Billy Declar se quedó consternado al enterarse de que habían sorprendido a su viejo amigo y antiguo compañero de celda, Wally Gruber, mientras robaba en una casa de Riverdale.
—Estúpido, estúpido, estúpido —murmuró para sí mientras se paseaba arriba y abajo por su tienda de muebles de segunda mano en la parte baja de Manhattan—. Es el más tonto del mundo porque se cree tan listo.
A sus setenta y dos años, después de haber estado tres veces en el trullo, Billy no tenía la menor intención de volver allí.
Le di una buena pasta por el material de New Jersey, pensó Billy. Cuatro días después, el granuja avaricioso va y da otro golpe. Conozco a Wally. Me delatará para conseguir algo para sí mismo. Será mejor que adelante el viaje a Río. Me largaré enseguida.
Como era habitual, no había recibido la visita de ningún cliente interesado en sus viejos y desgastados sofás y sillas, cabeceras y tocadores que se amontonaban desordenados en el supuesto salón de exposición. Cada vez que uno de los chicos le vendía alguna joya robada, Billy se ofrecía a regalarle el mueble que eligiera. Era lo que llamaba su «bonificación».
«Escoge la pieza con la que te gustaría honrar tu hogar», solía decir en tono pomposo.
Las sugerencias de esos hombres sobre lo que podía hacer con sus muebles siempre le provocaban una carcajada.
Sin embargo, ahora no reía. Las joyas que tenía previsto vender en Río estaban escondidas debajo del suelo, en la parte trasera de la tienda. Eran las dos. Pondré el cartel de «cerrado» en la puerta, cogeré las joyas y me marcharé directamente al aeropuerto, pensó. Tengo el pasaporte y efectivo de sobra. Estoy listo para salir. Podría quedarme en Río durante un tiempo. Allí es invierno, pero no me importa.
Billy avanzó cojeando tan rápido como le fue posible, estremeciéndose en un gesto de dolor por la hinchazón crónica de su tobillo izquierdo. La lesión era el resultado de un salto desde un segundo piso, cuando tenía dieciséis años, huyendo de la policía, que había ido a detenerlo por el robo de un vehículo.
Abrió el armario y sacó la maleta, que siempre tenía a punto por si en algún momento debía marcharse de manera inesperada. Se arrodilló en el suelo, enrolló la alfombra y levantó los tablones que ocultaban la caja fuerte. Introdujo el código, abrió la puerta de la caja y sacó la bolsa de lona que contenía las joyas de los Scott. A continuación cerró la caja a toda prisa, colocó los tablones en su sitio y volvió a extender la alfombra.
Mientras se ponía de pie, levantó la maleta, se llevó la bolsa de lona al hombro y apagó la luz de la trastienda.
Billy se encontraba en la sala de exposición cuando sonó el timbre de la puerta varias veces, en una sucesión rápida. Se le revolvió el estómago. A través de los barrotes del cristal de la puerta, vio a un grupo de hombres en el exterior. Uno de ellos sujetaba un escudo.
—Policía —gritó una voz—. Tenemos una orden de registro. Abra la puerta de inmediato.
Billy soltó las bolsas en el suelo con un suspiro. La imagen del rostro redondeado de Wally, con su falsa sonrisa de oreja a oreja, se le apareció tan clara como si lo tuviera delante. ¿Quién sabe?, se preguntó Billy, resignado a convertirse de nuevo en huésped del estado de Nueva York. Tal vez terminemos compartiendo litera otra vez.