A las diez y veinte, condujo hasta las pesadas puertas metálicas en la zona de reparto de la parte trasera del almacén, con Lillian sentada a su lado en el coche. Habían tardado menos de diez minutos en llegar de la salida del metro donde la había recogido hasta esa zona industrial desierta a dos manzanas de East River.
Sus empresas fantasma, creadas sobre el papel con el único objetivo de ocultar su identidad, eran propietarias de los dos edificios cerrados con tablones que flanqueaban al que se dirigían. Era en él donde había establecido su espléndido y secreto mundo antiguo. En cierto sentido, lamentaba el hecho de no haber compartido nunca con otro ser humano la magnificencia de su colección de valor inestimable. Hoy sucedería. Lillian se quedaría deslumbrada, maravillada. Imaginó su mirada de sorpresa cuando descubriera los tesoros que ocupaban la segunda planta. Y era consciente de que el mayor de los tesoros estaba en la bolsa que la mujer sujetaba con fuerza.
Jonathan se lo había enseñado, le había dejado sacarlo del sobre satinado en que lo guardaba, le había permitido tocarlo, sentirlo, y certificar su autenticidad.
Era genuino. No había duda. Se trataba de la única carta escrita por Cristo, dirigida al hombre que había sido su amigo desde la infancia. Cristo sabía que pronto yacería en la tumba de José. Sabía que, incluso después de su muerte, José seguiría cuidando de él.
El mundo entero se quedaría fascinado al verlo, pensó. Y va a ser mío.
—¿Adónde diablos vamos? —preguntó Lillian en tono quejumbroso.
—Como te he dicho cuando te he recogido, tengo una oficina en mi almacén, donde gozaremos de absoluta intimidad. ¿Esperabas que te contara los detalles de la cuenta que te he abierto en el extranjero en una acera abarrotada de Chambers Street?
El hombre percibió que Lillian solo estaba impaciente, no nerviosa.
Presionó el botón situado en el parasol del coche y las enormes puertas de reparto se levantaron ruidosamente. A continuación entró en el edificio y volvió a pulsar el botón para cerrar la puerta tras ellos. Cuando esta hubo bajado del todo, la oscuridad era total, y oyó que Lillian daba un grito ahogado, sin duda la primera señal de que temía estar corriendo peligro.
Se apresuró a tranquilizarla. Quería deleitarse en su reacción cuando viera sus tesoros, pero sabía que ni siquiera los miraría si supiera lo que estaba a punto de ocurrirle. Se sacó del bolsillo el mando a distancia que encendía la luz del garaje y lo presionó.
—Como ves, esto es un desierto —comentó sonriente—. Pero te aseguro que mi oficina del piso de arriba es mucho más acogedora.
Notó que Lillian no estaba del todo relajada.
—¿Hay alguien en el piso de arriba? —preguntó—. No he visto ningún coche cerca. Este lugar parece abandonado.
El hombre permitió que una nota de fastidio se filtrara en su tono de voz.
—Lillian, ¿crees que quería público para esta transacción?
—No, por supuesto. Vayamos a tu oficina y terminemos con esto. Las clases empiezan la semana que viene y tengo muchas cosas que hacer.
—Con tanto dinero, ¿piensas seguir tratando con alumnos? —preguntó cuando bajaron del coche. Le señaló la pared del fondo y le deslizó una mano por debajo del brazo mientras cruzaban el oscuro espacio sin ventanas.
—Esta es la planta principal —explicó. A continuación se agachó y pulsó el botón oculto que había en la parte baja de la pared y el montacargas inició su descenso.
—Dios mío, ¿qué clase de montaje tienes aquí? —preguntó Lillian, asombrada.
—Ingenioso, ¿verdad? Vamos al piso de arriba —dijo mientras la hacía entrar en el montacargas. Subieron y entraron en la sala. Él esperó a tener a Lillian justo a su lado—. ¿Estás lista? —inquirió mientras encendía la luz—. Bienvenida a mi reino —anunció.
El hombre no apartó los ojos del rostro de Lillian mientras se adentraba en la enorme sala y miraba con incredulidad las maravillosas antigüedades, una tras otra.
—¿Cómo has logrado coleccionar todo esto? —preguntó, atónita—. ¿Y por qué lo guardas aquí? —Se volvió para mirarlo—. ¿Y por qué me has traído a un lugar así? —inquirió—. ¡Esto no es una oficina! —Lillian lo observó fijamente, el rostro y los labios de repente pálidos. Por su sonrisa triunfal, supo que le había tendido una trampa. Presa del pánico, soltó la bolsa de tela y realizó un rápido movimiento para pasar junto a él.
En ese instante, notó que le asía el brazo y tiraba de ella hacia su cuerpo.
—Voy a ser compasivo, Lillian —dijo en voz baja mientras se sacaba una jeringuilla del bolsillo—. Sentirás un pinchazo y nada más, te lo prometo. Nada más.