérgico y apostura resuelta, como hombres seguros de su fuerza, que ni buscan ni rehuyen el peligro.
Al frente de ellos iba un viejo enjuto y pequeño, de airecillo socarrón y ojos menudos, azules y penetrantes, el cual tenía sobre sus compañeros cierto aire de superioridad y miraba a todas partes con confianza, como hombre que no se cree capaz de que le asombre cosa alguna.
Al ver al ayuda de cámara, le dijo con tono imperativo:
—¡Eh, muchacho! Tú sabrás darnos mejor razón que ese gordote. Dile a tu amo, el señor conde, que aquí está el tío Fermín, el de Zumárraga. ¡Anda, vivo!, que él ya nos estará esperando hace días.
Luego continuó dirigiéndose a los suyos, que le miraban con satisfecho amor propio al verle mandar en aquella casa.
¡Vaya, chiquillos! Sentaos sin vergüenza. El conde es muy campechano, y aquí estáis como en vuestra propia casa.
El rebaño, obedeciendo la orden del pastor, se esparció por la antecámara, moviendo gran estruendo con sus fuertes patadas y colocándose ruidosamente en las sillas de madera tallada, algunas de las cuales chocaron violentamente contra la pared.
Aquella horda con su ruidosa invasión, su vocerío en el patio y los gritos del tío Fermín, puso en conmoción toda la casa, y a los pocos instantes el resto de la servidumbre asomaba sus curiosas caras tras las puertas del recibidor, asombrándose ante aquellas feroces cataduras y la rusticidad de trajes que desentonaban del lujo de la habitación.
Doña Fernanda, avisada por su curiosa doncella, supo inmediatamente la irrupción bárbara de que era objeto la casa, y vistiéndose apresuradamente fue a asomar sus ojos por las rendijas de un cortinaje de la antecámara.
Su instinto aristocrático se sublevó al ver aquella manada de hombres toscos que miraban con asombro los detalles lujosos de la habitación, al mismo tiempo que dejaban impresas en la alfombra las sucias huellas de sus zapatos cubiertos de barro. Iba la baronesa ya a salir para arrojar a la calle a la plebeya turba, cuando vio entrar por la puerta de enfrente, envuelto en su bata al conde de Baselga, erguido y sonriente, como si experimentase inmensa satisfacción.
Todos se levantaron, moviendo tanto estrépito como al sentarse.
—¡A sus órdenes, mi coronel! —gritó el tío Fermín, llevándose una mano a la boina para saludar militarmente, al mismo tiempo que con la otra estrechaba con gran respeto, la que le tendía el conde.
—¡Aquí están los chicos! —continuó con expresión gozosa—. Usted, mi coronel, de seguro que habrá dicho en vista de mi tardanza: ese Fermín no se acuerda ya de mí ni me quiere obedecer; pero el tío Fermín no es ingrato, ¡qué ha de ser! Lo único que le ha sucedido, es que le ha sido difícil buscar y reunir la gente, pero lo importante es que ya está aquí dispuesto a obedecerle como en otros tiempos; ¡je, je! ¡Qué tiempos aquéllos, mi coronel!
Y el fuerte viejo se reía abriendo su boca desdentada, y oprimiendo con entusiasmo la mano del conde.
—¿Y es ésta la gente, tío Fermín? —dijo Baselga, paseando su penetrante mirada por el confuso grupo que le contemplaba con respetuosa admiración.
¡Ésta es, sí, señor! Es decir, quedan aún treinta más, que vendrán dentro de dos días. Les quedaba algo que hacer por allá, y además no convenía que viniéramos todos juntos. Algunos sirvieron en las filas cuando la guerra, y todos estos jovenzuelos son hijos de antiguos soldados de nuestro regimiento y le conocen a usted por lo mucho que hablaban sus padres del valiente coronel Baselga. ¿Verdad, hijos míos?
Aquellos mocetones contestaron muda y afirmativamente con tal energía, que parecía iba a salírseles la cabeza de los hombros.
—Ya veo que es gente que promete —dijo el conde— y de seguro que con ellos pueden hacerse muy buenas cosas.
Veinte sonrisas estúpidas acogieron agradecidas el cumplido.
—Póngalos usted a prueba y verá. Son fieras y más cuando se trata de reñir por el rey legítimo. Conque, señor conde, ¿cuándo daremos el grito? Por que yo supongo que no nos habrá usted llamado, gastando tanto dinero, por el sólo placer de vernos.
—Ya hablaremos de eso. Ven solo esta tarde y te diré lo que hemos de hacer. ¿Necesitas dinero?
—¡Quiá!, no, señor. Con los tres mil duros que usted envió he tenido de sobra para dejar algo a las familias, y traer esta gente y la que ha de venir, y aún queda para mantenerse muchos días aquí.
—Así que necesites más dinero avísamelo. Ahora marchaos y procurad ir por Madrid en pequeños grupos sin llamar la atención. Hasta la vista, muchachos y tú, Fermín, te espero esta tarde.
Salió la horda con el mismo estrépito, saludando con sus boinas al conde, y llevando al frente como cuidadoso pastor al tío Fermín, que había tomado ojeriza al portero, pues al verle en la escalera blandía su garrote de un modo poco tranquilizador.
Perdiéronse escalera abajo los trotes de aquella tribu, arrancada de lo más abrupto de las montañas navarras y llevada a Madrid por la voluntad del conde. En la antecámara, no quedaron como recuerdos de la invasión más que las manchas de barro en la alfombra, y un nauseabundo olor a salud.
La baronesa experimentó gran alarma con aquel acontecimiento inesperado.
Por más que esforzaba su imaginación, no podía adivinar cuáles eran aquellos propósitos que su padre ocultaba con tanto misterio, y por qué había hecho venir tanta gente desde Navarra.
Comprendía que el padre Claudio sabía más que ella en aquel asunto; pero por no merecer de él una reprimenda, ni oír que su curiosidad se mezclaba en todo, no avisó al jesuita de lo ocurrido, como en el primer momento lo pensó.
Quiso aquella tarde sorprender algo de la conversación del conde con el viejo navarro, pero no pudo lograr su intento, pues Baselga, como de costumbre cuando tenía que tratar algo en secreto, había cerrado la puerta de una habitación anterior a su despacho.
La baronesa hubo de contener forzosamente su curiosidad, que se excitó dos días después con motivo de otra visita que hizo el tío Fermín, con más numeroso acompañamiento, y con el mismo estruendo, aunque sin tener choques con el obeso portero.
Eran treinta mozos los que el viejo navarro presentaba al conde, diciéndole que acababan de llegar en el tren de la mañana, y que estaban tan deseosos de ver a su noble jefe, que no había podido disuadirles de tal visita.
La baronesa, que oculta tras el mismo cortinaje de la antesala, presenciaba la escena, se alarmó más aún y pensó con terror si su padre haría desfilar por aquella casa a todo su antiguo regimiento.
No creía ella ya, que en aquello pudiera tener parte el padre Claudio, y se propuso revelarle lo que ocurría aunque el jesuita le reprochara su curiosidad.
Envió al portero a la casa residencia de los jesuitas, con una esquela en que rogaba al padre Claudio pasase a verla cuanto antes, y a su director espiritual, el padre Felipe, le comunicó cuanto ocurría en aquella misma tarde, pues no podía contener más tiempo la extrañeza producida por tan inesperados sucesos.
Estaba la baronesa muy ocupada en comentar con su director espiritual aquellas misteriosas maquinaciones de su padre, cuando entró la doncella a quien doña Fernanda había encargado que espiara todos los actos del conde.
—¡Señora, señora! —dijo apresuradamente la joven—. El señor ha bajado hace un rato a las cuadras y ha hecho desocupar el cuarto del forraje.
—¡Bien! ¿Y qué? —contestó la baronesa no comprendiendo que tal noticia pudiera causar tanto azoramiento.
—Que acaban de llegar dos carros con unos cajones muy pesados, y a fuerza de muchos brazos acaban de colocarlos en el depósito del forraje.
—¿Y qué contienen los cajones?
—Agustín, el cochero, que ha ayudado a colocarlos y hablado con los mozos, acaba de decirme que tienen dentro carabinas.
—Será una broma —dijo la baronesa palideciendo.
—No, señora. Yo he oído el ruido de los cajones al descargarlos, y aseguro a la señora que contienen objetos de hierro. Indudablemente son armas.
La baronesa y su amigo se miraron asombrados haciéndose mudamente la misma pregunta. ¿Para qué serían aquellas armas?
—¿Y dónde está el señor? —preguntó doña Fernanda.
—Vigilando y dirigiendo la colocación de los cajones. Uno de éstos, dice Agustín, que lo han descargado con precaución, pues contiene cartuchos que pueden dispararse con facilidad.
A la baronesa le pareció que ya se bamboleaba la casa conmovida por una explosión, y con acento algo angustiado, dijo a su doncella:
—Vuelve a ver lo que hace el señor y Dios quiera que no nos suceda una desgracia.
Doña Fernanda y su director espiritual se entregaron a los más aventurados comentarios, creyendo cuando menos que el conde trataba de verificar un alzamiento carlista en el mismo Madrid.
Era preciso poner aquello en conocimiento del padre Claudio, y su subordinado, el robusto y potente confesor se comprometió a manifestarle la urgencia con que la baronesa solicitaba su presencia.
A la mañana siguiente, el padre Claudio antes de la hora en que acostumbraba a ir a Palacio, entró en el salón de doña Fernanda.
Ésta que le aguardaba hacía ya mucho tiempo y que como de costumbre se había vestido y acicalado con elegancia para recibir dignamente al poderoso jesuita, se abalanzó a él, exclamando con doloroso acento:
¡Oh, padre mío! ¿Qué va a suceder aquí? ¡Con qué impaciencia le aguardaba! Creo que ya sabrá usted lo que ha hecho mi padre.
—Sí, hija mía. Este suceso lo aguardaba yo hace algún tiempo; pero siéntate y hablemos con calma, pues el asunto lo merece.
Sentáronse los dos en un sofá y el jesuita, dijo adoptando un aire paternal.
—Vamos; hija mía. Cuéntame todo lo sucedido ayer. El padre Felipe me ha dicho algo, pero deseo que seas tu quien me diga lo ocurrido, con todos sus detalles.
La baronesa hizo la relación de todo lo sucedido. La llegada de los navarros, el almacenaje de las armas, el gran susto de los criados que sabían todo lo que ocurría y el no menor que experimentaba ella,
pues comprendía que de todo aquello nada bueno podía salir.
—Y tú —dijo el jesuita— ¿qué intenciones le supones a tu padre? ¿Por qué crees que hace todas esas cosas que resultan tan extrañas?
—Yo, padre mío, la verdad; no sé cuál pueden ser sus ideas. Ahora, afortunadamente, estamos en una época tranquila, el partido carlista no piensa en conspiraciones y al ver yo estos preparativos guerreros de mi padre, casi llego a sospechar si estará loco.
El padre Claudio sonrió como halagado por estas últimas palabras, y dijo a su admiradora:
—¿Recuerdas que un día vine aquí con un sabio irlandés, el doctor O’Connell? Tú estabas en una junta de cofradía y encargué al ayuda de cámara de tu padre que te participase la visita. ¿Lo recuerdas?
—¡Oh!, sí; perfectamente. Vino vuestra paternidad con un sabio que estaba de paso en Madrid y que se marchaba aquella misma noche. El doctor O’Connell, según usted me dijo después, es un sabio de gran reputación y además un buen católico y amigo de la Orden. Ya ve usted que me acuerdo.
—Pues bien; aquella visita que parecía insignificante tenía gran importancia. Yo traje aquí a O’Connell con toda intención.
—También ha traído usted al famoso doctor Peláez, con el que ha simpatizado mucho mi padre.
—También ha sido intencionadamente. Necesitaba que la ciencia viniese a ratificar una sospecha que hace tiempo abrigaba yo.
—¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que usted cree padre Claudio? ¡Oh! ¡Dígamelo por Dios!
La baronesa demostraba gran excitación. Pero ésta era producida más por la curiosidad que por la zozobra dolorosa que en toda hija produce un riesgo que amenaza a su padre.
—¡Calma, hija mía, calma! No te inmutes y conserva la serenidad que en estas circunstancias es más necesaria que nunca. Comprendo que mis palabras te impresionaran desagradablemente, pero debes tener valor.
Y luego añadió, bajando la voz y mirando a todas partes como si temiera ser oído: —Tu padre está loco.
Y doña Fernanda, por toda contestación, murmuró:
—Me lo temía.
Quedaron en silencio los dos, y pasados algunos minutos de reflexión la baronesa preguntó a su ídolo:
—Pero dígame vuestra paternidad: ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo ha venido usted a convencerse de la locura de mi padre?
—¡Oh! Es muy largo de contar. Procuraré decírtelo brevemente. Tu padre ha caído en la extraña monomanía de querer arrebatar Gibraltar a los ingleses y hace ya muchos meses que no se ocupa de otro asunto. La idea siempre fija de alcanzar gran renombre como sus antiguos compañeros de armas, le ha hecho incurrir en tal manía y él que, como sabes, no ha sido nunca gran aficionado a los libros, estudia ahora con tenacidad las obras militares y ha conseguido hacerse un sabio. Las fortificaciones de Gibraltar las conoce perfectamente, y hace poco tiempo aquel viaje que emprendió y del que tan mal humorado vino, no fue a sus posesiones de Castilla la Vieja. La baronesa, que oía la relación con extrañeza y curiosidad, no se pudo contener.
—Pues, ¿a dónde fue? —exclamó.
—A Gibraltar, de donde le arrojó la policía inglesa, sin duda, porque con sus imprudencias excitó sus sospechas. Él mismo me lo ha contado, pues por una extraña casualidad le inspiro gran confianza. Su manía le induce principalmente a considerar a todos sus amigos como cómplices de la conspiración y les comunica sus planes.
—Yo que conozco su carácter y sé que es terrible cuando se irrita, procuro no contradecirle y consiento que me trate como compañero de conspiración. Lo mismo le ocurre a Joaquinito Quirós, que hace tiempo se apercibió de las manías del conde. Al principio eran éstas inofensivas y se limitaban a risueñas esperanzas y planes que no se habían de realizar; pero poco después tomaron un carácter alarmante, hasta tal punto, que hoy puedo asegurarte, hija mía, que si tú en representación de toda la familia no tomas medidas enérgicas, ese loco puede perturbar no solamente esta casa sino España entera, creando un conflicto internacional en el que indudablemente perderá la vida. Figúrate que ha comprado armas y ha llamado esa gente que tú ya conoces, con el descabellado propósito de apoderarse de Gibraltar por sorpresa, y habla de esta empresa imposible con la misma naturalidad que don Quijote hablaba de las más tremendas aventuras. Tan parecido es al loco hidalgo manchego, que toma ya por gigantes los molinos de viento, pues a un doctor lo convierte en capitán, metiéndolo imaginariamente en su conspiración.
—¿Cómo es eso?
—Se ha empeñado en que el sabio doctor O’Connell es un capitán irlandés de guarnición en Gibraltar y que se ha comprometido a ayudarle en su aventurada empresa.
—¿Pero cómo puede haberse forjado tal idea? Eso es un disparate.
—¿Qué te extraña, hija mía? Si no pensase tan absurdamente no sería un loco. Indudablemente lo que sueña en su desordenada imaginación lo cree una realidad y por esto afirma tan seriamente que el doctor es un militar comprometido en la patriótica conspiración.
—Pero en algo se fundará para hacer tales afirmaciones.
—En nada absolutamente, querida hija. El doctor O’Connell tuvo con él una larga conferencia de la que fui testigo, y en ella no se trató nada que pudiera servir de base a tales ilusiones. Es verdad que el conde habló de Gibraltar con esa exaltación que siempre le acomete cuando trata de ese plan tan funesto para su razón; pero el doctor, ocupado en observarlo, apenas si le contestó, fijándose únicamente en las muestras que daba de enajenación mental. Salimos mi amigo y yo de la visita sin que pudiera imaginar el efecto que ésta había de producirle, y al día siguiente, al volver aquí, mi sorpresa no tuvo límites cuando el conde me preguntó por el capitán O’Connell y si éste tardaría mucho en indicarle por conducto mío el momento oportuno para dar el golpe sobre Gibraltar. Pero mi asombro se trocó en miedo cuando me habló de traer de Navarra hombres de confianza y comprar armas. Temblé pensando en los terribles compromisos que su locura iba a traer sobre esta casa para mí tan querida, y busqué inmediatamente al amigo Peláez, encargándole que estudiase atentamente la enfermedad del conde.
Doña Fernanda estudiaba fijamente a su poderoso amigo como si intentase adivinar en su frente pensamientos muy opuestos a su palabra.
La aristocrática devota se había rozado demasiado con gentes cuya facultad predominante era la astucia, para no presentir que allí debía haber algo extraño e importante que el buen padre le ocultaba.
Sentíase inclinada a la desconfianza, pero al mismo tiempo era tan pura la mirada del jesuita, tenía su rostro tal expresión de inocencia, que la devota se sentía arrepentida de sus sospechas.
El padre Claudio podía jactarse de ser dueño absoluto de su voluntad y tener en la baronesa una sierva sumisa.
No; ella a pesar de todos sus presentimientos no quería recelar nada; no se sentía capaz de pensar mal de su poderoso amigo y estaba dispuesta a creer a ojos cerrados cuanto el jesuita le dijera. Además, no le desagradaba aquello de que el conde fuese declarado loco, y pensaba con fruición en que por tal procedimiento se realizarían sin obstáculo alguno, los planes que sobre el porvenir de Enriqueta se habían forjado ella y el jesuita.
Pensando en tan halagüeña idea, se le escapó una sonrisa de complacencia, y como llama de atalaya que hace una señal en la oscuridad de la noche, en el fondo de la mirada del padre Claudio brilló una luz fugaz y extraña. Aquel chispazo contestaba a la sonrisa. Se daban ya por entendidos el maestro y la discípula.
Doña Fernanda se había decidido ya a creer en la locura de su padre. Ella sabía lo que significaba tal locura, sobreviniendo poco después de negarse el conde a las demandas del jesuita; pero sentía tranquila su conciencia, más que todo, por la naturalidad simple y terrible que presentaba el asunto y que hacía honor a la preparación jesuítica.
La cosa era sencilla y no daba lugar a dudas. Baselga ya no era el mismo de un año antes. Se había fijado tenazmente en su cerebro un plan imposible y el que antes era un ser misantrópico y silencioso, mostrábase ahora exaltado y locuaz. Esto no era suficiente para declarar a un hombre loco, pero allí estaban como acusaciones poderosas e indestructibles, el empeño en convertir a un sabio doctor en capitán del ejército inglés, la llamada de aquella turba de feroces navarros, la compra de armas y sobre todo el testimonio del doctor Peláez, aquella lumbrera científica del mundo elegante, que golpeándose el pecho con sus rudas manazas, manifestábase dispuesto a jurar ante Dios si era preciso, que Baselga estaba más loco que muchos reclusos en los manicomios. Ella volvía a repetirse que no sentía intranquilidad en la conciencia. Tenía la obligación, como buena católica, de creer a un santo varón tan respetable como el padre Claudio, y desechaba como inspiraciones del demonio las sospechas que la acometían. Ella no pecaba creyendo a su padre loco, aunque la razón la aseguraba todo lo contrario. Se lo decía el respetable jesuita y ella con creerlo, quedaba libre de toda responsabilidad. ¡Oh! ¡Cuan cómoda era aquella fe!
El padre Claudio adivinó con su natural perspicacia, lo que pensaba aquel ser tan supeditado a su voluntad y seguro ya de su obediencia siguió adelante.
Habló a la baronesa de la necesidad en que estaba de prevenir los peligros que pudiera ocasionar la locura de su padre y le pintó con sombríos colores cuál iba a ser la suerte de éste si permanecía libre como hasta el presente.
—Tú no llegas a imaginarte lo peligroso que es para su familia y hasta para su propia persona un loco dominado por tan extraña manía como la del conde. Hasta la paz de la nación peligra si tu padre permanece como hasta el día dueño por completo de sus acciones. Figúrate que mañana mismo, tenaz en su idea de que el doctor O’Connell es un capitán que le ayuda dentro de la plaza de Gibraltar, se le ocurre valerse de sus armas y de esos hombres que ha reunido y se dirige a la posesión inglesa, intentando entrar en ella en son de guerra. Las autoridades británicas, que no reparan gran cosa en apreciar locuras, lo ahorcarían indudablemente en tal caso y todo el mundo te señalaría a ti como responsable de tan afrentosa muerte, pues conociendo a tiempo su locura no habías evitado sus consecuencias.
—¡Jesús! —exclamó la baronesa con afectado horror tapándose el rostro con las manos.
—Vamos, hija mía; hay que tener presencia de ánimo y no entregarse al dolor. Hoy aún estamos a tiempo para evitar tales horrores, si es que tú tienes la suficiente firmeza para adoptar una resolución que ponga en seguro la existencia de tu padre y la paz de esta casa.
—¡Oh! Diga usted, reverendo padre, ¿qué debo hacer?
—Ante todo, hay que buscar a varios doctores de reconocida capacidad para que celebren una consulta sobre la salud del conde y enterados suficientemente de sus nuevas costumbres y extrañas ideas, digan si está loco o no.
—Estoy dispuesta a ello y llamaré a los doctores que usted me indique.
—Basta con que llames a uno, los otros los convocará el doctor Peláez, que puede apreciar mejor que nosotros el mérito de sus compañeros de facultad.
—¿Y a quién tengo que llamar yo?
—Al doctor Zarzoso, ese célebre catedrático de la Escuela de Medicina, que tanto ruido mueve con sus conferencias públicas sobre enfermedades mentales. ¿A quién mejor podemos confiar el diagnóstico de la enfermedad de tu padre? ¡Oh! Estate segura de que si don Antonio Zarzoso nos declarase locos a nosotros dos, no habría nadie en el mundo que dudase de sus palabras. Puedes escribirle hoy mismo rogándole que te diga a qué hora podrá venir mañana a examinar al conde. El tal doctor es un hombre de perversas ideas políticas, un revolucionario recalcitrante, que, aunque valiéndose de rodeos, aprovecha todas las ocasiones que se le presentan para atacar nuestra santa fe; pero sabe mucho, es un portento de ciencia, y en ocasiones como ésta, resulta necesario valerse de sus superiores conocimientos.
—Le llamaré, reverendo padre. Un criado le llevará inmediatamente mi carta en que le rogaré venga mañana mismo.
—El doctor Peláez vendrá con los dos compañeros que elija, y la consulta se llevará a cabo. Yo, en interés tuyo y de esta casa, me resignaré a asistir a la consulta, pues tal vez el doctor Zarzoso quiera interrogarme sobre las costumbres y el carácter del conde.
—¡Oh, gracias, padre mío! ¡Cómo agradecer tantas bondades! Hablaron aún mucho rato el jesuita y la baronesa sobre la locura del conde, y cuando el primero hubo determinado bien hasta en sus últimos detalles lo que su aristocrática subordinada debía decir en la consulto al día siguiente, se despidió de ella alegando sus muchas ocupaciones.
Al atravesar la antecámara el padre Claudio habló con el ayuda de cámara del conde:
—¿Está el doctor Peláez con tu señor?
—Sí, reverendo padre. ¿Quiere usted que le dé algún recado?
—Ahora no; sería interrumpir su conversación con el conde y estorbarlos en importantes ocupaciones. Si tarda a marcharse, puedes entrar de aquí una hora y decirle que le aguardo en mi casa.
El padre Claudio se fue. Cuando una hora después el doctor Peláez entró en el despacho del poderoso jesuita, estaba éste completamente solo y papeleando con la misma suprema atención que cuando era joven. Aquel hombre se sentía en su elemento y experimentaba un inmenso placer, cuando hojeaba aquellos legajos, inmenso registro de las vidas de muchos miles de seres que encerraba secretos importantes y era como un cementerio moral donde dormían los nombres más conocidos, mostrando el esqueleto descarnado de su vida, el carácter secreto, sin convencionalismos sociales que encubren los defectos, ni excusas engañosas que desfiguran los crímenes. Revolviendo aquella necrópolis de papel emborronado el padre Claudio se agigantaba apreciando en toda su magnitud su poderosa omnipotencia, y al tomar en sus manos uno de los legajos, su peso le parecía el del mundo entero que podía estrujar a su placer.
El doctor Peláez entró en el despacho transfigurado. A sus elegantes clientes les hubiese costado algún trabajo reconocer en aquel hombre grave, cabizbajo y con aire de siervo rastrero que se humilla, su doctor alegre, chismoso y bromista, que tanto alegraba a los enfermos.
El padre Claudio le miró de un modo muy distinto que cuando lo encontraba en los salones de la alta sociedad.
Ahora ya no eran dos amigos, sino que el subordinado comparecía ante el superior omnipotente y absoluto.
—Siéntese usted, doctor —dijo el padre Claudio—. ¿Cómo está el conde?
—Lo mismo que siempre. Esta tarde, como de costumbre, hemos hablado de Gibraltar. Dice que sólo espera el aviso de O’Connell y que todo lo tiene preparado para ponerse en camino y dar el golpe.
—¿A qué altura se encuentra de demencia?
—Reverendo padre; el conde está tan loco como vuestra paternidad o como yo. Es cierto que en él hay algún desarreglo de las facultades mentales, que esa idea de conquista le obsesiona hasta el punto de excitar demasiado su imaginación; pero de esto a la locura hay mucha distancia. El padre Claudio hizo un gesto terrible y el médico tembló.
—Doctor Peláez; es usted un imbécil, que no sabe una palabra de medicina. Yo le digo a usted que Baselga está loco.
Y al decir esto, miraba con tal aire de autoridad avasalladora a Peláez, que éste, como si fuese el eco de las palabras del jesuita, dijo rotundamente:
—Está loco: efectivamente.
—Muy bien. Veo que ya va sabiendo usted algo más de medicina. El conde de Baselga está loco y en la consulta que usted como médico de la casa tendrá mañana con el célebre alienista Zarzoso, es preciso que sepa relatar perfectamente la historia de la enfermedad y que cuente todos los detalles justificativos de modo que nadie pueda dudar que el conde es víctima de una enajenación mental. Resulta esto necesario para que la familia pueda conducirlo a un manicomio.
—Difícil es eso, reverendo padre.
—Claro; es más fácil contar chascarrillos en las tertulias, y alborotar a las pollas con cuentecillos de color rosa; pero aquí no lo hemos encumbrado a usted por el gusto de que la aristocracia tenga un bufón más, sino para que nos sirva siempre que lo necesitemos. Usted no está autorizado para decir si una cosa es fácil o difícil; usted lo que debe hacer es cumplirla a ojos cerrados, y… en paz.
—La cumpliré, reverendo padre. Sólo temo no saber hablar de un modo que convenza a mis colegas.
—Yo estaré allí.
—De ese modo ya estoy más tranquilo.
—Ya puede usted apreciar el modo más adecuado de hacer la historia de la locura de Baselga. He aquí la síntesis. Primero, un hombre ensimismado, malhumorado, misántropo; después se le ve dedicarse con ahínco a los estudios militares, habla de gloria a todas horas, cambia de carácter rápidamente, se irrita con frecuencia al mismo tiempo que siente retoñar en él los apetitos juveniles, y se lanza al mundo elegante de que antes huía, bailando como un muchacho y adoptando el aspecto de un viejo verde. La idea absurda y estupenda de conquistar a Gibraltar la acaricia en secreto y al fin, acaba por revelarla a varios amigos de confianza. Yo, que soy uno de éstos, y a quien empiezan a inspirarme cuidado las ideas estrambóticas del conde, aprovecho el rápido paso por Madrid de un amigo mío, reputado médico irlandés llamado O’Connell, y lo llevo a casa de Baselga. La conferencia es tranquila. El conde, habla como siempre de su plan sobre Gibraltar, el médico le contesta cuatro generalidades con el único fin de hacerle hablar más y estudiar mejor su pensamiento, y termina la visita sin que ocurra ningún incidente, y sin que O’Connell dé motivo alguno para que el pobre loco crea que él es un capitán del ejército inglés, que se propone ayudarle en la conquista del Peñón. Al día siguiente, yo veo con el mayor asombro que el conde tergiversa las cosas del modo más lamentable, y que tiene por militar al que sólo es un doctor y supone que dentro de la posesión inglesa hay quien secunda sus planes. Esto me produce una inmensa alarma, y entonces yo le busco a usted para que estudie la enfermedad del conde, y usted, por datos que tendrá recogidos, probará claramente a sus colegas que Baselga está loco de remate, añadiendo que tan tenaz es su manía patriótica y conquistadora, que también lo considera a usted como uno de los conjurados, y le expone sus planes. Además puede usted asegurar al doctor Zarzoso, que a él en el momento que visite al conde, también éste lo considerará como un auxiliar para la conquista.
—Pero… reverendo padre. ¿Cómo vamos a conseguir esto último? ¿Y si el conde recibe a mis colegas como simples médicos y no quiere hablar de su famoso proyecto? ¿Cómo nos arreglaremos entonces para probar su locura?
—No se ocupe usted de eso, señor Peláez. Es cuenta mía y ya sabré yo arreglar las cosas para que el éxito sea a nuestro gusto.
—Procuraré, reverendo padre, cumplir sus órdenes y proceder de modo que la Orden no quede descontenta de mí.
—Hará usted perfectamente. Ésta es la primera vez que necesitamos de sus servicios para un asunto serio. Hasta ahora no ha hecho usted más que vigilar por nuestra cuenta a ciertas familias y darnos relación exacta de sus acciones. Servicios de poca importancia, menudencias que no merecen mucho agradecimiento. Ya empieza usted a devolver lo mucho que nos debe y es preciso que en este asunto se extreme y aguce el ingenio para que no podamos tacharle de ingrato. Piense usted ante todo, que si hoy se ve bien recibido en la alta sociedad y vive en la opulencia, a nosotros nos lo debe y que así como lo hemos elevado, podemos hacerle caer en la ruina de un solo golpe. Procure, pues, no dejar descontenta a la Orden.
—Reverendo padre: soy de la Compañía en cuerpo y alma.
—Pues a eliminar al conde de Baselga del mundo de los cuerdos.
—O el doctor Peláez no sirve para nada o mañana el conde es declarado loco.
—Así sea, querido doctor. Con ello libraremos a una familia católica del yugo de una obstinación impía, y la Orden recibirá un refuerzo de importancia para continuar su obra sublime de conquistar el mundo en nombre de Cristo. Considere usted si el servicio que yo le exijo es meritorio y digno de santa alabanza.
La baronesa de Carrillo vivía en el palacio de su padre con completa independencia.
Ocupaban sus habitaciones una gran parte del primer piso y sólo dos o tres piezas, las más sombrías, por tener sus vistas al patio, eran las reservadas al jefe de la familia, que vivía en completo aislamiento, y únicamente iba en busca de su hija Enriqueta cuando tenía que acompañarla a una fiesta de sociedad.
Entre las habitaciones de la baronesa y las del conde, aunque sólo estaban separadas por la antecámara, parecía mediar un abismo.
El odio de la falsa hija y la indiferencia del padre, que sabía bien a que atenerse acerca de la sangre que circulaba por las venas de la baronesa, impedían toda relación entre los dos, y de aquí que sólo se viesen en el comedor, donde cambiaban algunas frías palabras. Esta falta de comunicación en que ambos vivían, creaba en aquella casa dos mundos distintos que seguían sus rumbos, sin rozarse ni aparentemente el uno con el otro.
Baselga no ponía nunca los pies en las habitaciones de su hija mayor, ni se preocupaba de las visitas que ésta recibía y de sus místicas tertulias.
En cuanto a la baronesa, ésta no se ocupaba aparentemente de la vida que hacía su padre, ni hacía preguntas a sus criados, pero era porque su chismosa doncella, mediante generosas recompensas, se encargaba de averiguar lo que el conde hacía desde la mañana hasta la noche y qué gentes entraban a visitarle en su despacho.
A esta separación era debido que Baselga no se enterara de lo que contra él se tramaba en el salón de su hija, ni se apercibiera de las personas a quienes ésta recibía.
De este modo nada supo de la reunión que se verificaba en dicha pieza a las once de la mañana, o sea a la hora en que él, con los codos apoyados en su mesa de trabajo y la cabeza entre las manos, reflexionaba sobre su célebre plan que nunca se cansaba de acariciar.
Media hora antes, habla estado con él su íntimo amigo, el padre Claudio, para anunciarle de allí a poco rato la visita de tres individuos del comité patriótico que dirigía Peláez, los cuales se mostraban ansiosos de conocer al grande hombre encargado de dar el golpe sobre Gibraltar.
El jesuita había salido poco después anunciando que iba a visitar a la baronesa en sus habitaciones, y efectivamente, allí estaba hablando con ella, en un rincón, explicándole con cierta vehemencia el modo en debía recibir al doctor Zarzoso.
De pie, junto a una ventana, estaba Peláez mirando atentamente a la calle, y sentados en grandes sillones, con la expresión de hombres que se encuentran en un sitio que no les inspira confianza, figuraban los dos médicos que el doctor de la aristocracia había buscado para que sirviesen como de coro a la consulta médica que se preparaba.
Eran dos facultativos insignificantes, dos médicos vulgares a quienes protegía Peláez dándoles las migajas de su clientela, y de los que disponía a su antojo como verdaderos autómatas.
A pesar de su título académico, consideraban a Peláez como un oráculo; su falta de ciencia les hacía creer, como a toda la alta sociedad, que el aristocrático médico era un portento de sabiduría, y bastaba que éste abriese la boca para que los dos acólitos comenzasen a mover la cabeza para apoyar con signos de aprobación todas sus palabras.
Paró en la calle un carruaje y Peláez se retiró de la ventana diciendo con precipitación:
—Ya está ahí. Su berlina ha parado en la puerta.
El rato que transcurrió hasta la presentación del famoso catedrático, lo empleó la gente que estaba en el salón en colocarse convenientemente.
Los dos médicos limitáronse a incorporarse un poco en su sillones; pero la baronesa y el jesuita levantáronse de sus asientos para colocarse en el sofá, donde doña Fernanda, estrujando nerviosamente su pañuelo y ladeando dolorosamente su cabeza, tomó una actitud trágica.
El padre Claudio estaba a su lado como esforzándose en inspirarle valor, y Peláez colocose modestamente en un ángulo del salón con toda la actitud de un hombre eminente, que en obsequio a un sabio que le sobrepuja, quiere hacerse pequeño e insignificante.
Un criado anunció al doctor Zarzoso, y éste entró inmediatamente en el salón.
Era un hombre de cincuenta años, de estatura regular, que disminuía una excesiva obesidad; de rostro cetrino, cano bigote cortado a cepillo, cráneo algo despoblado y reluciente, y frente anchurosa, cruzada por una arruga vertical que nacía entre las dos cejas y que se marcaba de un modo alarmante apenas estallaba en él el mal humor.
Todo en él denotaba a un hombre testarudo e inflexible, capaz de reñir a puñetazo limpio con la ciencia, si ésta, después de hacerle entrever alguno de sus misterios, se empeñaba en ocultárselo.
Llevaba un gabán azul abrochado hasta el cuello y muy estrecho, por lo que marcaba demasiado su prominente abdomen, y sus ojuelos brillaban tras los cristales de sus gafas de oro, con la expresión de un hombre desconfiado y tosco, que en su franqueza llega sin notarlo hasta la grosería.
Era el verdadero tipo de ese sabio que aparece en comedias y novelas y que ha llegado a hacerse popular. Su despreocupación era ya legendaria en la escuela de Medicina; sus frecuentes distracciones muchas veces de carácter cómico, daban mucho que reir a alumnos y practicantes, y resultaba típico en él su odio a esas ridículas conveniencias sociales creadas por la aristocracia.
Aborrecía el confort, se burlaba de las modas y recordaba con fruición la feliz edad en que no había encontrado aún un inteligente protector que le dedicase a la ciencia costeándole la carrera y era él todavía un aprendiz de carpintero, travieso como un diablo, que con el saquillo al hombro iba al taller peleándose de paso con todos los chiquillos de la calle. Empeñado en recordar su primera edad, el doctor Zarzoso, el profesor insigne a cuyas conferencias sobre enfermedades mentales acudía todo el mundo científico y literario de Madrid, y de cuya sabiduría se hacían lenguas todas las revistas profesionales de Europa, hacía la vida de un obrero; comía tan vulgarmente como un albañil, y con una tiranía que resultaba chusca, dirigía las más atroces censuras a aquellos de sus jóvenes discípulos que, deseosos de deslumbrar a elegantes hermosuras, vestían con arreglo a la última moda.
Sus opiniones políticas y religiosas eran el perpetuo motivo de entusiasmo de sus alumnos y la conversación obligada en los salones de esa clase social que inspirada por el fanatismo arrastra a su casa un pedazo de Iglesia.
Aquel hijo del pueblo, elevado a las sublimes alturas de la ciencia por sus propios esfuerzos y por la característica terquedad que le hacía pasar por encima de toda clase de obstáculos, inspiraba un terror casi supersticioso a las buenas gentes devotas.
Sus explicaciones materialistas, aquel ateísmo de que hacía gala con cierta afectación, sin duda porque le divertían los aspavientos de los fanáticos escandalizados, formaban alrededor de su nombre una terrible leyenda.
A pesar del horror que sentía hacia su persona la gente devota y esa inmensa masa indiferente que no cree en nada, pero que se muestra profundamente religiosa mientras esto le produce algún resultado material, nadie ponía en duda sus conocimientos científicos, y era general la opinión de que nadie como él podía dedicarse a la curación de las enfermedades.
Era un hombre terrible, un réprobo, un monstruo, un insensato que no creía en Dios ni en los reyes, que se mostraba partidario de la República, y hablaba pestes contra el Papa; pero a pesar de esto, no había familia aristocrática, ni príncipe de la Iglesia que vacilase en llamarle apenas tenía necesidad de sus servicios.
En sus relaciones con los clientes tenía el doctor Zarzoso grandes extravagancias, según afirmaban sus compañeros de facultad.
Una vez se hizo pagar dos mil duros por haber curado a un opulento canónigo de una enfermedad mental casi insignificante. Esto nada tenía de particular según sus compañeros; pero lo que en su concepto resultaba absurdo es que al mismo tiempo dedicase gran parte de su tiempo e hiciese nuevos estudios para la curación de un cerrajero al que apenas conocía y a quien el doctor tuvo que conducir por fin a un manicomio, entregando antes a su mujer los dos mil duros del canónigo para que se dedicara a una pequeña industria y mantuviera a sus cuatro hijos.
El doctor Zarzoso se indignó de un modo terrible un día en que se atrevieron a preguntarle por qué procedió de aquel modo.
—Déjenme ustedes en paz —gritó dirigiéndose a los otros catedráticos—. Si yo tuviese el poder que se le supone a ese tal Dios a quien nadie ha visto, irían las cosas de otra manera, pues sería un terrible nivelador. Entretanto, procuro quitar lo que puedo a los favorecidos por el reparto social para dárselo a los despojados que mueren de miseria.
Eran horribles las teorías de aquel sabio endemoniado. Con ellas ¿a dónde iría a parar el mundo?
Las gentes indiferentes sólo reconocían en el doctor un gran defecto, y éste tan arraigado, que difícilmente podría nunca despojarse de él.
Era tan apasionado por sus ideas políticas y religiosas, y tan rudamente se encasillaba en ellas, que miraba con odio a todos los que no pensasen del mismo modo que él, y si buscaban los auxilios de su ciencia los trataba con tantos escrúpulos como un brahamán que se viera obligado a poner sus manos sobre un paria de la India.
Toda la inmensa paciencia y los cuidados maternales que dedicaba a cuantos enfermos no le inspiraban ninguna preocupación, lo trocaba en mal humor y aspereza cuando tenía que curar a algún ser que en su época de sana razón se había distinguido como ardiente defensor de rancias y tradicionales ideas.
En él estaba arraigada la creencia de que todo fanático es un loco, pero no quería comprenderse en esta regla general, porque nunca llegó a pensar que él fuese otro fanático, aunque de las ideas más opuestas.
Al entrar el doctor en el salón de la baronesa todos los hombres se levantaron, haciéndole un respetuoso saludo.
El señor Zarzoso, al ver a doña Fernanda, que suponía sería la señora que le había llamado, avanzó hacia donde ella estaba, dirigiendo al mismo tiempo una escudriñadora mirada a las otras personas que ocupaban el salón.
Tanto el padre Claudio como los dos médicos le eran desconocidos personalmente; pero al mirar al doctor Peláez hizo un gesto de desagrado, como si se encontrara en presencia de una persona molesta y antipática.
El sabio cuya rudeza casi era legendaria, odiaba con todo su apasionamiento característico a aquel médico aristocrático, bufón científico que cifraba todo su renombre en hacer reír a los enfermos de alta categoría.
El tal Peláez venía a ser la continua preocupación del doctor Zarzoso. Por esto le agobiaba con burlas crueles y sarcasmos terribles; pero el aristocrático doctor, ducho en el arte de doblar reverentemente el espinazo, contestaba siempre con lisonjas y adulaciones, lo que aumentaba todavía más el mal humor en el rudo sabio, puesto que odiaba aún más los procedimientos rastreros que el charlatanismo científico.
Peláez no ignoraba la poca simpatía que le tenía el célebre profesor y de aquí que, a pesar de toda su serenidad, se inmutase un poco al verse en su presencia.
—Querido maestro —dijo inclinándose servilmente y con acento propio del que experimenta una gran satisfacción—. ¡Cuán inmensa es mi alegría al tener la honra de…!
El médico de la alta sociedad no pudo continuar. El doctor Zarzoso le había mirado despreciativamente con sus ojillos grises, que en ciertos momentos parecían reír chuscamente bajo sus tapaderas de cristal y fue a estrechar la mano que le tendía la baronesa, siempre en actitud trágica y como próxima a desmayarse.
—Señora, he acudido a su llamamiento tan pronto me ha sido posible. Ahora espero que me diga usted lo que ocurre y deseo que mis servicios puedan ser de alguna utilidad.
—Doctor, se trata de una consulta. Mi padre, el conde de Baselga está gravemente enfermo y como la fama de usted como especialista en dolencias mentales es universal, me he tomado la libertad de llamarle, deseando que tenga a bien celebrar una consulta con estos señores.
—¿Con quiénes? —dijo con extrañeza el doctor Zarzoso, que estaba mirando fijamente al padre Claudio con la insolencia propia de un clerófogo rudo y empedernido.
No podía explicarse la presencia de un cura en aquella reunión que iba a convertirse en consulta científica, y por esto siguió diciendo con cierta ironía al mismo tiempo que señalaba al jesuita:
—¿Acaso el señor es también de la facultad?
—No, señor doctor. El señor, es el padre Claudio de la Compañía de Jesús, un amigo de mi niñez, un protector de mi infancia a quien considero como mi segundo padre. Como íntimo amigo de mi familia ha tratado a mi padre con intimidad y puede suministrar a la consulta datos de alguna importancia.
El jesuita se inclinó modestamente como ratificando las palabras de la baronesa, y el sabio doctor aún miró con más fijeza al sacerdote.
Había oído hablar mucho de aquel jesuita que visitaba a la reina con asiduidad, tenía gran prestigio en los centros oficiales e influía algunas veces en la vida de los gobiernos cuando éstos no tenían al frente algún general testarudo.
Siempre había sentido deseos de conocer qué clase de pajarraco era aquel jesuita que tan poderoso se mostraba, y ahora que podía examinarlo a su sabor, esforzábase en adivinar en aquel exterior de afectada humildad algún gesto, algún detalle que revelase el genio de la intriga que poseía en tan alto grado.
Pronto le sacó de su contemplación escudriñadora la voz de la baronesa.
—En cuanto a estos otros señores, ilustre doctor, son colegas de usted con los que podrá verificar la consulta. Permítame usted que los presente. El doctor don Pedro Peláez.
El aludido se inclinó con afectación y después dijo con énfasis:
—Tenía ya el honor de que el sabio catedrático me conociese, pues ya he logrado varias ocasiones en que he podido manifestarle que tiene en mi uno de sus mayores admiradores.
Peláez se quedó muy satisfecho de sus palabras; pero el sabio las acogió con gruñidos poco tranquilizadores y dijo después con sorna:
—Efectivamente, conozco al señor… ¿Y quién no conoce a esta lumbrera de la ciencia elegante, a este portento capaz de hacer reír a un moribundo con sus habilidades? Es todo un sabio que irá muy lejos, lástima que la muerte se empeñe en impedir siempre sus triunfos científicos.
Y el doctor Peláez se reía al lanzar su colega aquellas burlas crueles y ver cómo hacía esfuerzos por conservar su serenidad.
—¡Oh! Mi ilustre maestro —murmuró como si estuviese muy agradecido— siempre me distingue con su alegre benevolencia. Permítame ahora que le presente a mis compañeros.
Y Peláez hizo la presentación de sus dos compañeros aquellos médicos vulgares que con su expresión de zozobra al verse frente a aquella eminencia daban mucho que reír al doctor Zarzoso.
—He aquí —murmuró éste— dos excelentes acólitos que dirán amén a todo. Después de la presentación era necesario entrar en materia y la baronesa fue quien abordó la cuestión.
—Señor doctor —dijo con acento quejumbroso—. En esta casa después de mi padre soy yo quien por mi edad debo encararme de la dirección de ella, y por esto hoy, que con profundo dolor veo en peligro la razón del conde, me he apresurado a impetrar los auxilios de la ciencia para impedir mayores males. Mi padre está loco o al menos ésta es la opinión de todos estos señores. A mí, como hija cariñosa, me repugna creer en tal desgracia y para convencerme o afirmarme en mis esperanzas, sólo espero lo que diga el sabio que goza de tan justo renombre en esta clase de enfermedades.
El doctor Zarzoso inclinó la cabeza agradeciendo la lisonja, sin dejar de mirar aquella mujer madura y fea que se expresaba con acentos tan dramáticos y que parecía ser lista en demasía.
—Yo, señor doctor —continuó doña Fernanda—, sólo le pido, ¡por Dios y por todos los santos!, que piense bien antes de dar su dictamen que de sus palabras depende la tranquilidad de mi pobre hermana, joven inocente que no sabe nada de la dolencia de su padre, y la mía propia; pero también le pido que no nos oculte la verdad, pues de seguir mi padre como hasta hoy libre por completo teniendo la razón perturbada, podrían originarse terribles sucesos y de sus consecuencias todos me culparían a mí por no haberlos evitado a tiempo.
Peláez, los dos médicos y el jesuita hicieron signos de aprobación, y el doctor Zarzoso creyó del caso hablar:
—Efectivamente, señora, en estos asuntos hay que decir siempre la verdad, y si yo valgo algo es porque jamás la he ocultado, aun a riesgo de destrozar los sentimientos más naturales de las familias. No tema usted que yo le oculte lo que piense. Mi rudeza es bien conocida de todos cuantos me tratan, y si su padre está loco o si está cuerdo con la misma claridad se lo manifestaré. Vamos, pues, al asunto. ¿Hay algún inconveniente en que veamos al enfermo?
—No, señor doctor. Mi padre está en su despacho y pueden ustedes entrar a verlo cuando quieran.
—Eso se hará después. Ahora oigamos al médico de la casa. ¿Es el señor…?
—Peláez, para servirle, querido maestro —dijo el aludido fingiendo no comprender la malignidad de aquel olvido.
—¡Ah! Sí; dispense usted. Conoce uno a tantos… Pero esto no impide que sea un pecado imperdonable olvidar un nombre tan conocido como el de usted lo es en esta clase más selecta de la sociedad.
Peláez se mordía los labios al sentir aquellas incesantes punzadas que le dirigía el irónico maestro, y todos los presentes, a pesar de la gravedad de la situación, comenzaban a regocijarse algo en su interior, al ver el apuro del médico aristocrático tan chusco y atrevido en sus conversaciones, como tímido y rastrero con el célebre profesor.
—Vamos adelante —dijo éste, que se gozaba en el martirio de su víctima—. A ver la historia de la enfermedad.
Peláez recitó hábilmente la lección aprendida. Todo cuanto en el día anterior le había dicho el padre Claudio en su despacho, lo fue repitiendo con una expresión tal, que en sus palabras no se notaba preparación ajena y parecían el resultado de largas meditaciones científicas.
El aristocrático médico se explicó con claridad y probó la locura del conde después de afirmar que sólo se decidía a hacer tal declaración tras meditar largamente sobre el asunto.
La historia de la enfermedad fue breve, pero precisa. Primeramente el paciente, poseído de una manía heroica que le hacía ansiar la gloria, habíase decidido a realizar un plan tan absurdo como la conquista de Gibraltar, por un golpe de mano hijo de su iniciativa y sin confiar en ningún auxilio extraño. Después dominado por esta manía, había caído en otra más peligrosa, cual era considerar a todos sus amigos comprometidos voluntariamente en tan loca empresa. La visita de un médico extranjero le había hecho concebir la absurda esperanza de que dentro de la plaza inglesa había gente que secundaría sus planes, y desde este momento su locura se extremó, llegando a hacer preparativos materiales, tales como la compra de armas y el reclutamiento de hombres; medidas que podían perturbar el orden, que tenían en perpetua alarma a la familia y que hacían necesaria una resolución pronta y enérgica en la persona de aquel desgraciado que constituía un continuo peligro.
El doctor Zarzoso escuchaba silenciosamente la larga y detallada relación de Peláez y comenzaba a interesarse por el conde de Baselga, diciéndose interiormente que aquel enfermo era un caso raro y digno de estudio.
Al terminar, su compañero le interrogó con una mirada que tenía la misma expresión del cortesano que aguarda anhelosamente una expresión de su señor para celebrarla, y el doctor Zarzoso que, cuando entraba en el ejercicio de su profesión adquiría la gravedad sagrada de un augur, dijo con expresión pensativa:
—Rara es, señores, la locura del conde. En estos tiempos son más frecuentes que nunca los desarreglos mentales por el exceso de vicios y la imbecilidad producida por la degeneración progresiva de las familias; pero una manía heroica como esa que acaban de explicar, resulta cada vez más rara. Lo que mas me pasma es que unida a la locura vaya tal dosis de actividad y de raciocinio como suponen esos preparativos bélicos que, según dice el señor Peláez y afirman ustedes, ha verificado el enfermo, pero… bien considerado, de nada de esto debemos pasmarnos. El genio no es más que el hermano mayor de la locura. Si se hubiera aumentado un poco la exaltación de carácter del gran Napoleón; si en su cerebro se hubiese extremado aquel afán a lo grandioso hasta el absurdo, a lo inesperado hasta lo fantástico, es seguro que el conde de Baselga hubiese tenido un digno compañero.
El padre Claudio sonrió con cierto agrado, y los tres médicos creyeron del caso acoger con sendas inclinaciones de cabeza las palabras del ilustre profesor.
—Pero no divaguemos, señores —continuó el sabio doctor—. No perdamos el tiempo y determinemos bien la historia de la enfermedad antes de ver al paciente. Ante todo, según las anteriores explicaciones, resulta que el enfermo manifestó claramente su locura después de la visita de ese doctor irlandés, pues al día siguiente se lo representaba en su imaginación como un capitán inglés dispuesto a ayudarlo en la conquista de Gibraltar. ¿No es esto?
—Así es, ilustre maestro.
—¿Y quién trajo a esta casa a ese médico extranjero?
—Fui yo, señor Zarzoso.
Y el padre Claudio, al decir esto, sonreía humildemente.
—¿Ah? ¿Fue usted…?
El sabio miraba fijamente a jesuita y en sus ojos se leía una marcada expresión de duda. Parecía que le inspiraba fuertes sospechas la circunstancia de ser el jesuita quien arregló aquella visita tras la cual tan marcadamente se mostró la locura del conde.
—Sí, yo fui, señor doctor —continuó el jesuita ansioso por deshacer la mala impresión que adivinaba en el ánimo del profesor—. Como ha dicho antes la señora baronesa, me inspiran mucho interés su familia y todos los asuntos de esta casa, y por ello me tomé la libertad de traer aquí a mi amigo, el doctor O’Connell, para que examinase al conde, cuyo estado me inspiraba ya entonces mucha inquietud.
—¿Y quién es ese doctor O’Connell? Aquí, en Madrid, resulta desconocido. Yo conozco a todos los médicos de Europa y América que gozan de algún renombre, y de ese señor nunca he oído hablar.
—A pesar de eso, señor doctor —contestó el jesuita sin perder su serenidad, en vista de la desconfianza que mostraba su interlocutor—, mi amigo O’Connell tiene mucha fama en su patria y obtuvo grandes éxitos hace pocos años con sus explicaciones en la escuela de Medicina de Dublín. En la actualidad se dedica a estudios de observación, para lo cual hace continuamente grandes viajes. En Madrid sólo estuvo un día y salió inmediatamente para Cádiz donde se embarcó para ir a no recuerdo qué punto de América del Sur.
El jesuita, al hablar así, reíase interiormente del doctor Zarzoso, y de aquella mirada desconfiada e inquisitorial que fijaba en él con el propósito de sorprender la menor vacilación y apreciar la cantidad de verdad que había en sus palabras.
—Mira cuanto quieras —se decía el jesuita interiormente—. Serías tú el primer hombre que leerías en mi pensamiento cuando yo estoy mintiendo. No es fácil que hombres como tú me sorprendan ni me atolondren.
Efectivamente, el doctor estaba desconcertado por aquel tono de natural veracidad con que hablaba el jesuita, y comenzaban a extinguirse las sospechas que momentos antes había concebido.
—¿Y cuál fue la opinión de ese doctor sobre el estado del conde? —preguntó el sabio, que a pesar de todo seguía sospechando.
—Dijo rotundamente que estaba loco.
—¿Y no dijo nada en su conversación que tendiera a producir en el cerebro del conde la idea de que el tal doctor era un capitán del ejército inglés?
—Nada absolutamente.
—¿No habló de Gibraltar?
—Poca cosa. La conversación versó principalmente sobre viajes, y el conde se mostró en ella muy razonable y comedido. Únicamente le mostró a O’Connell los planos de la posesión inglesa que tiene en su despacho y dijo que se estaba ocupando en una grande obra. El doctor procuró hacerle hablar de tal asunto para apreciar mejor su exaltación, pero el conde se mostraba entonces muy reservado.
—¿Y cómo se explica usted que al día siguiente al hablarle se refiriera tranquilamente a un capitán inglés habiéndole usted presentado un médico?
—Eso, la ciencia podrá explicarlo. Yo únicamente puedo sacar de ello la consecuencia de que el conde está loco.
El doctor Zarzoso, a pesar de la humildad candorosa con que el jesuita contestaba a sus preguntas, seguía firme en su creencia de que había algo extraño en aquella transformación de personalidad que tan rápidamente se había operado en el cerebro del conde.
Parecía que el célebre médico presentía algo de la terrible verdad que se encerraba en el fondo de aquella inicua intriga; pero sus sospechas no eran determinadas, ni tenían ningún hecho real sobre el que apoyarse. Además, él quería manifestar al jesuita que dudaba de sus palabras, para ver si de este modo turbaba aquella serenidad tan completa; y por eso preguntó con marcada intención:
—¿Y fue usted el único que presenció la conversación del conde y el doctor irlandés?
—Yo solo, señor Zarzoso. ¿Quién más debía presenciar la visita? La señora baronesa estaba fuera de casa y por tanto sólo yo podía estar en la entrevista del doctor y del conde.
—¿Y ha sido usted el único que ha tratado al tal doctor durante su estancia en Madrid?
El sabio profesor marcó mucho esta pregunta, como si esperase desconcertar con ella al jesuita demostrándole las sospechas que abrigaba de que aquel doctor fuese un ser fantástico inventado por él mismo.
—No, señor doctor. Mi amigo O’Connell, aunque sólo permaneció algunas horas en Madrid, conversó largamente sobre materias científicas con una persona que se encuentra aquí.
El doctor Zarzoso preguntaba con su mirada quién era el aludido. El jesuita se apresuró a responder:
—Fue el doctor Peláez, que encontró al sabio O’Connell en mi despacho y quedó muy encantado de su conversación.
El padre Claudio sabía improvisar, según las necesidades del momento, mentiras con visos de veracidad, y además tenía la seguridad de que su protegido ratificaría inmediatamente cuanto él afirmase.
—Así fue —se apresuró a decir Peláez—. Tuve el gusto de encontrar al doctor O’Connell en casa del reverendo padre, y le aseguro a usted, ilustre maestro, que quedé encantado de su amabilidad y de su ciencia.
El médico intrigante, puesto ya a mentir, creyó del caso seguir adelante en sus afirmaciones.
—Acababa de ver, según me dijo, al señor conde, y me manifestó que estaba firmemente convencido de su locura, y eso que ésta aún no había tomado un carácter tan alarmante como en el presente. Sus observaciones coincidieron con las que yo hice después, y esto me alarmó en mi creencia de que el doctor O’Connell, aunque no tan sabio como usted, ilustre maestro, es un entendido especialista en enfermedades mentales.
El doctor Zarzoso ya no pudo seguir dudando. Por algunos momentos su instinto había adivinado algo de intriga jesuítica en aquella enfermedad, y hasta llegó a pensar que aquel doctor irlandés era algún ser imaginario, creado por el padre Claudio con ocultos fines, pero en vista de lo dicho por Peláez creyó absurdo seguir dudando.
El médico aristocrático era para él un bufón sin formalidad alguna, que envilecía a la ciencia con su conducta; pero por lo mismo que apreciaba su escasez de inteligencia, le creía incapaz de mezclarse en ninguna intriga de importancia.
Además, ¿por qué no había de ser todo aquello verdad? Tratándose de un loco, resultaba lógico que confundiese la profesión de ciertas personas, siempre en ventaja para sus absurdos planes, y ya se mostraba el arrepentido de que su preocupación contra los jesuitas le llevase a ver maquiavélicas tramas, donde sólo existían hechos naturales y sencillos.
El padre Claudio adivinaba cómo en el ánimo de su interlocutor iban disipándose las dudas y para vencer definitivamente su desconfianza, se levantó del sofá salió del salón y volvió a entrar a los pocos instantes, seguido del ayuda de cámara del conde.
—Además, señor Zarzoso —dijo el jesuita—, tenemos este criado que podrá decirle a usted algo de la visita de O’Connell pues también lo vio.
—¿Recuerdas —añadió dirigiéndose al ayuda de cámara— la tarde en que vine a visitar al señor conde acompañado de un caballero, pequeño de estatura y con patillas rojas?
—Lo recuerdo perfectamente, reverendo padre —contestó el criado con entonación respetuosa—. Era un sabio extranjero y recuerdo que vuestra reverencia le llamaba doctor y que hablaba con él al atravesar la antecámara, de lo breve que era su estancia en Madrid.
—¿Recuerdas algo más?
—Me parece que vuestra reverencia me preguntó por la señora baronesa y al saber que había salido, me encargó manifestara que el doctor… O’Connell (eso es, ya se me había olvidado el nombre), que el doctor O’Connell había estado a saludarla.
—Esta bien. Puedes retirarte. El doctor Zarzoso no creyó prudente insistir más sobre tal punto. Estaba convencido de que aquel doctor era un ser real, un médico como él, que había estado allí a instancias de su amigo el jesuita para cumplir un deber profesional, y que el conde al empeñarse en creerlo un capitán inglés, que le auxiliaba en sus absurdos planes, demostraba estar realmente loco.
—Doy a usted las gracias —dijo al sacerdote sin reparar que en su interrogatorio había pecado algo de grosero— por los datos que me ha suministrado y como creo inútil insistir ya más sobre este punto, pasemos a la cuestión más importante o sea el examen del enfermo.
La baronesa que hasta entonces había permanecido muda, creyó del caso intervenir en la conversación, obedeciendo a una mirada del padre Claudio.
—Señor Zarzoso; antes de que usted con sus colegas entre a ver a mi padre me atrevo a dirigirle un ruego. No le exasperen ustedes contradiciéndole pues entonces se vuelve furioso y su cólera es tan terrible que pone en conmoción a toda la casa.
El doctor se inclinó contestando con toda la galantería de que era susceptible su rudo carácter:
—Señora; agradezco esa indicación, pero es inútil. Estoy acostumbrado hace ya muchos años a tratar dementes y sé que nada se gana con exasperarlos y contradecir directamente sus manías. Permítame usted ahora una pregunta. ¿Son muy frecuentes en el conde los accesos de cólera?
—Sí, señor; muy frecuentes —contestó la baronesa con la precipitación del que ha de mentir sin preparación alguna—. A menudo se pone furioso cuando cree encontrar obstáculos a su plan, sólo que yo para evitar que la servidumbre se entere de la triste verdad, procuro ocultar tales raptos de violenta locura.
—¿Pero no habrá usted podido ocultar del mismo modo los preparativos militares del conde?
—¡Oh! Eso no. Todos los criados saben que abajo en las cuadras hay varias cajas de armas y municiones, y comentan de un modo poco respetuoso para mi padre, la llegada de esa banda de hombres casi salvajes que él ha hecho venir desde las montañas de Navarra.
—Ya ve usted, querido maestro —dijo entonces Peláez—, que esos preparativos constituyen un tremendo peligro que es preciso que nosotros evitemos cuanto antes.
—¡Oh! Efectivamente —dijeron a un mismo tiempo los dos médicos anónimos que hasta entonces no habían despegado los labios.
El doctor Zarzoso, por toda contestación se levantó diciendo a la baronesa:
—Con el permiso de usted, vamos a ver al enfermo.
—Sí, vayan ustedes. El padre Claudio les acompañará, pues él y el doctor Peláez son las únicas personas que logran inspirarle confianza. ¡Ah! Me olvidaba de Joaquinito Quirós, qué también es gran amigo suyo.
—¿Quién es ese caballero? —preguntó el sabio doctor.
—Un joven amigo de mi padre, que fue el primero a quien confió ese maldito plan causa de su locura. Quirós no tardó en comprender que estaba loco. Debíamos haberlo llamado hoy, pues aunque nada nuevo hubiese añadido a los informes del doctor Peláez y del padre Claudio, siempre hubiese sido útil su presencia. ¿Cómo no se le ha ocurrido a usted llamarlo, reverendo padre?
—Ayer le envié aviso; pero tal vez sus ocupaciones no le habrán permitido venir.
Esto no era verdad, pues el padre Claudio había tenido buen cuidado en que Quirós no se enterara de lo que él proyectaba acerca del porvenir del conde.
No suponía esta reserva que él dudase de la adhesión del escritor católico, pero hacía algún tiempo que Quirós le resultaba peligroso. Notaba en él cierta fatuidad y el claro intento de labrarse una posición sin el apoyo del padre Claudio, para recobrar su independencia, y esto hacía que el astuto jesuita evitase que se mezclara en un asunto tan importante como el de la familia Baselga. El lobo temía las uñas de aquel cachorrillo que con tanto esmero había educado, y reconocía en él facultades suficientes para ser temible.
Los cuatro médicos y el jesuita estaban ya de pie, dispuestos a salir de la habitación.
El padre Claudio dirigiose al doctor Zarzoso para decirle, con su aire de hombre humilde y amable:
—Debo advertir a usted, señor doctor, que nuestra visita al conde si no tiene algún preparativo pueda extrañarle, y les será por tanto muy difícil a todos ustedes el estudiarle con entera libertad.
—¿Y qué preparativo es el que usted propone?
—El conde sólo se deja llevar de su manía cuando se cree en presencia de hombres comprometidos en su famoso plan.
—Bien, puede usted presentarnos a él en la forma que más guste.
—Si a usted le parece bien, diré que son ustedes individuos del comité patriótico, que preside el doctor Peláez. Una de sus manías es creer que este señor tiene formada una junta que ha de ayudarle en sus trabajos de conspiración.
El doctor Zarzoso movió la cabeza en señal de asentimiento y estrechó la mano que le tendía la baronesa, medio desmayada en el sofá.
—Valor, señora —dijo el sabio, que a pesar de su rudeza se sentía conmovido por el dolor teatral de aquella mujer—. La vida es una lucha y hay que saber sufrir las desgracias.
—Que Dios le ilumine, señor doctor. Yo sólo pido la verdad; que usted me diga la verdad, sin ocultarme el verdadero estado de mi padre.
Subieron Peláez y sus dos acólitos llevando en medio al doctor Zarzoso, con toda la veneración respetuosa de los labriegos cuando sacan a la calle al santo patrono del lugar.
El padre Claudio les seguía con paso lento, pero cuando les vio salir, volvió rápidamente al sofá donde estaba la baronesa.
—¿Qué va a suceder, padre mío? —exclamó doña Fernanda, que repeliendo su actitud trágica se mostraba inquieta y alarmada—. ¿Qué dirá ese doctor sobre el estado de mi padre? ¿Nos traerá el haberlo llamado alguna nueva desgracia?
—Tranquilízate. Tu padre será declarado falto de razón. Los alienistas eminentes como Zarzoso a fuerza de tratar locos acaban por invertir el estado de la Humanidad y creen que la demencia es la regla general y la cordura una excepción. Basta que se sospeche de la razón de una persona para que la declaren inmediatamente loca. El conde será muy pronto para Zarzoso un caso raro de locura digno de un curioso estudio. Por eso pensé yo en llamarlo.
—Vaya usted, reverendo padre; vaya pronto a presenciar ese examen y no tarde, ¡por Dios!, pues esta intranquilidad me mata.
El padre Claudio salió rápidamente del salón y alcanzó en la antecámara al grupo de médicos que lentamente se dirigían al despacho del conde.
El jesuita estaba radiante de satisfacción. Había estudiado rápidamente el carácter del doctor Zarzoso y tenía ya la seguridad del triunfo.
La araña acababa de tejer su tupida y viscosa tela, y Baselga era la incauta mosca que revoloteaba alrededor de aquella pérfida red.
El padre Claudio acechaba tras la oscilante malla y su alma satánica y ambiciosa sentía como un escalofrío de placer al pensar que estaba próximo el instante en que sería anulado el hombre que se oponía a los planes de la Orden.
El conde al ver entrar en su despacho al padre Claudio y a Peláez seguidos de tres desconocidos, levantose de su sillón con la actitud de un hombre cortés y amable y les hizo tomar asiento en derredor de su gran mesa de trabajo.
El jesuita tuvo buen cuidado en sentarse junto al doctor Zarzoso, que se había colocado frente al conde y que con sus vivos ojillos tan pronto examinaba el rostro de Baselga como aquella habitación hasta en sus menores detalles.
Para el célebre alienista, que tenía la costumbre de analizar los rostros con una sola mirada, no pasaron desapercibidos la exaltación que brillaba en la mirada inquieta y vaga del conde y el ensimismamiento que en él se notaba, a pesar de su empeño en mostrarse amable y atractivo.
El aspecto del despacho no le preocupaba menos. En sus conferencias científicas se había detenido siempre con predilección en las relaciones directas que existen entre la higiene y la locura, y mirando aquella habitación sombría, con ventanas a un patio y en la que jamás había entrado el sol, no recibiendo más resplandor diurno que una luz tenue, sucia y cernida que resbalaba por las paredes grises después de atravesar la claraboya de cristales del tejado, sacaba como consecuencia inevitable que el ser que pasara la mayor parte del día encerrado en una estancia tan lóbrega, forzosamente había de sufrir un desarreglo en sus facultades mentales y sentir predilección por empresas absurdas y disparatadas.
Mientras el doctor Zarzoso reflexionaba, el padre Claudio hacía a Baselga la presentación de aquellos señores, «ardientes patriotas que pertenecían al comité del señor Peláez, y que sentían vehementes deseos de conocer al grande hombre que iba a vengar a España».
Los dos compañeros de Peláez creyeron acertado afirmar mudamente las palabras del jesuita, y se inclinaron profundamente; pero a pesar de esto, el conde apenas si fijó en ellos la atención.
Como si instintivamente conociera la insignificancia de unos y la valía de otros, despreciaba a los dos médicos y fijaba su atención en Zarzoso, quien clavaba en él su mirada escrutadora e inquebrantable que tenía algo de la agudeza y frialdad del estilete anatómico.
El padre Claudio notó inmediatamente la predilección que Baselga sentía por el célebre doctor, y comprendió la causa. El carácter susceptible y colérico del conde, forzosamente se había de irritar ante aquel examen detenido y fijo, que le resultaba una imperdonable insolencia.
No creía el jesuita que fuera favorable a sus planes un choque entre el conde y el doctor, pues podía impedir la conferencia, y por esto se apresuró a intervenir.
—Este señor —dijo señalando al sabio que estaba a su lado— es, de todos los admiradores del conde de Baselga, el más entusiasta y quien más ansiaba conocerle. De seguro que en estos momentos experimenta una satisfacción sin límites al verse cerca del que es su ídolo. ¿No es así, señor Zarzoso?
—Así es, no quiero negarlo. Tengo una gran satisfacción en conocer al señor conde y me honraría mucho en tratarlo con más asiduidad.
Baselga agradeció la lisonja con palabras que demostraban no había muerto en él el antiguo cortesano, pero a pesar de esto, aquel hombre panzudo seguía atrayéndole con la antipatía que le inspiraba. Su mirada especialmente, con su fijeza y su frialdad que parecía registrarle desde la cabeza hasta los pies, le crispaba los nervios hasta el punto de que en ciertos instantes no se sentía dueño de su voluntad y experimentaba irresistibles impulsos de abofetear al insolente curioso.
Peláez, que por carecer de la penetración del padre Claudio no comprendía lo que pasaba en el interior del conde, sonreía sin objeto y deseoso de mezclarse en la conversación, dijo al conde:
—Aquí donde usted ve a mi amigo el señor Zarzoso, es un hombre de gran importancia, un sabio que podrá ser de gran utilidad para nuestra empresa.
—¡Oh!, los sabios —dijo con expresión desdeñosa el conde que deseaba desahogar su ira contra el que tanto le mortificaba con su mirada—. Los sabios no sirven de gran cosa en esta clase de empresas y en nuestro comité, señor Peláez, lo que deben figurar son los hombres de acción, patriotas de mucha alma que puedan ayudarnos. No supone esto que yo desprecie a este señor; en esta clase de asuntos todos sirven, pero siempre que se pueda, deben escogerse personas aptas. Creo que porque hable con esta franqueza no se ofenderá el caballero.
—No, señor conde —contestó el doctor, siempre mirando fijamente a Baselga—. Me gusta mucho hablar con franqueza y por lo mismo deseo antes de comprometerme en una empresa como la que usted ha ideado, enterarme de ciertos detalles importantes.
El conde se sonrió con cierto desprecio, y dijo irónicamente:
—¡Ah! ¿El caballero tiene dudas sobre mi plan?
—Algunas, señor conde, aunque no de gran importancia, y desearía que usted las aclarase. Advierto a usted que estos amigos —y Zarzoso indicó a los dos médicos anónimos— se encuentran en el mismo caso que yo y desean saber de un modo claro con qué elementos cuenta la patriótica empresa antes de comprometerse en ella.
El doctor ya no miraba fijamente al conde y éste, como si se viera libre de una presión magnética que le predisponía al malhumor, sintióse más aliviado y comunicativo.
—Estoy dispuesto a satisfacer su deseo. Pregunte usted.
El sabio doctor miró a sus compañeros como indicándoles que iba a comenzar el examen y habló así:
—Mi amigo Peláez me ha dicho que dentro de Gibraltar tendremos compañeros que nos ayudarán en nuestra empresa. ¿Son dignos de confianza esos auxiliares?
—¡Oh! Yo respondo de ellos y aquí hay también quien responderá con tanta seguridad como yo. Tenemos allí al capitán O’Connell, un irlandés de gran valor que está dispuesto a auxiliarnos aunque esta empresa le cueste la vida. El padre Claudio lo conoce mejor aún que yo y sabe que es todo un héroe.
La rodilla del jesuita chocó suavemente con la del doctor y aquel roce parecía indicar al señor Zarzoso que el conde comenzaba ya a dejarse arrastrar por la locura.
El sabio hizo un gesto de inteligencia y continuó:
—¿Y no podría engañarnos ese capitán?
—¿Engañarnos? No, señor. Yo soy de los que a primera vista conocen a las personas y tengo al capitán por un hombre franco e incapaz de una traición. ¿No piensa usted lo mismo, padre Claudio?
—¡Oh!, seguramente. Mi amigo O’Connell es una buena persona.
Y volvieron a tocarse las rodillas para excusarse el jesuita, porque seguía el conde en su manía con el propósito de evitar que éste se irritara.
—No dudo —continuó el doctor Zarzoso— que ese irlandés sea una buena persona. Pero ¿está usted seguro de que sea efectivamente un capitán del ejército inglés? ¿Dijo que era militar o se presentó con otro carácter; por ejemplo, médico?
El padre Claudio, a pesar de su serenidad a toda prueba, comenzaba a inmutarse. Aquel doctor tenía un modo tan intencionado de preguntar que el jesuita temía que de un momento a otro, y merced a una palabra insignificante, se descubriera la verdad, y su trama con tanta paciencia forjada se viniese al suelo con estrépito.
Afortunadamente para él, el doctor Zarzoso resultaba antipático a los ojos de Baselga, quien gozaba en contradecirle y en demostrar que sus preguntas no tenían pizca de sentido común.
—¡Qué cosas tan extrañas dice usted, caballero! —exclamó el conde—. ¿Acaso estoy yo loco? O’Connell es un capitán del ejército inglés, y como tal se me presentó, pues tratándose de un caballero, como yo lo soy, no tuvo inconveniente en manifestarse tal como es. ¿Conque el tal capitán podía ser un médico según usted? ¡Buena es esa! Estos sabios tienen unas ideas verdaderamente originales, y si no le hubiera visto ahí mismo donde usted está sentado, y si no hubiera conversado largamente con él sobre las fortificaciones de Gibraltar, casi me haría usted creer que yo había soñado. Padre Claudio, ¿no le parece a usted muy extraño lo que pregunta este caballero?
—Sí, señor; pero hay que permitir que el señor se entere bien de la empresa que usted prepara antes de comprometerse en ella.
Y el jesuita, al decir esto, volvió a tocar con su rodilla al doctor.
—Perdone usted, señor conde, que yo haga esas preguntas que a usted le parecen tan extrañas. Ahora en vista de sus explicaciones, comprendo que son impertinentes y las retiro. Después de esto, lo que yo desearía es que usted tuviese a bien explicarnos todo el plan, hasta en sus menores detalles.
Peláez intervino.
—¡Oh! El plan es magnífico. Honra al señor conde y demuestra que es un militar de primer orden.
El sabio lanzó al médico aristocrático una furibunda mirada, como indicándole que él como sus dos compañeros estaban allí para oír y callar, dejándole al más antiguo la tarea de interrogar al enfermo.
El conde no se hizo rogar. Estaba tan entusiasmado con su plan, que gozaba en relatarlo; así es que inmediatamente comenzó a contar lo que ya conocemos, o sea, el medio que pensaba emplear para apoderarse por sorpresa del Peñón.
El doctor volvía a tener su mirada fija en el conde, estudiando atentamente su fisonomía y apreciando aquella exaltación que brillaba en sus ojos y la fiebre nerviosa que le dominaba al hablar de la futura victoria.
El jesuita comenzaba a tranquilizarse, pues el sabio, preocupado en analizar a Baselga mientras hablaba, no se cuidaba de ocultar sus impresiones y algunas veces instintivamente rozaba con su pierna la del padre Claudio como indicando la certidumbre que ya abrigaba sobre la locura del conde.
Éste no ocultó ninguno de sus preparativos. Habló de los hombres que tenía a sus órdenes y de los cajones de armas que había almacenado, todo por indicación del capitán O’Connell, y con acento de indignación relató su viaje a Gibraltar y la grosería de la policía inglesa que le obligó a salir de la plaza a viva fuerza.
El doctor, oyendo hablar a Baselga con tanta naturalidad de su conferencia con O’Connell y sus bélicos preparativos, sentía tanto asombro como interés y se decía en su interior que era uno de los casos de locura más raros y dignos de estudio.
El conde terminó su relación.
—Y en este estado, señores —dijo—, se encuentran las cosas. Yo estoy dispuesto a no demorar el golpe. Espero una carta del capitán O’Connell anunciándome que todo está preparado; pero la impaciencia me consume y si tarda mucho en escribirme ese irlandés, es más que probable que poniéndome al frente de mi gente salga para Gibraltar dispuesto a dar el golpe por mi propia cuenta. Yo conozco bien aquello y además, no soy hombre para estarme esperando pacientemente cuando ya lo tengo todo preparado.
—¿Y no retrocederá usted ante el silencio que guardan los auxiliares de dentro de la plaza?
—No, caballero. Tengo el valor suficiente para ultimar las empresas que he iniciado, aunque en ello pierda la vida. Sólo aguardaré una semana, ya se lo he manifestado así varias veces al padre Claudio. Si durante ese tiempo no escribe O’Connell iré con mi gente a situarme en las inmediaciones de Gibraltar.
El doctor Zarzoso miró a todos los que le rodeaban; pero esta vez no fue con enojo sino con marcada expresión de alarma. Decididamente el conde estaba loco de remate y su demencia era de temer, pues podía producir tremendos conflictos.
Para Baselga no pasó desapercibida aquella mirada.
—Se asustan ustedes de mi decisión, ¿no es así? Yo reconozco que es algo aventurada; pero, señores, en las grandes empresas hay que jugar el todo por el todo y ser audaz hasta la locura. Por si lo dudan ustedes ahí tienen al gran Napoleón que muchas veces se metía voluntariamente en trances que sabía eran peligrosos y sin embargo salía siempre victorioso.
El doctor se animó como hombre a quien hablan de su tema favorito.
—¡Oh! Es mucha verdad —exclamó—; usted, señor conde, tiene mucho de Napoleón y hace un momento tenía el honor de decírselo a estos señores.
Y al mismo tiempo que decía estas palabras, con cierta malicia miraba a sus compañeros como diciéndoles:
—No hay remedio. Está loco.
—Sí, señores —continuó el conde hablando con creciente exaltación—. Cuando se siente apego a la vida hay que permanecer tranquilo en casa; pero cuando se piensa vengar a la patria, cuando se desea luchar por su dignidad ultrajada, hay que ser valiente hasta el heroísmo, despreciar la existencia, y si la suerte es adversa morir con la sublime serenidad de los mártires de una gran idea.
Mientras el conde hablaba el doctor Zarzoso decía entre dientes, muy quedo, a pesar de lo cual sus palabras llegaban al fino oído del Jesuita:
—Monomanía heroica. Caso curioso.
—Estoy decidido a todo —continuaba el conde—. Yo no espero ya más tiempo, y como tan meritorio es a los ojos de la Historia alcanzar la victoria como saber morir heroicamente por conseguirla, no reparo ya en peligros y saldré inmediatamente para Gibraltar donde no tardaré en dar el golpe.
Quedó en silencio el conde durante algunos instantes y después añadió con acento triste, marcándose en su rostro una expresión de desaliento:
—Y la verdad es que sería terrible que yo fuese vencido cayendo en manos de las autoridades inglesas, pues con mi muerte se desvanecería la segunda parte de mi plan, que es magnífico y ninguno de ustedes conoce.
Todos se conmovieron y hasta el padre Claudio hizo un gesto de curiosidad. ¿Qué segunda parte sería aquella de la que nunca había hablado?
Baselga vio la ansia de la curiosidad marcada en todos los semblantes, y como no era hombre capaz de ocultar nada cuando le poseía el entusiasmo, hizo la revelación esperada.
—Voy a decirles cuál es mi idea. He pensado que en caso de que triunfemos es una locura devolver Gibraltar a España mientras esté regido por el gobierno actual.
—¿Y qué es lo que usted se propone? —preguntó el jesuita que deseaba aclarase pronto el conde aquel punto con la esperanza de que expusiera alguna idea disparatada que hiciese creer más en su supuesta locura.
—Pues lo que yo pienso hacer apenas me vea dueño de la célebre plaza, es dar un manifiesto a los españoles diciéndoles que Gibraltar es de España, pues para eso la habré conquistado yo; pero que su guarnición sublevada no hará entrega de ella mientras la nación esté gobernada por doña Isabel II.
—Muy bien; me gusta la idea —dijo el doctor Zarzoso, que con el sesgo que tomaba la conversación sentía que en su interior la curiosidad del hombre político comenzaba a sobreponerse a la del sabio—. ¿Y cuál ha de ser la condición precisa para que la entrega se efectúe?
—Que vuelva a reinar en España el gobierno legítimo.
—¿Y qué entiende usted por gobierno legítimo?
—Caballero, su pregunta me extraña. En esta nación no hay más gobierno legítimo que el del rey don Carlos V, por el cual expuse mi vida en Navarra durante la guerra civil. Ya que el monarca ha muerto, sólo forman la dinastía legítima sus hijos y demás sucesores, y únicamente a ellos entregaré la plaza de Gibraltar cuando sea mía. Los españoles con tal de volver a poseer el trozo de la península que les pertenecía y que tan infamemente les fue robado, se levantarán en masa pidiendo el restablecimiento de mis reyes y de este modo yo habré logrado lo que vulgarmente dicen matar dos pájaros de un golpe.
El padre Claudio estaba muy contento de aquella extraña idea que se le había ocurrido al conde llevado de su fanatismo político, y su gozo era mayor al ver el gesto de desagrado que hacía el doctor Zarzoso.
El sabio estaba irritado por aquel plan que calificaba de estúpido y hasta le faltó poco para olvidarse que examinaba a un loco y decir al conde que su idea era absurda y ridícula.
El jesuita le tocó con su rodilla como para recordarle que hablaba con un loco y el doctor se serenó.
—Esa segunda parte del plan —dijo el padre Claudio— me gusta mucho, y creo que de igual modo pensarán estos señores.
Todos hicieron gestos de aprobación, y el doctor Zarzoso, que estaba ya convencido de la locura del conde aunque no creía necesario insistir, quiso aún apreciar el dominio que en su ánimo ejercía la familia y hasta dónde llegaba su manía heroica.
—La patria —dijo— tendrá mucho que agradecer a usted, pero por grato que sea el aprecio de los conciudadanos, creo que usted, señor conde, se expone demasiado y lleva su sacrificio a un límite exagerado. Usted tiene familia. ¿Ha pensado alguna vez en el dolor de ésta, si es que usted llega a morir en la empresa?
Este recuerdo hábilmente evocado produjo bastante efecto en el ánimo de Baselga. La figura de Enriqueta surgía de su imaginación rodeada de un ambiente de pureza y sencillez y se sintió conmovido.
—Sí, señores. Tengo familia, y sobre todo una hija, mi Enriqueta, a la que amo mucho y que es el único ser que me liga a este mundo.
Pero el conde sólo podía sentir un enternecimiento pasajero cuando estaba poseído de su afán heroico que tanto le dominaba.
—Sentiría mucho —continuó con el acento del que toma una resolución definitiva— que mi muerte le produjera un eterno dolor; pero me consuela la idea de que un día u otro debo morir y que aunque no quisiera exponer mi vida en esta santa empresa, no por esto la evitaría tal aflicción. Soy ya viejo y todo consiste en que el momento fatal llegue antes o después. Además, los mártires del cristianismo para morir por su idea no reparaban en su mujer ni en sus hijos y el amor a la patria es una verdadera religión que también necesita mártires.
El doctor desistió de seguir la conversación sobre tal punto. Era inútil excitar en el conde el recuerdo de la familia pues esto no causaba mella alguna en sus ambiciones tan arraigadas.
—Celebro mucho verle tan decidido —dijo el doctor— y le deseo que la suerte le favorezca. La empresa me parece muy aventurada; pero a pesar de ello estoy dispuesto a trabajar en ella y a seguir sus órdenes.
—Según eso, ¿no tiene usted ya más objeciones que hacer? Y el conde, al decir esto, sonreía con aire de superioridad.
—Algunas me quedan, señor conde —respondió el doctor—; pero evito el hacerlas, no sea que usted lo tome a mal.
—¡Oh!, no. Hable usted con entera confianza que yo le escucharé sin inmutarme.
Baselga desmentía sus recientes palabras, pues hacía un gesto de malhumor como indicando la molestia que le producían las preguntas de aquel hombre que para él era un desconocido.
El doctor Zarzoso miró rápidamente a sus compañeros y después dio un enérgico rodillazo al padre Claudio.
El jesuita comprendió en tal señal que Zarzoso iba a intentar el último medio para convencerse de la locura del conde. Sin duda quería apreciar la irritabilidad de su carácter.
Mostraba Baselga marcada impaciencia por oír al doctor pero éste como si se propusiera exasperarle siguió mirándolo fijamente sin decir nada, y por fin, habló así con lentitud:
—Quería manifestarle a usted que estoy admirado de ese valor sublime que demuestra, pero que esto no me impide creer que puede ser víctima de un engaño. ¿Está usted seguro de haber visto alguna vez a ese capitán O’Connell de quien tanto habla y que tan gran confianza le inspiró?
El conde palideció, el cetrino color de su rostro tomó un tinte verdoso y sus manos se agitaron con un temblorcillo nervioso. Para el jesuita, que conocía su carácter, era aquello el claro signo de una explosión de violencia.
—Caballero —dijo Baselga con voz insegura por la ira—. ¿Tengo yo cara de haber mentido alguna vez? A ver, explíquese usted, se lo exijo, se lo mando, o de lo contrario…
Y Baselga con aire amenazador se erguía en su sillón.
Peláez no permanecía muy tranquilo ante la actitud que tomaba el conde, y en cuanto a sus dos compañeros, los silenciosos médicos que creían habérselas realmente con un loco, comenzaban a lamentarse en su interior de las imprudencias del doctor Zarzoso, que tenía gusto en exasperar a los enfermos.
Sólo el sabio y el jesuita permanecían tranquilos.
—No se altere, caballero —dijo el doctor Zarzoso con absoluta tranquilidad, como si las palabras del conde fuesen insignificantes—. Daré a usted cuantas explicaciones quiera, pues aquí lo importante es buscar la verdad. He querido decir antes que tal vez se hubiese usted engañado acerca de la personalidad de ese señor O’Connell.
—¿Qué engaño es ése, caballero? ¿Acaso estoy yo ciego o es que usted quiere suponer que yo estoy loco?
Y Baselga, a pesar de toda su cólera, se reía sardónicamente solamente de pensar que alguien pudiera suponerle falta de razón cuando se sentía intelectualmente más fuerte que nunca.
Era la primera vez que reía en toda la conferencia. El padre Claudio tocó nuevamente al doctor, indicándole que se fijase en aquella risa poco espontánea.
—Sé perfectamente lo que me digo —continuó— y a menos que usted, en su odioso afán de contradecirme, no quiera suponer que soy un loco, habrá de creer que ahí, en el mismo sitio donde usted se encuentra, estuvo sentado hace algún tiempo el irlandés Patricio O’Connell, capitán del batallón de rifles de guarnición en Gibraltar.
Calló Baselga, pero su razón revolvíase furiosa contra aquellas suposiciones que él tenía por impertinentes y que parecían tender a la negación de sus facultades mentales.
—Y ¡gran Dios! —continuó—. ¿Por qué esas dudas sobre la personalidad de O’Connell cuando yo le he visto, le he hablado y he quedado muy satisfecho del valor y la resolución que mostraba? Paso porque se dude de su fidelidad, porque se crea que no cumplirá su promesa de auxiliarnos, aunque esto sea muy aventurado, ¿pero creer que él no es él, o más bien dicho, llegar a suponer que yo no he hablado con dicho capitán de la conquista de Gibraltar ni escuchado sus promesas de auxilio? Vamos, eso sí que es un absurdo, una tremenda locura.
Baselga se agitaba nerviosamente en su asiento, como si aquellas suposiciones del doctor le molestasen como otras tantas punzadas, y clavaba sus ojos amenazadores en la fría mirada del sabio que cada vez le irritaba más.
El conde resultaba ya peligroso, y los dos médicos amigos de Peláez lamentaban las palabras del maestro y mirando a Baselga esperaban de un momento a otro que, levantándose del asiento, cerrase con todos y dejase caer sobre sus espaldas un chaparrón de golpes.
El supuesto loco se serenó un tanto y dirigiéndose al jesuita, dijo con acento despreciativo:
—¿Qué le parece a usted, padre Claudio, lo que supone este señor? ¿Será O’Connell algún ser que yo me habré inventado? Usted puede decirlo mejor que nadie, pues fue quien lo trajo aquí y presenció toda la conversación. ¿No le parece que este caballero tiene ganas de burlarse y me cree tan mentecato que quiere hacerme dudar de lo que yo he visto?
El doctor Zarzoso, en vista de la exaltación del conde y de la insolencia agresiva con que dijo las últimas palabras, creyó prudente intervenir.
—Yo no he dudado de que usted hablase con O’Connell. Sé que estuvo aquí y que lo presentó el padre Claudio. Pero, señor conde, ¿no podría usted haber oído mal? A veces la imaginación puede engañarnos. A ver, procure usted recordar lo ocurrido en aquella conferencia. ¿Está usted seguro de que el irlandés era un capitán que trató con usted de la célebre empresa o usted se lo imaginó así a pesar de que él nada dijo de pertenecer al ejército?
El conde, con el ceño fruncido y la mirada centelleante, estuvo algunos momentos contemplando frente a frente al doctor Zarzoso que seguía impasible.
Todos callaban aguardando con impaciencia.
Por fin el conde agitó la cabeza como si quisiera repelar una idea enojosa y extendiendo su diestra, dijo con fosca voz:
—Caballero, salga usted inmediatamente.
Produjose un movimiento de extrañeza en el célebre doctor que seguía imperturbable.
El conde se irritó más ante aquella calma, y avanzando el cuerpo sobre la mesa como una fiera ansiosa de devorar, le lanzó estas palabras con la misma expresión que si se las escupiera a la cara:
—Está usted burlándose de mí y hace un momento he sentido tentaciones de abofetearle; pero estamos en mi casa y esto es lo que me detiene; si no sale usted inmediatamente, ¡por Cristo!, que le marcaré el rostro para que eternamente se acuerde de su impertinencia.
Y el conde, al jurar, dio un puñetazo sobre la mesa que demostró cómo quedaba aún en sus brazos aquella fuerza de la juventud que tan insolente le hacía. El puño, al chocar contra la madera, produjo un enorme estampido y todo danzó en la mesa, papeles, plumas, plegaderas, cajas de dibujo y hasta la tinta que, movida por la trepidación, saltó del negro receptáculo invadiendo con su creciente suciedad la dorada escribanía.
El fiero golpe repercutió en el ánimo de los dos médicos anónimos que, como movidos por un resorte, se levantaron de sus asientos. No había remedio; el loco iba a pegarles.
Zarzoso se levantó también y el padre Claudio le imitó poniendo el semblante triste, aunque en su interior estaba muy satisfecho del resultado de aquella conferencia. El doctor Zarzoso fue el último en levantarse y se dispuso a salir.
Mientras tanto el conde, como para evitar la presencia de aquel hombre que tan antipático le resultaba, y cual muestra de soberano desprecio, había hecho girar su sillón y estaba con el rostro vuelto a la pared.
Los médicos comenzaron a desfilar.
El padre Claudio no se separaba del doctor Zarzoso, y éste cuando ya estaba en la puerta del despacho, al ver la pregunta muda que el jesuita le hacía con sus ojos, dijo con voz queda:
—Está loco. No tengo ya la menor duda.
El jesuita acercó sus labios al oído al doctor y habló en el mismo tono:
—Pueden ustedes celebrar su consulta en el salón donde aguarda la baronesa. Yo me quedo aquí para disipar un tanto el furor del conde, y evitar que lo descargue después sobre su familia. Es un deber que me impone mi sagrado ministerio.
El doctor Zarzoso hizo un movimiento de hombros y salió tras sus compañeros. Cuando se extinguió el ruido de sus pasos, el conde volvió el rostro que todavía tenía impreso un gesto de feroz ira.
Al ver al padre Claudio derecho en el centro del despacho, se serenó un poco.
—¿Ha visto usted, padre? —dijo después de un largo intervalo de silencio—. ¡Qué entes tan antipáticos hay en el mundo! No sé cómo no le he dado de bofetadas.
—Calma, señor conde, mucha calma. Hay ciertos caracteres que resultan insufribles. Yo siento haber presentado a usted ese señor que tan mal rato le ha dado; pero en fin… lo mejor que podemos hacer es olvidarnos de lo ocurrido.
—Si todos los individuos del comité formado por Peláez son como ése, nos hemos lucido. Dígale usted a nuestro doctor que en adelante no cuente con el tal sabio, que a mí me parece un majadero
—Se lo diré. Ahora yo confío en que lo ocurrido no habrá entibiado su fe, y que seguirá usted tan dispuesto como siempre a llevar a cabo el patriótico plan.
—¡Oh! Eso siempre. Esto ha sido un incidente ligero y nada más. En cuanto se desvanezca la irritación producida por las suposiciones de ese majadero, todo lo habré olvidado.
—Así lo espero. El desaliento no existe para hombres como usted. Adelante, y siempre adelante, que Dios premiara a los que se sacrifican por su causa.
El conde y el jesuita hablaron después largamente sobre el eterno asunto, extremándose el segundo en entusiasmar a Baselga con optimistas ilusiones.
—Usted —dijo— debe cumplir su propósito de partir para Gibraltar así que pase una semana y yo no reciba carta de O’Connell; pero no creo que transcurra ese tiempo sin que el capitán dé señales de existencia. Un agente que tenemos en aquella plaza, dice que O’Connell hace muchos trabajos sediciosos entre sus compatriotas de la guarnición, y no sé por qué me figuro que no tardará mucho en avisar. Tal vez mañana recibamos noticias suyas y nos indique que todo está preparado para que pueda usted marchar a la plaza con sus hombres.
La esperanza que mostraba el jesuita animó mucho al conde, he hizo que cuando aquél salió del despacho, su rostro estuviese ya serenado y no se notase en él la menor huella de su anterior ira.
Cuando el padre Claudio entró en el salón de la baronesa, ésta se hallaba completamente sola y sentada en el sofá, siempre con actitud trágica.
—¿Y los médicos? —preguntó el jesuita extrañándose de aquella soledad.
—¡Chist! Hable usted más bajo —contestó la baronesa indicándole con una señal que no levantase tanto la voz—. Están en el gabinete inmediato celebrando consulta. ¿No los oye vuestra reverencia?
En efecto, apagado por la puerta y los cortinajes, llegaba hasta el salón el eco de la voz de Peláez, haciendo tímidas indicaciones al doctor Zarzoso que explicaba la enfermedad del conde.
—He escuchado un poco —continuó la baronesa y la verdad no he entendido gran cosa. Hablan en términos técnicos y las palabras acabadas en ía y en osis se repiten con una frecuencia abrumadora. Lo que me parece es que todos estamos conformes en declarar loco a mi padre… ¡Ay, padre Claudio!
—¡Qué es eso, hija mía! —exclamó el jesuita asombrado por aquella inesperada manifestación de dolor—. ¡Vamos, ten un poco de valor! Además, esta noticia no es nueva para ti, pues ya hace días que conocías la locura de tu padre. Piensa que Dios saca muchas veces el bien del mal, y… no digo más.
La baronesa comprendió la intención de estas palabras, que dijo el jesuita de un modo muy marcado, y permaneció silenciosa.
Era más acertado guardar un absoluto mutismo que seguir una conversación en la que ambos se exponían a ser demasiado francos y decir públicamente sus pensamientos, que mutuamente eran conocidos. Muchas veces las paredes oyen.
Transcurrió como un cuarto de hora sin que ninguno de los dos despegase los labios. El padre Claudio tenía apoyada la barba en el pecho, y parecía entregado a profunda meditación; la baronesa se entretenía en peinar con sus dedos las franjas de cordonería del sofá.
Las voces de los médicos iban siendo cada vez más sordas; callaron por fin y levantándose el cortinaje de la puerta del gabinete, entraron todos ellos en el salón.
El doctor Zarzoso iba al frente y tenía el aspecto grave, cabizbajo y tétrico de un sacerdote de ópera que se presenta a dar la noticia fatal.
—Señora —dijo colocándose enfrente de la baronesa—, la conciencia profesional me impone el penoso deber de proporcionarle con mis palabras un profundo dolor. Mis compañeros y yo nos usted marchar a la piara con sus hombres hallamos plenamente convencidos de que el señor conde está loco.
Doña Fernanda miró al cielo con la misma expresión que si en su interior se desgarrara algo.
—No debe usted por esto entregarse a la desesperación —continuó el doctor—. La locura del conde no es más que una monomanía que, aunque grave, resulta de posible curación. Con un régimen moral lento, pero seguro, iremos despojándole de esas creencias que hoy le perturban y es casi cierto que recobrará la razón.
—¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera! —murmuró la baronesa con dramática resignación.
—Ahora es inútil que yo diga a usted el terrible compromiso que arrastra teniendo a su padre en esta casa.
—Lo sé, señor doctor, ¿qué debo hacer?
—Después de la declaración suscrita por nosotros en que certificamos la falta de salud mental que aqueja al conde, puede usted, como jefe de la familia, hacerlo ingresar en un manicomio donde atenderán a su curación.
—¡Oh, Jesús mío! ¿Y cómo comunico a mis hermanos la fatal noticia? ¿Qué dirá Enriqueta? ¿Qué impresión tan cruel experimentará Ricardito cuando sepa que su padre, a quien no ha visto en tanto tiempo, ha perdido la razón? ¡Por Dios, padre Claudio! Ocúltele usted al pobre niño la verdad, mientras pueda.
—No tengas cuidado, hija mía —dijo el jesuita—. Así lo haré; pero ahora lo importante es ocuparse de lo inmediato, o sea, de lo que debe hacerse con tu padre. El doctor Zarzoso creo que dirige un manicomio, montado con arreglo a los últimos adelantos.
—Sí, señor —contestó el aludido—. Lo dirige un compañero, pero yo voy allí todos los días para hacer estudios prácticos.
—Pues allí llevaremos al conde y así podrá usted atender más directamente a la curación. ¿Estás conforme, hija mía?
La baronesa aprobó todas las disposiciones del jesuita y se convino en que al día siguiente el conde sería conducido al manicomio.
Era preciso no perder tiempo según decía el padre Claudio, pues de lo contrario se corría el peligro de que Baselga, en un rapto de locura, acelerase la ejecución de sus quiméricos planes y con su gente y sus armas saliese para Gibraltar marchando a una muerte cierta.
Peláez quedó encargado de conducir al conde a la casa de salud, y el padre Claudio se comprometió a hacerle marchar a ella sin violencia, valiéndose de un habilidoso engaño.
El doctor Zarzoso creía que era más fácil curar una manía como la de Baselga permaneciendo éste en su casa; pero el miedo a que estando en libertad promoviese un conflicto de carácter público, le hacía transigir con la idea de conducirlo al manicomio. Para el sabio la curación era larga, pero no difícil. Todo consistía en hacerle comprender que el tal O’Connell era un médico y que únicamente por una aberración intelectual lo había él creído un militar. Una vez demostrado esto, todos aquellos planes descabellados caerían por su base.
Los médicos despidiéronse de la baronesa y ésta quedó sola con el jesuita, quien no pudo reprimir sus impresiones.
—¡Por fin!… —exclamó suspirando con la expresión del que se despoja de un peso enorme.
El padre Claudio, a pesar de toda la serenidad que había demostrado poco antes, estaba bastante intranquilo. La intriga era hábil, pero frágil en exceso, y una palabra demasiado indiscreta podía haber desbaratado su obra, dejándolo a él en descubierto como único autor de tan infame maquinación.
La suerte que siempre le había favorecido, acababa de mostrársele constante.
Ya se había librado del conde, eterno obstáculo para sus planes; y el jesuita, al pensar en su triunfo, sonreía diabólicamente.
Estaba satisfecho de su fuerza y de su terrible astucia. O no había justicia, o él sería general de la Compañía de Jesús.
Cuando a la mañana siguiente el conde de Baselga vio entrar en su despacho a su amigo el jesuita, llamóle la atención inmediatamente la expresión de alegría que llevaba impresa en el rostro.
Acababa el conde de levantarse; eran las ocho de la mañana y en la otra ala de la casa, o sea donde estaban situadas las habitaciones de doña Fernanda y de Enriqueta, todo estaba en silencio, velado por la dulce penumbra del sueño matutino.
El conde, en la noche anterior, había ido con su hija al Teatro Real. Necesitaba repeler del todo el malhumor producido por su altercado con el doctor Zarzoso, aquel señor desconocido para él, que tanta irritación le había causado; y logró su deseo, pues se acostó muy tranquilo y se levantó tarareando trozos de música italiana que habían quedado en su memoria y que él, falto de sentido filarmónico, desfiguraba de un modo horrible.
Cuando Baselga canturreaba, a pesar de hacerlo muy mal, se alegraba toda la casa. Era esto signo evidente de buen humor en aquel gigantazo que con un bufido de cólera hacía temblar a todos.
El gozo interior que delataba la cara del jesuita, extremó la alegría del conde.
—¿Qué hay, padre Claudio? ¿Por qué tan contento a esas horas?
—Grandes noticias, señor conde —contestó el jesuita sentándose en un sillón y respirando precipitadamente como si llegase sofocado.
—¿Qué es ello? Vamos a ver. Siento gran curiosidad y me parece que va usted a darme un alegrón. Anoche no sé por qué, presentía que hoy iba a ocurrirme algún suceso feliz. ¿Es que ha escrito O’Connell marcando ya fecha para el golpe?
—Mejor, mucho mejor —dijo el jesuita que parecía gozarse en excitar la curiosidad del conde, para lo cual retardaba la explicación definitiva.
—¿Mejor? Pues confieso que no lo entiendo. ¡Por Dios!, explíquese pronto. El jesuita se levantó y acercándose a su amigo, le dijo al oído con entonación misteriosa:
—O’Connell está aquí.
—¿Dónde? —exclamó el conde incorporándose con nervioso impulso producido por la sorpresa.
—En Madrid. No puedo decir a usted más.
—¿Y le ha visto usted?
—No, pero acabo de recibir aviso de su llegada y al mismo tiempo el encargo de que él desea hablar a usted con mucha urgencia.
—¿Y por qué no viene aquí?
—Lo ignoro; mas él tendrá sus motivos para obrar tan misteriosamente. Tal vez teme ser espiado por el personal de la embajada inglesa; tal vez la índole de su conferencia con usted requiera el misterio.
—¿Y qué debo yo hacer?
—Vestirse inmediatamente y acudir a la cita.
—¿En qué punto me espera?
—No he tenido tiempo de informarme, pues inmediatamente he venido a manifestarle la noticia. Abajo, en un coche de punto, para no llamar la atención, le espera el doctor Peláez que es quien sabe dónde se halla O’Connell. Él le conducirá.
—Voy al momento. La impaciencia me devora, y no tardaré ni cinco minutos en estar listo.
Salió el conde del despacho apresuradamente, llamando a su ayuda de cámara con estrepitosas voces, y despojándose de su bata rameada para acabar cuanto antes de vestirse.
El padre Claudio lanzó una mirada distraída a la mesa de trabajo donde los papeles estaban en desordenado abandono.
Un objeto brillaba asomando bajo algunos periódicos, y el jesuita fijó en él la atención. Apartó los papeles y vio una pistola doble, con los cañones niquelados y la culata de ébano. Tenía la pequeñez de las armas de bolsillo; los arabescos complicados y fantásticos que la adornaban, dábanle cierto carácter de joya; pero el excesivo calibre de sus cañones la hacía una máquina mortal.
El jesuita la contemplaba con curiosidad. Examinó sus cañones que estaban cargados y se puso a reflexionar que un tiro disparado con aquella pistola a corta distancia, era tan seguro como mortal.
El conde era muy aficionado a las armas; tenía siempre en casa las más modernas y aquella pistola era, sin duda, una novedad.
Daba vueltas el jesuita en sus manos a la brillante pistola, y se sonreía de un modo extraño como si le fuese muy grato el pensamiento que en aquellos instantes se agitaba en su cerebro.
Cuando el conde volvió a entrar en el despacho con traje de calle puesto, halló al padre Claudio examinando todavía con atención la hermosa pistola y sonriendo con una expresión poco tranquilizadora. Pero el conde no se fijó en la sonrisa.
—¿Le gusta a usted, padre Claudio? —le preguntó.
—Mucho. Es una hermosa arma que da gran seguridad al que la lleva y que al mismo tiempo no ocupa gran puesto en los bolsillos.
—Esa es su principal ventaja. Yo la suelo llevar alguna vez y siempre la meto en un bolsillo del chaleco sin que apenas se note el bulto que produce. Es de moderna invención, y ahí donde usted la ve tan diminuta, yo me comprometo a hacer blancos con ella a cincuenta metros.
—Es una arma maravillosa.
—Quédese usted con ella si le gusta.
—¡Yo!, ¿para qué? Un sacerdote no debe tener armas y además usted la necesita ahora mismo.
—¿Necesitar yo armas? Salgo únicamente para ver a O’Connell.
—En asuntos como el nuestro, que no es muy legal, aun cuando usted piense lo contrario, conviene siempre ir prevenidos. Cuando O’Connell se ha escondido, sus motivos tendrá y no es cosa que vaya usted a un punto que desconoce sin tomar sus precauciones. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? Recuerde usted que, según el refrán, hombre prevenido…
—Sí, vale por ciento; pero yo tengo siempre mis puños que casi dan los mismos resultados que una pistola, cuando el enemigo está próximo.
—Vamos, señor conde, no sea usted tan confiado y métase esta arma en el bolsillo.
—Como usted quiera, ya que tanto se empeña. Bien considerado no me estorba el llevarla, y tal vez, como usted cree, pueda serme de alguna utilidad.
El conde metió la pistola en un bolsillo de su chaleco, Y abrochándose la levita, indicó al jesuita que estaba dispuesto.
Salieron los dos y atravesaron la antecámara sin encontrar ningún criado.
Baselga iba delante y ocupado en reflexionar sobre la extraña cita de O’Connell en nada se fijaba. El padre Claudio, que lanzó una mirada a la puerta que comunicaba con las habitaciones de la baronesa, vio que el cortinaje se agitaba y hasta le pareció que una mano semejante a la de doña Fernanda, asomaba para desaparecer rápidamente después de hacer una señal de despedida.
Al salir a la calle encontraron parado frente a la puerta un coche de alquiler, por cuyas portezuelas veíase recostado en el interior al doctor Peláez fumando tranquilamente.
El aristocrático doctor se apresuró a abrir la portezuela y, demostrando una agitación que contrastaba con su anterior calma, gritó:
—Vamos, señor conde; suba usted inmediatamente pues se hace tarde y nos aguardarán con impaciencia.
—¿A dónde vamos? —preguntó el conde subiendo a la berlina de alquiler.
—Ya lo sabe el cochero. Vaya, ¡adiós!, padre Claudio.
—Salude usted en mi nombre, amigo Peláez, al capitán O’Connell.
El médico correspondió con un malicioso guiño a la sonrisa intencionada con que el jesuita acompañó sus palabras.
Estrechó el conde la mano del padre Claudio, e inmediatamente el carruaje se alejó a buen paso.
El jesuita quedó inmóvil en la acera como atendiendo al monólogo que la alegría recitaba en el interior de su cerebro.
—¡Anda con Dios! —se decía—. Por fin he logrado librarme de ti, que eras el eterno obstáculo para mis planes dentro de tu familia. Ya no me irritarás con tu tenaz oposición; ya no impedirás que tu hija entre en un convento y tu hijo en la santa Compañía de Jesús, y yo podré con toda tranquilidad guiar hacia las cajas de la Orden ese rebaño de millones que no son tuyos sino de tu mujer.
El pensamiento del jesuita cambió de faz repentinamente.
—No puedo quejarme. Hoy es un día feliz; se inicia del modo más favorable, pues ese imbécil se ha dejado conducir sencillamente y sin resistencia al lugar de donde no saldrá nunca. Y ¡quién sabe lo que allí podrá sucederle! Por algo le he hecho tomar su pistola.
Este pensamiento se reflejaba en el rostro del jesuita con una sonrisa diabólica.
—Día que así empieza —continuaba diciéndose— forzosamente ha de ser muy favorable a mis planes. De seguro que me espera alguna buena noticia. Apostaría algo a que de aquí a la noche conquisto una fortuna o me libro de algún enemigo. Me lo dice el corazón. Hoy, después de tan feliz principio, haré algo bueno.
El padre Claudio volvió en sí, y dándose cuenta de que estaba plantado en el centro de la acera, gesticulando mudamente y llamando la atención de los transeúntes, emprendió la marcha con dirección a la antigua casa donde tenía establecida su oficina y en la cual vivía con independencia y separado de la Orden que dirigía.
Saludando algunas veces a personas que le conocían y rehuyendo muchas el encuentro de otras cuya conversación importuna le era molesta, llegó a su casa.
Entró en ésta, no por el gran portal, sino por una escalerilla de servicio según era su costumbre para que no conocieran su ausencia las personas que iban a buscarle y que llenaban continuamente la antesala.
Aquella mañana nadie le esperaba, según dijo un lego que le servía de ujier. Habían estado un buen rato antes algunos de los que la Compañía empleaba como agentes, pero después de hacer sus revelaciones al padre Antonio, que seguía siendo el secretario general del asistente o vicario de la Compañía en España, se habían marchado inmediatamente.
El padre Claudio entró en su despacho, donde su secretario estaba, como siempre, entregado al trabajo de ordenar notas y extractar informes para enviarlos a Roma o encerrarlos en aquellos legajos que, cada vez más numerosos, invadían todo el gran salón.
El secretario saludó con una rápida cabezada a su superior y siguió escribiendo.
—¿Qué hay?, preguntó el padre Claudio con aquel acento imperativo que era el suyo propio y se manifestaba siempre que el jesuita estaba lejos de los convencionalismos de la sociedad.
—Han venido tres de nuestros agentes y en estos instantes estoy redactando en forma las notas que he tomado de sus revelaciones.
—¿Qué informes son los suyos?
—Dos de ellos no tienen gran importancia. Helos aquí. El presidente del Consejo de Ministros dijo anoche en una antesala de Palacio, que hay que temer más a vuestra reverencia que a sor Patrocinio y al padre Claret, pues éstos no son más que agentes de vuestra paternidad que los mueve a su gusto. El otro informe es detallando el carácter de ese periodista rojo que tan furibundos artículos escribe contra nuestra Orden. Es irritable en extremo, y además tan falto de dotes oratorias y tímido, como mordaz en la pluma.
—Está bien. Al presidente del Consejo ya procuraré de aquí a un rato, cuando yo vaya a Palacio, darle a entender que estoy enterado de sus palabras, y de paso le haré comprender a lo que se expone tirándonos chinitas a los compañeros de Jesús. En cuanto al asunto de ese periodista, toma nota de esto.
El secretario puso los puntos de su pluma sobre el papel y esperó.
—¿Quién ha traído los informes?
—Pepe, el Americano; ese que perora en los clubs y que está afiliado en la masonería para darnos cuenta de todo lo que piensan nuestros enemigos.
—¿Cómo está ahora en cuanto a prestigio?
—Mejor que nunca, reverendo padre. Ha estado aquí largo rato y como es muy chistoso me ha hecho reir mucho remedando grotescamente lo que hacen en las sociedades secretas, y las sartas de barbaridades que él suelta a guisa de discurso. Como es tan vocinglero e intrigante y como habla mal de todos los que se distinguen en los partidos avanzados, ha conseguido formarse su correspondiente grupito con cuatro imbéciles, y hoy se da ya importancia de hombre de prestigio en las masas.
—Perfectamente. Pues ordenarás a nuestro agente que poco a poco y con mucho arte emprenda una campaña de difamación contra ese periodista que tanto nos ataca. El mejor medio de matar su pluma que tanto nos molesta, es aislarle, quitarle el afecto y la admiración de los suyos, que hoy tanto lo aplauden. Esto puede conseguirlo nuestro hombre.
Al secretario debió parecerle difícil la empresa, pues levantando el rostro interrogó con la mirada a su superior.
—¿Te parece difícil lo que me propongo? Pues nada tan sencillo. Nuestro agente tiene facilidad de palabra y esto constituye una ventaja preciosa cuando se ha de trabajar sobre la conciencia de muchedumbres tornadizas y veleidosas, más propensas a derribar que a sostener a sus ídolos. Ves anotando lo que el Americano debe hacer para anular a nuestro enemigo. Primero perorará en los clubs, diciendo con maligna intención que a los hombres hay que apreciarlos por lo que hagan y no por lo que digan, y de paso hará la apoteosis de la fuerza, diciendo que vale más un carbonero que esté dispuesto a salir con un trabuco a la barricada que todos esos periodistas, oradores y sabios que únicamente sirven para enredarlo todo. Este será el primer golpe. Después cuando el terreno esté preparado y haya tronado en varios discursos contra los traidores y los espías, asegurando que entre los partidos avanzados hay muchos agentes pagados por los jesuitas…
—Esto podrá él jurarlo por su alma sin temor a ir al infierno.
—No me interrumpas y escribe. Después que, como decía, haya preparado el terreno, podrá ir poco a poco deslizando la idea de que ese periodista que nos ataca es uno de tantos traidores pagados por los jesuitas. ¡Eh! ¿Qué te parece el golpe…? ¿Por qué pones esa cara?
—Reverendo padre, eso me parece demasiado fuerte. ¿Cómo van a creer esas gentes que está pagado por los jesuitas el mismo que con tanto rigor nos ataca?
—¡Bah! Tú no conoces a las muchedumbres. Son enemigas por instinto de todo el que se distingue y se eleva por encima de lo vulgar, y además, todo lo que es absurdo y raro lo acoge con más entusiasmo por lo mismo que lo comprende menos. Únicamente aquel que posee una oratoria vehemente y tribunicia, es el que consigue conservar el aprecio del pueblo; pero el que no tiene más arma que la pluma, pierde con facilidad el prestigio pues esas masas revolucionarias sólo se sienten subyugadas por una palabra ardiente. Además las masas sienten primero que discurren; adivinan entre ellas más traidores y espías de los que nosotros pagamos, y aquel que cualquiera señale como agente jesuítico, será el desgraciado sobre el cual caerá el odio popular. En fin, Antonio, escribe mis instrucciones y aprende eso bien, sé lo que me digo. Ya verás cual es el resultado.
El secretario escribió las órdenes de su superior.
—La calumnia —continuó el padre Claudio— es siempre entre las masas populares una bola de nieve que a poco que ruede se convierte en imponente alud. Que nuestro agente obedezca mis ordenes y dentro de poco apreciarás el resultado. No faltará una turba de imbéciles que le haga coro. Todos, una vez señalado el traidor, querrán estar enterados de su traición, se aguzarán las imaginaciones, la mentira rodará de boca en boca agigantándose rápidamente y antes de dos meses habrá exaltados que contarán con todos sus pelos y señales la traición del periodista, el lugar donde se avista con nosotros, las órdenes que le damos y hasta la cantidad que recibe por su infame obra. Hay que emplear todos los medios para batir al enemigo.
El padre Antonio mostraba la admiración que le producía el diabólico parte de su superior. Éste continuó hablando:
—Después que la calumnia se extienda, será cuestión de poco tiempo el robarle la pluma al escritor y hacernos dueños de su conciencia. Se verá escarnecido, insultado y calumniado por los mismos que ahora le admiran, y poseído del despecho y la rabia, despreciará justamente a esa misma gente a quien quiere ilustrar y abrir los ojos y que paga a coces sus desvelos. El vacío se formará en torno de su persona; no tendrá a su lado un admirador que le aliente ni un amigo que le sostenga; sus escritos no serán leídos y carecerá ya del mezquino producto que hoy le da su trabajo y que le permite vivir. Intentará defenderse de palabra en las reuniones de su partido; pero su timidez personal y su falta de elocuencia, harán que sea anonadado por nuestros agentes, que pintarán su balbuceo e inseguridad como el rubor de su conciencia que se delata; y cuando esté ya definitivamente perdido, cuando no tenga un amigo y esté aplastado bajo el peso de su descrédito, entonces…
—Entonces llegaremos nosotros. ¿No es eso, reverendo padre?
—Así es. Entonces nosotros nos presentaremos a él como seres que nos apiadamos de su desgracia y que llevados de nuestro noble y generoso carácter, sabemos perdonar al enemigo cuando éste se halla en la desgracia. Nuestra dulzura por una parte, y por otra el odio que él sentirá contra los ingratos, harán que, sin gran esfuerzo, su voluntad se nos entregue y entonces dispondremos por completo de esa pluma que ahora tanto nos incomoda. Además vivirá en la miseria y las necesidades de su familia le harán mirar nuestra amistad como un auxilio de la Providencia. No dudes que así será. Tengo mucha experiencia y más de una vez he conseguido iguales éxitos. Con los hombres ocurre lo mismo que con las plazas fuertes. No hay ninguno inexpugnable, y el éxito únicamente depende del modo y forma de establecer el bloqueo.
—¡Oh, magnífico!, reverendo padre. La comparación es exacta y cada vez me convenzo más de que al lado de vuestra reverencia siempre se están aprendiendo cosas nuevas.
—¡Bah! Déjate de palabrerías y vayamos a lo importante. ¿Ha dicho el Americano algo sobre trabajos revolucionarios?
—Nada importante. En los clubs se habla mucho y se confía en que Prim hará pronto un movimiento; pero nada se dice de cierto. Pero hay aquí otra revelación sobre el mismo asunto, que es muy importante.
—Vamos a ella. ¿De quién es?
—De aquel teniente retirado a quien hace más de quince días encargó vuestra reverencia que siguiese los pasos a un capitán llamado don Esteban Álvarez.
—¿Y han llegado, por fin, los informes? ¡Gracias a Dios!
—Caros han costado. He dado tres mil reales al tal teniente.
—No hay que reparar en gastos cuando se trata de asuntos importantes. Ve diciendo.
Y el padre Claudio se colocó en actitud de escuchar con profunda atención. Brillábanle los ojos y en su rostro se mostraba una satánica alegría. Su cerebro rumiaba con detención un pensamiento halagador. Iba a darle una lección a aquel mequetrefe que en la plaza de Oriente lo había tratado como una mujer, amenazándolo con darle de bofetadas. Ahora vería el tal mequetrefe si se podía insultar impunemente a un hombre como el padre Claudio.
El secretario consultó sus notas para estar más seguro de su informe.
—El teniente, para encarecer su servicio, ha dicho lo mucho que le ha costado averiguar la vida y costumbres del capitán Álvarez. Adivinaba que éste conspiraba y que era amigo de Prim; pero no podía saber tal cosa, con todos los detalles que le pedía su paternidad. Por fin, merced a las palabras indiscretas de un amigo del capitán, y después de haber seguido a éste a todas partes, ha podido averiguar cosas que comprometen mucho al espiado. El capitán Álvarez es el secretario de la Junta Militar que preside Prim y que está encargada de los trabajos revolucionarios en toda España.
—¿No hay más datos?
—Sí, reverendo padre. Los conspiradores se reúnen en una casa cuyas señas exactas tengo aquí. Está en las inmediaciones de la plaza de Santo Domingo. El capitán Álvarez asiste a todas las reuniones. Lo ha visto nuestro agente.
—¿Y no sabe más?
—Ha indicado un dato de gran estima. El tal capitán, como ejerce de secretario del comité, tiene en su poder papeles importantes y comprometedores y, según cree nuestro agente, los guarda en su domicilio.
—Sí que es de importancia la noticia. Con este dato ese hombre está por completo a nuestra disposición. Ya pensaremos en el medio más adecuado para que el gobierno se incaute de esos papeles y dé su correspondiente castigo a los conspiradores. ¿No hay más asuntos?
—No, reverendo padre.
—Saca extracto de los dos primeros, el del periodista y la murmuración del jefe del gobierno, para enviarlos al archivo de Roma, como es costumbre.
—¿Y el otro? —preguntó el secretario lanzando una rápida mirada a su superior.
—¿Te refieres al asunto del capitán Álvarez? —dijo el padre Claudio—. ¡Oh! Ese es negocio particular que sólo a mí me importa y del que no es necesario que sepan una palabra en Roma. Es una pequeña venganza, un desahogo que me permito y no creo necesario ocupar la atención del general y de sus secretarios con tales nimiedades.
El secretario siguió escribiendo con la cabeza baja y sin hacer el menor movimiento; pero el padre Claudio, bien fuese por curiosidad o porque adivinase sus pensamientos, sintióse impulsado a preguntarle:
—Oye; Antonio, ¿te parece mal lo que hago?
El secretario clavó su mirada con cierta audacia en los ojos de su superior.
—Reverendo padre, ya conocéis los estatutos de la Orden.
—Te pregunto si te parece censurable mi conducta. Responde terminantemente.
—Ya que me preguntáis, fuerza es contestar cumpliendo mi voto de obediencia. La Orden tiene leyes y nadie debe faltar a ellas.
—¿Y te parece que yo falto?
—Nuestros estatutos disponen que todo individuo de la Compañía dé cuenta de sus asuntos a sus superiores provinciales y nacionales, y que éstos igualmente lo comuniquen todo al padre general.
—Y yo que oculto algo a los de Roma, falto a nuestras leyes, ¿no es esto?
—Así es, seguramente.
—Celebro que seas franco. Yo lo seré de igual modo diciéndote que conviene que te convenzas de todo lo contrario. Es por tu bien. Hay cosas que resultan peligrosas únicamente al pensarlas.
Y el padre Claudio sonreía al decir esto y fijaba en su secretario aquella mirada extraña que hacía temblar a cuantos le conocían.
—Está bien, reverendo padre —contestó fríamente el secretario—. No olvidaré vuestras indicaciones.
—Confío —continuó el padre Claudio— que todo quedará en secreto y serás tan fiel como siempre lo has sido. Pon, pues, todas las notas referentes al capitán Álvarez en carpeta aparte, y que sea un secreto para todos lo que se haga en tal asunto.
El secretario siguió escribiendo durante algunos minutos, pero de pronto hizo un rápido movimiento y se encaró con su superior.
—Reverendo padre —dijo—, ya sabéis que os quiero.
—No mucho. Me debías querer verdaderamente, pues todo cuanto eres me lo debes a mí; pero en fin, prefiero que me tengas un afecto débil a que seas mi enemigo. ¿A qué vienen tus palabras?
—A que por lo mismo que os quiero, no puedo menos de lamentar que os separéis demasiado de vuestros deberes. Son muchos ya los asuntos que figuran en carpeta aparte y de los que no se da conocimiento alguno a Roma.
El padre Claudio hizo un gesto expresando el poco cuidado que le daba tal indicación.
—Hacéis mal en trabajar tanto por vuestra cuenta y en faltar continuamente a nuestras leyes. Yo guardaré siempre el secreto; pero esto no supone que vuestros negocios queden ocultos eternamente a los ojos del general.
—¡Ah! Guardando tú el secreto ¿quién puede enterarse de mis asuntos?
—Ya sabéis que en nuestra Orden todo se sabe.
—Por esta vez no se sabrá. Tengo tomadas mis precauciones y estoy seguro de que si algo llega a oídos del general, será porque tú me habrás vendido. Ya estás enterado; ahora a trabajar.
El padre Claudio dijo esto con su tono imperioso, y el secretario le obedeció inmediatamente.
Transcurrió algún tiempo sin que mediara palabra alguna entre los dos jesuitas. El secretario escribía y el superior de pie ante la mesa, hojeaba los papeles que estaban en ésta, esperando una clasificación.
Un criado levantó con discreción el cortinaje de la puerta y asomó su cabeza con el propósito de retirarse silenciosamente, si veía al padre Claudio entregado a una grave ocupación. A los sirvientes de aquella casa, bastábales una sencilla ojeada para apreciar la importancia del trabajo de su dueño y su necesidad de aislamiento. Al ver al padre Claudio contemplando con mirada distraída los papeles, se atrevió a interrumpirle y dijo con voz meliflua:
—Reverendo padre, don Joaquín Quirós desea ver a vuestra reverencia. Ha venido ya muchas veces en esta semana.
—Que espere en el gabinete. Voy allá inmediatamente. Salió el criado y el poderoso jesuita dijo en voz alta:
—¿Qué querrá Quirós? ¿Por qué vendrá a buscarme con tanta insistencia? Ese muchacho cada vez me gusta menos. Presiento en él algo de ingratitud. ¿Qué te parece a ti, Antonio, ese muchacho?
—Es un fatuo que se ha hecho la ilusión de emplear a vuestra reverencia y a la Orden para llegar muy alto. Hay que tener cuidado con ese ambiciosillo.
—Pues si piensa aprovecharse de nuestro poder para lograr sus fines y después desligarse de nosotros, está muy equivocado Eso sería engañarnos y ¡francamente!, tendría que ver que un trastuelo como ése, engañase a la Compañía de Jesús.
El padre Claudio salió del despacho y atravesando varias habitaciones, entró en un pequeño gabinete de paredes grises y desnudas, amueblado con una antigua consola y una sillería de damasco raído.
Joaquinito Quirós, al entrar el poderoso jesuita, se abalanzó inmediatamente a besarle la mano humildemente, recibiendo su bendición con aire compungido.
—¡Hola desertor! —dijo el padre Claudio con jovialidad—. ¿Qué mal viento le trae por aquí? Yo creía que ya había muerto.
—¡Oh, reverendo padre! A pesar de mis trabajos apremiantes, he venido por aquí varias veces, sólo que nunca estaba usted visible.
—No es extraño; yo aunque no me presento agobiado por el trabajo como usted, no dispongo de un minuto todos los días para recibir a los amigos. Conque vamos a ver, ¿qué le trae a usted por aquí?
—Vengo corriendo de casa de Baselga
—¡Ah!, ¿y qué? —dijo el jesuita con una frialdad que contrastaba con el azoramiento exagerado del joven escritor.
—Había ido a consultar a la baronesa sobre un asunto urgente de la asociación de San Vicente de Paul.
—Bueno. ¿Y qué quiere usted decirme?
—Que de boca de la misma baronesa ha salido una noticia que apenas me atrevía a creer.
—Vamos a ver esa noticia estupenda.
—Que el conde ha sido declarado loco.
—Y que yo lo he enviado al manicomio, ¿no es eso? De seguro que así se lo habrá dicho la baronesa. ¿Y qué hay en todo esto para que usted venga con tanto azoramiento a comunicarme cosas que ya casi tengo olvidadas?
—¡Oh!, reverendo padre; la impresión, lo inesperado de tal noticia… Comprenda usted el efecto que en mí habrá causado.
—Déjese usted de pamplinas. Usted sabía tan bien como yo, hace ya mucho tiempo, que el conde estaba loco y que su manía de conquistar Gibraltar, que comunicó a usted antes que a nadie, era un solemne disparate. ¿A qué extrañarse tanto ahora? Baselga estaba loco y lo hemos encerrado en un manicomio. Eso es todo.
—Perdone usted, padre Claudio. Yo esperaba que como amigo de la familia me hubiese usted llamado, al tratarse de un asunto tan importante. Tal vez hubiesen aprovechado para algo mis servicios.
—No lo hemos necesitado a usted para nada.
—Muchas gracias. Además debo manifestarle mi disgusto por la conducta que usted ha observado conmigo. Hace tiempo que comprendí que no le era muy grata mi presencia en casa de Baselga, y por eso he estado tanto tiempo sin ir por allí.
—Así es. No me gustaba mucho que fuese usted por aquella casa; pero ahora puede volver cuando guste.
—Sí, eso es —dijo con rudeza Quirós—. Puedo ya volver, ahora que no está el conde y que lo han declarado loco, Dios sabe cómo.
Quirós apenas dijo estas palabras, se arrepintió, al ver el gesto de indignación que hizo el padre Claudio.
—Joven —dijo el jesuita con frialdad hostil—, la benevolencia que yo le he dispensado, sólo ha servido, según veo, para que usted se muestre sobradamente audaz y se atreva a hacer suposiciones que no puedo consentir. El conde ha sido declarado loco porque realmente lo estaba, y yo no he influido para nada en tal declaración. ¿Qué interés podía yo tener en ello?
Quirós, a pesar de que temía al padre Claudio, no pudo evitar un gesto de incredulidad.
—¿Duda usted de mis palabras? Pues pronto tendrá que convencerse forzosamente. ¿Qué médicos cree usted que han certificado la demencia del conde? ¿Se lo ha dicho a usted la baronesa?
—No, señor; pero como si lo viera. El médico encargado de tal trabajo habrá sido indudablemente el doctor Peláez. Un amigo fiel y obediente.
—Pues se engaña usted. El que ha certificado la demencia del conde ha sido el doctor Zarzoso, ese sabio alienista que es bien conocido por sus ideas antirreligiosas. ¿Dirá usted ahora que Zarzoso es de los nuestros y que yo puedo manejarle para hacer que declare cosas contrarias a la verdad?
El joven quedó moralmente aplastado por estas palabras. El padre Claudio se gozó en mirarlo con desdeñosa compasión.
Quirós estaba perplejo. Comprendía que acababa de cometer una torpeza mostrando antes de tiempo cierta aspiración de independencia ante el terrible jesuita que no consentía la emancipación de ninguna de las voluntades a él supeditadas Por esto, deseoso de remediar su ligereza, se apresuró a decir con acento humilde:
—Perdón, reverendo padre. No había yo imaginado ni remotamente nada que fuese en perjuicio de la honradez y caridad de vuestra reverencia; pero el maldito amor propio, herido por el despego que hace algún tiempo me mostraba usted, ha sido la principal causa de que yo haya hablado de un modo tan irrespetuoso. Ruego a usted que me perdone. Ya sabe que lo venero y que eternamente le seré fiel.
El jesuita hizo como que creía en estas palabras, cuyo verdadero valor conocía.
—Es usted un niño, amigo Quirós —dijo con paternal benevolencia— y si no estuviera convencido de esa ligereza que le ha de producir muchos disgustos, tomaría en serio sus palabras en cuyo caso mi enojo sería terrible. Usted tiene un defecto que consiste en querer subir demasiado aprisa a las alturas donde le arrastra su exagerada ambición. Yo no critico que usted sea ambicioso; todos lo somos en este mundo y yo el primero; pero hay que pensar bien que aquello que todo hombre ha de procurar para subir es escoger bien los medios que han de servirle para su elevación. Usted mientras suba apoyado por nuestra Orden hará carrera, y el día que intente emanciparse de nosotros, su ruina será completa.
—Reverendo padre, yo no intento separarme de usted, al que tanto venero; yo…
—Menos protestas de adhesión, amigo Quirós. Dios que lee en el corazón de todos los humanos, es quien sabe mejor la verdad y puede apreciar los sentimientos de cada uno. Aunque no estoy muy seguro de la adhesión de usted, le quiero a pesar de todo y buena prueba de ello es que hace un momento pensaba en usted y le procuraba un medio seguro para engrandecerse.
—¡A mí! —exclamó Quirós con codicia—. ¡Oh, cuánto le agradecería que hiciese algo por mi suerte! Mi situación es cada vez más difícil; mis compañeros ascienden todos, hacen fortuna, y yo permanezco inmóvil en mi miserable mediante sin adelantar un paso. Necesito un protector poderoso como vuestra paternidad y que no me abandone en ninguna ocasión.
—Mi protección dependerá del modo como usted se porte en adelante conmigo. Por de pronto, sepa que tengo un medio seguro e inmediato para que el gobierno agradezca a usted un servicio importantísimo y le premie con largueza.
Quirós hizo un gesto de impaciencia. Estaba ansioso por conocer aquel medio tan seguro de engrandecerse.
—Se trata —dijo el jesuita con gran calma— de descubrir al gobierno una conspiración revolucionaria verdaderamente terrible, por las personas que de ella forman parte.
Quirós mostró cierta extrañeza al escuchar estas palabras. Notábase en él que acababa de sufrir una profunda decepción.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Si no es más que eso!… Todos los días recibe el gobierno delaciones de esa clase y apenas si las premia con unas cuantas onzas de oro. Los ministros hacen poco caso de tales revelaciones, pues las más de las veces resultan falsas o inútiles, ya que no pueden encontrarse las pruebas.
—Es que aquí las hay, señor Quirós; pruebas claras y concluyentes, papeles de tanta importancia que con ellos el gobierno puede ponerse al tanto de una terrible conspiración militar, y conocer a todas las personas que están comprometidas en ella.
—¡Ah! —exclamó el joven cuyos ojos brillaron con terrible llamarada de alegría—. Eso es otra cosa. Si vuestra paternidad me facilita tan importante delación, mi ascenso está ya asegurado.
—Pues cuente usted con que lo apoyaré. Irá usted a ver al ministro de la Gobernación. ¿No lo conoce usted?
—Sí, reverendo padre. He hablado varias veces con él en las reuniones del gran mundo.
—Perfectamente. Pues puede usted decirle que en Madrid funciona una Junta revolucionaria militar de la cual es secretario un capitán llamado don Esteban Álvarez.
—Eso no basta, reverendo padre.
—No sea usted impaciente y escuche. Dicho capitán tiene en su casa la mayor parte de los papeles de la conspiración y registrando su domicilio el gobierno puede dar un buen golpe a los revolucionarios.
—¿Está usted seguro, reverendo están en casa de ese capitán?
—¡Oh!, segurísimo. Ya sabe usted que estoy siempre bien informado de todo. Tengo buenos amigos.
—¡Diablo!, pues la cosa resulta grave para ese capitán si le pillan en su domicilio los papeles. ¿Es algún joven ese capitán?
—Creo que sí. Según me han dicho es una cabeza ligera, un exaltado muy peligroso.
—¿No lo conoce vuestra reverencia?
—No. Nunca lo he visto.
Quirós se quedó pensativo durante algunos minutos.
—¡Vamos! —dijo el jesuita—. ¿Qué piensa usted? ¿No se atreve a dar el golpe?
—Pienso que si le pillan los papeles ese pobre muchacho, pronto le olerá la cabeza a pólvora. El gobierno está hoy más irritado que nunca contra los revolucionarios, y será inexorable con aquel que pille.
—Así lo creo yo también. Pero veo que me he equivocado al pensar en usted y ofrecerle un medio tan rápido de elevación. ¿Tiene usted reparo en delatar tan peligrosa conspiración? No hablemos, pues, del asunto. Olvídese usted de todo lo dicho, que otro se encargará de hacer el trabajo. No falta gente que quiera ser premiada por el gobierno.
Quirós se estremeció como si acabara de recibir un rudo golpe.
—¡Eh! ¿Qué es eso, reverendo padre? El negocio es para mí y yo no puedo consentir que otro me lo arrebate. ¿He dicho yo acaso que no quiero encargarme de la delación? Lo que hay es que me inspiraba algo de compasión ese pobre muchacho que es un joven como yo y que no aguarda seguramente el terrible cataclismo que le va a caer encima. Un poco de simpatía y nada más. Pero se acabó ya el escrúpulo; no soy tan imbécil que dé un puntapié a la fortuna cuando ésta se me presenta. Se acabó la compasión. ¡Vaya, padre Claudio!, siga usted dándome órdenes que yo las cumpliré inmediatamente.
—Celebro verle tan animoso y dispuesto a aprovecharse de mi cariñosa benevolencia. Para alcanzar la gratitud del gobierno no tiene usted más que hacer esa delación. Yo me encargaré después de recomendarlo y hacer que la recompensa oficial sea lo más alta posible.
—Pero, padre Claudio, con lo dicho no basta para que la delación sea completa. Falta saber el domicilio del capitán Álvarez, el punto donde los conspiradores se reúnen y todos los demás detalles que vuestra paternidad juzgue importantes.
—Es verdad. Tiene usted mejor memoria que yo. Pase usted a mi despacho y mi secretario le dará una nota exacta de todo cuanto pide.
Quirós hizo un gesto de alegría, como si ya tuviera en sus manos el importante ascenso que tanto deseaba.
Ansioso por realizar cuanto antes aquel negocio, y sin el menor rastro del escrúpulo que momentos antes había sentido, se dispuso a salir del gabinete para dirigirse al despacho.
—Aguarde usted, impaciente joven —dijo el jesuita sonriendo con amabilidad—. Supongo que todo esto quedará en el más absoluto misterio, y que el gobierno no traslucirá quién ha proporcionado tan importantes datos.
—¡Oh! De eso no hay que hablar, padre Claudio. Bueno soy yo para que se me escape una palabra indiscreta. Yo sólo digo lo que quiero.
—Buena condición es esa. Con ella irá usted muy lejos. Lo importante es que usted no se arrepienta nunca de lo hecho, y quiera perder a sus amigos algún día sabiendo perfectamente lo que dice.
El joven comprendió que el padre Claudio seguía dudando de su adhesión.
—No recele vuestra reverencia de mi fidelidad —dijo Quirós—. Ya que no por cariño, por egoísmo debo seguir siempre al lado del padre Claudio. Tratándome como hoy, nunca podré quejarme de su protección. Yo al que me da nunca le falto.
—¡Magnífico! Es usted adorable por su franqueza, Joaquinito. Usted irá lejos y nunca le faltará mi protección. Únicamente —continuó el jesuita sonriendo con cierto aire de superioridad— le falta a usted el no dejarse dominar por la compasión en momentos supremos.
—¡Oh! La indecisión de antes ha sido momentánea, como usted ya ha visto.
—Cuando yo le aconseje una cosa, no dude usted nunca. Yo no puedo aconsejar a nadie que peque y pierda su alma, y las acciones que yo recomiendo, aunque a primera vista parezcan censurables, seguramente no lo son por venir de boca de un sacerdote del Altísimo. Dios saca el bien del mal, no olvide usted esto y para hacer bien a nuestros semejantes es preciso que antes les hagamos daño. Al delatar a ese joven capitán tal vez le sentenciamos a muerte; pero ¿cuán inmenso caudal de bienes no producirá nuestra delación? Con su prisión y la incautación de sus papeles, la sociedad permanecerá tranquila, la revolución quedará desbaratada, perecerán esas ideas diabólicas y disolventes que propagan los enemigos de la monarquía y de la Iglesia, y quedarán tranquilas en el poderío de que hoy gozan, por la voluntad de Dios, doña Isabel II, esa reina modelo de virtudes, y la Compañía de Jesús, santa institución que trabaja por la salvación del mundo. Si quiere usted ser grande y poderoso en la tierra, y después feliz y bienaventurado en el cielo, no vacile usted nunca en obedecer mis indicaciones. Todo cuanto yo ordene es…
—Para mayor gloria de Dios —interrumpió el joven—. Sí, ya lo sé, reverendo padre, y juro obedecerle inmediatamente. Ahora, si le parece bien, vamos al despacho a por la nota, pues siento verdadera impaciencia por servir a Dios haciendo la delación.
El jesuita sonrió bruscamente al oír estas palabras. Sabía a qué Dios servía el joven egoísta, al mostrarse tan impaciente por cumplir sus órdenes.
—Sobre todo, amigo Quirós, no cometa usted ninguna imprudencia ni deje que la cometa el gobierno. Si hace usted la delación ahora mismo, nos exponemos a que el ministro de inmediatamente órdenes a la policía, en cuyo caso es posible que armándose estruendo extemporáneamente se nos escape la liebre. Vaya usted al ministerio al anochecer y haga la delación. La noche es favorable para esta clase de asuntos.
Quirós se conformó a esperar algunas horas para dar el golpe que aseguraba su porvenir, y con aire de humildad hipócrita siguió al poderoso jesuita a su despacho.