Todos los vecinos del barrio de San Sulpicio, el distrito levítico de París, conocían en 1842 al extranjero que habitaba en la rue Ferou, casi desde tiempo inmemorial.
Largos años de residencia en la misma calle le habían dado en el barrio el carácter de una institución, y lo mismo las porteras y las vendedoras de esquina que los cocheros de punto en la plaza de San Sulpicio y los traficantes en imágenes y objetos de culto, conocían perfectamente a monsieur l’espagnol y podían dar cuenta de todo lo que hacía de día, pues su existencia, a través del tiempo, se desarrollaba con la impasible y mecánica exactitud de un reloj.
A pesar de esto, en los primeros años, nadie sabía en el barrio a ciencia cierta el por qué de la estancia de aquel extranjero en París; pero todos presentían que aquella residencia en extraño suelo era forzosa y que algo había en su patria que se oponía a su paso y le cerraba las puertas de la frontera.
Como dice Víctor Hugo: «los volcanes arrojan piedras y las revoluciones hombres».
Aquel hombre era una piedra que las convulsiones de España habían arrojado de su seno, y que errante por el espacio fue a caer en París.
Nada más metódico que su vida.
A la una de la tarde remontaba con paso tardo, el cuerpo algo encorvado, las manos a la espalda y el aspecto meditabundo, la estrecha calle Ferou no parando hasta el jardín del Luxemburgo, en una de cuyas alamedas más solitarias tomaba asiento en un banco, y allí, arrullado por el susurro del ramaje, el piar de los pájaros, los gritos de los niños que en las inmediatas plazoletas se entregaban a sus juegos, el monótono redoble del tambor de los teatrillos mecánicos y el rumor de la gran ciudad que semejaba al cansado resuello de un lejano monstruo, se dedicaba a la lectura de periódicos o permanecía horas enteras abstraído y meditabundo siguiendo con vaga mirada los caprichosos arabescos que el sol, filtrándose a través del movible follaje, trazaba sobre el suelo.
La tarde entera permanecía el viejo en el Luxemburgo, y al llegar la noche, volvía siguiendo el mismo camino a su vivienda de la rue Ferou, enorme caserón perteneciente en otros tiempos a un cortesano de la antigua nobleza, pero que en tiempos de la Revolución había venido a ser propiedad de un especiero.
En el último piso de dicha casa tenía el extranjero su habitación, compuesta de dos pequeñas piezas que tres veces por semana limpiaba la portera, vieja auvernesa medio imbécil a fuerza de ser crédula y devota.
La única señal que daba a entender a los demás habitantes de la casa la existencia de aquel hombre metódico y misterioso después de la vuelta del paseo, era la rojiza luz que bañaba los vidrios de las dos ventanas de su cuarto, en las cuales marcábase algunas veces la sombra angulosa del inquilino, moviéndose acompasadamente de un lado a otro.
Había en aquel hombre algo de misterioso, capaz de excitar el olfato de la policía francesa, siempre en busca de conspiradores y revolucionarios y de mover la curiosidad de las gentes del barrio; pero el extranjero tenía en su favor un aspecto de honradez y de noble humildad que desarmaba a los más tenaces en averiguar vidas ajenas.
A pesar de esto, en el barrio sabíase punto por punto todo cuanto hacía, así como ciertos detalles de su pasada existencia.
Una de las porteras, más hábiles en llevar de memoria el registro de los sucesos ocurridos en el barrio de San Sulpicio, recordaba que el día de San Juan, de 1814, fue el primero que el español durmió en la casa que ocupaba, y que en aquella época, durante el imperio llamado de los Cien Días, una mañana salió a la calle, vistiendo un uniforme extraño, adornado con muchas condecoraciones extranjeras, y tomando en la cercana plaza un coche de punto, se dirigió a las Tullerías, donde Bonaparte recibía a sus amigos y defensores en conmemoración de su vuelta victoriosa de la isla de Elba.
Este suceso fue muy comentado en el barrio, y agrandado convenientemente por la imaginación de sus habitantes, que eran furibundos realistas y enemigos del Emperador.
Pero a pesar de esto, no dejó de darle cierto prestigio a los ojos de las porteras de calle, que por espíritu de compañerismo y por el honor de la vecindad, se empeñaban en considerarlo como a un elevado personaje caído en la desgracia.
Al quedar definitivamente restaurada la dinastía borbónica, la policía vigiló cuidadosamente a aquel extranjero que había tenido relaciones con el emperador y que algunas veces escribía a José Bonaparte, ex-rey de España; pero pronto se convenció de que poco se podía conspirar contra la legitimidad monárquica pasándose las tardes en el Luxemburgo completamente solo, y las noches encerrado en la habitación, paseando o discutiendo, con la portera la compra del día siguiente.
Algunas veces el hombre se decidía a romper la monótona uniformidad de su existencia, y en vez de ir al Luxemburgo, se encaminaba al Palais-Royal después de almorzar, en cuyo jardín encontraba a otro extranjero, a otro español como él, cuyo traje estaba tan raído y era llevado con idéntica noble altivez.
Aquel amigo del desterrado, tenía algunos años más; pero se mantenía robusto y con cierta frescura. En el Palais-Royal era tan conocido de vista por las niñeras y los muchachos, como el hombre de la rue Ferou en el Luxemburgo.
Algunas de las mujeres que se sentaban en los bancos inmediatos a hacer calceta y a hablar de los tiempos de la Revolución, que habían presenciado siendo niñas, le llamaban monsieur Enmanuel, y siempre miraban con cierta curiosidad una sortija de oro y brillantes que ostentaba, formando rudo contraste con su humilde traje.
Era, sin duda, un resto de pasada opulencia que tenía la virtud de disipar las tristezas que a su dueño acometían en la miseria.
¿Quién era monsieur Enmanuel? Sin duda otro hombre como el de la rue Ferou, arrojado de su patria por las convulsiones revolucionarias.
Las buenas comadres que diariamente concurrían al Palais-Royal no recordaban, ciertamente, quién había creído descubrir el incógnito que rodeaba a aquel hombre misterioso; dudaban si fue un veterano que había sido ayudante en Madrid del mariscal Murat, o un emigrado español que había tenido que huir de Navarra con el ilustre Mina después de una tentativa en favor de la libertad; pero lo cierto es que, a mediados de 1818, circuló entre ellas las noticias de que aquel monsieur Enmanuel era el mismo Manuel Godoy, príncipe de la Paz, generalísimo de los ejércitos españoles, ministro universal, amigo inseparable de Carlos IV y amante consecuente de la reina María Luisa, el cual desde la cumbre de la mayor grandeza, había sido arrojado a la más absoluta miseria, viéndose obligado a vivir en París de una pensión mezquina que le daba el rey de Francia, y a remendarse por su propia mano los pantalones para poder presentarse públicamente con aspecto decente.
Las viejas, claro está que no creyeron tal patraña. No porque el aspecto mísero de aquel hombre fuera impropio de un príncipe en la desgracia, sino porque era imposible adivinar a un ser en otros tiempos omnipotente, en aquel viejo alegre, simpático y con aire de rentista arruinado que se pasaba las tardes viendo jugar a los niños y sufriendo tranquilo y sonriente sus inocentes impertinencias.
Aquellas buenas gentes ignoraban que la desgracia convierte en humildes a los orgullosos potentados y hace aparecer la sonrisa benévola en rostros antes contraídos solamente por el gesto del orgullo.
Cuando el hombre de la rue Ferou visitaba a su compatriota, los dos extranjeros parecían felices hablando de su patria, y al separarse, después de algunas horas de conversación, llevaban en el rostro esa expresión bondadosa que produce una necesidad satisfecha.
Aquél era el único amigo que hasta 1818 se le conoció en París al español del barrio de San Sulpicio.
Otro detalle de su existencia era que una vez al mes la portera le subía una carta que por las marcas exteriores demostraba proceder de España.
Aquella tarde la pasaba el hombre en el Luxemburgo leyendo innumerables veces dicha carta, y quedándose horas enteras con aire meditabundo; y por lo regular, dos días después llevaba a la administración de correos del barrio un abultado pliego en contestación a la misiva.
Por la cita mensual sabían los vecinos que el señor español se llamaba don Ricardo Avellaneda, y sacaban la consecuencia de que no estaba solo en el mundo, pues en España había quien se interesaba por él y sin duda le remitía dinero. En la época ya citada, el señor Avellaneda se mantenía en un estado físico aceptable.
Tenía cuarenta años, pero estaba algo envejecido por los disgustos, y su espalda encorvada y su ademanes desalentados le daban cierto aspecto de decrepitud.
Era de mediana estatura, enjuto de carnes y moreno hasta tener cierto tinte cobrizo. Llevaba el rostro totalmente afeitado conforme la moda de su juventud, y sus cabellos, ahora canos, pero a trechos de un negro brillante con reflejos azulados, se escapaban en rizada madeja por bajo las alas de su sombrero.
Tenía el rostro algo arrugado, pero sus ojos grandes y negros cuando no miraban distraídamente brillaban con todo el fuego de la juventud.
El señor Avellaneda, tipo legítimo del rastro que en la población española dejó el paso de la raza musulmana, podía pasar en París por un hombre de hermosura original.
Si algunas veces, al salir del Luxemburgo, atravesaba el inquieto Barrio Latino y se mezclaba en la inquieta población de estudiantes, ocurríanle lances que arrojaban una vivaz chispa en la sombra de su monótona existencia.
Un día en el paseo, una griseta del barrio con aficiones literarias a fuerza de rozarse con estudiantes poetas, dijo, mirándole descaradamente, al mismo tiempo que tocaba en el brazo a su compañera:
—Ese hombre es viejo, pero tiene la cabeza artística. Mírale bien, parece Otello; te digo que no tendría inconveniente en ser su Desdémona.
Estas cosas tenían la rara virtud de hacer sonreír un poco al melancólico señor Avellaneda.
En el mismo año ya citado, el caballero español alquiló el piso principal del caserón que habitaba y bajó a él los escasos muebles de su cuarto con honores de buhardilla uniéndolos a otros más nuevos y elegantes que un almacenista del otro lado del Sena trajo en varios carromatos.
Aquello fue motivo de admiración y causa de interminables comentarios para la portera de la casa y sus congéneres de la calle que reunidas en el patio veían pasar con ojos codiciosos las flamantes sillerías, las relucientes baterías de cocina, los espejos deslumbrantes y esas valiosas e inútiles chucherías de adorno que produce la industria parisién; entreteniéndose al estilo de buenas y entremetentes comadres en poner precio a cada uno de aquellos objetos.
Durante una semana entera, fue motivo de todas las conversaciones en la rue Ferou y las inmediatas, aquel cambio radical en las costumbres del señor Avellaneda así como también la transformación física que éste había experimentado.
El emigrado parecía rejuvenecido, pues caminaba erguido, con la mirada brillante y sonriendo con expresión de hombre satisfecho.
Aquel aspecto desalentado, indolente y melancólico que le caracterizaba había desaparecido completamente.
Debilitábase ya la curiosidad, cesaban los comentarios y las aventuradas suposiciones, cuando una mañana, con gran acompañamiento de campanillas y cascabeles, chasquidos de látigo y chocar de ruedas, entró en la calle una empolvada silla de posta que fue a detenerse frente a la casa número 6, que era la habitada por el señor de Avellaneda.
Cuando el zagal del coche fue a abrir la portezuela ya había ocupado su puesto el inquilino de la casa que en traje bastante descuidado, salió corriendo del patio y profiriendo algunas exclamaciones de sorpresa y alegría tiró del dorado picaporte asiendo inmediatamente una mano blanca y femenil.
Las numerosas caras que asomaban a las puertas ansiosas de conocer quién iba en aquel coche que tan inesperadamente venía a turbar la tranquilidad de la calle, vieron saltar al suelo, con toda la pesadez de un cuerpo alto y robusto, a una mujer vestida con traje de viaje y que inmediatamente se arrojó en brazos del señor de Avellaneda.
Hubo besos y abrazos, pero los curiosos no pudieron contarlos con gran pesar suyo, pues les llamó inmediatamente la atención una moza de aspecto bravío y de rostro atezado que vestía un traje tan pintoresco como desconocido en París y que bajó torpemente del carruaje mirando a todas partes con azoramiento y asombro:
Las dos mujeres eran señora y criada. Formando un grupo la recién llegada y el señor de Avellaneda y llevando como apéndice a la asombrada sirvienta que miraba a todas partes con alarma y parecía querer confundirse con las faldas de su ama, entraron en la casa mientras la vieja auvernesa sonriendo y haciendo señas de inteligencia a los curiosos iba amontonando en el patio los paquetes que el postillón sacaba de la cubierta y del interior del carruaje.
Aquella misma tarde sabían los vecinos de la calle que la recién llegada era la esposa del señor Avellaneda que había estado separada de él por muchos años por ciertas divergencias de carácter, pero que ahora iba a buscarle en la desgracia dispuesta a vivir siempre con él.
Con el cambio de habitación y la llegada de su esposa el señor de Avellaneda mudó por completo de carácter.
En adelante las gentes del barrio le vieron salir solo muy pocas veces, pues iba a todas partes llevando del brazo a su esposa y no paseaba ya melancólicamente por el Luxemburgo.
Madame Avellaneda era de carácter muy distinto al de su esposo, y a los pocos meses consiguió trabar más relaciones en el barrio que su esposo en algunos años.
Hablando un francés detestable, pero procediendo con una franqueza distinguida que le valía grandes simpatías, trabó amistad con los vecinos e hizo salir a su esposo de aquella existencia de hurón en la cual su carácter melancólico le había sumido hasta poco antes.
Las costumbres de aquella señora gustaban mucho a los devotos habitantes del barrio de San Sulpicio y ratificaban sus ideas sobre España, país altamente católico.
Todas las mañanas ostentando una airosa mantilla de blonda, prenda entonces más desconocida en París que en el presente, iba a oír misa en la cercana iglesia de San Sulpicio, y dos veces al mes se confesaba con un cura español emigrado, que en 1808 se había afrancesado reconociendo el gobierno de José Bonaparte.
Esta religiosidad no impedía que el señor Avellaneda siguiera manifestándose tan impío como antes, y que a pesar de que mostraba empeño en no separarse un instante de su mujer la dejara ir sola a la iglesia.
Madame Avellaneda no era hermosa a los cuarenta años, ni en la primavera de su vida había sido gran cosa, pero tenía una agradable presencia y cierta majestad realzada por el gracioso andar propio de una española.
Su esposo parecía amarla mucho, y en su presencia guardaba cierto aire de inferioridad propio de un adorador.
Tomasa, la criada que trajo de Madrid madame Avellaneda, una tosca aragonesa que no lograba aclimatarse en extranjero suelo, y aun cuando mostraba una asombrosa facilidad para aprender un idioma extraño, tenía la cualidad de destrozarlo de un modo inverosímil, produciendo la risa de todas las sirvientas del barrio con su lenguaje híbrido, mezcla confusa de locuciones españolas y palabras francesas equívocamente pronunciadas.
Por tan dificultoso conducto las gentes del barrio fueron enterándose de que el señor Avellaneda era uno de los españoles llamados afrancesados, que por amor a las ideas de la gran Revolución se habían unido a la causa de Napoleón y que en la corte de su hermano José había desempeñado altos cargos, llegando a ser su principal confidente y consejero.
Su esposa, en cambio, había sido defensora apasionada de la causa de la Independencia, y esto había motivado el rompimiento de relaciones entre los dos esposos y la consiguiente separación.
Cuando los franceses y sus partidarios tuvieron que evacuar la península ibérica, la señora de Avellaneda dejó que su esposo fuera completamente solo a sufrir las tristezas de la proscripción; pero le amaba tanto que, al poco tiempo, sabiendo que se hallaba en la miseria, no pudo menos de escribirle prometiéndole el envío de una cantidad mensual para atender a sus cortas necesidades.
Aquella mujer, a pesar de sus preocupaciones de patriota intransigente y de su odio a los afrancesados, «gente perdida que quería la ruina de la religión», no podía olvidar su amor, aquel amor que quince años antes le había hecho contraer matrimonio a ella, que era la única heredera de una de las casas más ricas de Andalucía, con un pobre estudiante que salía de las aulas salamanquinas con el título de doctor en leyes y la cabeza atestada de las más originales ideas, pero que no tenía otro medio de vivir que un mísero sueldo en la Oficina de interpretación de idiomas que dirigía el célebre Moratín.
La Correspondencia mensual que sostenían ambos esposos, fue poco a poco formalizándose.
Primero fue fría, indiferente, como de dos personas agitadas por antiguos resentimientos y que se tratan más por deber que por cariño; pero poco a poco la antigua pasión fue renaciendo, frases inocentes sirvieron para recordar pasadas felicidades, y si el señor Avellaneda pasó muchas noches en vela atenazado por el recuerdo de su esposa y deseando una reconciliación, su esposa, completamente sola en Madrid y casi divorciada del trato social, no sintió con menos fuerza la necesidad de reunirse con su marido.
Poco a poco las antiguas diferencias fueron desapareciendo; la cantidad enviada mensualmente creció rápidamente, y por fin un día doña María se decidió a escribir a su esposo que hiciese todos los preparativos necesarios para una decente instalación en París, pues ella iba a ponerse en marcha inmediatamente.
De este modo, después de diez años de separación, volvían a unirse aquellos dos seres que se amaban, pero a quienes habían divorciado las desdichas de la patria y sus caracteres independientes.
Transcurrió más de un año sin que nada viniera a turbar la felicidad de Avellaneda.
El infeliz había sufrido tanto en su época de soledad y abandono, que ahora, al verse acompañado del único ser a quien armaba y rodeado de todas las comodidades que proporciona la riqueza, creía, soñar.
Si alguna vez iba al Palais-Royal a hacer un rato de compañía a su amigo Godoy, aunque siempre solo, pues su esposa odiaba ferozmente al arruinado príncipe de la Paz, contemplaba con lástima al desgraciado personaje, y en su aspecto miserable y desalentado se contemplaba a sí mismo tal como era algún tiempo antes.
Parecía que la fortuna tenía empeño en resarcir a Avellaneda de lo mucho que había sufrido.
Un hijo era su eterno deseo. Cuando se veía pobre y solo y pasaba las horas reflexionando melancólicamente en lo más desierto del paseo, se imaginaba la gran felicidad que le proporcionaría tener a su lado un pequeño ser inocente y alegre que disipara las tristezas del padre con infantiles carcajadas, y muchas noches se había dormido contemplando con los ojos de la imaginación una cabecita sonrosada, mofletuda y picaresca, coronada de blonda cabellera.
Ahora el desterrado iba a ver realizado su sueño. Ya no estaba solo; tenía a su lado a aquella esposa algo dominante, pero en extremo cariñosa y a aquella ruda sirvienta que asustada de verse a tantas leguas de su patria concentraba su cariño en sus señores; no se hallaba ya como su amigo Godoy, solitario y abandonado, pero no por esto llegaba en mal hora el fruto de amor, ni resultaba extemporáneo el embarazo de doña María, pues el señor de Avellaneda había sufrido demasiado y sentía tanta sed de cariño, que podía amar a dos seres a un mismo tiempo.
El embarazo de madame Avellaneda fue un suceso de importancia para el sacristán de San Sulpicio y el cura español que la confesaba, pues la opulenta señora que por primera vez se veía en tan apurado trance, no vaciló en mostrarse rumbosa con la corte celestial, y pocos fueron los santos del almanaque que quedaron sin misas ni novenas pagadas a buen precio.
Cuando llegó la hora del parto, don Ricardo encontrose padre de una niña que, aunque raquítica y débil, parecióle digna de ser tomada como modelo de belleza.
Aquel suceso produjo en la casa una verdadera revolución. Como si la familia hubiese experimentado un considerable aumento, entraron en la casa dos criadas francesas y Tomasa, la rústica aragonesa, tomó posesión de la niña y de tal modo la retenía que sólo cuando lloraba pidiendo el pecho decidíase a soltarla.
La infeliz muchacha por una absurda serie de ideas que se formaba en su imaginación, creía tener entre sus brazos a la lejana patria cuando agarraba a la niña; y hasta comenzaba a mirar con más simpatía a sus conocidas, las criadas del barrio, porque de vez en cuando, cuando ella sacaba a paseo a la pequeña Marujita, hacían alguna caricia a mademoiselle bebé.
En cuanto a don Ricardo, inútil es decir que se consideraba un hombre feliz, puede ser que por primera vez en su vida.
Creció la pequeña María del mismo modo que las demás criaturas y si al tener cinco años se distinguió en algo de las otras niñas que con ella jugaban en el Luxemburgo, fue en lo pálida y enfermiza.
Atendiendo a su cualidad de hija única y a que sus padres estaban ya en edad madura, fácil es imaginarse los cuidados y atenciones de que éstos la rodearían. Tenía la pequeñuela en sus padres dos ayos insoportables a fuerza de ser cariñosos y solícitos y una esclava en la ruda Tomasa a quien bastaba oír a la niña toser dos veces para pasar toda una noche en vela.
Apenas la pequeña pudo correr y sintió la necesidad de movimiento y agitación propia de todos los niños, el padre la llevó al Luxemburgo con lo que fue cayendo poco a poco en sus antiguas costumbres.
A las dos de la tarde cuando mayor era la agitación en el paseo, gigantesco pulmón del barrio Latino, compuesto entonces de callejuelas angostas y malsanas, atravesaba su verja el señor Avellaneda, erguido, con el rostro plácido y el paso lento, llevando de una mano a la pequeña María y detrás, como indispensable apéndice atento y solícito, a la bonachona Tomasa que ya comenzaba a encontrarse bien entre los franchutes quien se decía (no sabemos con qué fundamento) que perfeccionaba sus conocimientos del francés, echando largos párrafos al ir al mercado por la mañana, con cierto gendarme bigotudo que siempre salía a su encuentro.
Don Ricardo gozaba ahora de un Luxemburgo que en su pasada época de soledad le fue totalmente desconocido.
No iba ya a sentarse en las sombrías y desiertas alamedas que antes le eran tan conocidas, sino que se mezclaba entre la gente que se agolpaba alrededor del kiosko donde una banda militar conmovía el espacio con armoniosos acordes de sonora trompetería o se colocaba en las inmediaciones del estanque donde con una alegría tan infantil como la de su hija, seguía con la vista la accidentada navegación de los veleros barquichuelos que arrojaban desde la orilla las turbas de bulliciosos muchachos.
El papá sentábase en una silla confundido entre varias respetables señoras que con el cestillo de costura sobre su regazo hacían labores acariciadas por los rayos del benéfico sol de invierno mientras que sus niños jugaban, e inmediatamente Tomasa se alejaba con Marujita ayudándola a voltear un gruesa pelota, a rodar un aro o a tirar de un carretoncito lleno de tierra que la niña arrancaba con su pala.
Doña María acompañaba pocas veces a su esposo y a su hija al paseo. Como si al haber dado a luz a la niña hubiese cumplido en la tierra toda su misión, la buena señora mostrábase quebrantada y aun algo huraña, habiendo desaparecido aquel carácter franco y resuelto que tan simpática la hacía.
Mientras la niña estaba en casa no se preocupaba más que de ella, pero apenas salía con su padre, doña María dirigíase a la cercana iglesia de San Sulpicio donde pasaba las horas muertas arrodillada en un reclinatorio que el cura párroco la había concedido para su exclusivo y privilegiado uso. Había que tener contenta a tan rumbosa parroquiana del buen Dios.
En aquella señora habían renacido con más fuerza que nunca las aficiones, y a pesar de la tranquilidad que reinaba en su hogar y del cariño con que la trataba su esposo se consideraba infeliz y creía que tenía sobrados motivos para estar a todas horas solicitando la protección de Dios.
Doña María era una de las mujeres que necesitan para vivir de una continua preocupación, y a falta de desgracias inventarse una para poder condolerse de ella a todas horas. A guisa de buena católica creía que a Dios le era repulsiva la felicidad de sus criaturas, y que una época de bienestar en la tierra era signo de próximos castigos; así es, que temblaba, no por ella, sino por su esposo que era un impío, que en más de veinte años no había entrado en una iglesia más que el día de su casamiento y el del bautizo de su hija, y solicitaba de Dios un milagro tan grande como era que abriese los ojos de don Ricardo a la luz de la fe.
Las aficiones religiosas de la madre pugnaban muchas veces con la indiferencia del padre en cuanto a la educación de la niña.
Tenía ésta poco más de tres años, y ya doña María le arrebataba muchas veces de manos de su esposo, que se disponía a llevarla al Luxemburgo, y la conducía a San Sulpicio, y algunas veces a la iglesia de Nuestra Señora siempre que había gran fiesta religiosa. Allí pasaba la raquítica niña algunas horas fastidiada y nerviosa de permanecer siempre inmóvil y en actitud encogida, tosiendo por el humo de los cirios y del incienso.
La pequeña María, hay que confesar a pesar de las piadosas ilusiones que se hacía su madre, que se avenía muy mal a aquellas duras prácticas religiosas y que si bien le distraían un poco las doradas casullas y las imágenes sonrientes y brillantes, propias de la seductora industria francesa, una vez pasada la primera impresión le resultaba molesto permanecer en aquel inmenso local húmedo y oscuro, y pensaba con placer que al día siguiente iría con su padre a jugar en el lindo paseo henchido de pájaros y flores.
La asiduidad con que doña María frecuentaba los templos le hizo contraer relaciones de amistad con varios de sus empleados, y allá a principios de 1823 comenzó a hablar mucho en casa y ante su esposo que la oía con aire indiferente, de un señor García, santo varón que había huido de España por no presenciar los desmanes de los liberales y que gozaba de cierta influencia sobre el clero de San Sulpicio, cuya iglesia visitaba todos los días.
Don Ricardo se mostraba por entonces demasiado preocupado por lo que haría el gabinete francés en los asuntos de España, y si se decidiría a invadir la península, y por esto no fijó mucho la atención en cuanto decía su esposa, ni dio muestras de extrañeza que en otras ocasiones hubiera hecho cuando aquella le anunció que el santo varón iría uno de aquellos días a visitarlos.
El señor García, de quien más adelante hablaremos, se presentó por fin en la casa, y a pesar de toda su santurronería no resultó antipático a Avellaneda por la razón de que aparentaba ser un tipo vulgar e insignificante, incapaz de causar agrado ni repulsión.
Aquel santo de levitón raído era tan humilde, obsequioso y sufrido, que poco a poco fue haciéndose necesario en la casa y ni aun el mismo dueño pudo prescindir de él.
Las aficiones de todos encontraban en él un buen compañero. Con doña María iba a la iglesia; al señor Avellaneda lo acompañaba al Luxemburgo y hasta algunas veces corría por divertir a la niña, cosa que producía en el agradecido padre profunda emoción, y a la Tomasa le hablaba de las rondallas de su tierra, de la virgen del Pilar y de las fiestas de Zaragoza, recuerdos que muchas veces hacían llorar a la sencilla criada.
Un año después de haber terminado la revolución española comenzó a hablarse en la casa de la rue Ferou, de la posibilidad de volver a la patria.
El constitucionalismo había muerto, Fernando VII imperaba otra vez como rey absoluto, los obispos y los frailes eran los verdaderos dueños de la nación y los afrancesados no eran ya mirados con tanto odio por lo que bien podía volver a su patria el señor Avellaneda.
Además, doña María por pertenecer a una familia emparentada con la más rancia nobleza, tenía bastante influencia en la nueva situación política de España y ya la iba cansando el permanecer en un país a cuyas costumbres no lograba amoldarse.
El que menos deseos mostraba de volver a España era el señor Avellaneda. Sentía la nostalgia de la patria y especialmente en lo más crudo del invierno, en esos días parisienses tristes y monótonos que pasan veloces entre un cielo amasado con nieblas y un suelo cubierto de nieve, recordaba el sol de España y los verdes y risueños campos, pero volver a un país después de muchos años de ausencia para encontrarlo más bárbaro y atrasado que cuando lo dejó, es un tormento que no puede sufrir con calma un hombre que cree en el progreso y que odia la tiranía.
A pesar de esto, el señor Avellaneda no se oponía al regreso a España.
Su esposa se disponía a sacudir su calma religiosa y aquella inercia hija de la devoción, para hacer todos los preparativos del viaje, cuando una tarde de invierno al salir de San Sulpicio una ráfaga de viento helado se coló hasta el fondo de sus pulmones congestionándolos mortalmente.
La enfermedad fue tan corta como terrible.
Cuando algún tiempo después evocaba el señor Avellaneda aquel terrible suceso, apenas si se acordaba de él, pues en su memoria aparecía con la vaguedad de un sueño.
En menos de dos días la vida de doña María fue desvaneciéndose y cada médico que era llamado a la cabecera de su cama parecía marcar un nuevo avance de la enfermedad.
Don Ricardo estaba desesperado y como loco, y de seguro que a no estar allí Tomasa y el imprescindible señor García, la enferma no hubiera muerto rodeada de tan prontos y solícitos cuidados.
Ellos fueron los que la sostuvieron erguida para que no respirara con tanta angustia en la larga y horripilante agonía, y ellos los que la cerraron los ojos cuando la vida quedó extinguida en tan robusto cuerpo.
Mientras el señor García llevaba a cabo todos los preparativos para el entierro, don Ricardo, en un rincón de la sala, en cuyo extremo estaba el cadáver de su esposa, lloraba como un niño, recordando lo mucho que le había amado aquella mujer a pesar de las diferencias de carácter y aficiones.
Cuando Tomasa, tan desconsolada como su amo aunque mostrando una entereza más varonil, entró en la habitación llevando la niña de la mano para que viera por última vez a su madre, el señor Avellaneda se arrojó sobre su hija y comenzó a besarla desesperadamente como si temiera que la muerte fuese a arrebatársela.
Pasado aquel primer ímpetu del cariño, el infeliz esposo miró a la atolondrada criada que lloraba silenciosamente, y le dijo con acento de fraternal ternura:
—De hoy en adelante los dos estaremos sólos para criarla. ¡Tú serás su madre!
La vida de María fue transcurriendo sin tropezar con ningún incidente notable. La muerte de su madre apenas si había causado mella en su ánimo.
Es la muerte un fenómeno fatal que apenas si tiene algún valor para los seres que acaban de pasar las puertas de la vida.
Sin poseer el cariño de su madre ni conservar de ésta otro recuerdo que la imagen confusa de una señora solícita y dulce que la tenía en la iglesia por espacio de muchas horas, María iba creciendo al lado de aquella criada que no podía hablar de su difunta ama sin derramar lágrimas que se apresuraba a enjugar reemplazándolas con una sonrisa para que no turbasen la apacible calma de la niña.
En aquella casa don Ricardo era quien había experimentado mayor impresión con la muerte de doña María.
Hasta el terrible momento en que el cuerpo de su esposa, salió para siempre de la casa, el infeliz no comprendió lo mucho que amaba a aquella mujer que de vez en cuando le abrumaba con impertinentes consejos y sostenía empeñadas discusiones por el motivo más baladí.
Don Ricardo era un hombre de carácter débil. Las creencias que se había formado con el estudio las mantenía firmes e indestructibles en el interior de su cerebro, pero en la vida social era flojo y dúctil hasta el punto de que su voluntad se doblaba a impulsos del primero que le hablaba.
Por esto, aquel proscrito que había pasado en su patria por hombre perverso y de ideas diabólicas, al morir su esposa, sintió profundo desconsuelo, pues necesitaba el genio enérgico e indomable que esclavizaba continuamente su voluntad.
Además don Ricardo había sido durante algunos años más feliz que nunca al lado de su esposa y acostumbrado a tal dicha no podía avenirse a vivir sin otro amor que el de su hija.
Mientras vivió su esposa, la parte mayor de su cariño la dedicó a aquel pequeño ser, cuyas sonrisas le producían inmensa felicidad; pero como es condición del hombre adorar todo aquello que resulta imposible de conseguir, así que murió doña María comenzó a adorar su memoria con verdadero fanatismo, y en su corazón ocupó la difunta esposa un lugar más preferente que la niña.
El señor Avellaneda al quedar viudo cayó en un ensimismamiento que daba cierto tinte tétrico y sombrío a su carácter.
La melancolía de los tiempos de soledad volvió a reaparecer, pero esta vez revestía un carácter fúnebre.
El recuerdo de la esposa le dominó tan completamente que comenzó a entregarse a ciertas demostraciones de dolor algo extravagantes y las cuales hasta hicieron que dudasen de su razón las pocas personas que le trataban.
Apenas cerraba la noche metíase en su antigua habitación matrimonial, donde pasaba muchas horas contemplando una miniatura de su esposa que la representaba tal como era a los veintidós años o leyendo las cartas que ella le escribió durante el noviazgo y que él guardaba con escrupuloso cuidado; y todas las mañanas encaminábase al cementerio del Padre Lachaise donde permanecía hasta mediodía sentado en el zócalo del pequeño panteón y contemplando con expresión estúpida la inscripción dorada que campeaba en la pirámide que le servía de remate.
Algunas veces la niña y la criada le acompañaban en esta excursión y era un espectáculo extraño ver cómo María corría por las fúnebres alamedas de cipreses, persiguiendo una pelota o para cargar su carrito removía con la pala aquella tierra impregnada del zumo de un mundo de cadáveres.
Sin embargo, eran muy contadas las veces que la niña asistía a este extraño paseo, pues prefería ir al Luxemburgo donde se divertía bajo la vigilancia de Tomasa y del señor García que formaban una pareja inseparable.
Desde la muerte de doña María aquel hombre humilde y bondadoso había aumentado su intimidad en la casa. La desgracia había estrechado los lazos que le unían con aquella familia de compatriotas.
El señor Avellaneda le miraba con simpatía apreciando sus continuas muestras de dolor por la muerte de su esposa y le juzgaba indispensable a causa de la atención con que cuidaba de la pequeña María y la paciencia con que sufría sus impertinencias infantiles.
A cambio de esto, don Ricardo transigía con que el santo varón continuara en su casa la tradición devota y llevara todos los días a María a las iglesias donde había fiesta importante y a ciertos eventos de monjas.
¡Qué humildad tan simpática la del señor García! ¡Con qué sencillez sabía hacer los mayores favores!
Su cara rubicunda y de belleza frailuna, su cabecita sonrosada y blanca y su cuerpo encogido que se movía al compás de un paso vergonzoso y leve como si temiera causar daño a la tierra con sus pies, le daban el aspecto de un ser inocente y virgen de todo mal pensamiento, justificando el epíteto de santo varón que siempre le había aplicado la difunta doña María.
Tanta era la humilde solicitud que mostraba con el señor Avellaneda, y, sobre todo, con la hija, que no parecía sino que había nacido exclusivamente para servirles.
Su complacencia con la pequeña llegaba al último límite. Con la sonriente impasibilidad de un esclavo sufría todas sus impertinencias; al par que su maestro era su juguete, y muchas veces, a pesar de toda su dignidad propia de un hombre que era íntimo amigo del cura de San Sulpicio, visitante del arzobispo de París y asiduo concurrente a un caserón de la rue Vaugirard, donde se murmuraba que vivía el jefe de los jesuitas en Francia, no tenía inconveniente en montar sobre sus lomos a la pequeñuela y recorrer a gatas las diferentes piezas de la casa de don Ricardo, espoleado por la niña que le golpeaba las caderas con sus pies.
Estas bondadosas condescendencias valíanle al señor García el afirmar más su prestigio en la casa y adquirir en ella una dulce autoridad de la que apenas sí se daban cuenta sus amigos, pero que no por esto resultaba menos eficaz.
La educación de la niña estaba confiada al vejete, que por su método suave iba instruyendo a aquel ser enfermizo y de carácter caprichoso que tan pronto se mostraba salvajemente huraño como cariñoso con exageración.
Hacía prodigios el señor García para ir iniciando dulcemente en aquella inteligencia, lo mismo atenta que distraída, los principios de una instrucción que más que a enriquecer el cerebro con gran caudal de conocimientos, se dirigía a despertar el sentimiento místico e idealista y a crear una exagerada devoción religiosa que degenerara en fanatismo.
La niña aprendía a leer en lindos libros de cantos dorados y encuadernados en tafilete, donde con estilo melifluo y empalagoso se relataban estupendos milagros y se hablaba del amor a Dios empleando mundanas comparaciones que hubieran hecho ruborizar a María, de tener más años y menos inocencia.
Aquella continua lectura y las entretenidas relaciones del señor García que sabía mezclar en la conversación vidas de santos santas narradas en forma novelesca y en las que el diablo desempeñaba siempre el papel de traidor de melodrama, trastornaban el cerebro de la niña que a los diez años soñaba en hermosas princesas que morían en el martirio antes que abjurar de su fe, y en bellísimos ángeles con armaduras de oro y rodeados de deslumbrantes resplandores que aprovechando el silencio de la noche descendían del cielo para depositar un casto beso sobre la frente de las vírgenes cristianas.
Conforme transcurría el tiempo y crecía la niña, don Ricardo sumíase en su melancolía y descuidaba la educación de su hija confiando en la fidelidad de Tomasa y la amistad del señor García, y éste, aprovechándose de aquella apatía y del cariño que le profesaba María, procedía como un verdadero padre, disponiendo de su voluntad a su antojo.
La adversión que la pequeña mostró en otro tiempo a permanecer mucho tiempo en la iglesia, habíase trocado, merced a las sugestiones del cariñoso protector, en cotidiano y celestial placer siendo los momentos más felices para María, aquellos en que, arrodillada con todo el aire de una señora mayor, estaba en la iglesia arrullada por las melodías del órgano y contemplando aquellas imágenes que con sus ojos de vidrio la miraban fría e indiferentemente.
Mayor placer la causaban todavía las visitas a los conventos.
Tenía el señor García grandes amistades con las superioras de algunos de ellos y allá iba una vez por mes acompañado de la niña que ansiaba penetrar en aquellas destartaladas habitaciones impregnadas de ese olor sui generis mezcla de humedad y de incienso, propio de las casas de religión.
Su viejo preceptor quedábase en el locutorio, pero para ella se abrían las puertas del claustro y pasaba de los brazos de una a otra monja siendo acariciada por todas, y volviendo a casa con los bolsillos atestados de escapularios y golosinas.
La imagen del convento iba grabándose fuertemente en su cerebro.
Los trajes extraños de aquellas mujeres, su género de vida, el ambiente poético de su vivienda, y sobre todo la egoísta consideración de que encerrándose allí se ganaba el cariño de Dios y se conquistaba el cielo, causaban gran impresión en el ánimo de la niña y aún venían a aumentar la fuerza de tales sentimientos las palabras del señor García que estaba elocuente al describir las delicias del claustro y lo bien vistas que eran en el cielo cuantas personas renunciaban al mundo encerrándose en aquél.
Hay que advertir que el santo varón después de estas insinuaciones se apresuraba a decir que tal género de vida no era para señoritas que como ella, tenían un padre a quien obedecer y cuidar y una gran fortuna de que disponer; pero tratándose de un carácter impresionable y terco como era el de la niña, tales cortapisas sólo servían para exagerar sus propósitos y afirmar más en ella las primitivas ideas.
A los doce años María ya tenía adoptada su resolución.
Sabía, porque así se lo había dicho su preceptor, que el mundo era muy malo y estaba decidida a huir de él para encerrarse en uno de aquellos conventos donde podían vestirse trajes teatrales que no se usaban en las calles y comer golosinas deliciosas que no se encontraban en ninguna confitería de París.
Era aquella una vocación ridícula propia de una cabeza infantil en la que predominaba la imaginación, pero el señor García debía tenerla por muy verdadera ya que manifestaba cierta satisfacción y sólo hacía a la niña muy débiles objeciones.
El viejo devoto a fuerza de bondadosas humillaciones y de serviles complacencias había acabado por hacerse omnipotente en aquella casa.
A la hija la dominaba por la educación y el sentimiento y al padre por la actividad.
La melancolía que se había apoderado de don Ricardo debilitaba su voluntad hasta el punto de impedirle el ocuparse de sus negocios.
Poseedor de una colosal fortuna cuyos bienes radicaban en España y que tenía el deber de cuidar, pues pertenecía a su hija, causábale inmensas molestias el tener que ocuparse de la administración de las fincas, de los cobros y de las correspondencias con los arrendatarios y creyó muy natural el confiar esta misión a su amigo el señor García, quien se encargó de ella después de varias excusas, negativas y salvedades propias de una conciencia escrupulosa.
Después de este encargo el poder del viejo en la casa fue ya inmenso.
Vivía fuera, en un pequeño cuarto amueblado de la calle de los Santos Padres, pero exceptuando las horas de dormir, pasaba el resto del día al lado de aquella familia que se había acostumbrado a considerarlo como un ser al que estaba ligado por lazos naturales e indestructibles.
Ponía el viejo devoto el mayor cuidado en la administración de los bienes de su amigo y éste tenía tal confianza en él, que apenas si dirigía una mirada indiferente a los extractos de cuentas que mensualmente le entregaba.
Aquel hombre era la personificación de la modestia y el desinterés. Era pobre; vivía tan modestamente que casi estaba en la indigencia, no contaba con otro medio de subsistir que los auxilios pecuniarios que le deban los amigos y protectores que tenía en el clero, y a pesar de esto no quiso admitir la espléndida retribución que por sus servicios le daba el señor Avellaneda, conformándose al fin en aceptar un mezquino sueldo que él mismo se señaló.
Don Ricardo, admirando a aquel ser modelo de virtud, sentía decrecer en su ánimo la animadversión que de antiguo experimentaba contra las gentes devotas y por no dar un disgusto al santo varón que tan noblemente se portaba, guardábase de oponerse a aquella educación exageradamente religiosa que daba a su hija.
Ésta encontrábase ya en el momento crítico que la savia de la vida rompe el capullo de la infancia y la niña se convierte en mujer.
Era la crisálida próxima a transformarse en mariposa y revolotear en la risueña primavera de la vida.
Todo sonreía a aquel pequeño y delicado ser que no conocía las amarguras de la vida más que por las rutinarias arengas de su preceptor. Era rica, estaba mimada hasta la exageración y acariciaba una dulce esperanza que alegraba su porvenir.
María sonreía de felicidad al pensar que algún día iría a aquel país para ella misterioso que se llamaba España, que Tomasa le describía con tanto entusiasmo y cuya lengua hablaba en el seno de la familia causándole sus palabras el efecto de una armonía arrulladora.
El período hermoso de su vida empezó para María el día en que su juventud fue declarada oficialmente o sea aquel en que tomó la primera comunión.
Don Ricardo admiró su traje blanco y su velo de desposada, derramó copiosas lágrimas producidas tanto por la alegría como por el recuerdo de su esposa y lo mucho que ésta habría gozado viendo a su hija de tal modo, y no se le ocurrió acompañarla a San Sulpicio, dejando como siempre que cumplieran este encargo su fiel amigo y la criada.
¡Con qué profunda unción recibió María confundida entre un tropel de niñas con blancas vestiduras aquel nuevo sacramento de la Iglesia!
Recordó lo que le había dicho él señor García sobre tan importante acto, y pensando que era nada menos que Dios quien iba a alojarse en su cuerpo, procuró engullirse con la mayor delicadeza el pegajoso cuerpo de Cristo, que envuelto en saliva bajó con solemne parsimonia al fondo de su estómago.
Aquel acto resultó conmovedor para los fieles amigos de María.
Su segunda madre, la cariñosa Tomasa, lloraba ruidosamente el rubicundo rostro con el blanco delantal, y en cuanto al señor García, creía que a falta de lágrimas era muy propio del caso suspirar angustiosamente frotándose los ojos con las puntas de su pañuelo.
Desde aquel día todo varió en la vida de María.
Vistiéronla de largo y ya no le fue permitido el correr ni jugar en las alamedas del Luxemburgo, teniendo que resignarse a pasear con aire grave y los ojos bajos al lado de su padre o de su preceptor.
Se acabó para siempre el correr mezclada entre niños con la negra cabellera suelta y ondeante bajo el mal seguro sombrerillo, pues en adelante tuvo que peinarse horriblemente e ir adquiriendo por indicación de su preceptor todo el aspecto rígido y antipático de una doncella que odia las pompas mundanas y sólo piensa en entrar en el cielo.
El señor García tenía sus planes acerca de su discípula. Era el buen hombre tan modesto que se juzgaba incapaz de continuar la educación de la niña y aconsejaba a su padre la pusiera a pensión en un convento de confianza que ya se encargaría él de designar; pero Avellaneda siempre tan complaciente con su amigo y administrador sacudió su indiferencia al escuchar tal proposición y se negó enérgicamente a separarse de María y menos a consentir que entrara en un convento aun en calidad de educanda.
Aquello molestó mucho al virtuoso administrador, pero como su cualidad distintiva era la humildad, sufrió con paciencia el fiero arranque de su amigo y se conformó con que María no fuese al convento. La niña no experimentó menor contrariedad con la negativa de su padre.
Le halagaba la idea de permanecer algunos años en el convento, llevando la misma vida espiritual y contemplativa de las religiosas, mas no por esto detestaba el mundo con la misma energía que algunos años antes.
María llevaba la misma vida que en un convento y en verdad que con ella no resultaba muy simpática y alegre la existencia.
Para la niña los teatros, las soireés y las innumerables diversiones de la juventud, eran cosas desconocidas; pero con la edad había adquirido gran instinto de observación, y en cuanto la rodeaba adivinaba que en el mundo existía una vida llena de placeres y de inesperadas impresiones muy distinta a la monótona y triste que ella arrastraba.
Muchas veces, cuando cerrada ya la noche regresaba a su casa seguida de sus inseparables amigos, tenía que detenerse para dejar paso a veloces carruajes en cuyo interior se distinguían hermosas damas espléndidamente vestidas, que se dirigían al teatro o al baile, aquellas dos diversiones desconocidas por la niña, pero que en su cerebro producían un cúmulo de aventuradas y fantásticas suposiciones.
Aquel vago deseo que en el corazón de la joven producían las pompas mundanas, ocupaba su imaginación durante noches enteras dejando tras sí amargos rastros, pues María juzgaba tales pensamientos obra del demonio, que quería apartarla de la senda del bien, y para conjurar al infernal enemigo, saltaba de la cama y ponía sus rodillas desnudas sobre el frío suelo pidiendo a Dios que no la desamparase y que le diese fuerzas para desechar tan horribles seducciones.
Mas por desgracia para la joven devota, el mundo que es muy pícaro parecía complacerse en hacer desfilar ante sus ojos, cada vez con mayor magnificencia, todas sus seductoras grandezas y su espíritu mujeril se conmovía profundamente con las hermosuras del arte, del lujo y de la vida elegante.
En el interior de María, formábanse dos distintas personalidades que reñían empeñadas batallas. Los sentimientos de mujer vulgar y de devota iluminada, desarrollábanse en ella con continua lucha.
Durante el día la grandeza mundana ejercía sobre ella seductora influencia y contemplando en el paseo las elegantes damas que paseaban del brazo de sus maridos, sentía algo semejante a la envidia, pensaba con placer el que algún día podía llegar a ser una de ellas y se proponía no encerrarse en un convento donde la vida resultaba aún más monótona que la que en la actualidad hacía; pero así que por la noche se encerraba en su cuarto y quedaba completamente sola, el silencio nocturno le causaba inmenso pavor, parecíale que el diablo iba a salir por debajo de la cama gritando entre dos estridentes carcajadas ¡eres mía!, y miraba avergonzada, como solicitando auxilio, las estampas de vírgenes y santos que adornaban las paredes, acabando por llorar desesperadamente y pedir perdón por pecados tan horrendos como eran haber deseado un vestido elegante y un marido guapo iguales a los que ostentaban las majestuosas señoras que paseaban por el Luxemburgo.
Aquella interminable lucha que libraban los naturales instintos y los temores pueriles y ridículos engendrados por una educación fanática, causaban gran quebranto a la naturaleza física de María que vivía febril y sobreexcitada con gran alarma de cuantos la rodeaban, los cuales no podían explicarse sus ratos de meditabunda melancolía y sus arranques de exagerada devoción.
Tomasa casi llegó a creer en algunos instantes que la hija se había contaminado del mal del padre y que aquella meditación tenaz y dolorosa a que de vez en cuanto se entregaba, la conducía en línea recta a la locura.
El único remedio que la joven encontraba para librarse momentáneamente de lo que ella llamaba pérfidas seducciones del diablo, era la lectura, y con el ansia del náufrago que encuentra un punto sólido al que asirse, leía aquellas obras devotas de las que tenía gran provisión, gracias al cuidado del señor García.
Pero ¡ay!, que aquellos libros al poco tiempo no produjeron el efecto apetecido por María, pues en vez de afirmar sus aficiones, la empujaban al mundo y a sus seducciones.
A fuerza de leer, comprendió que todas aquellas apasionadas declamaciones resultaban huecas por lo indefinido de su objeto y porque no lograban interesar a su corazón y en los capítulos que se hablaba del amor a Dios y se dirigían a éste frases como ¡dulce esposo mío!, ¡señor de mi alma y de mi cuerpo!, la joven sentía que en su interior se despertaba algo nuevo y extraño y repetía distraída y automáticamente las apasionadas palabras con el pensamiento puesto no en el hombre desnudo de miembros negruzcos, pecho sangriento y cabeza greñuda que pendía de la infamante cruz, sino en cualquiera de aquellos mozalbetes rizados, vestidos a la última moda, con el cigarrillo en la boca y el lente bailando sobre el chaleco que todas las tardes veía en el Luxemburgo.
Gustábanle mucho aquellas frases amorosas de los libros devotos, pero el demonio la tenía tan aprisionada entre sus garras a los catorce años, que la parecían más hermosas si iban dirigidas a un hombre de vil materia que a una de aquellas imágenes de leño santificado.
El diablo hace caer a las débiles criaturas de la tierra en tan tremendos absurdos.
La afición a la lectura fue creciendo de tal modo en María, que llegó a alarmar al bueno del señor García.
Parecíanle ya fríos y monótonos los libros de devoción a aquella imaginación despierta, y un día, cansada de la insípida lectura, se decidió a tomar en sus manos una de las obras que su preceptor llamaba profanas.
Las dos criadas francesas que estaban en la casa bajo la dirección de Tomasa, eran el perfecto tipo de la doméstica en la nación vecina; sentimentales, fantásticas y grandes aficionadas a enterarse de las dramáticas aventuras de Alfredos y Arturos y a derramar lágrimas de ternura en vista de las grandes peripecias que éstos habían de sufrir en el curso de la novela.
Para dar pasto abundante a sus aficiones de impertérritas lectoras, tenían siempre sobre la mesa de la cocina abundante provisión de novelas económicas y folletines poéticos cuyos fragmentos más interesantes declamaban en alta voz acompañadas del hervor de los pucheros y del estrépito de la loza en el fregadero.
A aquella biblioteca acudió María, y excusado es decir el efecto que en su imaginación romancesca causarían tales obras que eran brillantes apologías del amor y en las cuales se pintaban con colorido exagerado las innumerables pasiones que encrespan tempestuosas el océano de la vida.
Ocurría esto en 1832, justamente cuando la revolución de Julio, derribando la estúpida tiranía de los Borbones y creando una monarquía ciudadana sobre las ensangrentadas barricadas, quitaba toda traba al pensamiento humano que corría con el atolondramiento y el ciego impulso del niño a quien abren las puertas de un triste colegio.
El gusto romántico vencía al frío clasicismo, y la imaginación se enseñoreaba del mundo dominando en el cerebro humano a las demás facultades.
Dos jóvenes que entonces hacían gran ruido y que habían de pasar a ser inmortales, eran los dueños de la situación, y Francia entera se entusiasmaba leyendo las «Orientales» y las «Odas Baladas» del hijo de un antiguo general bonapartista llamado Víctor Hugo, o se conmovía repitiendo las melodiosas «contemplaciones» de un provinciano llamado Lamartine.
Chateaubriand, el cantor del realismo y de las glorias de los hijos de San Luis, veía pateadas con desprecio sus obras por la triunfante Revolución, que levantaba con sus robustos brazos para exponerlos a la pública adoración, a aquellos jóvenes bardos amamantados en la férrea leche de sus pechos.
Los primeros libros que cayeron en manos de María, fueron las obras de aquellos dos poetas.
¡Cómo describir la grandiosa impresión, la tremenda revuelta que causaron en ella tan seductoras obras!
Anhelos hasta entonces no explicados adquirieron forma completa en su imaginación; comprendió por fin lo que era el amor y lo que esto significa, y experimentó idéntica impresión que el pájaro que al fin puede volar y abandonando por primera vez el nido se lanza a los campos embellecidos y caldeados por la vivificante primavera.
Leía y releía con una avidez sin límites los inmortales cantos de aquellos genios, hasta que las estrofas quedaban grabadas en su memoria y por la noche dormíase repitiéndolas con entonación melancólica, mezclando muchas veces los versos con los suspiros.
Los crepusculares cantos de Lamartine conmovían su alma y le producían idéntica impresión que si una mano poderosa la levantara del suelo para mecerla entre los dorados celajes de la caída de la tarde, y muchas veces tenía que suspender la lectura para llorar sin motivo alguno y únicamente por dar salida a la dulce melancolía que se acumulaba en su pecho.
Víctor Hugo producía en su ánimo un efecto aún más radical y abría ante su imaginación nuevos e infinitos horizontes. Aquellas odas apasionadas le hablaban del amor como de una cosa santificada a la que se debía la existencia del mundo y la suprema felicidad de la vida y Dios no aparecía en ellas como un ser irascible, vengativo y envidioso a quien le producen accesos de rabia la dicha de sus criaturas, sino como un viejo filósofo, bondadoso y dulcemente jovial, que sonríe plácidamente al contemplar las inocentes travesuras de la apasionada juventud.
Aquella manera de representar al autor del Universo, agradaba a María, que no podía menos de estremecerse al recordar el Dios descrito a cada momento por su preceptor, ser omnipotente que sólo admitía en su presencia a las criaturas que renegaban de la naturaleza humana, que despreciaban los puros goces de la vida, que momificaban sus sentimientos y que aceleraban la llegada de la muerte encerrándose en la tumba del claustro, cuando más exuberantes estaban de salud y fuerza.
Las poesías orientales despertaban en María otra clase de pensamientos, y sin darse cuenta de ello iba convirtiéndose en una joven romántica y de pasiones fantásticas como la mayor parte de las de aquella época.
El poeta le hablaba de España, de aquella patria querida que adoraba sin conocer; y con atención mezclada de asombro iba leyendo aquellas musicales estrofas que describían a los nobles abencerrajes y a las españolas sultanas; las serenatas entonadas en voz queda frente a los afiligranados ventanales de la Alhambra, los vistosos y dramáticos torneos, las citas en frondosos jardines y a la luz de la luna y las empresas heroicas que horripilaban, pero que llevaban a cabo los paladines con el nombre de su amada en los labios.
Ante aquel mundo nuevo que surgía de los armoniosos versos, María experimentaba idéntica impresión que el niño que ve por primera vez en la noche oscura una quema de fuegos de artificio.
Su único pensamiento, la idea que con más fuerza se fijaba en su cerebro, era que ella quería ser una de aquellas heroínas, e inspirar una loca pasión a un héroe que por su amada fuera capaz de los mayores sacrificios.
Quería ser la amada de un paladín moderno y hasta morir por él si fuera preciso.
La idea del convento no por esto se apartaba de su memoria, pero se había modificado mucho con la continua lectura.
Ella no iría inmediatamente a un monasterio a llorar faltas que no había cometido ni a odiar a un mundo que no conocía. Antes de renunciar a la vida quería saber por sí misma lo que ésta era, gozar sus dichas y sufrir sus desengaños y aspirar el inmenso perfume de un amor novelesco. Después entraría en un Convento, pero sería para llorar paseando por los claustros desiertos y con todo el aspecto de una heroína de poema, el recuerdo del amante muerto en el campo de batalla o a manos de una venganza inspirada por los celos.
En aquella linda cabecita se encerraba una imaginación propiamente española que una vez se echaba a galopar por el dilatado campo de lo desconocido no respetaba obstáculo ni traba y recorría con complacencia el terreno de lo absurdo.
Un amante, un héroe, agonizante de amor, que sobreviviera después de la terrible catástrofe como en el último acto de una tragedia y al final el convento con toda su monotonía y esa calma sepulcral que sirve de dulce bálsamo a las almas despedazadas.
Esto era en todas sus partes el deseo constante de María, aspiración en la que tropezaba el señor García siempre que apuntaba a su discípula la antigua idea de la clausura religiosa.
El preceptor veía con tranquilidad que María no se manifestaba contraria a tomar el velo, pero no dejaba de producirle cierta alarma el notar que la joven no mostraba tan fogoso entusiasmo como algún tiempo antes y tenía cierto empeño en reducir las pláticas de devoción dejando siempre para más adelante el hablar a su padre seriamente de su vocación religiosa.
La transfiguración moral de aquella joven pasaba desapercibida para cuantos la rodeaban.
El señor García con ser tan listo no llegaba ni aun a sospechar lo que ocurría en el ánimo de su discípula, y en cuanto a Tomasa como no sabía leer ni creía que en el mundo hubiesen otros libros que los dedicados a la devoción, al ver a su señorita entregada a todas horas a la lectura con una extrema avidez, sentíase conmovida por aquello que ella creía amor a las doctrinas religiosas.
La juvenil mariposa al llegar a los diez y ocho años estaba totalmente transfigurada.
Por la noche cuando el cansancio comenzaba a cerrar sus ojos ya no soñaba en ángeles deslumbrantes ni en demonios horribles. Otras eran las imágenes creadas por su fantasía.
Muchas veces extendía sus brazos, pues le parecía ver a la cabecera de su cama a un apuesto paladín de ojos melancólicos y de negra cabellera que, cubierto de limpia armadura como aquellos héroes de las leyendas, estaba en actitud de velar su sueño.
En el mes de enero de 1840, el invierno, por no perder su anual costumbre y ser tenido como inconsecuente y caprichoso por los buenos vecinos de París, hacía que éstos andaran por las calles soplándose las manos o frotándose la nariz so pena de sufrir graves deterioros en partes tan integrantes de la belleza física.
Hacía un frío de dos mil demonios según la elocuente expresión de la criada del señor Avellaneda.
Cuando no soplaba un viento huracanado y punzante caía una lluvia torrencial con estrépito escandaloso; y si ambas explosiones de la ira de la naturaleza cesaban de azotar la gran ciudad y parecía restablecerse la calma en el espacio, comenzaba a descender desde los plomizos celajes del cielo, una inmensa sábana de nieve que se enseñoreaba de todo; lo mismo de los tejados y sus aleros que del pavimento de las calles, llegando a filtrarse al fondo de las cuevas por los angostos respiraderos.
Los copos de nieve parecían un infinito enjambre de blancas moscas deseosas de devorar la gran metrópoli y los transeúntes mostrábanse molestados por la picadura fría, pegajosa y espeluznante de aquellos insectos de invierno.
Los parisienses sabían que cruzaba diariamente el espacio una cosa llamada sol, pero hacía ya algunos meses que no aparecía sobre los tejados de la gran ciudad, pues pasaba de largo embozado en la densa capa de nubes y se hablaba de él con el mismo acento de incertidumbre que si se tratara de un ser mitológico engendrado por la imaginación.
En una de aquellas mañanas que París despertaba al contacto de las sábanas de nieve que cubrían su lecho y cuando el reloj de San Germán de los Prados daba las siete, el señor García que parecía inalterable por los años y que conservaba su eterno aspecto humilde, bondadoso y sonriente, desperezose en su pobre cama allá arriba en el último piso de una casucha de la calle de los Santos Padres y después de algunas vacilaciones se decidió a abandonar el camastro.
Se vistió y lavó con gran detenimiento después de haberse persignado devotamente tomando agua bendita de una pililla que tenía a la cabecera, le rezó tres padrenuestros a una estampa de Jesús que adornaba su cuarto y que era una obra maestra del arte religioso, pues representaba al Hijo de Dios, acicalado y rizado como si saliese de una peluquería y en actitud como de desabrocharse el chaleco para mostrar un corazón flameante de color de hígado fresco, y así que terminó la oración sacó de un armario un panecillo y una pastilla de chocolate que comió junto a la ventana estremeciéndose de frío, pues por las rendijas de la vieja vidriera se filtraba el helado resuello del invierno.
Cuando el anciano terminó de masticar el desayuno y se hubo convencido de que no quedaba sobre su raído traje la más leve migaja, púsose una larga hopalanda, que tenía mucho de sotana, y el viejo sombrero, cuya figura se confundía en la memoria de María con los primeros recuerdos de la niñez. Después salió a la calle, llevando bajo el brazo un paraguas rojo.
El señor García, a pesar de sus años, andaba con cierta viveza juvenil, y evitaba que sus gruesos zapatos claveteados resbalasen sobre la nieve de las aceras próxima a solidificarse.
Atravesó el barrio de San Germán y el de San Sulpicio, pasó por la desembocadura de la rue Ferou, dirigiendo una mirada distraída a la casa del señor Avellaneda, y llegó a la larga calle Vaugirard, deteniéndose a poco menos de su mitad junto a la puerta de una negruzca y larga tapia, sobre la cual y a alguna profundidad, veíase el cuerpo superior de un pequeño palacio construido con arreglo a la arquitectura frívola y seductora del pasado siglo; pero al cual la furia destructora del tiempo había dado un aspecto vetusto. Los apuntalados tejados de pizarra habían perdido su primitiva brillantez; los moldeados tragaluces de las buhardillas estaban algo destrozados por la lluvia y la nieve, y en los huecos de las molduras que adornaban los muros, así como en las hornacinas que en otro tiempo debieron contener estatuas, crecían verdes cabelleras de plantas silvestres, que el viento agitaba acompasadamente.
Aquel edificio, aunque viejo, de perfiles seductores, asomando su faz sobre una tapia negruzca, y que por tener sobre su puerta una gran cruz de madera, parecía la cerca de un cementerio del campo, causaba el mismo efecto que un puñado de rosas marchitas puestas en las vacías cuencas de una calavera.
El señor García tiró rudamente de una cadenilla que pendía junto a la puerta, y allá dentro sonó un repiqueteo de campana. Le abrió un viejo de aspecto igual al suyo, y el señor García, contestando con una inclinación de cabeza al saludo en latín que le dirigió el fámulo, atravesó el vasto patio existente entre la tapia y el edificio, y en el cual crecían algunas plantas raquíticas alrededor de una fuentecilla que tenía en el centro una imagen de la Virgen, cubierta de moho verde así como la parte exterior de la taza de mármol.
El vejete, subiendo algunos peldaños penetró en el piso bajo, atravesó algunas antesalas, contestando con genuflexiones a los saludos que le dirigieron varios curas que estaban sentados esperando; entreabrió una mampara negra, y por el resquicio pasó parte de su cabeza, preguntando con humildad si se podía pasar.
—¡Entrad! Adelante, querido hermano, —contestó una voz varonil.
El señor García entró en aquella pieza, que era un vasto despacho casi igual al del padre Claudio en Madrid, sin que faltasen los colosales estantes repletos de legajos y carpetas rotuladas.
Sentado en un gran sillón, junto al hueco de una ventana, estaba el padre Fabián Renard, superior de los jesuitas de Francia, o más bien dicho, vicario en dicha nación del general de la Compañía que residía en Roma.
El estar el buen padre encogido en su asiento, no impedía que fuese apreciada su estatura y robustez de granadero, completadas por una cabezota rubicunda, de rostro granujiento, hinchado y velloso en demasía. Unos ojillos vivos, audaces y escudriñadores, que brillaban con cierto reflejo metálico bajo la espesa almohadilla de grasa que formaba la frente, completaban el retrato físico de aquel hombre, que había prestado grandes servicios a la Compañía; pero que en el registro secreto que para su uso especial llevaba el general de la Orden, estaba anotado del modo siguiente:
«Fabián Renard. Perfecto instrumento de la Orden. Ha hecho buenos negocios. Buen jefe de pelea, mal director. Vivo y arrebatado de sobra. Falta de constancia, de paciencia y de cautela. Prefiere el valor y la audacia a la astucia. Ha sido soldado. Quisiera arreglar las cosas más difíciles en media hora. ¡Es un verdadero francés!».
El padre Renard era uno de tantos aventureros, que sin otra guía que la audacia, ruedan de un punto a otro, agitados por la ambición, sin ninguna idea fija, y dispuestos a venderse lo mismo a Dios que al diablo.
En su juventud había pertenecido al ejército de Napoleón, y fue soldado porque entonces estaba en moda serlo, y las armas eran el único medio para hacer carrera.
Se batió con valor y ascendió lentamente hasta capitán, pero llegó la restauración de los Borbones con todas sus inevitables consecuencias. La Iglesia volvió a dominar, los curas fueron los héroes de la situación y el joven capitán entró en la Compañía de Jesús, donde se hizo más justicia a sus facultades de hombre audaz y de ancha conciencia, llegando después de realizar varios negocios de importancia a ser encargado de la Orden en su patria.
Su carácter estaba descrito con tanta concisión como verdad en las anotaciones del general, pues en la Compañía se estudiaba imparcialmente la naturaleza moral de cada individuo y se archivaban después los apuntes sin temor a equivocaciones.
No estaba solo el padre Fabián cuando entró en su despacho el señor García.
Frente a él y ocupando otro sillón se encontraba un caballero vestido con cierta marcial elegancia y cuyo rostro bronceado y varonil le delataba como perteneciente a una raza meridional.
Este desconocido al entrar el viejo se levantó para saludarle, pero el padre Fabián le empujó cariñosamente para que volviera a sentarse y le dijo en español dificultosamente pronunciado:
—Sentaos, señor conde. Este señor es un amigo, un hermano de gran confianza. Es D. José García, hombre virtuoso y de gran religiosidad que en 1820 se vio obligado a huir de España por no sufrir las persecuciones de los malditos revolucionarios. Después ha querido volver a su patria; especialmente cuando en el 24 quedó restablecido el orden y el respeto a la religión; pero asuntos muy graves y de gran interés para la Compañía le retienen aquí y el buen hermano se sacrifica. ¿No es así señor García?
—Así es, reverendo padre —contestó el vejete muy satisfecho del tono amable y jovial con que le hablaba tan elevado personaje.
—Sentaos, señor García, sentaos. Justamente hace un momento os recordaba y hablaba de vos al señor conde. A propósito; sabed que este señor es un compatriota vuestro, el conde de Baselga, coronel de un regimiento de caballería carlista que no ha imitado a esos traidores que con Maroto se entregaron en Vergar, y que a vivir en la opulencia reconociendo a la ilegitima Isabel II, ha preferido seguir al verdadero y desgraciado soberano Carlos V pasando la frontera y viniendo a París a sufrir las tristezas de la emigración. Es un héroe de la buena causa.
El señor García saludó con una sonrisa al héroe y con una respetuosa reverencia al conde y después se sentó modestamente y a alguna distancia de los dos personajes como si quisiera demostrar que no era de los que deseaban la supresión de castas.
—Yo —continuó diciendo el jesuita francés que entre sus defectos tenía el de ser excesivamente charlatán cuando estaba entre los suyos—, me encuentro perfectamente cuando hablo con españoles. Conservo muy buenos recuerdos de aquel país donde el cielo es eternamente azul y tan hermosas son las mujeres. ¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Torcéis el gesto señor García? Comprendo que a un santo como vos lo sois, os causan mal efecto estas palabras, pero… ¡qué queréis!, antes que sacerdote he sido soldado y la sotana no borra nunca las huellas que dejan las costuras del uniforme. Aquí está un bravo militar que por el mero hecho de serlo sabrá dispensarme mejor mis faltas y comprenderá más bien mi carácter.
Baselga sonreía encantado por la franqueza de aquel jesuita, y comparándolo con el simpático, pero misterioso padre Claudio, le encontraba muy superior a éste.
—¡Qué tiempos aquellos! —continuaba diciendo el padre Fabián—. Aún veo como si ocurriera en este instante cuando yo era sargento en la columna del general Hugo, el padre de ese coplero impío y revolucionario que tanto ruido mete ahora, y perseguíamos a aquel diabólico Empecinado que tan pronto se nos desvanecía entre las manos, como nos atacaba inesperadamente. Reconozco que los españoles no tienen rival en esas guerras de montaña, y tanta es la simpatía que me inspiran que desde aquí he ido siguiendo con interés todos los incidentes de esa contienda civil en la que tanto os habéis lucido, señor conde, al frente de vuestro regimiento de lanceros.
Baselga saludó con aire satisfecho, y el señor García creyó del caso agradecer con una amable sonrisa, aquellas lisonjas dirigidas a sus compatriotas.
—Vuestra llegada, señor García —continuó el jesuita—, no puede ser más oportuna. El señor conde visita París por primera vez, apenas si conoce el idioma y necesita un hombre de confianza, un buen amigo que le acompañe a todas partes, y le sirva de guía en esta Babel. Nadie mejor que vos puede hacer este favor y yo os estaba nombrando momentos antes de que entraseis.
—Reverendo padre —contestó el viejo—, estoy muy agradecido por la bondad que me dispensáis, y en cuanto al señor conde, prometo servirle tan bien como pueda.
Baselga tendió su mano al vejete en muestra de agradecimiento.
—¿Dónde vive usted, señor conde? —preguntó García con solícita curiosidad.
—Estoy alojado en la fonda de El León de Oro, en la rue Saint-Honoré. Vivimos allí algunos jefes emigrados en amistosa comunidad pero deseo mudar de domicilio e instalarme en una habitación que, aunque decente, no me cueste tan cara.
—A usted le convendría vivir en un barrio retirado y serio como de San Germán, o el de San Sulpicio. En aquella parte de París donde usted habita el escándalo y la corrupción tienen su asiento, y ninguna persona católica puede vivir con tranquilidad. Si usted me lo permite le buscaré nueva habitación.
—Apreciaré mucho este favor.
—Vivirá usted en la misma casa que yo. Soy pobre y no tengo otro remedio que vivir en una buhardilla que basta para mis necesidades; pero en el piso primero hay desalquilada una habitación de soltero bastante aceptable, en la que el señor conde podrá vivir con comodidad. Es en la calle de los Santos Padres. ¿Le conviene a usted mi proposición?
—Aceptada. Además viviendo cerca de usted, tendré la ventaja de poder utilizar a todas horas sus amables servicios.
—Todo está corriente —dijo el padre Fabián—. Telémaco y Mentor vivirán unidos, y así se completarán mejor. Y ahora que ya están convencidos, les suplico que me dejen solo. Crean que tengo un verdadero placer en conversar con ustedes, pero mis obligaciones son muchas y tengo la seguridad de que en la antesala me esperan un buen número de amigos y solicitantes. ¿Eran muchos cuando habéis entrado, señor García?
—Reverendo padre: pasaban de diez los sacerdotes que estaban en la antesala.
—Ya lo veis, señor conde. Esto es insufrible. No tengo un momento mío, pero esto no impedirá indudablemente que me honréis a menudo con vuestra visita. Siempre encontraremos tiempo suficiente para conversar como buenos amigos; vos recordando vuestras antiguas glorias, y yo pensando en los tiempos que arrastraba sable. Un recomendado del padre Claudio, es para mí una persona digna de las mayores atenciones.
El conde agradeció con respetuosas inclinaciones de cabeza los ofrecimientos del jesuita, y después de besar su mano se dispuso a salir acompañado del señor García.
Este procuró quedarse algo rezagado y cuando Baselga estaba ya en la puerta, volvióse rápidamente a donde se hallaba el padre Fabián que le miraba fijamente como adivinando que tenía algo que decirle.
—En aquella casa todo sigue lo mismo, reverendo padre.
—¿Y la niña?
—No se niega a ser monja, pero tiene cierto empeño en retardar la entrada en el convento.
—¿Hay acaso amoríos de por medio?
—No, reverendo padre. Si tal hubiese lo sabría yo.
—Mirad que los viejos no tenemos buen ojo para apercibirnos pronto de estas cosas.
—Tengo absoluta certeza de que María no piensa en amores.
—Pues ved de emplear todos los medios para que la niña se decida en favor de la religión.
—Así lo haré, reverendo padre.
—¿Y el señor Avellaneda?
—Sigue tan loco y meditabundo como siempre.
—Eso es menester —dijo sonriendo el jesuita.
El señor García besó devotamente la velluda mano que le tendía el padre Fabián y se reunió en la antesala con el conde de Baselga, cuya postura marcial y tez bronceada llamaba la atención de los clérigos franceses que aguardaban la audiencia.
Los nuevos amigos marcharon directamente a la calle de los Santos Padres, y la portera del señor García, vieja devota muy agradecida a éste no por las propinas sino por continuos regalos de estampas, medallas y escapularios milagrosos, les enseñó la habitación del primer piso que estaba desalquilada.
Baselga manifestó que le agradaba la pieza y sus muebles, y aquella misma noche durmió en ella.
Cuando el señor García, que se había encargado de traer el equipaje del conde desde la fonda El León de Oro, fue a retirarse a su cuarto, después de desear felices noches a su nuevo amigo, se detuvo junto a la puerta, y tras algunas vacilaciones, preguntó al conde con marcada curiosidad:
—Perdone usted mi impertinencia. Pero ¿tiene usted muy íntimas relaciones con los jesuitas de España?
—El padre Claudio es mi mejor amigo, mi protector, casi mi padre.
—Celebro que así sea, pues de este modo podrá ser más íntima nuestra amistad. Yo creo que nosotros, salvo la debida distinción de clases y el respeto que yo profeso siempre a mis superiores en la sociedad, somos algo más que amigos, pues bien podía ser que resultásemos hermanos.
—Creo que sí.
El vejete sonrió, y desabrochando su raído chaleco, entreabrió la camisa, mostrando sobre una sucia almilla de franela un escapulario, en el que estaba bordado en vivos colores un corazón sangriento y flameante rodeado de una corona de espinas.
El conde le imitó, y desabrochando sus ropas, enseñó un escapulario igual.
—Perfectamente —exclamó el viejo sonriendo con alegría—. Los dos somos hermanos, y aunque sin votos, pertenecemos a la gloriosa Compañía de Jesús. De hoy en adelante nos trataremos con la confianza que debe existir entre dos buenos hermanos, entre dos soldados de Cristo, a los que la sociedad impía y revolucionaria llama jesuitas de hábito corto.
¿Qué había sido del conde de Baselga después del día en que su matrimonio terminó de modo tan inesperado y trágico?
Por consejo del padre Claudio, diose de baja en la Guardia Real y fue a vivir en un rincón de Castilla, en aquel caserón señorial dónde se habían deslizado los primeros años de su infancia y del cual apenas si se acordaba.
El complaciente superior del jesuitismo en España era para Baselga una especie de ángel bueno que velaba por él, y de aquí que éste atendiera todas sus indicaciones para cumplirlas con la sumisión inconsciente de un autómata.
Enterrado en aquel lugarejo, donde había nacido, Baselga vivía alejado del mundo, y si alguna vez sabía algo de lo que ocurría en la corte, era por conducto del padre Claudio que le escribía todos los meses dándole muy buenos consejos y excitándole a la oración, exhortaciones que no hacían gran mella en su animo.
Su hija estaba en un convento de Madrid, y el buen jesuita velaba por ella con tanto interés como administraba la mediana fortuna de la difunta Pepita Carrillo, cuyas rentas dividía anualmente en dos mitades. La más insignificante se dedicaba al mantenimiento de Baselga que mensualmente recibía una cantidad que, unida al sueldo de comandante de cuartel que percibía, permitíale llevar una existencia de potentado en aquel mísero lugarejo, y la parte mayor y más cuantiosa se la embolsaba el padre Claudio por los gastos de administración y educación de la niña, verdadera dueña de aquellos bienes.
Baselga era casi feliz en su nueva situación. Cazaba la mayor parte del día, por las noches echaba largos párrafos con el cura del lugar, más ignorante que él, pues le reconocía gran superioridad intelectual y trataba a palos a los labriegos siempre que estaba de mal humor, ni más ni menos que si se encontrase en plena Edad Media y todavía fuesen un derecho los abusos feudales.
Algunas veces aquella tranquilidad que le proporcionaba la vida campestre desaparecía, pues los recuerdos del pasado venían a remover los vestigios de ambición que todavía quedaban adormecidos en su pensamiento.
El conde recordaba su feliz mocedad cuando soñaba en llegar a general y adquirir gran renombre y cuando se creía próximo a realizar sus ilusiones y al verse ahora postergado, solo sin otro apoyo que el de los jesuitas y en lo mejor de su edad casi en la misma situación de un veterano inservible, sentíase dominado por tremenda melancolía, y maldecía la memoria de la mujer que de tal modo había truncado su porvenir.
En aquella continua soledad y rompiendo el obstáculo de una tenaz monotonía, el recuerdo de tres seres surgía en su memoria causándole diversos y encontrados sentimientos.
Pepita aparecía algunas veces en su imaginación, hermosa, atrayente y seductora, y su recuerdo producía en Baselga el despertar de adormecidos deseos, y el que resucitase aquella pasión que por tanto tiempo le había dominado.
El conde amaba todavía a su esposa, y si en algunas ocasiones maldecía su memoria, eran más las que se abismaba con placer en los recuerdos del pasado, y saboreaba su perdida felicidad.
La niña, aquel pequeño ser inocente que a los ojos de la sociedad pasaba por su hija, excitaba también algunas veces sus recuerdos; pero hay que confesar en favor de los sentimientos de Baselga, que la pequeñuela, a pesar de su odioso nacimiento, no lograba inspirar al vengativo conde, otra impresión que una tranquila indiferencia. No así el otro ser que continuamente ocupaba su pensamiento y que era el mismo rey don Fernando, tipo odioso para el conde y que merecía toda la furia de su rencor.
Cada vez que Baselga pensaba en su soberano sentía que la sangre se agolpaba en su cerebro y crispaba las manos como disponiéndose a estrangularlo, cual si lo tuviese en su presencia.
Pensando en el rey se arrepentía de haber obedecido a su estimado padre Claudio, absteniéndose de dar un escándalo y tomar tremenda venganza; pero ya que en el momento le era imposible dar rienda suelta a su furor, proponíase tomar la revancha así que se le presentara ocasión, no sólo contra el amante de su esposa sino contra sus descendientes si es que llegaba a tenerlos.
Así transcurrieron algunos años sin que el olvido que lleva consigo el tiempo lograra borrar de la memoria de Baselga, tan tristes y tenaces recuerdos.
El primer día de cada año y el de su santo recibía el conde dos cartas de felicitación escritas por su hija con un estilo dulzón y afectado que delataba la carencia de espontaneidad, y daban a entender que la educanda copiaba lo dictado por la superiora del convento.
Aquellas cartas no proporcionaban a Baselga ningún consuelo, y después de leerlas las arrojaba con indiferencia dedicándose de nuevo a su vida monótona y despojada de todo sentimiento que no fuese el de venganza.
Aquella vida uniforme en un hombre nacido para la agitación y la lucha, en vez de debilitar el recuerdo de sus desgracias, sólo servía para excitar más en él las memorias del pasado y sumirle en una feroz melancolía.
Cuando llegó a aquel lugarejo de Castilla la noticia de la muerte de Fernando VII, Baselga sintió una impresión semejante a la de aquel a quien roban una cosa que considera próxima a adquirir.
Acariciaba la esperanza de que algún día la casualidad le pondría en camino de vengarse por su propia mano del hombre que le había deshonrado. Él no sabía cómo podría realizarse tal milagro, pero tenía la certeza de éste y por ello experimentó una tremenda decepción cuando supo que la muerte acababa de robarle su presa.
No tardaron en sobrevenir con gran rapidez nuevos acontecimientos.
Pocos días después de la muerte del rey recibió una abultada carta del padre Claudio, en la cual hacía éste un llamamiento a su amistad.
Los partidarios del infante don Carlos defendían con las armas en la mano en las provincias del Norte la causa de la Iglesia.
La esposa y la hija de Fernando VII parecían decidirse a favor de la libertad y usurpaban los sagrados derechos de Carlos V. Era preciso que todos los soldados de Cristo, todos los militares que fuesen fieles guardadores de su honor y amantes de la legitimidad monárquica, acudiesen en auxilio del desgraciado infante que andaba errante y proscrito por países extranjeros.
Además la Orden (esto lo repetía varias veces en su carta el padre Claudio) exigía a todos sus amigos que tomasen parte en aquella campaña que era en favor de Dios y de la religión.
No necesitaba de tantas excitaciones el conde de Baselga.
Bastaba que el padre Claudio le mandase una cosa sin explicación de ninguna clase para que él la cumpliese inmediatamente, y además, la nueva guerra le proporcionaba ocasión para hacer daño a los descendientes del hombre que tanto había aborrecido.
Baselga transformose repentinamente y volvió a ser el soldado audaz y ambicioso de otros tiempos.
La gloria militar apareció otra vez radiante y magnífica en su imaginación, y corrió a donde le empujaban sus pasiones y el mandato de aquella institución a la que estaba íntimamente unido.
El padre Claudio había recomendado bien a su protegido y éste mereció en las filas carlistas un agradable recibimiento.
Zumalacárregui le dio el mando del primer escuadrón de caballería que pudo organizar, y Baselga, procediendo unas veces como buen soldado y otras como un loco de fortuna, fue adquiriendo renombre entre los suyos y llegó a ser considerado como el coronel más valiente del ejército carlista.
Eterno adorador de la monarquía absoluta y de los reyes de derecho divino, profesó tanta veneración a don Carlos como odio había sentido contra su hermano, y al ajustarse el convenio de Vergara, fue de los que no quisieron ceder y aconsejaron al Pretendiente la resistencia a todo trance; pero en vista de que éste no quiso acceder a sus belicosos deseos, se conformó a pasar por vencido, y transmontando la frontera, entró en Francia en compañía de su desalentado soberano.
Seis años de continuo guerrear no le habían proporcionado otra cosa que las efímeras satisfacciones producidas por algunas hazañas; pero a falta de la gloria soñada, aquella campaña había servido para amortiguar la melancolía de otros tiempos y devolverle gran parte del buen humor, la osadía y la satisfacción de sí mismo que tanto le distinguían cuando era subteniente de la Guardia Real.
Al establecerse en París y trabar amistosa relación con el señor García en la forma que hemos visto, era el conde de Baselga un hombre, aunque maduro, de agradable presencia.
La guerra había fortalecido su cuerpo de atleta, y al broncear sus facciones, parecía haber petrificado, haciéndola inmodificable por el tiempo, aquella hermosura varonil.
Su cojera (recuerdo eterno del 7 de Julio), en vez de afear su figura, contribuía a darle un aspecto más militar.
Baselga resultaba el tipo del soldado español y con su marcial apostura recordaba a los guerreros del siglo XVII, aquellos arcabuceros ceñudos, atezados y fieros que formaban al frente de los tercios de Figueroa y Requessens.
Pasaron muchos días antes de que María, reponiéndose de la impresión experimentada, pudiera darse exacta cuenta de lo que la ocurría.
Fue en una tarde hermosa, risueña y de cielo despejado cuando vio por primera vez a aquel hombre.
En el Luxemburgo se realizó el encuentro y fue tan rara aquella impresión, que a la joven le pareció que el paseo estaba transformado por arte repentina y mágica.
Aquella tarde le acompañaba su padre en el paseo. Por una inesperada rareza, el señor Avellaneda, que pasaba semanas enteras metido en su casa y que si salía era tan sólo para visitar la tumba de su esposa en el cementerio del padre Lachaise, se empeñó en visitar su antiguo y favorito paseo y acompañó a su hija en la unión del señor García.
Aquellos tres seres, al entrar en el Luxemburgo, ofrecían el aspecto de un extraño triángulo. El vértice era la juventud, la vida y la frescura representadas por María que, a pesar de sus trajes oscuros, monjiles y de horrible forma, estaba radiante de belleza, y detrás de ella, con acompasado y tardío paso, marchaban las dos fases de la vejez; la senectud risueña, sana y ágil del señor García y la quebrantada, enfermiza y macilenta de D. Ricardo Avellaneda que, a pesar de tener menos edad, parecía mucho más viejo que su devoto amigo.
El encuentro se verificó en las inmediaciones del estanque.
María, que caminaba distraída embebida en aquellos pensamientos románticos que tenían su imaginación en perpetua ebullición, se fijó de pronto en un hombre que estaba a la misma orilla del estanque, siguiendo con mirada distraída el incesante rizado con que el vientecillo agitaba la superficie del agua.
Nada tenía de extraño aquel hombre para llamar la atención, y sin embargo, María, desde que puso en él sus ojos, no logró apartarlos, sin que pudiera explicarse el porqué de tal carencia de voluntad.
La joven, con el paso lento que le obligaban a guardar sus ancianos acompañantes, iba acercándose al punto ocupado por aquel hombre que, por estar casi de espaldas, no dejaba ver su rostro.
María seguía mirando con atención aquella figura gallarda y colosal que, a no ser por su melena a la moda y su levita verde botella, hubiera podido confundirse con la de una estatua clásica, y sin poder explicarse el porqué, deseaba ardientemente que volviera el rostro para poder apreciar si estaba en armonía con el cuerpo.
Ninguno de los dandys ni de los estudiantes melenudos que diariamente concurrían al paseo tenían el aire especial de aquel hombre a quien ella veía por primera vez en el Luxemburgo.
Pocos instantes faltaban para llegar a la orilla del estanque y, sin embargo, María, se impacientaba por el paso tardo de sus acompañantes que de vez en cuando se detenían para dar más firmeza a sus palabras con expresivos braceos. Un interés tan repentino por conocer a aquel hombre, era propio de una joven nerviosa, caprichosa y muy dada a curiosear, sin duda por la vida casi monástica que observaba forzosamente.
Estaba ya la joven como a cincuenta pasos del desconocido, cuando cruzó el espacio que se extendía entre ambos, un muchachuelo elegantemente vestido y de piernas vacilantes que sonriendo como un pillete que hace una de las suyas, huía de la niñera que venía corriendo algo lejos queriendo remediar con una exagerada solicitud un anterior descuido.
De pronto el niño vaciló en su impetuosa carrera y… ¡cataplum!, cayó como una pelota, siendo acompañado en su caída por los gritos que lanzaron algunas personas sentadas en los inmediatos bancos.
María, por involuntario impulso, corrió a levantar del suelo a aquel audaz pequeñuelo que, con la cara sobre la arena, vociferando y pataleaba desaforadamente: pero cuando ya se inclinaba para ir al niño, unos brazos robustos agarraron a éste levantándolo suelo y elevándolo con la misma facilidad que un elefante levantaría una nuez.
Cuando María volvió a erguirse vio frente a sí al hombre que tanto le había interesado y que, con el niño en brazos, se entretenía en limpiarle con su pañuelo las lágrimas y el polvo dándole de vez en cuando un beso para que callara.
La joven no se ocupó del niño y fijó su atención en el hombre, que en cambio parecía preocuparse más del muchacho que de la señorita que tenía delante.
Creyó María del caso decir algunas palabras de consuelo al niño, y preguntó al hombre si le conocía, pero vio con sorpresa que éste hacía esfuerzos como para entenderla y al fin en un francés ininteligible y haciendo inauditos esfuerzos contestó negativamente, diciendo que era extranjero y que le veía por primera vez.
En esto, nuevos individuos se unieron al grupo. Eran la niñera que por una parte llegaba jadeante y sofocada y que tomó apresuradamente el niño en sus brazos, y por otra los dos viejos acompañantes de María.
Aquel hombre, al ver al señor García, sonrió placenteramente y se llevó la mano al sombrero para saludar a don Ricardo.
—¿Usted por aquí, señor conde? —exclamó el viejo devoto—. No creía encontrarle en el paseo. Me imaginaba que usted estaría al otro lado del Sena, en el café donde acuden sus compañeros de armas.
María, al oír llamar señor conde al desconocido, que le hablaba en español y que le conocía su preceptor, pensó en las novelas que continuamente leía, y tuvo cierta satisfacción en ver que muchas veces pasa en la vida lo mismo que en los libros.
—Señores —continuó el vejete con aire oficioso—. Celebro haber encontrado una ocasión para que ustedes se conozcan mutuamente. Don Ricardo: este señor, es el mismo de quien he hablado a usted varias veces; el señor conde de Baselga, coronel del ejército carlista, héroe de la pasada guerra, que ha tenido que emigrar. Vive en mi misma casa.
Avellaneda saludó con toda la amabilidad que le permitía su extraño carácter, y el señor García continuó:
—Señor conde, aquí se encuentra usted entre compatriotas y frente a un emigrado de diversa clase. Este señor es D. Ricardo Avellaneda, ex-secretario español del rey José, y esta señorita su hija María.
La presentación estaba hecha en toda regla y Baselga contestó a ella con un marcial saludo que produjo en María una simpática sonrisa.
¿Con que aquél era el español emigrado que habitaba en la misma casa que el señor García? Nunca se lo había imaginado así la joven.
Su preceptor hacía más de un mes que le hablaba del conde de Baselga, pero como decía que su edad pasaba de cuarenta años, que cojeaba, que estaba muy desfigurado por las fatigas de la campaña, que tenía una hija en España que casi era casadera y que a pesar de ser militar se mostraba muy temeroso de Dios y aficionado a las prácticas del culto, María se imaginaba que el tal conde era una especie de señor García, aunque acostumbrado a llevar uniforme y tan fanático, rancio y empalagoso como éste.
¡Cuán grande era ahora su sorpresa al encontrarse con aquel hombre que aunque no era un jovencito, atraía por su varonil hermosura, su mirada franca y algo fiera y su tipo caballeresco!
María, fijándose con infantil atención especialmente en el bigote a la borgoñona y la perilla romántica de Baselga, recordaba a los héroes de capa y espada de las novelas de Dumas entonces tan en boga y comprendía que a una joven hermosa y apasionada (ella por ejemplo) no le viniera mal ser cortejada por un hombre que parecía el símbolo de la fuerza y de la hidalguía.
La presentación sólo interrumpió el paseo breves instantes y el primitivo triángulo se deshizo marchando ahora en fila los cuatro; María silenciosa y los tres hombres hablando con cierto calor.
Al señor Avellaneda no le hacía mucha gracia tratar con un emigrado carlista, pero ya había transigido con ser amigo de un devoto santurrón como el señor García y más simpatía le inspiraba aquel conde que procedía y hablaba con esa noble y natural franqueza propia del militar español.
Además aquella tarde don Ricardo se mostraba más expansivo y hablador que de costumbre, y cuando tal sucedía se agarraba con ansia al primero que encontraba más cerca para molerlo a preguntas, que se repetían sin aguardar contestación y exponer sus peregrinas teorías que algunas veces hacían dudar de la solidez de su cerebro.
El tema de su conversación siempre que se encontraba locuaz, era regularmente los asuntos políticos de España.
Baselga que era también algo hablador especialmente desde que se encontraba en París, donde pasaba muchas horas sin más compañía que las paredes de su cuarto, entró de lleno en la conversación y obedeciendo las indicaciones de su compatriota, expuso lo mejor que pudo su criterio sobre la política española.
Avellaneda no estaba conforme con él. ¡Qué había de estar! Él era muy liberal, sí, señor, y por lo mismo que lo era se había ido en 1808 con los franceses que llevaban a España el espíritu democrático y regenerador de la Revolución; pero ahora estaba ya desengañado y creía que la libertad era buena para todos los pueblos menos para el suyo.
—¡Ahí, los españoles! —exclamaba mirando a Baselga con aire de superioridad—. Créame usted a mí, somos mala gente, ralea de perdidos y de vagos incapaces de ser hombres y que sólo estamos bien cuando tenemos un amo, que después de robarnos nos sacude buenos garrotazos. Aquel país está perdido y por eso no quiero volver a él. Allí sólo tiene razón de ser el gobierno de las coronas, allí sólo se cree la gente feliz cuando obedece a un canalla que lleva corona de oro o cuando aprende a ser imbécil oyendo los sermones de un granuja que ostenta corona eclesiástica en el cogote. España está dada a todos los diablos. Los españoles somos una horda de hijos de fraile y aunque Dios se empeñara, nunca llegaríamos a ser un pueblo. ¡Si al menos la degollina de frailes de 1834 se repitiera cada año!
El conde absolutista oía con extrañeza tan terribles palabras dichas con una sencillez abrumadora, y el señor García subrayaba la mayor parte de aquellas frases con su risita de conejo y alguno que otro guiño que hacía a su amigo como indicándole que no hiciera gran caso de las expresiones de Avellaneda.
María se aburría lindamente oyendo por centésima vez aquellas teorías de su padre que no entendía ni le importaban gran cosa.
Lo que a ella no le parecía muy bien, es que Baselga se mostrara preocupado por la conversación hasta el punto de olvidarse de que junto a él iba una señorita joven y no mal parecida y que cumpliendo su deber de caballero bien educado había de dirigirla alguna galantería y desvanecer con amable conversación el fastidio de aquel monótono paseo.
Por desgracia, el conde no parecía hacerla gran caso y la conducta que observaba con ella no pasaba de una respetuosa galantería.
La joven no causaba gran mella en el ánimo de Baselga.
La única impresión que la presencia de María despertó en su ánimo, fue que dentro de poco tiempo tendría casi su mismo aspecto la hija de Pepita, aquella niña que a los ojos de la sociedad pasaba por suya y que estaba acabando su educación en un convento de Madrid.
Aquella tarde fue tan corta como todas las del invierno. Al debilitarse la luz del sol, comenzó el vientecillo a ser helado en demasía, y la gente, cubriéndose con los abrigos que llevaba al brazo, comenzó a abandonar el paseo al mismo tiempo que el tambor de la guardia del Luxemburgo con marciales redobles anunciaba en las frondosas alamedas que las verjas del paseo iban a cerrarse.
Aquel grupo que conversaba con esa fraternal intimidad de los compatriotas que se encuentran en extraño suelo, se dirigió a una de las salidas del paseo y entró en la rue Vaugirard con dirección a la de Ferou donde habitaba Avellaneda.
La acera era estrecha, no permitiendo el paso de frente más que a dos personas y era peligroso andar por el arroyo, pues los faroles no estaban aún encendidos y había gran movimiento de coches.
Avellaneda se agarró de su viejo y devoto amigo, y Baselga, con aquella galantería caballeresca que en su juventud tan buena acogida le había valido en los salones de Palacio, ofreció su brazo a María que marchaba delante.
¡Qué sensación tan profunda la que experimentó la joven! ¡Con qué arrollador impulso afluyó un torrente de sangre a su corazón! ¡Cómo se colorearon después sus mejillas!
Era la primera vez que se apoyaba en un brazo varonil, que no era el de su padre, y en los primeros instantes tembló nerviosamente como si estuviera cometiendo una grave falta.
La tranquilidad de don Ricardo, que iba detrás hablando de su eterno tema y echando pestes sobre España y los españoles, le devolvió la calma e hizo que fijara toda su atención en lo que le decía Baselga con cierto tonillo paternal propio de un hombre maduro que se dirige a una niña.
El conde la preguntaba cosas indiferentes, sin duda para no caminar silencioso y con gravedad ridícula. No le importaba gran cosa lo que María pudiera hacer, ni si le gustaba mucho París, ni menos si deseaba volver a España; pero Baselga, para pasar el tiempo, juzgaba indispensable hacerla tales preguntas a las que la joven contestaba con palabras entrecortadas y con voz temblorosa.
Aquellas timideces de la niña hicieron que el conde fijara más en ella la atención. Es difícil que un hombre se muestre indiferente sintiendo sobre su brazo el contacto de otro mórbido y femenil y teniendo a poca distancia de sus ojos una cabeza de perfil artístico e interesante, y esto fue lo que sucedió a Baselga, quien, contemplando fijamente a María a la dudosa luz del crepúsculo, la encontró muy hermosa y digna de que… él no, sino un Tenorio de veinte años hiciera por ella toda clase de locuras.
María, a pesar de su inexperiencia, guiada por ese instinto natural en toda mujer, adivinaba lo que pensaba su acompañante contemplándola y se ruborizaba sintiendo al mismo tiempo que el corazón le saltaba en el pecho con la febril agitación de un pájaro en la jaula.
Baselga para ocultar su naciente curiosidad, hacía las preguntas en un tono jocoso y cada vez se mostraba más interesado en conocer los secretos de la niña.
María se alarmaba con aquel cariñoso interrogatorio. Había deseado hablar con aquel hombre, y ahora tenía miedo de continuar la conversación, aunque este temor no estaba exento de placer.
El pudor de María, aquellas preocupaciones de niña algo gazmoña y apegada a las prácticas monjiles se sublevaban ante las galanterías mundanas del antiguo palaciego. ¡Ay, Dios mío!, ¿qué era aquello que le preguntaba?, ¿qué si tenía novio?
—No, señor conde, no. Yo no pienso en esas cosas. Soy muy joven, y además…
Aquí se detuvo María. Tenía reparo en decir a Baselga que el Señor García, contando con su seguro consentimiento, pensaba hacerla monja. Esta era la verdad; pero ella… ¡vamos!, no lo decía, aunque la mataran. No era caso de que aquel hombre tan simpático, tan hermoso, que cojeaba tan graciosamente y que tenía el aspecto romántico de un héroe de leyenda, creyéndola dominada por el puro amor a Dios y las aficiones a la vida monástica, fuera a dejar de cortejarla, considerándola en adelante como una santurrona, amiga de tratar únicamente con gentes de sotana. Ella sería monja, porque así se lo había prometido a la Virgen y al señor García; pero antes, no le venía mal saber cómo era aquello que llamaban amor y qué placer causaba escuchar los juramentos de eterno cariño de un hombre acostumbrado a las furiosas cargas de caballería y a andar a cuchilladas a cada momento.
Baselga sólo supo que la niña no tenía novio, pero ignoró el además que María dejó en suspenso.
Cuando iba a preguntarla nuevamente el porqué de aquella causa para no amar, llegaron a la puerta de la casa que habitaba Avellaneda, y la pareja tuvo que deshacerse, entrando entonces entre don Ricardo y el conde, la parte de ofrecimientos de habitación, apretones de mano e invitaciones de subir a descansar, cortésmente rehusadas.
—Ya lo sabe usted, señor conde. Aquí es su casa, y crea que este ofrecimiento es sincero. El señor García me conoce bien y sabe la franqueza con que procedo, además de que, entre compatriotas, debe existir verdadera fraternidad. Apreciaré que usted venga a menudo a visitarnos y que sea para nosotros tan íntimo como su viejo amigo. Venga usted cuando quiera; especialmente por la noche y al calor de la estufa, echaremos algún parrafillo sobre las cosas de España. A mí, si no me da el maldito dolor de gota, suelo ser muy tratable, y cuando estoy enfermo, siempre quedan en el comedor la niña, el señor García y Tomasa, que se están hasta muy tarde en conversación. Ya conocerá usted a Tomasa, una aragonesa bestia y fiel como la primera. Vaya, señor conde; buenas noches. Ya sabe usted dónde encontrará siempre amigos, una taza de café y un rato de conversación.
Baselga contestó a la charla de Avellaneda, prometiendo que al día siguiente, por la noche, iría a visitar a sus nuevos amigos, y después de oprimir con alguna expresión la temblorosa mano de María, saludó a don Ricardo y al señor García, que, como de costumbre, se quedaba allí a comer, y fue a hacer lo mismo en su restaurante de la plaza Saint-Michel.
Aquella noche durmió María con una dulce tranquilidad.
Algo tuvo que luchar para que el sueño se posara sobre sus ojos, pues la imaginación andaba como gato suelto por el interior de su cabecita trastornándolo todo y despertando a zarpadas los más absurdos pensamientos.
La joven gozó largamente en pasar revista a todos los sucesos de la tarde. Pensó detenidamente en aquella perilla romántica, en los bucles de la negra caballera, en el pantalón gris perla y la levita verde, y experimentó un regular disgusto al no poder recordar cuantos botones tenía ésta sobre el pecho.
Cuando el sueño comenzó a entornar sus ojos, apareció en pie junto a la cabecera de la cama, aquella fantástica figura de paladín novelesco, creada por su imaginación al calor de poéticas lecturas.
Pero aquella figura no tenía vagos contornos ni facciones indeterminadas como antes, pues su rostro era, en aquella noche el mismo de Baselga, el cual, procediendo como un redomado pícaro se había introducido sin más preámbulos en el corazón de la niña, tomando posesión de él como dueño y señor.
Muy bien le pareció a Tomasa aquel nuevo amigo de la casa.
Y pareciéndole bien a Tomasa acabó de parecerle inmejorable a todo el mundo, pues la rústica doméstica que con la edad y el dominio que la daba la exclusiva dirección de la casa se había hecho algo arisca y dominante, era la verdadera autoridad en aquel recinto dentro del cual el dueño o sea el señor Avellaneda, no tenía más valor que el de una sombra.
La aragonesa sentía irresistible simpatía por aquel señor, no se sabe si por esa tendencia inconsciente que las domésticas sienten hacia todo hombre de espada o porque encontraba cierta similitud en su porte marcial y autoritario con el de aquel gendarme bigotudo que le hizo el amor cuando María lactaba todavía de los pechos de su madre.
—Vaya un señorón —decía Tomasa cada vez que visitaba la casa el conde Baselga—. Basta mirarle la cara para conocer que es todo un personaje acostumbrado al trato de las gentes finas. ¡Con qué distinción hablan esos que son títulos! Tiene el mismo aspecto del marqués del Melci, un señorón de mi tierra que iba vestido de general en la procesión del Corpus y que llamaba la atención de todos por su seriedad y empaque majestuoso. ¿No te gusta a ti, María? ¿No encuentras que es muy simpático don Fernando? Ahora nuestra tertulia de por la noche está más alegre, pues antes sólo hablábamos con el señor García, que es casi un santo, pero que resulta muy empalagoso con sus historias viejas y su miedo a las bromas un poco alegres.
Excusado es decir que María asentía a todas las afirmaciones de su antigua criada y que no tenía inconveniente en manifestar que Baselga era hombre muy simpático, por lo cual aguardaba siempre su llegada con gran impaciencia.
Alrededor de la gran mesa del comedor y junto a la estufa ventruda que ocupaba un ángulo de la pieza formábase todas las noches la tertulia que evitaba a Baselga largas horas de aburrimiento en su casa o en el café y constituía ya para él una cotidiana necesidad.
A las ocho entraba en la casa el emigrado carlista e invariablemente el comedor ofrecía a sus ojos todas las noches el mismo espectáculo.
Sobre la gran mesa que acababa de ser despojada del mantel y los restos de la comida, Tomasa colocaba en correcta formación las tazas de café, la azucarera y una botella de ron, junto a la estufa, María se entretenía en hacer labor, levantando de vez en cuando la cabeza en la que se veía una expresión de impaciencia mal disimulada; el señor García arreglaba mentalmente las cuentas de su administración o se entretenía en canturrear golpeando una taza con la cucharilla y don Ricardo se paseaba en el reducido espacio que quedaba entre la mesa y la pared con las manos en los bolsillos tropezando a cada paso con las sillas. Aquello era, según la gráfica expresión de Avellaneda, para que la comida se bajara a los talones.
La entrada de Baselga producía una verdadera revolución en aquella pieza, sobre la que parecía pesar una atmósfera de monotonía y fastidio.
María se ruborizaba y con una prontitud que en vano pretendía ocultar corría su silla hasta la mesa procurando colocarse cerca del recién llegado como si temiera perder una sola de sus palabras; el señor Avellaneda rompía su forzado mutismo y como si se tratara de un parisién enterado de todos los chismes de la gran ciudad, entraba en conversación preguntándole con el rostro animado qué se decía por París, y Tomasa acababa de reñir en la cocina con las dos criadas francesas y después de servir el café ocupaba su puesto en el comedor, preparándose a saludar con tremendas risotadas el más insignificante chiste de aquel hombre tan simpático.
Baselga no podía explicarse la atracción que para él tenía aquella casa pero lo cierto es que eran muy pocas las noches que faltaba a ella.
Sus compañeros de emigración, nobles como él e incapaces de mezclarse con gentes que no fuesen de su clase, le habían presentado en varias casas del barrio de Saint-Germain cuyos habitantes, descendientes en línea recta de los cruzados, daban una vez por semana recepciones a las que asistía lo más florido de la antigua nobleza y del partido legitimista.
En dichas reuniones su título de conde y el valor con que se había batido a favor del absolutismo, le valían grandes consideraciones y el contraer importantes amistades; pero esto no evitaba que se aburriera en aquellos salones vetustos, cuyo artesonado contaba siglos y que prefiriese la sencilla tertulia de Avellaneda con toda su tranquila monotonía y las audaces franquezas de la criada, que se mostraba más impertinente cuanto más cariñosa.
El conde estaba transformado y las necesidades de la guerra, el continuo roce con las gentes de la montaña que formaban su hueste, habían modificado completamente su carácter acostumbrándole a tratar con marcial fraternidad y superioridad bondadosa a las gentes sencillas.
Él, que en su juventud negaba el saludo en Palacio a los ministros de la época constitucional por ser plebeyos sin otro blasón que el del talento y que creía que los criados eran gente inferior digna únicamente de ser tratada a palos, sufría ahora todas las impertinencias de la francota Tomasa y hasta algunas veces se dignaba decir algo para ella con el solo propósito de que abriera su bocaza y diese salida a una de aquellas carcajadas que hacían temblar el techo.
¡Se encontraba tan bien el conde en aquel comedor! ¡Se respiraba en él tal ambiente de paz y de sosiego!
Baselga no podía explicarse el porqué, pero siempre que se sentaba junto a aquella mesa acudían a su memoria los recuerdos más felices de su vida, y con los ojos de la imaginación se contemplaba tal como era poco después de casarse con Pepita, cuando pasaba las noches en el gabinete de su esposa bailoteando sobre las rodillas la pequeñuela que creía suya.
Él había nacido para la vida de familia. Le gustaban la guerra, la agitación, los accidentes inesperados, pero esto era tan sólo por una temporada más o menos larga; pero terminado el período de lucha consideraba como una gran felicidad, tener una familia y seres a quienes amar y que le correspondiesen.
¡Ah! ¡Si Pepita no le hubiese engañado! ¡Si aquella mujer no hubiese procedido tan villanamente, y si él no tuviese el genio tan feroz y arrebatado! ¡Qué feliz hubiese sido!
Además (seguía pensando el emigrado), ya se iba haciendo viejo, cualquier día perdería aquel aspecto todavía juvenil que le hacía ser mirado con interés por las mujeres, no pensaba volver a España, se quedaría para siempre en un país extraño y si no constituía una familia corría el peligro de arrastrar una vejez solitaria, triste y dolorosa, se exponía a ser un señor García aunque con menos conformidad y valor, y morir una noche en su cuarto sin tener una alma caritativa que le auxiliase.
Estos pensamientos pasaban atropelladamente por la mente de Baselga, justamente cuando hablaba con más jocosidad o entretenía a sus amigos con el relato de sus campañas.
Aquella casa tenía el privilegio de despertar en él los instintos sociales, y la afición a la familia.
Además, cuando a media noche se veía completamente solo en su habitación, sentía miedo y comprendía que era imposible vivir dentro de la sociedad, tan independiente y aislado como en un desierto.
Cuando después de su viudez vivía solo en el caserón de sus padres, tenía al menos la ventaja de estar rodeado de gentes le respetaban como a señor o que le querían por haberle visto nacer; pero allí no tenía más amparo ni más amistad que la del señor García, viejo que por su vida solitaria era en extremo egoísta o la de la portera que refunfuñaba así que transcurría una semana sin propina.
Decididamente las cosas no podían continuar así. Si fuera joven, si todavía no hubiera llegado a los treinta años como algunos de sus compañeros de emigración, se dedicaría con ellos a la vida alegre y de crápula tan hermosa en París y que tanto distrae, pero este remedio a su soledad le resultaba imposible. Era ya demasiado maduro para entregarse a las locuras de la juventud, había sufrido demasiado para distraerse todos los días con los besos de las rameras y los vapores del vino y sobre todo no podía resistir tal género de vida porque era pobre. La administración de los bienes de su hija debía ser asunto muy enrevesado y costoso pues el padre Claudio se limitaba a remitirle una cantidad mezquina que apenas si bastaba a cubrir en París, las necesidades de una vida modesta.
El recuerdo de su hija vino a iluminar repentinamente el cerebro de Baselga una noche que se revolvía en su cama impresionado por el ambiente de familia que respiraba cotidianamente en casa de Avellaneda.
Ya había encontrado la solución y se extrañaba de no haber dado antes con ella. Ya no estaría solo ni carecería del cariño y del cuidado cuya necesidad se siente con más fuerza que nunca cuando se vive alejado de la patria.
Sacaría a su hija del convento y haría que viniese a París a vivir con su padre. El bueno del padre Claudio se encargaría de esta comisión, y el asunto era cosa de poco tiempo. Dentro de un mes estaría ya la niña en aquella habitación o en otra más grande y cómoda, pues como no habría que pagar la pensión en el convento, el padre gozaría del producto integro de sus bienes.
¿Quién podía oponerse a esto? Nadie: él era el padre y podía obrar como mejor le pareciese.
Baselga saboreaba ya su dicha y se felicitaba por su buena idea cuando un pensamiento desconsolador vino a fijarse con tremenda tenacidad en su cerebro.
¿Qué cariño podría encontrar en aquella niña que no era su hija? ¿Cómo iba a amar a aquel ser producto de la liviandad de su esposa? ¿No le estaría recordando a todas horas aquella mujer que tan tristemente había influido en su porvenir y al regio amante a quien tanto aborreció?
No, era una verdadera locura traer la niña a París. Bien estaba en el convento, lejos, muy lejos del que ella creía su padre y cual nunca podía amarla.
Pero apenas Baselga adoptó esta resolución que parecía salvarle de un peligro tan grave como era volver a las melancolías que le producía el continuo recuerdo de su pasada vida, surgió nuevamente y con más fuerza el temor de seguir viviendo completamente solo en el seno de una ciudad que, aunque populosa, resultaba para él un desierto.
No; él no se resignaba a seguir por más tiempo en tan anormal situación. Necesitaba tener a su lado un ser a quien adorar y hacer partícipe de sus alegrías y sus tristezas. ¿Dónde buscarlo? He aquí el problema.
Al llegar Baselga a este punto en su nocturna meditación, una maldita idea, con la viveza de un duende, surgió del almacén de los pensamientos absurdos y se puso a danzar en su cerebro. Tanta impresión causó al conde aquel pensamiento inesperado, que no pudo menos de turbar el silencio de su alcoba lanzando una ruidosa carcajada.
¡Vaya una idea diabólica! ¿Pues no acababa de ocurrírsele el casarse? ¿Y con quién? ¡Había para reírse…!, nada menos que con una mujer que podía ser su hija, con aquella María Avellaneda que tenía más aire de futura monja que de señora de su casa.
¡Buena pareja harían! De seguro que a realizarse tal idea la fidelidad conyugal añadiría un ataque más a los muchos que continuamente sufría en el mundo.
A Baselga le parecía imposible que hubiera podido ocurrírsele tal idea y se avergonzaba de ella, lo que no impedía que siguiera acariciándola como si gozase en apreciar toda la cantidad del absurdo que encerraba.
¡Qué dirían sus compañeros de emigración y sus amigos jesuitas al saber que él pensaba semejantes barbaridades!
Tanto rumió el conde aquella loca idea, que al fin comenzó a encontrar la cierta naturalidad. Bien considerado, ¿no ocurrían todos los días casamientos tan desiguales como el que él se imaginaba?
Además, él no estaba tan viejo. Las penalidades de la guerra no le habían quebrantado mucho y tenía una salud a toda prueba. Alguna que otra cana indiscreta comenzaba a marcarse en su cabeza; pero todo lo compensaba su figura que no debía haber desmejorado a juzgar por la atención que merecía entre las francesas de vida galante.
Pensando en el asunto, Baselga comenzó a recordar detalles en que hasta entonces no había fijado la atención y pensó, aun a riesgo de resultar presuntuoso, que a María no le era indiferente. Y sino ¿por qué mostraba tal alegría por sus visitas? ¿Por qué le dirigía tímidas reconvenciones cuando dejaba de asistir una sola noche a la tertulia del señor Avellaneda?
El conde, a fuerza de deducciones, llegó a considerar que la idea de casarse con María no era del todo descabellada; pero como el sentido común presentaba fuertes objeciones a sus propósitos decidió entregarse al sueño, dejando para más adelante la resolución de aquel asunto.
Desde aquella noche Baselga no cesó de pensar en María.
Aquella que hasta entonces había sido para él una niña, a la que trataba con dulce indiferencia, fue agrandándose ante sus ojos y cobrando importancia, llegando a absorber todo su pensamiento.
El preocupado conde fue descubriendo en ella nuevas e inesperadas cualidades, y su hermosura, considerada ya a través de un prisma amoroso, le impresionó hasta el punto de proporcionarle un continuo insomnio.
Baselga comenzaba ya a sentirse enamorado, pero notaba que su pasión era muy distinta de la que en otro tiempo había sentido por su difunta esposa.
La presencia de María no le ocasionaba aquel escalofrío de excitación carnal que en pasadas épocas le arrancaba la incitante belleza de Pepita, y bien sea porque la edad había envejecido la bestia insaciable que el conde llevaba dentro de sí o porque la hermosura de la señorita Avellaneda era ideal, lo cierto es que Baselga sentía por ella una pasión dulce y tranquila menos arrebatada que la anterior, pero mucho más firme.
Al emigrado no le cabía ninguna duda de que estaba verdaderamente enamorado de María, y de que era difícil que se desvaneciera tal pasión, pero a pesar de esto, la idea de casarse le producía un sinnúmero de conflictos interiores y de continuas perplejidades.
Semejante a aquel padre de la Iglesia que decía sentir dentro de sí dos distintas y contradictorias naturalezas, Baselga sentíase agitado continuamente por dos diversas tendencias que le causaban un perpetuo malestar.
El Baselga enamorado entregábase a las más risueñas ilusiones; por más que buscaba no encontraba ningún obstáculo serio que pudiera oponerse a la felicidad soñada y se veía ya casado con María y hasta padre de hijos más legítimos que aquella niña que estaba en el convento de Madrid; pero tales pensamientos no prevalecían mucho tiempo, pues inmediatamente surgía el Baselga hombre práctico, conocedor del mundo y desengañado de él que se echaba en cara su propia tontería y para desengañarse exageraba la diferencia de edad y todo cuanto pudiera oponerse al sonado matrimonio.
¿A qué lado decidirse? Ésta era la continua preocupación del conde que a cada momento acariciaba un pensamiento distinto acabando por no adoptar resolución alguna.
Así fue transcurriendo mucho tiempo y en casa de Avellaneda nadie se apercibió de lo que ocurría en el interior de Baselga.
María, con ese instinto especial de las mujeres, comprendía que el emigrado experimentaba una continua preocupación; pero estaba muy lejos de imaginarse que era ella el objeto de tales pensamientos.
Ya no se condolía el conde de su soledad ni pensaba en casarse únicamente por tener a su lado un ser que le hiciera más llevadera la emigración.
Lo que a él le impulsaba hacia María era el amor, y como la verdadera pasión logra siempre acallar toda clase de preocupaciones, Baselga se decidió a declararse a la joven aun a riesgo de caer en ridículo y sufrir una negativa que desvaneciera todas sus ilusiones.
El amor triunfaba ante el sentido común.
¿Cómo supo María que era amada por el hombre cuya imagen no la abandonaba ni aun durante el sueño?
Fue en una tarde de primavera y en aquel paseo del Luxemburgo que había sido el mudo y cariñoso testigo de todos los juegos y alegrías de su infancia.
Hermosa decoración digna de la amorosa escena. El lindo paseo sacudía el manto de fría esterilidad con que el invierno le había aprisionado y en las entrañas de su fresca tierra despertaban de un sueño de seis meses los fructíferos gérmenes que, estallando hacia arriba, se disponían a ver la luz en forma de verde follaje o de olorosas flores.
La savia cuajada comenzaba a bullir en las venas de los árboles, y rompiendo la débil puerta de las tiernas yemas cubría el ramaje hasta entonces negro, escueto y casi fúnebre, de verdes hojas que filtraban la luz fantásticamente y que a la menor caricia del viento se conmovían como una arpa eólica cantando con interminable susurro la embriagadora canción de la primavera.
Los perfumes de las primeras flores invadían el espacio y bajaban hasta el fondo de los pulmones ávidos de aspirar las primicias de los besos de la hermosa estación, y los pájaros, cobijados hasta entonces en los aleros de los tejados, tímidos y medrosos, huyendo siempre del furioso viento o recelando de la traidora nieve, bajaban ahora al paseo y ebrios por los efluvios de la desbordada naturaleza volaban en caprichosas evoluciones, posándose tan pronto en lo más alto de la balanceante rama para saludar al sol con su balbuciente canto de niño, como descendiendo a los andenes del paseo para acompañar con graciosos saltos la lenta marcha de los paseantes.
Aquella tarde María llevaba por acompañantes a Tomasa y al señor García, pues su padre había querido aprovechar el buen tiempo para ir al cementerio del padre Lachaise y colocar una corona de flores sobre la tumba de su esposa.
Baselga marchaba al lado de la joven que, de vez en cuando, fingiendo distracción, le miraba con el rabillo del ojo.
María esperaba que en aquella tarde ocurriera algo que fuese para ella de gran importancia.
Era extraño y digno de llamar la atención, el que Baselga que no asistía mas que de noche a su casa, se hubiese presentado aquella tarde con el pretexto de buscar al señor García mostrando gran empeño en invitarla a un paseo por el Luxemburgo a pesar de que a ella le parecía mejor quedarse en su habitación.
Además, el emigrado no tenía el aspecto de costumbre.
Mostraba cierta agitación desde que la criada y el preceptor quedaron algo atrás dejándolo solo al lado de María, y hablaba con aire distraído como si le agobiaran importantes pensamientos o estuviera fraguando un plan de gran trascendencia.
¡Pobre Baselga! ¡Qué le sucediera eso a él, cuando ya contaba cuarenta años y estaba cansado de saber lo que es el mundo!
El conde se encontraba desconocido. Él, que tanto se había distinguido en los salones de palacio en Madrid; él, que había hecho el amor más por costumbre que por pasión y había intentado la conquista en su juventud de cuantas mujeres halló a su paso, sentíase ahora impresionado ante aquella chicuela ignorante y sencilla que no tenía la astucia ni la doblez de la damas palaciegas.
Varias veces fue el emigrado a abrir la boca para espetar su declaración de amor, una solicitud muy bien pensada, pues no era caso de que un hombre de su edad y categoría fuese a declararse como un cadete, y otras tantas tuvo que detenerse, pues los pensamientos se borraron de su cerebro y no encontró palabras para expresarse.
Había más aún. El conde, que no era hombre capaz de sentir cortedad en ninguna ocasión, temblaba ahora al pensar que había de hablar de amor a aquella criatura que parecía tan distante de pensar en cosas terrenales.
¿Qué significaba aquello? Miedo a ser correspondido, a contraer compromisos y a casarse, no podía ser. Él había pensado detenidamente el asunto, el matrimonio le era indispensable y una boda con la hija de Avellaneda le convenía bajo todos los aspectos, hasta tratándose de conveniencia material, pues la joven era inmensamente rica según él sabía por su amigo García y por el mismo padre.
¿De qué provenía, pues, aquel temor? El conde no podía explicárselo de un modo claro, y únicamente llegaba a comprenderlo adquiriendo la certidumbre de que estaba realmente enamorado, de que sentía una pasión de muchacho, de esas irreflexivas, melancólicas e infinitas que, aun a trueque de caer en el ridículo, se desahogan en forma de suspiros y versos.
Recordaba la pasión que en otro tiempo le había inspirado Pepita Carrillo, y comprendía que lo que experimentaba ahora era el verdadero amor. Al lado de María no sentía aquellas punzadas de brutal pasión que le acometían junto a su difunta esposa, y se abismaba en la contemplación de la serena belleza de la joven sin que la bestia carnívora le hiciera sufrir el menor estremecimiento.
Era aquello un amor romántico, una de aquellas pasiones que la literatura dominante obligaba a fingir a las gentes de moda, pero que Baselga sentía ingenuamente.
El emigrado conocía las aficiones poéticas de María, lo imbuida que estaba del espíritu romántico, y temía desagradarla con una declaración prosaica que diera a su persona un carácter vulgar.
María por su parte, con esa percepción femenil tan delicada y atenta adivinaba cuanto pensaba Baselga, y esperaba ansiosamente su declaración.
El conde se decidió al fin. ¡Qué diablo!, pecho al agua… Además aquella cortedad era indigna de un hombre de su clase.
Justamente, María estaba hablando de lo feliz que se sentía aquella tarde al ver que comenzaba a renacer la hermosa estación tan adorada por ella a causa de su afición a las flores.
—¿Y se considera usted completamente feliz señorita?
—Hoy don Fernando me siento muy contenta.
—Luego la felicidad de usted sólo es momentánea.
—¡Ay, don Fernando! Para ser yo feliz, para que mi dicha fuese perpetua, sería necesario que viviera mi madre y que mi padre gozase más salud.
—Es verdad. Está usted muy sola en el mundo. Su padre es viejo, no tiene más amigos que su criada y un anciano, pero esta misma falta de apoyo me ha hecho pensar detenidamente en usted y en su porvenir.
—¡Cómo! ¿Piensa usted en mí algunas veces?
María dijo estas palabras con alegre acento que animó a Baselga, el cual mostrando cierta extrañeza porque la joven ignorase la fuerza con que le había obsesionado, contestó con melancólica voz:
—Sí, María. Pienso mucho en usted y me preocupa su porvenir. ¿Cómo no he de pensar?… ¡Ah! ¡Si usted supiera!…
Por poco no se detiene Baselga y deja su declaración para más adelante a causa de aquella cortedad que le dominaba; pero una admirada interrogante de María mató su silencio e hizo que el conde siguiera adelante.
—Sí, María. Yo me intereso por su persona más de lo que usted cree. Es usted por sus prendas físicas y morales de las personas que inspiran interés a cuantos las conocen, y yo faltaría a mi deber de buen amigo si no procurara aliviar sus penas; y la pena más grande que usted sufre es la soledad en que vive y que mañana puede ser su peligro. ¿No puede morir pronto su padre? ¿No puede usted quedarse hasta sin el apoyo de su preceptor, ese viejo amigo de la casa? Necesita usted un sostén, un hombre que la adore y la defienda, y ese hombre…
Otra interrupción de Baselga. Aquella lengua siempre tan expedita y que aquel día estaba vacilante y estropajosa, causaba la desesperación de María que aguardaba ansiosa el trueno final.
Por fin el hombre siguió adelante, y lo que es más, habló con varonil resolución.
—María, yo no soy más que un soldado, y tal vez me explique mal, pero tengo el mérito de hablar con noble firmeza. Ese hombre de quien hablo soy yo que la amo hace ya mucho tiempo. En una palabra, ¿quiere usted casarse conmigo?
La joven bajó la cabeza con cierta confusión que no era fingida, pues la última parte de la declaración desbarataba todos sus pensamientos.
Aquello era ir demasiado lejos. Ella quería amar y ser amada; deseaba ser protagonista de una novela romántica con personajes de carne y hueso; pero lo de casarse le parecía demasiado y muy digno de pensarse.
Tanta era su preocupación poética, que no había pensado en que los amores firmes y consecuentes terminan siempre en la vicaría, y ahora se sentía confusa al pensar que Baselga no solicitaba únicamente ser su adorador, sino su marido.
Había que pensar aquello, porque si ella se casaba, ¿cómo iba a ser monja tal como se lo había prometido a la Virgen y al señor García?
María estuvo mucho rato con los ojos bajos, ruborizada y mostrando confusión, al mismo tiempo que pensaba la respuesta que había de dar a Baselga.
El amor pudo en ella más que sus compromisos religiosos.
La posibilidad de que una respuesta negativa alejase para siempre a aquel hombre de su lado, la alarmó de tal modo, que apresuradamente hizo con la cabeza una señal afirmativa y después se ruborizó aun con más fuer za como avergonzada de su audacia.
El emigrado se consideró feliz con tal alegría que le produjo ver aceptado su amor por María, que a no ser por lo próximos que iban los dos acompañantes de la joven, dejándose arrastrar por sus impulsos, hubiera estrechado sus lindas manos hasta estrujarlas.
Cuando aquella misma noche, después de la tertulia, Baselga y el señor García volvieron a su casa de la calle de los Santos Padres, el viejo notó en su amigo la agitación y unas demostraciones de alegría que le parecían extrañas.
—¡Qué! ¿Hay buenas noticias de España? ¿Ha sabido usted algo de su hija?
—No es eso, señor García; es que estoy alegre… porque sí.
El viejo devoto estaba muy lejos de imaginar la verdadera causa de la felicidad que se retrataba en el rostro de su amigo.
Los amores de María y Baselga comenzaron siendo iguales a todos los que se desarrollan en idénticas condiciones.
Miradas apasionadas, cartas de amor deslizadas cautelosamente al ir a tomar el sombrero en la antesala y apretones de mano expresivos hasta el punto de desconyuntarse los dedos.
A Baselga gustábale aquel amor inocente y misterioso que le rejuvenecía; pero en ciertas ocasiones tenía por ridículos e indignos de su carácter todos aquellos tapujos y hablaba a María de abordar directamente la cuestión pidiendo su mano al señor Avellaneda.
Pero la joven, como si todavía fuese una niña temerosa de los azotes paternales, temblaba al escuchar tal proposición y se oponía a que su padre tuviera noticia de sus amores, dejando siempre para más adelante tal revelación.
Lo único que Baselga adelantó fue participar a la omnipotente Tomasa sus relaciones con María, y desde entonces la criada fue la medianera y protectora de aquellos amores.