Llegó al piso de arriba y detuvo allí el ascensor, empotrado en el techo de la planta inferior, antes de que nadie pudiera alcanzarlo. ¿Cuánto tardarían en descubrir el interruptor que haría bajar de nuevo el ascensor? No mucho tiempo, pensó. Sé que no tardarán mucho.
Ese detective fue lo bastante listo para hacerme creer que estaba a salvo.
Pero no lo estoy. Estoy condenado. Es el fin. He caído en su trampa.
Furioso, Greg lanzó al suelo la bolsa con los sándwiches. Su imperio secreto estaba iluminado tenuemente. Encendió las luces del techo y miró alrededor. Hermoso. Magnificente. Espectacular. Arte. Antigüedad. Todo digno de los mejores museos del mundo. Y lo había reunido él solo.
Cuando tenía diecinueve años y era un empollón solitario, consiguió con un ordenador lo que Antonio Stradivari había conseguido con un violín. Había llegado a ser un genio de la programación gracias a una creatividad inimaginable. Cuando cumplió los veinticinco, ya se había convertido, sin hacer ruido, en multimillonario.
Seis años atrás tuve el capricho de ir a esa expedición y descubrí el mundo en el que me sentía a gusto, pensó. Escuché y aprendí de Jonathan, Charles y Albert, y al final los superé a todos con mi pericia. Empecé a manipular y desviar envíos de antigüedades de valor inestimable sin dejar rastro sobre adónde habían ido.
Fue maravilloso tocar ese pergamino sagrado. Cuando le hablé a Jonathan del extraordinario programa informático que había desarrollado para comprobar la autenticidad de antigüedades, me dejó examinarlo. El pergamino es auténtico. A lo largo de los siglos, lo ha manipulado mucha gente, pero hay una única muestra de ADN que es extraordinaria. Una muestra que contiene cromosomas con rasgos exclusivos de la madre, que debe de ser la virgen María. Jesucristo no tenía padre humano.
Esta carta fue escrita por Cristo. La escribió a un amigo, y dos mil años después tuve que matar a un hombre a quien quería como amigo porque debía poseerla.
Greg entró en aquella sala que rebosaba de sus tesoros. Por una vez no se detuvo a recrearse en su belleza, sino que miró primero a Lillian. Estaba tumbada junto al sofá con el brocado de hilos de oro e intrincado diseñado, en el que él siempre se sentaba.
Desde el miércoles por la mañana, cuando la llevó allí por primera vez y decidió esperar a matarla, había disfrutado sus breves visitas, durante las que se sentaba en el sofá, con los pies de la mujer en el regazo, y hablaba con ella. Había gozado explicándole la historia de cada uno de sus tesoros. «Compré este objeto a un comerciante de El Cairo hace poco —le había comentado sobre una de las piezas—. Saquearon el museo durante un levantamiento civil».
Ahora estaba de pie junto a Lillian. Sus grandes ojos marrones lo miraban con miedo y desesperación.
—¡La policía me tiene rodeado! —gritó—. Están abajo. Pronto encontrarán el modo de subir.
»Eres tan avariciosa, Lily. Si le hubieras dado el pergamino a Mariah, tendrías la conciencia tranquila. Pero no lo hiciste.
—No, por favor… no… no…
Mientras ataba un cordón de seda alrededor del cuello de Lillian, Greg empezó a sollozar.
—Ofrecí a Mariah el amor que jamás creí que sería capaz de sentir por un ser humano. Besaba el suelo que ella pisaba. ¿Y qué conseguí a cambio? La otra noche se moría de ganas de terminarse la cena y librarse de mí. Así que ahora voy a librarme de ella, y también de ti.