A las tres de la tarde, Peter Jones recibió una llamada de la pasante del juez Kenneth Brown.
—Señor —dijo la joven en tono respetuoso—, llamo para comunicarle que nos ha llegado el informe sobre el caso de Kathleen Lyons y que puede pasar a recogerlo cuando quiera.
Lo que de verdad me gustaría es que el caso de Kathleen Lyons desapareciera para siempre, pensó con resentimiento.
—Muchas gracias. Pasaré enseguida —respondió.
Mientras esperaba el ascensor para subir a la cuarta planta, pensó fugazmente en la época en que él había empezado su carrera legal como pasante de un juez en la división penal. El juez Brown lleva la misma sala que ocupaba mi juez, dijo para sus adentros. Mi madre sabía lo mucho que deseaba este trabajo. Cuando lo conseguí se puso tan contenta que cualquiera diría que me habían nombrado presidente del Tribunal Supremo.
Al término de su año como pasante en la oficina del juez, se sintió eufórico cuando lo contrataron como ayudante del fiscal. De eso hacía ya diecinueve años. Desde entonces, había trabajado en varias unidades, entre ellas la de Delitos Mayores, antes de que finalmente fuera nombrado jefe de la sección de enjuiciamientos, cinco años atrás.
Señor de Glamis, señor de Cawdor y futuro rey de Escocia, pensó, recordando una de sus frases favoritas de Shakespeare. Ese era el camino que creía llevar. Hasta ahora.
Encogiéndose de hombros, entró en el ascensor, subió dos plantas, salió y se dirigió a la oficina del juez. Sabía que el juez Brown estaba en el tribunal, en un juicio por jurado. Saludó a la secretaria, siguió por el pasillo y se acercó al mostrador de la pasante.
Era una joven menuda y muy atractiva que podría haber pasado por estudiante universitaria de primer año.
—Hola, señor Jones —dijo mientras le entregaba el informe de diez páginas.
—¿Ha tenido ocasión el juez de echarle un vistazo? —preguntó Peter.
—No estoy segura, señor.
Buena respuesta, pensó Peter. Nunca digas nada que pueda volverse en tu contra. Tres minutos después, de nuevo en su oficina, cerró la puerta.
—No me pases ninguna llamada —pidió a su secretaria—. Necesito concentrarme.
—Como quieras, Peter. —Gladys Hawkins llevaba treinta años trabajando en la oficina del fiscal. En presencia de desconocidos, se dirigía a los fiscales Sylvan Berger y a Peter Jones como «señor». Pero cuando estaban a solas, para ella el fiscal era «Sy» y su ayudante era tan solo «Peter».
Con inquietud, Peter Jones leyó atentamente el informe psiquiátrico. Mientras lo hacía, la incómoda sensación de llevar el peso del mundo sobre los hombros empezó a aligerarse.
El médico había escrito que Kathleen Lyons se encontraba, sin duda, en un estado avanzado de la enfermedad, y que durante su estancia en el hospital, en dos ocasiones había mostrado síntomas de tendencias violentas. Tanto despierta como dormida, había dado muestras de antagonismo feroz hacia su difunto esposo y su compañera Lillian Stewart. Los médicos que la habían tratado sugerían que, en ese momento, y como resultado de una enfermedad mental, Kathleen suponía un peligro para sí misma y para los demás, y requería vigilancia las veinticuatro horas del día. En su opinión, debería permanecer ingresada para proseguir con su observación, medicación y terapia.
Con un largo suspiro de alivio, Peter se reclinó en su silla. El juez no la dejará en libertad de ningua manera, pensó. No puede hacerlo, con un informe así. Desde luego, seguiremos con el paripé del retrato robot con Wally Gruber. Es lo que sospechaba. Gruber sabe cómo burlar el sistema. Me preguntó qué cara decidirá inventarse. Me da igual si es la de Tom Cruise o la de Mickey Mouse. Se encuentra en un callejón sin salida.
Peter se levantó y estiró la espalda. Kathleen Lyons asesinó a su marido, pensó con determinación. Estoy seguro de ello. Si la declaran incapaz de ser juzgada, que lo hagan. Si la declaran inocente alegando demencia, que lo hagan. En cualquier caso, no saldrá de una institución mental.
Encendió el intercomunicador.
—Ya puedes pasarme llamadas, Gladys.
—Ha sido una sesión de reflexión bastante corta, Peter. Espera un segundo. Tengo una. Es la extensión de Simon Benet. ¿Te la paso?
—Pásamela.
—Peter, acabo de recibir una llamada de los chicos de Nueva York —anunció Benet en tono tenso—. Acaban de detener al perista de Gruber. Lo han encontrado en su tienda. Estaba a punto de salir hacia el aeropuerto. Han recuperado las joyas robadas a los Scott. Están todas.