Lloyd Scott se encontraba en su oficina de Main Street, en Hackensack, a una manzana de los juzgados, cuando recibió una llamada del ayudante del fiscal, Peter Jones.
—¿Me estás diciendo que el delincuente que entró a robar en mi casa pudo haber visto a alguien salir corriendo de la casa de Jonathan justo después de que le dispararan? —exclamó Lloyd. Con creciente enfado en la voz, inquirió—: ¿Cuándo demonios te enteraste de esto?
Peter Jones había anticipado una respuesta hostil.
—Lloyd, recibí la llamada del abogado de Gruber, Joshua Schultz, no hace todavía ni veinticuatro horas. Como sabes, muchos acusados de delitos graves intentan convencernos de que tienen información valiosa para algún caso. Y como también sabes muy bien, no intentan ayudar a la fiscalía porque sean espíritus bondadosos. Lo único que quieren es una reducción en la condena.
—Peter, lo que quiera ese tipo me importa un bledo, y hablo como propietario de la casa en la que entró a robar —repuso Lloyd, en un tono de voz cada vez más elevado—. ¿Por qué no me llamaste enseguida?
—Lloyd, cálmate y deja que te cuente lo que sucedió ayer. Después de recibir la llamada de Schultz, hablé de inmediato con el fiscal. Confirmamos la declaración de Gruber de que utilizó una tarjeta de peaje robada cuando volvió a Nueva York después de entrar a robar en tu casa. Su abogado nos facilitó la información sobre la tarjeta y la comprobamos. Ese pase solo se activa en el puente George Washington, en el trayecto de New Jersey a Nueva York, y no a la inversa. Así que no sabemos cuándo condujo hasta New Jersey, pero sí cuándo regresó.
—Sigue —dijo Lloyd con brusquedad.
—Sabemos que estuvo en el puente, en el trayecto de vuelta, a las diez y cuarto. Mariah Lyons habló con su padre a las ocho y media, y a las diez y media se preocupó porque volvió a llamarlo y saltó el contestador. Sabemos que entonces ya estaba muerto. Así pues, dentro de ese intervalo de tiempo es muy posible que Gruber estuviera en tu dormitorio, vaciando tu caja fuerte, y que fuera cuando asegura haber oído el disparo.
—Muy bien. Y ahora, ¿qué?
—Gruber nos dio el nombre del perista a quien vendió las joyas robadas. Se llama Billy Declar y es el propietario de una tienda de mala muerte en la que vende muebles de segunda mano en Manhattan. Él vive en la trastienda. Tiene un largo historial delictivo y fue el compañero de celda de Gruber cuando estuvo encarcelado en Nueva York. Estamos en contacto con la oficina del fiscal del distrito de Manhattan para conseguir una orden de registro de su casa.
—¿Cuándo se hará efectiva?
—Nos prometieron que el juez la daría hoy a las tres, y nuestros hombres irán allí con ellos. Por si sirve de algo, según Gruber, Declar conserva intactas las joyas de tu mujer. Tenía previsto llevárselas a Río de Janeiro en las próximas semanas y venderlas allí.
—Recuperar las joyas estaría bien, pero lo que es mucho más importante, ¿puede Gruber dar una descripción de la persona que dice haber visto salir de la casa?
—De momento, se lo reserva porque está intentando llegar a un acuerdo, pero puedo decirte que ya nos ha hecho saber a través de su abogado que no era Kathleen Lyons. Así pues, si la información sobre el perista resulta cierta, Gruber se habrá ganado la credibilidad suficiente para que esta oficina le permita sentarse enseguida con un retratista y ver qué rostro nos descubre.
—Entiendo.
Jones sabía que en menos de un minuto, Lloyd Scott soltaría una protesta exaltada sobre la detención de Kathleen Lyons. Por eso, se apresuro a añadir:
—Lloyd, debes entender una cosa. Wally Gruber es uno de los sinvergüenzas más astutos con los que me he encontrado. La oficina del fiscal de Manhattan está investigando otros robos no resueltos que pudo haber cometido utilizando el mismo sistema de localización por GPS que colocó en tu coche. Este tipo sabe que si consigue convencernos de que estuvo en tu casa aproximadamente a la misma hora en que asesinaron al profesor Lyons, la coincidencia puede resultarle muy beneficiosa.
—Entiendo lo que quieres decir —espetó Lloyd Scott—. Sin embargo, hubo una prisa terrible por detener, esposar y encarcelar a una mujer frágil, enferma, perpleja y apenada, y lo sabes.
Haciendo un esfuerzo por no elevar la voz, Scott hizo una breve pausa y a continuación añadió:
—En este momento, la verdad es que no me importa si se recuperan o no las joyas. Exijo que des directamente el paso siguiente. Quiero que Gruber se siente con ese retratista y quiero que sea mañana como muy tarde. Si no lo haces así, me ocuparé yo mismo. Y, sinceramente, no me importa lo que tengas que prometerle a cambio a Gruber. Como mínimo le debes eso a Kathleen Lyons.
Antes de que Peter Jones tuviera tiempo de responder, Lloyd Scott agregó:
—Quiero saber de inmediato qué ocurre con esa orden de registro. Espero tu llamada.
Cuando oyó el sonido seco que puso fin a su conversación, Peter Jones vio su sueño de convertirse en el próximo fiscal del condado evaporarse ante sus ojos.