El miércoles por la tarde, Kathleen Lyons estaba sentada en una silla junto a la ventana, en su habitación del hospital, con una taza de té a su lado. Había echado una cabezada, y cuando se despertó miró con apatía los árboles y el sol que se filtraba entre las frondosas ramas. A continuación se inclinó hacia delante. Vio a alguien medio oculto detrás de uno de los árboles, frente a la ventana.
Era una mujer.
Era Lillian.
Kathleen se levantó para mirar por la ventana, apoyó las manos en el alféizar y entrecerró los ojos para poder ver a Lillian con mayor claridad.
—¿Está Jonathan con ella? —murmuró. Siguió observándola y se fijó en que Lily y Jonathan estaban tomándose fotografías el uno al otro.
—¡Os odio! —gritó Kathleen—. ¡Os odio a los dos!
—Kathleen, ¿qué es lo que le ocurre, querida? —preguntó una enfermera con dulzura mientras entraba apresuradamente en la habitación.
Kathleen cogió la cucharilla que había junto a la taza de té y se volvió de repente en la silla. Con el rostro encendido de ira, apuntó con la cucharilla a la enfermera.
—Bang… bang… ¡Muere, maldita sea, muere! Te odio, te odio, te odio… —chilló, y acto seguido se desplomó de nuevo en la silla. Con los ojos cerrados, comenzó a murmurar: «Tanto ruido… tanta sangre», mientras la enfermera le inyectaba un sedante en su brazo delgado y tembloroso.