Una hora más tarde, Charles Michaelson estaba sentado en la silla que antes habían ocupado sus amigos Albert West y Greg Pearson. Su cuerpo robusto se agitaba de furia mientras mantenía un acalorado intercambio de palabras con los detectives Benet y Rodriguez.
—No, no vi el pergamino. ¿Cuántas veces tengo que decírselo? Si alguien les ha dicho que intentaba venderlo, les ha mentido.
Cuando Benet le comunicó que tenían previsto entrevistarse con la fuente de ese rumor, Michaelson espetó:
—Adelante. Sea quien sea, díganle de mi parte que hay leyes que castigan la calumnia, y que debería informarse sobre ellas.
Cuando le preguntaron dónde estaba la noche del asesinato de Jonathan Lyons, replicó:
—Permítanme que se lo repita de nuevo. Hablaré bien despacio a ver si así se enteran de una vez. Estaba en mi casa de Sutton Place. Llegué allí a las cinco y media y no volví a salir hasta la mañana siguiente.
—¿Estuvo con alguien? —preguntó Benet.
—No. Por fortuna, desde que me divorcié vivo solo.
—¿Recibió alguna llamada esa noche, señor Michaelson?
—No. Espere un momento. El teléfono sonó sobre las nueve de la noche. Vi que se trataba de Albert West y como no estaba de humor para hablar con él, no respondí.
De repente, Michaelson se levantó.
—Si tienen más preguntas que hacerme, pueden enviarlas por escrito a mi abogado. —Se llevó una mano al bolsillo y lanzó una tarjeta sobre el escritorio de Benet—. Ahora ya sabe cómo ponerse en contacto con él. Que pasen una buena tarde.