La oficina de Mariah estaba en Wall Street. Tras otra noche de insomnio e incapaz de quedarse más tiempo en casa de sus padres, pese al deseo de estar cerca de su madre, a las seis de la mañana, Mariah condujo hasta Nueva York. Jueves por la mañana en el trabajo. Mucho antes de que alguien llegara a la planta donde tenía alquilado su despacho, ya estaba sentada a su escritorio, revisando los correos electrónicos y las cartas que la recepcionista y la secretaria le había dejado sobre la mesa.
Todo estaba más o menos como había imaginado. Los correos electrónicos que había recibido y enviado a sus clientes habían servido para solucionar lo más importante. Sin embargo, era agradable estar allí, con el monitor encendido, observando los mercados de todo el mundo mientras unos abrían y otros cerraban. También era un refugio de todo lo que había sucedido durante la última semana y media, en particular el bombazo de que Richard había planeado comprarle el pergamino a Lillian.
La asaltó el claro recuerdo del rostro de Richard, cuando estaban sentados a la mesa anteanoche, y de nuevo negó haber visto el pergamino. Mariah se había fijado en su expresión mientras Richard asentía cuando el padre Aiden les recordó a todos con gesto severo que el pergamino, cuya autenticidad probablemente llegara a demostrarse, era propiedad del Vaticano.
El hombre que fue jesuita y que tal vez volviera a serlo en un futuro, pensó con desdén. Bueno, la Biblia dice que los soldados se jugaron a los dados la túnica de Cristo. Ahora, dos mil años después, algunos de los supuestos amigos de mi padre parecen estar jugándose a los dados la carta que, probablemente, Cristo escribió a José de Arimatea. Una carta en la que agradecía a José su bondad.
Mariah pensó en el mensaje que Lillian había dejado a Richard: «He decidido aceptar tu oferta de dos millones de dólares. Llámame».
Su oferta, pensó Mariah. ¿Cuántas ofertas habría recibido, y quién se las habría hecho? Si de todos los invitados a la cena, solo Richard había mentido, ¿quiénes eran los otros expertos a quienes papá hizo una consulta? Los detectives están comprobando los registros de llamadas de papá. Me pregunto si descubrirán a alguno.
Si Lillian no aparece, ¿será que le ha pasado algo?
Era impensable que Richard hubiera hecho daño a Lillian, tanto como que su madre hubiera disparado a su padre.
En eso, al menos, puedo estar tranquila, se dijo Mariah. Richard puede ser la antítesis de lo que yo creía, pero desde luego no es un asesino. Dios mío, haz que aparezca Lillian. Haz que encontremos el pergamino.
Había algunos mensajes que debía contestar. Apagó el televisor, redactó el borrador de las respuestas y las envió por correo electrónico a su secretaria para que las imprimiera y las mandara por correo. Eran casi las ocho de la mañana y sabía que los más madrugadores estarían a punto de llegar. No quería encontrarse con nadie. Durante el funeral, había dicho a sus amigos que era consciente de lo mucho que se preocupaban por ella, pero que en el futuro inmediato debía concentrarse en cuidar de su madre y ayudar a su abogado.
Desde entonces, había recibido numerosos correos electrónicos que empezaban de manera similar: «Te queremos, Mariah. Pensamos mucho en ti. No hace falta que respondas». Bonitos, pero de poca utilidad.
Salió de la oficina y bajó en ascensor hasta la planta principal. Decidió que su próxima parada sería su apartamento de Greenwich Village.
Sacó el coche del aparcamiento y condujo el breve trayecto que la separaba de Downing Street. Su apartamento ocupaba la tercera planta de una casa grande que había sido una residencia privada ochenta años atrás. Había ido una sola vez, para recoger ropa, desde la fatídica noche en que había salido a toda prisa hacia New Jersey después de que la segunda llamada a su padre a las diez y media de la noche no hubiera obtenido respuesta.
Su apartamento era pequeño. Consistía en un salón, un dormitorio y una cocina, en la que apenas cabía un fogón, un fregadero, un microondas y unos pocos armarios. Papá me ayudó a mudarme aquí, pensó. De eso hace seis años. A mamá ya le habían diagnosticado los primeros síntomas de alzheimer. Empezaba a repetirse y a olvidarse de las cosas. Les propuse volver a casa y desplazarme cada día hasta el trabajo. Papá me quitó la idea de la cabeza. Me dijo que era joven y debía vivir mi vida.
El ambiente estaba cargado, y Mariah abrió la ventana y agradeció el ruido procedente de la calle. Música para mis oídos, se dijo. Me encanta este apartamento, pero ¿qué pasará ahora? Aun cuando esta pesadilla haya terminado y mamá pueda volver a casa de manera permanente, estoy segura de que no querrá vivir aquí. Tendré que mudarme de nuevo a Mahwah. Pero ¿durante cuánto tiempo podré pagar a las cuidadoras que tendrán que ocuparse de ella las veinticuatro horas del día?
Se acomodó en la butaca en que su padre solía sentarse antes de jubilarse. Una vez cada semana o diez días, cuando salía de la Universidad de Nueva York, pasaba a verla y tomaba una copa con ella hacia las seis de la tarde. Después iban a su restaurante italiano favorito en la calle Cuarta Oeste. A las nueve de la noche él ya estaba de camino a casa.
O de camino a casa de Lillian, le susurró una vocecita incómoda.
Mariah intentó apartar esa posibilidad de su mente. Hacía dieciocho meses, cuando supo de Lillian, las cenas íntimas que solían disfrutar juntos cesaron. Le dije a papá que no quería interferir en los preciosos momentos que pasaba con Lillian…
A fin de distraerse de la culpa que sentía al rememorar sus palabras, miró alrededor. Las paredes de su apartamento estaban pintadas de un suave tono amarillo que proporcionaba una sensación de mayor amplitud. Papá repasó conmigo las muestras de pintura, recordó. Tenía mucha más habilidad que yo para juzgar el resultado final.
El cuadro que colgaba sobre el sofá se lo había regalado su padre el día que se trasladó al apartamento. Lo había comprado en Egipto, durante una expedición, y mostraba el sol poniéndose sobre las ruinas de una pirámide.
Allí donde miro, sea aquí o en casa, siempre encuentro algo que me recuerda a él, pensó. Entró en el dormitorio y cogió la fotografía de sus padres, tomada diez años atrás, antes de la aparición de la enfermedad. Los brazos de su padre estrechaban la cintura de su madre, y ambos sonreían. Espero que, de algún modo, sus brazos sigan rodeándola, y que la protejan, pensó Mariah. Ahora necesita su protección, más que nunca.
¿Qué pasará con mamá mañana en el juicio?
Estaba a punto de llamar a Alvirah para preguntarle si había descubierto algo más cuando sonó el teléfono de la mesita de noche. Era Greg.
—Mariah, ¿dónde estás? He pasado por casa y Betty me ha dicho que te habías marchado antes de que ella llegara, y no respondes al móvil. Estaba preocupado por ti.
Mariah había apagado el móvil porque temía que Richard volviera a ponerse en contacto con ella. No quería repetir la actuación de la noche anterior, cuando había roto a llorar al oír su voz durante la cena en casa de los Lloyd. Ahora se disculpó:
—Greg, tenía el móvil apagado. Como puedes imaginar, no pienso con claridad.
—Yo tampoco. Pero estoy preocupado por ti. La novia de tu padre y la cuidadora de tu madre han desaparecido en los últimos días. No puedo permitir que te pase nada a ti.
Vaciló, y acto seguido agregó:
—Mariah, suelo tener buen ojo para la gente. Sé que estás destrozada por la idea de que Richard quisiera comprarle el pergamino a Lillian. No sé si lo hizo o no, pero si le ha sucedido algo a Lillian, dudo mucho que él sea el responsable.
—¿Por qué me dices todo eso, Greg? —preguntó Mariah en voz baja.
—Porque es lo que creo. —Greg hizo una pausa, y a continuación añadió—: Mariah, te quiero, y deseo tu felicidad sobre todas las cosas. Durante las cenas en casa de tu padre, noté que había una atracción cada vez mayor entre Richard y tú. Si al final resulta que pretendía comprar y vender un objeto sagrado, espero de verdad que los sentimientos que puedas tener hacia él cambien.
Mariah eligió sus palabras con cautela.
—Dices que notaste una atracción creciente entre él y yo, pero yo nunca fui consciente de que existiera. Y, desde luego, a juzgar por el mensaje telefónico, si Richard es como parece ser, no quiero que siga formando parte de mi vida.
—Me alegro de oírlo —respondió Greg—. Te daré todo el tiempo que necesites para que me veas como a un tipo con el que merece la pena pasar el resto de tu vida.
—Greg… —empezó a decir Mariah.
—Olvida lo que acabo de decir. Pero, Mariah, ahora hablo muy en serio. He hecho algunas averiguaciones por mi cuenta. Charles Michaelson es un farsante. Ha estado intentando encontrar un comprador para el pergamino. Incluso puedo darte el nombre del hombre que oyó hablar del mismo a través de él. Se trata de Desmond Rogers, un conocido coleccionista. Mariah, te lo ruego, no dejes que Michaelson se te acerque. No me sorprendería que fuera responsable de las desapariciones de Lillian y la cuidadora de tu madre. Y, Mariah… tal vez también de la muerte de tu padre.