En los agónicos cuarenta minutos transcurridos desde que se había despertado, Mariah reunió todas sus fuerzas para intentar sobrevivir. Había conseguido ponerse en pie apoyando la espalda en la mesa de mármol en la que Greg había dejado el cofre de plata que contenía el pergamino. Con gran dolor, centímetro a centímetro, había conseguido empujar el cuerpo hacia arriba, después de resbalar y caer muchas veces, hasta lograr por fin ponerse en pie. Se había destrozado la chaqueta de tanto frotarla contra la pata ornamentada de la mesa, y tenía la espalda raspada y dolorida.
Sin embargo, había conseguido levantarse.
Fue entonces cuando oyó el ruido del montacargas y supo que Greg había vuelto. Era consciente de que solo tenía una oportunidad para intentar salvar su vida y la de Lillian.
Era imposible soltarse o aflojar las ataduras de los pies y las manos.
Oyó a Greg bajar del ascensor. Protegida tras las esculturas de mármol, supo que él no podría verla. Lo oyó hablar con Lillian, el tono de voz más elevado con cada palabra que pronunciaba.
Le estaba diciendo que lo habían seguido. Que la policía estaba en el piso de abajo. Sin embargo, también gritó que no descubrirían el modo de subir a tiempo para salvarlas. Horrorizada, Mariah prestó atención mientras Greg presumía de la autenticidad del pergamino, y después añadía entre sollozos: «Amaba a Mariah…».
Lillian imploraba por su vida. «Por favor, no… por favor, no…».
De nuevo, Mariah oyó el ruido del ascensor. Tenía que ser la policía, pero para cuando el ascensor bajara y volviera a subir, ya sería demasiado tarde.
Con las manos atadas, hizo un esfuerzo para coger el cofre de plata y logró agarrarlo. Con el corazón latiéndole con fuerza, recorrió lentamente la corta distancia hasta el sofá deslizándose junto a las estatuas y agradeciendo que los chirridos del ascensor evitaran que Greg pudiera oírla acercarse.
No me oye, pero si mira hacia aquí, se habrá terminado todo para las dos, pensó mientras avanzaba arrastrando los pies sobre la gruesa alfombra y se aproximaba al sofá.
Mientras Greg ataba el cordón alrededor del cuello de Lillian, Mariah levantó el cofre de plata y, con todas sus fuerzas, le golpeó en la cabeza. El hombre soltó un gruñido, tropezó con Lillian y cayó al suelo.
Durante un largo minuto, Mariah permaneció apoyada contra el sofá, manteniendo el equilibrio. Seguía aferrada al cofre. Lo dejó con cuidado en el respaldo del sofá, levantó la tapa y sacó el pergamino. Lo levantó con la punta de los dedos, hinchados por las fuertes ataduras que le oprimían las muñecas, y se lo llevó a los labios.
Esa fue la imagen que Richard vio cuando el montacargas se detuvo. Dos detectives corrieron a inmovilizar a Greg cuando intentaba levantarse. Un tercero se apresuró a retirar el cordón que Lillian tenía alrededor del cuello.
—Tranquila —le dijo—. Todo ha terminado. Están a salvo.
Mariah consiguió esbozar una leve sonrisa cuando vio a Richard correr hacia ella. El hombre se dio cuenta de inmediato de que sostenía el pergamino sagrado y se lo quitó suavemente de las manos, lo dejó encima de una mesa, y la rodeó entre sus brazos.
—Creí que no volvería a verte —dijo con la voz quebrada.
Mariah sintió una paz repentina, una paz casi incomprensible, que invadió todo su ser. Había recuperado el pergamino y, con ello, sabía que por fin había hecho las paces con su querido padre.