Greg ya estaba esperando cuando Mariah aparcó en la entrada de su casa. El hombre bajó de su coche y se dirigió a abrirle la puerta en cuanto Mariah apagó el motor. La rodeó entre sus brazos y le dio un ligero beso en la mejilla.
—Estás muy guapa —observó.
Mariah se rió.
—¿Cómo lo sabes? Ya ha oscurecido.
—La iluminación exterior de tu casa es potente. En cualquier caso, aunque estuviera como boca de lobo y no pudiera verte, sé que tú solo puedes estar guapa.
Greg es tan tímido, pensó Mariah. Es sincero, pero por algún motivo, en sus labios un cumplido suena raro y ensayado.
Nada espontáneo, provocador ni divertido… como sonaría si lo dijera Richard, oyó que le susurraba una voz traviesa.
—¿Quieres entrar en casa un rato? —preguntó Greg.
Mariah recordó que había roto a llorar en el aparcamiento del hospital después de ver a su madre, y abrió la polvera y se limpió las manchas de rímel de debajo de los ojos.
—No, estoy lista —respondió.
Subió al coche de Greg y se acomodó en el suave asiento de cuero.
—Debo reconocer que el interior de este coche es mucho más lujoso que el mío —comentó Mariah.
—Entonces es tuyo —dijo mientras encendía el motor—. Cambiaremos de coche cuando volvamos de cenar.
—Oh, Greg… —objetó Mariah.
—Hablo en serio. —Su tono de voz era intenso. Entonces, como si se hubiera dado cuenta de que Mariah se sentía incómoda, añadió—: Lo siento, mantendré mi promesa de no agobiarte. ¿Cómo está Kathleen?
Greg había reservado una mesa en el Savini’s, un restaurante a diez minutos de la cercana ciudad de Allendale. Durante el trayecto, Mariah le habló de su madre.
—Hoy ni siquiera me ha reconocido. Ha sido descorazonador. Está empeorando. No sé qué pasará cuando la dejen libre y vuelva a casa.
—No des por hecho que la dejarán en libertad, Mariah. He oído la noticia sobre ese supuesto testigo. Ese tipo tiene antecedentes y un montón de acusaciones de toda clase, y solo busca llegar a un acuerdo. Creo que es probable que esté mintiendo cuando dice que vio a alguien salir de la casa de tus padres la noche que asesinaron a Jonathan.
—¿Lo has oído en las noticias? —exclamó Mariah—. Me pidieron que no dijera nada de ese tema. Cuando me has llamado y yo acababa de llegar al hospital, he empezado a hablarte de eso pero me he callado porque he recordado que no debía decir nada.
—Ojalá hubieras decidido confiar en mí —respondió Greg en tono triste.
Acababan de llegar a la entrada del Savini’s y el mozo les abrió la puerta, lo que permitió que Mariah se ahorrara responderle. Greg había reservado una mesa en el acogedor salón de la chimenea. Este es otro de los lugares en los que he pasado tantas noches agradables con papá y mamá, pensó Mariah.
Una botella de vino los esperaba enfriándose en la mesa. Deseosa de deshacer la tensión cada vez más evidente, cuando el maître hubo servido el vino, Mariah levantó su copa.
—Para que esta pesadilla termine cuanto antes.
Greg hizo chocar su copa contra la de Mariah.
—Ojalá pudiera terminarla para ti —respondió con ternura.
Mientras comían salmón y una ensalada, ella intentó desviar la conversación hacia otros temas.
—Me ha sentado bien ir a la oficina hoy… Me encanta el negocio de las inversiones. Y volver a mi apartamento también ha sido muy agradable.
—Quiero que inviertas también mi dinero —respondió Greg—. ¿Cuánto pongo?
No puedo aceptarlo, pensó Mariah. Tengo que ser justa con él. No será capaz de mantener conmigo una relación de amistad equilibrada. Y sé que jamás seré capaz de darle lo que quiere.
Realizaron el viaje de regreso a Mahwah en silencio. Greg bajó del coche y la acompañó a la puerta de casa.
—¿Una última copa? —sugirió.
—Esta noche no, Greg. Estoy cansadísima.
—Lo entiendo. —No intentó besarla—. Lo entiendo perfectamente, Mariah.
La mujer abrió la puerta.
—Buenas noches, Greg —se despidió. Fue un gran alivio estar de nuevo en casa y a solas. Desde la ventana del salón lo observó alejarse en su coche.
Transcurridos unos minutos, sonó el timbre. Tiene que ser Lloyd o Lisa, pensó mientras se acercaba a la mirilla. La sorprendió encontrar a Richard allí de pie. Vaciló durante un momento, pero decidió abrir la puerta.
Richard entró y le apoyó las manos en los hombros.
—Mariah, tienes que entender algo sobre el mensaje que escuchaste. Cuando intenté comprarle el pergamino a Lillian, lo hice por ti y por tu padre. Iba a devolverlo al Vaticano. ¡Tienes que creerme!
Mariah alzó la vista para mirarlo y al ver las lágrimas que se asomaban a sus ojos, sus fuertes sentimientos de duda y enfado desaparecieron de inmediato.
—Te creo —respondió en voz baja—. De verdad, Richard.
Durante un momento se miraron fijamente y, a continuación, llena de alegría y alivio, Mariah notó que Richard la estrechaba entre sus brazos.
—Mi amor —susurró—. Mi dulce amor.