Richard no se marchó hasta medianoche.
A las tres de la mañana, el teléfono de la mesita de noche despertó a Mariah de un sueño profundo. Oh, Dios, a mamá le ha pasado algo, pensó. Al descolgar, volcó el vaso de agua.
—¿Sí?
—Mariah, tienes que ayudarme. —La voz al otro lado de la línea sonó desesperada—. Tengo el pergamino. No podía venderlo y traicionar así a Jonathan. Quiero que lo tengas tú. Se lo prometí a Charles, pero he cambiado de opinión. Se enfadó mucho cuando se lo dije. Temo que pueda hacerme algo.
Era Lillian Stewart.
¡Lillian está viva! ¡Y tiene el pergamino!
—¿Dónde estás? —preguntó Mariah.
—He estado escondiéndome en el motel Raines de la ruta 4 Este, justo antes de llegar al puente. —Lillian dejó escapar un sollozo—. Mariah, te lo ruego. Ven a verme ahora mismo. Por favor. Quiero darte el pergamino. Pensé en enviártelo por correo, pero ¿y si se pierde? Salgo hacia Singapur en el vuelo de las siete y media de la mañana desde el aeropuerto Kennedy. No pienso volver hasta que Charles esté en la cárcel.
—Motel Raines en la ruta 4 Este. Estaré ahí enseguida. Ahora no encontraré tráfico. Puedo llegar dentro de veinte minutos. —Mariah retiró la colcha y puso los pies sobre la alfombra.
—Estoy en la primera planta de la parte trasera del motel. Habitación veintidós, verás el número en la puerta. ¡Date prisa! Tengo que salir hacia el aeropuerto sobre las cuatro —dijo Lillian.
A las tres y media, Mariah salió de la carretera y condujo hasta el motel silencioso y destartalado, en dirección a la zona de aparcamiento débilmente iluminada que había frente a la habitación veintidós. Abrió la puerta del coche y al instante notó un fuerte golpe a un lado de la cabeza. La invadió una oleada de dolor intenso y se desmayó.
Minutos después, abrió los ojos en una oscuridad casi total. Intentó mover las manos y las piernas pero se las habían atado. También la habían amordazado. Sentía la cabeza a punto de estallar. De algún lugar cercano le llegó un gimoteo. ¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy?, se preguntó con desesperación.
Notó el movimiento de unas ruedas bajo su cuerpo. Estoy en el maletero de un coche, advirtió. Sintió que algo la rozaba. Dios mío, hay alguien a mi lado. A continuación, aguzando el oído para no perderse una sola palabra, oyó a Lillian Stewart decir entre sollozos:
—Está loco. Está loco. Lo siento, Mariah. Lo siento.