Seis meses después, Mariah y Richard paseaban de la mano por las habitaciones vacías de la casa donde ella había vivido su infancia, en Mahwah. Eran los últimos minutos que pasaría en ella. Al principio se había planteado quedarse allí, más por su madre que por ella misma, pero aunque toda su vida había adorado aquella casa, siempre sería el lugar donde su padre había sido asesinado. Y siempre sería el lugar donde, como Greg Pearson confesó a la policía, Rory los había traicionado al esconder la pistola fuera de la casa y dejar la puerta abierta para él.
Cuando se retiraron los cargos contra Kathleen, Mariah llevó a su madre a casa. Como había temido, enseguida se dio cuenta de que ya no se sentía cómoda en ella, pues le recordaba constantemente el horror que había padecido.
La noche que Kathleen regresó a su casa, Mariah observó como su madre entraba en el armario del estudio, donde se acurrucó en el suelo y rompió a llorar. En ese momento, Mariah se dio cuenta de que Greg Pearson no solo les había arrebatado a su padre, sino también su hogar. Había llegado el momento de marcharse de allí para siempre.
Los transportistas acababan de cargar los últimos muebles, alfombras y cajas de platos, ropa y libros que se llevaba a su nuevo y amplio apartamento. Mariah se alegró de que su madre no estuviera allí para verlo. Sabía lo doloroso que sería para ella. Mamá se ha adaptado mejor de lo que me imaginaba, pensó con añoranza. Su enfermedad había empeorado y Mariah tenía que consolarse pensando que su madre, cuya memoria prácticamente había desaparecido, estaba contenta y bien atendida. La residencia donde ahora vivía estaba en Manhattan, a solo dos manzanas del apartamento al que Mariah y Richard se trasladarían muy pronto. Durante los seis meses que Kathleen llevaba allí, Mariah había podido ir a verla casi a diario.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Richard.
—No sabría por dónde empezar —respondió Mariah—. Tal vez no haya palabras.
—Lo sé —convino con dulzura—. Lo sé.
Mariah recordó con alivio que Greg Pearson se había declarado culpable de los asesinatos de su padre y de Rory, y del secuestro de Lillian y del de ella. Iba a ser condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional en los juzgados de New Jersey y de Nueva York en el transcurso de las dos semanas siguientes.
Por mucho que temiera volver a verlo, tenía intención de asistir a ambos juicios y hacer constar lo maravilloso que era su padre y la desolación que Greg había provocado en su vida y en la de su madre. Cuando terminara, sabría que había hecho todo lo que estaba en sus manos por los maravillosos padres que había tenido la suerte de tener. Además, Richard estaría a su lado.
Había estado junto a ella en el hospital la noche que los médicos le limpiaron y cosieron la dolorosa herida de la cabeza y apenas se había separado de su lado durante las semanas siguientes. «No pienso volver a dejarte», le había dicho.
Wally Gruber había sido condenado a cinco años en Nueva York y en New Jersey, que cumpliría simultáneamente. Peter Jones, el nuevo fiscal del condado, se había reunido con Mariah y con Lloyd y Lisa Scott, que le habían dado su aprobación para que le redujeran su condena, que de otro modo habría sido tres veces más larga. «No lo hizo por bondad, pero evitó que mi madre pasara el resto de su vida en un hospital psiquiátrico», había dicho Mariah.
«Me alegro de que se llevara mis joyas y me alegro de que nos ayudara a recuperarlas», había declarado Lisa Scott.
Después de oír la resolución del juez en Hackensack, un animado Wally había salido de la sala con una amplia sonrisa en los labios. «Es pan comido», comentó en voz alta a su sufrido abogado, que sabía que el juez había oído el comentario y no parecía contento.
Tras una negociación entre el fiscal y la defensa, y también con la aprobación de Mariah, Lillian fue condenada a una pena de trabajos para la comunidad por intentar vender el pergamino robado. El juez estuvo de acuerdo en que, después de la terrible experiencia por la que había pasado, no había necesidad de un castigo mayor. Lo irónico del asunto era que, cuando Greg difundió el rumor de que Charles estaba intentando vender el pergamino, no se equivocó.
Jonathan se lo había enseñado a Charles y le había dicho que se lo había dejado a Lillian por seguridad. Jonathan se quedó horrorizado cuando Charles le ofreció venderlo por él. Tras la muerte de Jonathan, Charles telefoneó a Lillian, le propuso buscarle un comprador en el mercado negro y repartirse los beneficios.
Cuando Mariah y Richard salieron de la casa por última vez, caminaron hasta la acera, donde estaba aparcado el coche de Richard, y subieron a él.
—Estaría bien pasar la noche con tus padres —comentó Mariah—. Me siento como si ya fueran de mi familia.
—Lo son, Mariah —susurró Richard. Sonriendo, añadió—: Y recuerda, por muy orgullosos que se sintieran cuando estaba en el seminario, sé que se mueren de ganas de tener nietos. Y se los daremos.
Alvirah y Willy estaban preparándose para ir a cenar a casa de Richard esa noche.
—Willy, hace más de seis semanas que no vemos a Mariah y a Richard —dijo Alvirah mientras sacaba el abrigo y la bufanda del armario.
—Es verdad. No los vemos desde que cenamos con ellos, el padre Aiden y los Scott en el restaurante Neary —coincidió Willy—. Los echo de menos.
—Debe de ser duro para ella. —Alvirah suspiró—. Hoy ha pasado su último día en la casa de su infancia. Tiene que ser muy difícil. Pero me alegro de que se muden a ese precioso apartamento después de la boda. Sé que serán muy felices allí.
Cuando llegaron a la cena, abrazaron con fuerza a Richard y a Mariah. Durante los pocos minutos que invirtieron en comentar los espantosos hechos que habían vivido, Alvirah dijo a Mariah que, pese a la tragedia, cuando tocó el pergamino sagrado supo que tenía entre sus manos algo muy especial y maravilloso.
—Es verdad, Alvirah —respondió Mariah, con su voz convertida en apenas un susurro—. Y también es muy especial que se encuentre de nuevo en la Biblioteca Vaticana, el lugar al que pertenece. Y que mi padre por fin pueda descansar en paz.