A las nueve de la mañana, Richard Callahan estaba en la oficina de gestión patrimonial de Roberts y Wilding, en Chambers Street, ordenando la retirada de dos millones de dólares de su fondo de fideicomiso y su envío a la cuenta de Lillian Stewart.
—Richard, como ya te he comentado, según la ley, a lo largo de tu vida puedes regalar varios millones de dólares sin penalización fiscal. ¿Quieres que este obsequio lo incluyamos en esa prestación de por vida? —preguntó Norman Woods, su asesor financiero.
—Sí, precisamente es eso lo que deseo —respondió Richard, advirtiendo que estaba muy nervioso y con la esperanza de que no se le notara.
Norman Woods, un elegante hombre de pelo cano, vestido como siempre con un traje azul oscuro, camisa blanca de manga larga y corbata azul estampada, estaba a punto de cumplir los sesenta y cinco años y le faltaba poco para jubilarse. Sintió ganas de hacer algo totalmente impropio en él y decir: «Richard, ¿puedo preguntarte si a la señorita Stewart te une una relación sentimental? Sé que tus padres estarían encantados de que así fuera».
En lugar de eso, mantuvo el gesto inexpresivo mientras confirmaba que, cuando Richard le proporcionara la información sobre la cuenta bancaria de la señorita Stewart, se le ingresaría directamente el dinero.
Richard le dio las gracias y salió de la oficina.
En cuanto se encontró en el vestíbulo del edificio, marcó el número de móvil de Lillian.