En el año del Señor de 1474
En la calma silenciosa, mientras las últimas sombras se cernían sobre las murallas de la eterna ciudad de Roma, un monje anciano, con los hombros encogidos, se dirigió con sigilo y discreción a la Biblioteca Secreta, una de las cuatro salas que comprendían la Biblioteca Vaticana. Esta contenía un total de 2527 manuscritos en latín, griego y hebreo. Algunos podían ser consultados por personas ajenas a la biblioteca, siempre bajo estricta supervisión. Otros no.
El más controvertido de los manuscritos era el que se conocía como «pergamino de José de Arimatea» y «carta vaticana». Trasladada a Roma por el apóstol Pedro, muchos creían que era la única carta escrita por Cristo.
Se trataba de una carta sencilla en la que daba las gracias a José por la amabilidad que había mostrado desde la primera vez que le oyó predicando en el templo de Jerusalén, cuando Cristo tenía tan solo doce años. José creyó en ese momento que era el tan esperado Mesías.
Cuando el hijo del rey Herodes descubrió que ese niño tan sumamente sabio y erudito había nacido en Belén, dio orden de que lo asesinaran. Al saberlo, José se dirigió a toda prisa a Nazaret y pidió permiso a los padres del niño para llevárselo a Egipto, a fin de que estuviera a salvo y de que pudiera estudiar en el templo de Leontópolis, cerca del valle del Nilo.
Los dieciocho años siguientes de la vida de Jesucristo son un misterio para la historia. Cuando se acercaba el final de su sacerdocio, previendo que el último gesto de amabilidad que José tendría con él sería ofrecerle su propio sepulcro para que descansara en él, Cristo escribió una carta de agradecimiento a su fiel amigo.
A lo largo de los siglos, algunos de los papas creyeron que era auténtica. Otros no. El bibliotecario del Vaticano descubrió que el papa actual, Sixto IV, se planteaba ordenar que la destruyeran.
El ayudante de la biblioteca había estado esperando la llegada del monje a la Biblioteca Secreta. Con gesto preocupado, le entregó el pergamino.
—Hago esto por orden de Su Eminencia el cardenal del Portego —aclaró—. El pergamino sagrado no debe destruirse. Escóndalo bien en el monasterio y no permita que nadie conozca su contenido.
El monje cogió el pergamino, lo besó con reverencia y lo protegió en las mangas de su holgada túnica.
La carta dirigida a José de Arimatea no volvió a aparecer hasta más de quinientos años después, cuando empieza esta historia.