Cuando Richard Callahan llegó al mostrador de recepción de la oficina del fiscal, los detectives Simon Benet y Rita Rodriguez lo estaban esperando. Tras un breve saludo, lo acompañaron a la sala de interrogatorios al final del pasillo. Sin mencionar detalles específicos, Simon le explicó fríamente que, en base a ciertas novedades que se habían producido desde que lo citaran por primera vez a declarar, ahora les parecía apropiado leerle sus derechos.
—Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a un abogado… Si decide hablar, puede interrumpir el interrogatorio en cualquier momento.
—No necesito un abogado y deseo explicarme —respondió Richard Callahan con firmeza—. Por eso he venido. Les contaré toda la verdad, y seguiremos a partir de ahí.
Los detectives lo observaron detenidamente. Llevaba una camisa azul claro de manga larga, un chaleco, pantalones marrones de gabardina y mocasines de cuero. Sus facciones, severas y atractivas, dominadas por unos ojos de color azul intenso y un mentón prominente, tenían una expresión serena pero decidida. Llevaba el pelo entrecano elegantemente arreglado.
Benet y Rodriguez lo habían investigado a fondo. Treinta y cuatro años. Hijo único de dos cardiólogos eminentes. Criado en Park Avenue. Había ido a Saint David’s School, a la Regis Academy y a la Universidad de Georgetown. Había cursado dos doctorados en la Universidad Católica de América, uno en historia de la Biblia, el otro en teología. Ingresó en la orden jesuita a los veintiséis años y la abandonó después de un año. En la actualidad enseñaba historia de la Biblia y filosofía en la Universidad de Fordham. Este tipo creció en Park Avenue, fue a colegios privados y seguro que no sabría solicitar un préstamo universitario, pensó Benet.
Molesto consigo mismo, pero incapaz de librarse de ese sentimiento, Benet siguió su reflexión sobre el hombre al que ahora consideraba sujeto de interés en la aparente desaparición de Lillian Stewart. Viste como alguien salido de un club de campo. Seguro que no se compró esa ropa en una tienda de segunda mano.
Simon Benet pensó en su mujer, Tina. Le encantaba leer los comentarios de las revistas: «Elegancia sobria». «Look informal para un sábado por la noche». «Hablan de nosotros, cariño», solía bromear.
Callahan apesta a privilegios, pensó Benet. Cuando estaba con gente como Richard, reconocía que, por momentos, sentía envidia y recordaba con dolor su pasado lleno de dificultades. Clases nocturnas. Agente de policía a los veintitrés. Años trabajando en turno de noche y en festivos. Detective a los treinta y ocho después de recibir un disparo durante un robo. Tres hijos estupendos, pero había tenido que pedir préstamos para sus estudios que tardaría años en pagar.
Nada de eso importa. Soy un hombre la mar de afortunado, se recordó. Listo para cerrar su mente a cualquier otra distracción, empezó a interrogar a Richard.
—¿Dónde estaba ayer a las nueve y media de la mañana, señor Callahan? —preguntó Benet. Dos horas más tarde, él, Rita y Richard seguirían repasando cada uno de los detalles de las actividades que les describía.
—Como ya les he dicho —repitió Benet—, y para dejarlo claro de una vez —agregó con una nota de sarcasmo—, estaba en la oficina de mi agente fiduciario a las nueve y pasé todo el día paseando frente al edificio y llamando a Lillian constantemente.
—¿Hay alguien que pueda confirmarlo?
—En realidad, no. Sobre las cinco me marché y pasé por el apartamento de mis padres.
—¿Y dice que no sabía que Lillian Stewart bajó en la estación de metro de Chambers Street poco después de las nueve y media de la mañana de ayer, aproximadamente a la misma hora que usted nos acaba de decir que estuvo rondando por los alrededores de la oficina de su agente fiduciario, cercana al metro?
—No, no tengo ni idea sobre cuándo o dónde bajó Lillian del metro. Pueden comprobar su teléfono móvil. La estuve llamando cada media hora durante todo el día, y también le dejé mensajes en el teléfono fijo de su apartamento.
—¿Qué cree que puede haberle ocurrido? —preguntó Rita, con voz preocupada y amable, intencionadamente en contraste con el tono hostil de Simon.
—Lillian me dijo que había recibido otras ofertas por el pergamino sagrado. Intenté convencerla de que, quien fuera que quisiera comprarlo de manera ilegal podría ser descubierto algún día, y que ella podría terminar en la cárcel por vender material robado. Le dije que si me lo vendía a mí, jamás diría a nadie que se lo había comprado a ella.
—¿Y qué habría hecho usted con el pergamino de Arimatea, señor Callahan? —inquirió Benet, en tono de sarcasmo e incredulidad.
—Lo habría devuelto al Vaticano, que es donde debería estar.
—Dice que tiene alrededor de dos millones trescientos mil dólares en su fondo fiduciario. ¿Por qué no le ofreció esa cantidad completa a Lillian Stewart? Tal vez esos trescientos mil dólares más habrían marcado la diferencia.
—Supongo que entenderán que quería conservar algo de dinero de ese fondo para mi uso personal. Y no habría marcado ninguna diferencia —respondió Richard con decisión—. Intenté convencerla con dos argumentos distintos para que me lo vendiera a mí. Uno, por el hecho de que tanto a mí como a ella nos convenía que el dinero constara como un regalo, puesto que las leyes fiscales me permiten regalar esa cantidad de dinero sin tener que pagar impuestos. También le dije que pretendía devolver el pergamino al Vaticano y que no creía que se abriera una investigación por material robado, por lo que no debía preocuparse. Quedamos en que diría que la persona que lo tenía solo se atrevió a contármelo a mí.
»El otro argumento fue que sabía que Jonathan y ella se querían mucho. Él le había confiado el pergamino. Le dije que le debía a Jonathan que la carta se devolviera a la Biblioteca Vaticana. Y que si lo hacíamos de este modo, ella tendría dinero para su futuro y yo me ocuparía del resto.
Richard se levantó.
—Llevo más de dos horas respondiendo a las mismas preguntas. ¿Puedo irme ya?
—Sí, puede, señor Callahan —respondió Benet—. Pero nos pondremos en contacto con usted en breve. No tiene previsto ningún viaje ni salir de los alrededores, ¿verdad?
—La mayor parte del tiempo estaré en casa. Tienen mi dirección. No pienso ir a ningún sitio, a menos que, aquí en New Jersey, consideren que el Bronx queda fuera de los alrededores.
Richard hizo una pausa, ahora claramente molesto.
—Me preocupa mucho que una mujer a la que considero mi amiga haya desaparecido. Me he quedado de una pieza porque es evidente que creen que tengo algo que ver con su desaparición. Les aseguro que estaré a su disposición a cualquier hora del día o de la noche hasta que empiecen las clases la semana que viene, y que después estaré en mi despacho de la Universidad de Fordham, en el campus de Rose Hill. Si lo necesitan, pueden llamarme allí.
Se volvió, salió de la sala de interrogatorios y cerró la puerta con un sonoro golpe.
Benet y Rodriguez se miraron.
—¿Qué piensas? —preguntó Benet.
—O dice toda la verdad, o se lo ha inventado todo —respondió Rita—. No creo que haya un término medio.
—Mi instinto me dice que es un buen mentiroso —comentó Benet—. Dice que pasó todo el día dando vueltas frente a la oficina, hasta las cinco, cuando fue al apartamento de mamá y papá en Park Avenue. Vamos, Rita, sé realista.
—¿Lo citamos de nuevo mañana y vemos si está dispuesto a someterse al detector de mentiras? —preguntó Rita—. Por la forma como le hemos hablado, no me extrañaría que se buscara un abogado.
—Comentemos primero con Peter lo del polígrafo. No sé qué querrá hacer.