Le dolía muchísimo la cabeza. Mariah intentó tocársela, pero no pudo levantar tanto la mano. Abrió los ojos. La luz era tenue, pero logró ver que estaba en un lugar extraño. Levantó la cabeza y miró alrededor.
Se encontraba en un museo.
Estoy soñando. Tiene que ser una pesadilla. No es posible.
A continuación recordó la llamada de Lillian. Salí corriendo para encontrarme con ella. Él me estaba esperando. Me golpeó la cabeza contra el coche. Después me metió en un maletero y Lillian estaba junto a mí.
Recuerdos fragmentados le volvieron a la cabeza. Había muchos baches. El rostro contra el suelo. Lillian estaba a mi lado. También estaba atada.
Mariah recordó oír el ruido de una puerta que se abría, como la de un garaje, levantándose. A continuación él abrió el maletero y sacó a Lillian a rastras. No dejaba de suplicar: «Por favor, no me hagas daño. Deja que me vaya, por favor».
Entonces vino por mí, recordó. Me levantó y me llevó a un montacargas. Subimos. Y después llegamos al museo. Me llevó a un baño y me desató las manos. «Te dejaré unos minutos a solas», me dijo. Intenté cerrar la puerta pero no había pestillo. Oí que se reía. Sabía que intentaría cerrarla. Traté de lavarme las costras de sangre de la cabeza y de la cara, pero eso me hizo volver a sangrar. Me presioné la herida con una toalla y en ese momento él regresó.
Mariah recordó lo indefensa que se había sentido cuando volvió a atarle las manos y las piernas y la arrastró a esa habitación y la arrojó a un colchón en el suelo. No le importó que estuviera sangrando, pensó. Quería hacerme daño.
Notaba la cabeza a punto de estallar, pero empezó a pensar cada vez con mayor claridad. Él había cogido lo que parecía un gran joyero de plata antiguo y había levantado la tapa. A continuación sacó algo y lo sostuvo por encima de mi cabeza, recordó. Parecía uno de esos pergaminos enrollados que Mariah había visto en el despacho de su padre.
«Míralo, Mariah —le pidió—. Es una lástima que tu padre no quisiera vendérmelo. Si lo hubiera hecho, hoy seguiría con vida, igual que Rory. Y Lillian tampoco estaría aquí con nosotros. Pero no pudo ser. Ahora quiero cumplir el que habría sido el mayor deseo de tu padre: que lo toques antes de reunirte con él. Sé que lo echas mucho de menos».
Le rozó el cuello con el pergamino, con cuidado de no mancharlo con la sangre que seguía brotándole de la frente.
Y después volvió a guardarlo en el cofre de plata, que dejó en la mesa de mármol que había al lado del colchón.
No recuerdo qué pasó después, pensó Mariah. Es probable que volviera a desmayarme. ¿Por qué no me ha matado? ¿A qué espera?
Hizo un esfuerzo para levantar los brazos y mirar el reloj. Eran las once y veinte. Cuando fui al baño eran casi las cinco, pensó. He estado inconsciente durante más de seis horas. ¿Sigue él por aquí? No lo veo.
¿Dónde está Lillian?
—Lillian —gritó—. Lillian.
Durante un instante no obtuvo respuesta, pero de pronto un repentino chillido aterrado procedente del centro de la sala la estremeció.
—Mariah, ¡va a matarnos! —gritó Lillian—. Solo retrasó matarme para que pudiera engañarte para ir a ese motel. Cuando vuelva, sé lo que pasará. Sé lo que pasará…
El sonido de los sollozos ahogados de Lillian se convirtió en un creciente grito de terror que resonó en la cavernosa sala.